13. Nadie sabe nada
Sus latidos desbocados se adueñaron de cada una de sus terminaciones nerviosas, haciéndolas palpitar frenéticamente al grado de dificultarle respirar.
Abrió los ojos.
Se quedó mirando fijo al techo resquebrajado, trozos de cemento desprendido dejaron peculiares figuras, algunas parecían islas y otras se confundían con siluetas animales. Conforme los segundos pasaban la inquietud de saberse en un lugar misterioso y desconocido la embargó. ¿Era alguna de las oficinas dentro del bufete? No. Reconocía la diferencia entre un sofá y una cama, donde yacía recostada definitivamente era una cama.
Tardó en decidir si era mejor fingir inconsciencia o dar respuesta a sus preguntas. Al final recargó su peso en los codos.
Paz. Eso le transmitió el rostro del hombre sentado en el rincón de la habitación. Dormitaba complacido, pese a la incómoda posición en la que estaba: espalda curva, con tal de acomodarse en el hueco de la esquina, piernas trenzadas y la cabeza recargada en la pared. Lo envidió. Tomó la punta de una de las diminutas almohadas detrás de sí. Puntería perfecta: directo al estómago del desconocido.
«Mierda, mierda, mierda...», chilló poniéndose de pie de un salto. Rebuscó en su playera blanca con el típico estampado de feria del inigualable Winnie Pooh, y parte de su pantalón de algodón holgado con el que acostumbraba a dormir en la época de frío, pero como lo que sea que saltó sobre él no se halló en su ropa terminó inspeccionando el hueco donde estuvo durmiendo, no obstante, la agitación del susto aminoró y con ello se percató de la pesadez en la habitación. Giró despacio su cabeza. Su corazón insistía en escapar por su boca. Detente. No mires. Frente a él la paciente, que en primera instancia se negó a atender, no le quitaba los ojos de encima. En el interior de ese par de agujeros negros se vio como un trozo de masa que ella aplastó y devolvió a su forma repetidas veces hasta que se aburrió y la arrojó al recoveco de lo monótono e indeseable. Tembló de pies a cabeza. Quizá por la impresión o por lo escalofriante que le resultó la muchacha.
La reacción del sujeto le arrancó una risita ronca, debido a la resequedad en su garganta.
—Casi me sacas la mierda, ¿sabes? —señaló, indignado.
Otra vez silencio y, como si ya estuviese acostumbrada, encapsuló cualquier reflejo de las emociones minutos antes expuestas. Si alguien le preguntaba a Fernando la sensación que le transmitía ser presa de la atención de aquella desconocida niña, diría a la primera, «vean la película del Aro. Sí, cualquiera de las versiones». Suspiró y avanzó a ella; su percepción carecía de importancia a la hora de salvar vidas. A conciencia recibió el almohadazo y el que siguió después de ese, no obstante, se precipitó al ver las intenciones de usar su cuerpo como defensa guiándose de un miedo comprensible. Era un hombre, después de todo.
—Quiero revisar tu estado de salud. No a ti. Quiero decir, no tu cuerpo, ¿ya?
Silencio. Calma. Dos conceptos que muy pocas veces lograron surgir en el interior de Andrea mientras era acompañada por gente desconocida, sin embargo, ahí, en medio de una habitación desolada con un sujeto que nunca antes había visto, brotó como un yacimiento de agua. Le resultaba difícil entablar conversación con aquellos a quienes veía a diario, Doña Lucy, la vendedora de tamales, Felipe, el lustrador de zapatos, Otilia, la señora que su papá le pagaba para planchar las tandas de ropa. ¡Su papá! De pronto, todo lo que en su relajante lapso de somnolencia había mantenido escondido se abalanzó sobre ella como una avalancha de hielo. Salió de la cama y nuevamente fue víctima de otro mareo atronador; tuvo que sostenerse de la silla a unos metros de la cama, en la cual descansaba un huacal con agua y tres retazos de trapo en las orillas del mismo.
—Oye, todavía no estás en condiciones para moverte así de brusco —le recriminó usando el tono más suave que pudo—. Vamos, vuelve a la cama.
—No. Debo ir —murmuró Andrea. Enderezó la espalda.
Su papá la necesitaba.
Los labios se le contrajeron en una mueca de dolor. Le dolía la planta de los pies, a segundos era un ardor insoportable y luego sentía miles de clavos enterrándose abruptamente. Lógico, los había destrozado la extenuante caminata de ida y regreso de la hacienda Zúñiga, y en la búsqueda del lugar de trabajo del licenciado Gustavo. Volvió a encorvarse.
—Qué ir ni qué nada. A la cama —ordenó; despacio rodeó su muñeca, le pareció lamentable lo delgada que era, tiró de ella para que soltara el respaldo de la silla—. Necesitas descansar. Tus pies lo necesitan. ¿Acaso no conoces el límite de tu cuerpo, niña tonta?
—Usted no sabe nada.
—Nadie realmente sabe nada. Pero te diré lo que sí sé: tu salud, sobre todas las cosas, debe ser primero. Ni mamá, ni papá, ni nadie podrá salvarte si no quieres ser salvada.
—¡Cállese!
—Vamos, a la cama. Tus pies ya comenzaron a sangrar.
En efecto, un hilo de sangre escurría por el suelo, a falta de luz se veía como una mancha oscura sobre los azulejos, poco alarmante a los ojos de Andrea que sentía una opresión enorme en el estómago al punto de comenzar a respirar por la boca para, en un intento desesperado, aplacar la sensación.
—Por favor —susurró Fernando, derrotado.
A regañadientes se sentó en la orilla de la cama y fijó la mirada en el marco de la puerta, mientras el joven se ponía de cuclillas delante suyo para revisar las heridas de sus pies. Buscaba controlar las pequeñas lágrimas en sus ojos, no le apetecía ser frágil delante de alguien que le exigía que lo fuera. Era cierto, no conocía los límites de su cuerpo más que para correr, e, incluso en esas ocasiones, se exigía el doble de lo que a veces podía soportar, porque de eso se trataba su vida, dar todo y mucho más para no correr el riesgo de volver a ser abandonada. Perfecta ante los ojos de papá. Una hija perfecta. Una estudiante perfecta. Una futura ciudadana perfecta. Una niña perfecta. Perfecta. Perfecta. ¡Perfecta! Y de todos modos, falló. Era buena hija, pero su apatía social no dejó nunca de preocuparlo. Era buena estudiante, pero las constantes recomendaciones del asesor sobre abrir su círculo social tampoco ayudó. Ni era ciudadana y carecía de todo para ser un modelo a seguir. Era una niña buena, se esforzaba en mantener la comodidad de su papá todos los días, pero esa devoción y obsesión con la limpieza de la casa también ocasionó preocupación.
Las lágrimas empaparon sus mejillas.
Los sollozos removieron la conciencia de Fernando. Tal vez sus palabras fueron demasiado para una chiquilla desorientada y sufrida como ella. Deshizo el vendaje en el pie izquierdo y dejó que la sangre manchara su pantalón.
—Discúlpame. No debí hablarte así. —Alzó la vista. Aquel lamento le recordó el rocío en las plantas luego de una suave llovizna. Su corazón se contrajo—. La persona a la que estás buscando es muy afortunada de tenerte. Nunca había conocido a nadie que llegara al extremo de provocarse herida tras herida con tal de proteger a otro. Es valiente... Y peligroso. No soy quien para decirte que esa persona, muy probablemente, se sentirá triste cuando vea lo que te pasó en su nombre, ¿por qué no mejor te procuras y le brindas tranquilidad cuando se vuelvan a reencontrar?
Silencio. Fernando se mordió la lengua, creído de haber metido la pata de nuevo, y temió mirarla a la cara. Toda ella le asustaba. Le recordaba a un jaguar: intimidante, vivaz y apasionada.
—No quiero verlo triste —respondió, afónica por el llanto.
Fernando sonrió.
—Entonces recupérate.
—No puedo perder el tiempo. Debo estar con él.
—¿Es tu hermano mayor?
Sí, la curiosidad le comenzó a picar el cerebro. Alguien tan importante en la vida de un adolescente variaba, después de todo se encuentran en una etapa en la que definen sus pensamientos y formas de ver el mundo, su personalidad, vaya. Algunos mejoran su vínculo con ambos padres, o con uno de los dos, en cambio otros crean nuevos vínculos con personas en las que sienten la protección que en casa no les dan, fragmentando la relación, quizá ya de por sí, con sus padres, o se agrava más con uno de ellos. A él le había tocado ver situaciones como la última: padres e hijos en constante guerra visitando a colegas de la rama de psicología. Incluso dentro de su consultorio, hace unos meses, pasó un incidente bochornoso que poco o nada había podido olvidar. Quince años tenía su paciente, se llamaba Jose Juan, por ser menor de edad pasó acompañado de su madre, una mujer de semblante hermético y de pocos amigos. Todo fue bien al principio, para desgracia de Fernando, se le ocurrió hacer una última pregunta antes de dar las indicaciones para tratar su malestar estomacal y del nervio ciático: «Es la primera vez que tienes estas molestias, ¿no?». La señora, de no más de cuarenta años, golpeó el escritorio, la máquina de escribir chirrió y algunos lápices rodaron hasta caer de la superficie; los colores en su rostro cambiaban segundo a segundo por la cólera que sentía. «Pues fíjese que no, doctor, este pendejo inútil se ha sentido así desde que se metió entre las faldas de la hija de su puta madre de su tía, ¿puede usted creerlo? Ahora soy yo la que tiene que pagar para que se cure y esa vieja brilla por su ausencia», fue la respuesta entre gritos que recibió. Quedó atónito. A esa madre lo único que le preocupó de tan enfermizo episodio, ¡vivido por su propio hijo!, fue el dinero que estaba gastando.
Tragó el nudo en su garganta y clavó la mirada en el rostro de la chiquilla, quien ya lo contemplaba. Deseaba de todo corazón que esa persona a la que añoraba tan desesperadamente fuera su papá o un hermano, aunque de igual forma no le quitaría la inquietud que le daba la desesperación en el interior de ese par de ojos. Presagiaban tormento y penurias.
Se hincó. La punta de sus dedos comenzaba a adormecerse.
—Está bien si no me quieres contar —dijo con fingida indiferencia.
La calma que despertó en el interior de Andrea como cálida agua volvió. Ese hombre, de complexión fornida, mirada avispada y con una espesa barba que cubría las comisuras de sus labios, no le daba miedo y tampoco recelo. Había algo en él que le permitía acercarse como otros hubieran querido. No percibía imposición de su parte, sólo sinceras ganas de entenderla.
—Es mi papá. Lo tienen encerrado por mi culpa.
—¿Por qué es tu culpa? ¿Hiciste algo indebido y como eres menor de edad lo reprendieron a él?
—No. —Su corazón se le hizo un puño—. Yo me defendí. ¡Me querían lastimar y yo me defendí! Se lo conté, pensé que reaccionaría tranquilo, como siempre ha sido desde que tengo memoria, pero no. Fue a buscar a quienes quisieron lastimarme. Por eso es mi culpa, señor.
—Culpa tuya no es, niña tonta. Deberías ser menos dura contigo misma. Tu papá buscó, de manera errónea, protegerte o, quizá, proteger tu honor de los miserables que intentaron hacerte daño. Fue su decisión. ¿O lo obligaste? —Negó con la cabeza—. Es difícil verlo de esa manera, lo sé, me ha tocado estar en tus zapatos, pero no es imposible. Ahora debes recuperarte y ponerte bonita para cuando tu papi regrese, ¿estamos?
Andrea asintió.
Como si se tratase de un reflejo, Fernando limpió el rastro de lágrimas en las mejillas de la muchacha y, de paso, le acarició el cabello desaliñado igual que suele hacer con Mufasa, una gata callejera que años atrás decidió adoptar. Limpió sus heridas con uno de los retazos que colgaban del huacal, lo mojó y envolvió en su pie para frenar el sangrado, ya después, retiró y con la parte limpia delineó cada una de las cortadas, así mismo lo hizo con el otro pie. Al final, les aplicó ungüento para cicatrizar y volvió a vendarlos.
𓆱𓆱𓆱
Prefería los lugares llenos de personas, de hecho, ese era el motivo que lo mantenía pegado a una de las tantas mesas dentro del restaurante La Villa. No comía o bebía otra cosa que no fuera un pan blanco, de sabor dulce aunado a pequeños matices salados, y una enorme taza de café negro con dos cucharadas de azúcar. Desgraciadamente, el asunto que le pidió tratar su buen amigo y antiguo alumno, Gustavo Pérez, lo tenía en ascuas dentro de su oficina. El espacio era grande, así le gustaba, los sitios pequeños le asfixiaban. Al costado de la puerta, había un enorme librero tupido de colecciones de enciclopedias que su esposa compró para que su amado se viera sofisticado, algunos otros, como El conde de Montecristo de Alexandre Dumas junto a Auguste Maquet o Drácula de Bram Stoker yacían escondidos en el último estante, pero que llenaban su alma imaginativa como ningún otro libro pudo.
Suspiró y fue a sentarse en la minisala de estar frente a su escritorio de madera. Los sillones de tono oscuro combinaban a la perfección con el resto de la habitación, escogido de igual forma por su querida esposa. Sin ella su vida sería una hoja blanca: triste y aburrida. Estiró el brazo para tomar la taza de café sobre la mesa de centro cuando su esperada visita hizo son de presencia.
—¡Bienvenido! Creí que ya no vendrías.
—Me quedé dormido en el estacionamiento. Lo siento —respondió Gustavo, apenado.
—Olvídalo. Venga. Siéntate y toma algo conmigo.
—No puedo, Marcos, ahora mismo siento que la vida se me está yendo del cuerpo —confesó en un suspiro—. He ido y venido de los separos y del Cerezo, y todavía no encuentro a quien busco.
Se le llamaba "Cerezo" al reclusorio ubicado entre Cintalapa y Cardenas, el más grande del estado.
—¿Trabajas en un caso nuevo? —La animosidad previa en la voz de Marcos cambió a una plana.
Titubeante, Gustavo acortó la distancia entre ellos.
—No. Quiero ayudar a una joven, busca a su papá. Supuestamente lo llevaron a los separos antier, pero no hay nada que lo constate. Ni un registro siquiera.
—Me extrañan tus divagaciones, a estas alturas ya deberías de saber que ese hombre no está ni estará en los separos, mucho menos en el Cerezo. ¿O sólo quieres una confirmación de lo evidente?
—A lo que voy es que necesito encontrarlo. Vivo o muerto.
La chispa aventurera no dejaría de vibrar en el interior de su exalumno, aun así, lo último que buscaba era meterse en problemas con gente poco amistosa de la región. El país ardía en fuego que el mismo gobierno encendió a razón de luchar contra el crimen organizado. La fiereza de los enfrentamientos suscitaban en el norte pero no eximía al resto de estados de volverse flanco de los delincuentes, temor que llevó al gobierno estatal a no meter las narices en donde nadie lo llamaba, y aunque lo hiciesen, nadie acudiría. Usaban el dicho de Benito Juárez a conveniencia: «El respeto al derecho ajeno es la paz».
—No puedo ayudarte —concluyó; sorbió un poco de café de su taza gris y miró a los ojos al hombre que tiempo atrás se convirtió en su alumno estrella.
Lo quería como un hijo, sin duda, sólo que apreciaba demasiado la vida de su amada esposa que prefería no ponerla en ninguna situación difícil. Decidir adentrarse en esos caminos, afectaría a cualquier persona de su entorno.
—Marcos.
—Gustavo —siseó—. No insistas.
—Te lo pido. No hay necesidad de cortar cabezas; tráeme su cuerpo y ahí muere. Jamás te volveré a molestar, lo prometo.
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