12. Es mi hija, después de todo
—Basta, Sofía. No voy a dejar a Andy con esos médicos para que hagan con ella lo que quieran —dijo Leoncio con el semblante desencajado de enojo.
Llevaban una hora discutiendo sobre la condición de su hija, que a él no le resultaba extraña, pero a los ojos prejuiciosos de un ejido lleno de padres de familia ignorantes, sí. ¿En serio preferir jugar en solitario, quedarse viendo fijamente o no responder cuando te hablaban era un delito? No. No para un hombre que adoraba a su hija. Pero sí para ella, una mujer que pone mucha atención a la opinión de los demás.
—Aunque te esfuerces en pensar que es normal, ¡los dos sabemos la realidad!
—¿Qué buscas? Trato de entenderte y no puedo. Habla, explícate. Créeme, necesito saber qué pasa en tu cabeza.
El labio inferior de Sofía tembló. La forma de ser de su marido, tan transparente y sumisa no la reconfortaba para nada, al contrario, se sentía como un pez en la orilla del mar, agitándose desesperadamente en tanto trata de regresar a su zona de confort.
—¿Sabes cómo me siento con las miradas encima? ¡Me acusan de tener el vientre podrido!
Supo que fue un error haber dejado la puerta abierta en la conversación tras las palabras de su mujer. Dio un golpe a la mesa de madera que los separaba.
—¿Dices que nuestra hija está podrida? ¿Te estás escuchando, Sofía? —Frotó sus facciones endurecidas, buscando calmar el fuego dentro de él—. Mi cachorra y tú son el regalo que la vida me dio. ¿Y qué si tiene autismo? ¿Eh? ¿Por eso es menos que los demás niños? Eres su mamá, yo soy su papá, lo único que nos debe interesar es el bienestar de Andrea. ¿Por qué te preocupas por ellos? ¡Ni siquiera te dan de comer!
El reproche tocó su corazón como un tornado, fisurando su ya herido orgullo. Amaba a su princesa, pero, para su infortunio, también era un claro recordatorio de las fallas familiares a las que estaba sujeta pese haber preferido el calvarico camino de la mano de su marido. El fantasma de su abuela autista, el hermano al que su padre privó de la vida por heredar la misma condición y ahora su princesa. ¿Acaso de esa familia sólo la abrazarían calamidades?
«Si hubiera seguido el camino de la vida que papá planificó para mí, ¿algo habría sido diferente?», se planteó en silencio. Desvió la mirada al café que seguía en busca de calma luego del manotazo en la superficie de madera. El sentimiento de deslealtad hacia su verdadera familia le estrujó el corazón, y el tirón, además, le robó el aliento.
—Ay, Dios. Lo siento. Ustedes también son mi todo, lo siento. —El rostro de Leoncio se volvió borroso de tantas lágrimas que se acumularon en las cuencas de sus ojos—. Necesito un segundo. Dame un segundo.
Ni bien puso un pie lejos del comedor, se arrepintió. En el umbral esperaba su princesa, sus ojos oscuros la observaron llenos de amor y respeto, algo que la sumió otro poco en el remordimiento. Acarició su cabecita colmada de esponjosos rizos y huyó a la calle, porque de quedarse otro rato, moriría asfixiada, contrario a su esposo que acurrucar a la niña lo reconfortó.
En el cuello de su papá, una Andrea de cuatro años, enterró su rostro, mientras chupaba su dedo gordo con gran necesidad como si de este fuera a extraer toda la sangre de su pachoncito cuerpo. No entendía el significado tras las voces golpeadas de sus papás, pero en su pecho se alojó una extraña brisa fría que de igual forma experimentaba las veces en que la profesora Martita la mandaba al rincón del aula.
Tales incidentes como aquel empezaron un mes después del primer día de escuela. Exactamente un par de días posteriores a la junta de padres de familia que figuró un domingo. Marta cumplió los caprichos de algunas madres dignas, que en cuanto vieron la conducta poco usual en la pequeña Andrea exigieron alejarla para que lo que sea que tuviera no se les contagiara a sus hijos, en lugar de llegar a un acuerdo en el que tanto esas madres como los padres de la niña afectada se sintieran cómodos. Sin embargo, la presión de mujeres furibundas contra una docente poco experimentada y de mente débil definió el sendero sobre el acantilado en el que tuvo que caminar la familia Montero Santos debido, también, a la falta de escuelas y recursos para llevarla a un kinder de la cabecera. Los señalamientos y castigos infringidos fueron moldeando las reacciones defensivas en la niña. Ahora los demás no se le acercaban por su tendencia a morderlos o golpearlos, lo que igualmente generó descontento y disturbios expuestos en las juntas siguientes. Así fue como un miércoles de marzo Sofía recibió la sugerencia de llevar a su hija al doctor y exigir una solución, pues de otra manera tendrían que dar de baja a la niña. La impotencia tiñó su rostro de rojo, buscó entablar algún tipo de diálogo con el director de sesenta y tantos años, pero la respuesta fue la misma.
Esa noche la pobre mujer lloró en los brazos de su marido. Ninguno de los dos sabía qué hacer, por lo tanto, probaron con seguir la sugerencia de la escuela. Los resultados desmoronaron a Sofía, en cambio, Leoncio se negó a aceptar el ridículo panorama. Su cachorra no tenía autismo. Y no era porque la idea se le hiciera inconcebible, simplemente las señales de esta enfermedad no figuraban del todo en su hija. A lo mucho dos de ellas: no jugaba con otros y tampoco mostraba interés por otros. En lo demás era igual o más normal que el resto de niños de tres años. Como no dio su brazo a torcer y su mujer ya no quiso dar la cara con la profesora, se presentó un día a recoger a la pequeña Andrea, quien yacía agazapada en un rincón del pasillo con su mochila de la princesa Jasmín; acariciaba el rostro imperturbable de la morena y le sonreía, aunque fuera una figurita sin vida, con ella se sentía un poco menos sola. El corazón de Leoncio se le encogió y por poco comienza un escándalo de tanta rabia que le produjo la negligencia de personas que, se suponía, estaban capacitadas para educar y formar a las futuras generaciones de adultos. Más tuvo que comportarse para que su plan no se estropeara.
Dentro de la dirección planteó la situación, el director, con actitud digna, negó varios de los eventos mencionados, dejando claro que no aceptaría tales señalamientos. Leoncio lo sabía. «Créame, maestro, ya no pienso quedarme de brazos cruzados —le dijo—. Todo lo que usted y su personal han permitido llegará como un oficio al DIF y les aseguró que les darán en la madre. Fue suficiente. Mi hija, mi mujer y yo tenemos los mismos derechos que el resto de padres de familia». Con ese discurso de por medio dejaron de acosar a Andrea, no obstante, el distanciamiento entre sus compañeros y ella no dejó de existir.
El semblante lejano de su cachorra le dolía con la misma intensidad que la mirada desilusionada de su mujer. ¿Qué más podía hacer? ¿Dejar a Andrea en manos de los doctores que prometían curarla para tener contenta a quien la dio a luz? ¿O seguir en guerra con la misma?
Meció a la pequeña en brazos lo que duró el recorrido del comedor a la habitación compartida por los tres. Quitó las sábanas de la cama matrimonial y se echó con ella en su pecho, palmeó la espaldita encorvada, frágil y suave, y comenzó a tararear Par de anillos de Viento y sol. Los dos se quedaron dormidos al poco tiempo, la calidez en sus cuerpos era tan afín y tierna, más bonita que la existente entre mamá e hija.
𓆱𓆱𓆱
Hubo distintas ocasiones en las que tuvo que cuidar a su hermana menor durante sus cuadros de excesiva fiebre. Era parte de la cotidianidad en la familia. Mamá trabajaba, él estudiaba y su hermana esperaba a su regreso porque mamá iba apareciendo a mitad de la noche. Las tardes enteras se dedicaba a preparar lo que sea que pudiera hacer con lo poco que había en el refrigerador, a limpiar el minúsculo cuarto que rentaban y cuidar que la fiebre no incrementara; si a la blanquecina niña le bajaba la temperatura entonces podía permitirse realizar sus deberes escolares, suceso que acontecía una vez cada mes. Lo que explicó su rápido actuar con la joven que se desmayó en plena conversación.
La trasladó cargada al estacionamiento subterráneo. En el ala este lo esperaba un Tsuru negro, donde acomodó delicadamente el menudo cuerpo en los asientos de atrás y se apresuró a subir; por lo regular calentaba el motor antes de arrancar, en esta ocasión no lo hizo.
Sólo podía llevarla a un lugar: con su entrañable y discreto amigo Fernando.
El viaje a Cardenas de once minutos lo recorrió en siete. Los topes y baches se los voló, haciendo que el coche brincoteara de forma violenta en repetidas ocasiones. La casa de su amigo se encontraba en el interior de un callejón, del cual comenzaba pura terracería, tenía dos bonitos árboles de ciprés frente a la fachada, uno de menor tamaño que el otro. Frenar despacio le fue imposible, quedando claro con el estremecedor chirrido de las llantas contra el asfalto.
Recostado en el sillón de madera con cuatro cojines que tenían la función de ser asiento y respaldo, y la experiencia a dejar fuese algo mejor que el suelo mismo, dormitaba Fernando. Ojeras debajo de sus ojos le daban un aire curtido en años. Despertó en parte por el riudo, pero lo que lo puso de nervios fue la luz amarilla que inundaba cada recoveco de su descuidada casa y esa voz de pito que conocía tan bien. Maldijo la ocasión en que confió la ubicación de su cueva con alguien como Gus.
—Eh, güey, ayúdame —exigió Gustavo con la chiquilla en brazos.
El semblante somnoliento de Fernando transmutó a una mezcla entre incredulidad y perplejidad. ¿Por qué un hombre entrado en los cincuenta y algo años tocaba a su puerta, sobre las nueve de la noche, acompañado de una niña de, a lo mejor, quince, dieciséis, diecisiete años? ¡Y para colmo desmayada! Mierda. Mierda. Mierda.
—¿Qué chingados, Gus? ¿Quién es y por qué la traes aquí? —preguntó, exaltado.
—Ahora no. Ayúdame. Creo que la fiebre va en aumento y ya de por sí su cuerpo estaba hirviendo.
—Mínimo nos trabarán doce años de cárcel, pendejo. Olvídalo. No te voy a ayudar esta vez —sentenció con las manos puestas en la puerta.
—¡Bien! —Los brazos le temblaban. Ya no tenía la edad y mucho menos la condición para sostener a una chiquilla de diecisiete años bien alimentada—. Llegó a buscarme. A pedirme ayuda para sacar, supongo yo, a su papá de los separos. ¿Es suficiente?, ¿o necesitas más para echarme la mano, cabrón?
—Pinche Gus.
Con miedo y todo los dejó pasar.
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