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11. La sombra de un alma en penitencia

La lluvia caía a cántaros y el sistema de luz comenzaba a verse afectado por el ventarrón. Muy raro para la época del año, pues apenas estaban a mediados de noviembre.

El licenciado Gustavo veía desde la ventana los salvajes movimientos de los árboles que adornaban el terreno baldío, a metros de distancia de donde se encontraba el bufete en el que trabajaba. Saboreó el último sorbo de güisqui antes de dejar el recipiente en el escritorio. La hora de irse había llegado, su presencia en la reunión familiar de su mujer era indispensable; podía ausentarse las veces que quisiera, pero no cuando se trataba del cumpleaños del padre de esta. Tomó su saco oscuro del perchero y salió rumbo al ascensor.

La vida le dio más de lo que se habría atrevido a pensar. Una esposa hermosa, tres hijos inteligentes y un suegro que, aunque duro y criticón, reconocía su valor y siempre apoyaba los proyectos que proponía. Sin embargo, ya nada lo emocionaba. Volver a casa dejó de ser placentero, escuchar los silencios de su mujer lo exasperaba, ya ni siquiera lo consolaba tener sexo con ella durante las madrugadas y tampoco las llamadas esporádicas que le hacían sus hijos, o los tiernos mimos de su pequeña en la casa. La monotonía lo estaba consumiendo hasta que esa muchachita de mirada mordaz apareció. Lejos de sentirse aliviado, se asustó. No. Se sintió sucio. Muy sucio.

Trató de sacársela de la cabeza sin éxito. En cada rincón la inventaba. Su imaginación se volvió su peor enemiga y en secreto su mejor confidente. Nadie podía enterarse del retorcido deseo que una jovencita le hacía sentir o si no, perdería la posición, y volver al fango del que salió no era una opción. Haría lo necesario para apagar el fuego en su interior.

Y quizá todo hubiera funcionado, la lejanía y el tiempo fueron sus mejores armas, de haber esperado unos minutos más en su oficina.

Las puertas del elevador se abrieron. Se despidió de Nina, la recepcionista, quien en lugar de asentir como hacía lo detuvo con un "licenciado". Gustavo la miró intrigado y ella le señaló las bancas a la derecha, desde la entrada. El corazón le dio un vuelco. Su tentación lo esperaba.

No se parecía a la que vio en el parque, lucía más delgada y demacrada. Ese cabello salvaje que lo embobó lo llevaba recogido en un chongo mal hecho y el brillo fiero de su mirada fue sustituido por desolación. Apretó las manos. Por alguna extraña razón se sintió responsable de su miseria.

—Señorita —la llamó—, ¿la puedo ayudar en algo?

—¿Usted es el licenciado Pérez Domínguez? —preguntó con los ojos fijos en los del aludido.

—Sí. ¿Necesita algo?

La sangre de Gustavo hervía. Las palmas de sus manos picaban, ansiosas por estrechar el menudo cuerpo de la jovencita sentada frente a él, la misma que en cuestión de segundos se le plantó de frente y lo tomó del saco para evitar que apartara la mirada de la renovada fiereza en la suya. Tragó saliva. Nina gritó a lo lejos y amenazó con llamar a la policía, algo que provocó en el hombre una punzada en sus sienes, alzó la mano para indicarle a su empleada que no era necesario y con voz trémula le dijo que por hoy podía retirarse temprano; la mujer de cabello recogido en una pulcra trenza no pudo evitar sentirse atacada y humillada, las cuales se reflejaron en su rostro enrojecido. Recogió su agenda y bolso, y salió a pasos veloces como un perro asustado por el claxon de algún carro que estuvo a punto de arrollarlo.

Observó sin reparo el par de piedras oscuras que tenía por ojos, delineó el puente de su nariz y anheló acariciar la suavidad de esos labios carnosos y sonrosados con los que tantos años fantaseó. La tensión en el ambiente era palpable como la llovizna en época de lluvia, suave, diferente a las gruesas gotas que golpeteaban en ese momento el asfalto fuera del edificio. Reconoció el fuego del rencor en la mirada de la muchacha, avivando la devoción enfermiza que mantuvo bajo llave en su corazón, le intrigaba sus motivos para tomarlo como enemigo, porque era evidente la sorna profesada a su persona desde que se conocieron. Un poco sofocado por sus añoranzas y la abrumadora presencia femenina, buscó quitarse sus manos, a lo que ella afianzó el agarre y lo atrajo más hacia sí.

—Por favor —exhaló Gustavo, cubriendo las pequeñas manos con las suyas—. Estoy dispuesto a escuchar lo que sea que quiera decir, pero, primero, suélteme.

A costa de un jalón, la desconocida niña, deshizo su agarre. Carraspeó e inundó el pasillo con su voz escueta, aún conservando los matices aniñados de aquellos afortunados crecidos en un hogar colmado de amor y atención.

—Busco información sobre alguien en los separos.

—A ver, no soy un policía que trabaja ahí, ¿cómo podría dártela?

—Y yo una menor de edad a la que se la niegan por no contar con una identificación oficial. ¿Cree que tengo ánimos de venir a buscarlo?

—Entonces, hubiera sido más fácil pedirle a su mamá que la ayude —dijo a la ligera sin imaginarse que abrió el cráter del efervescente corazón de la muchacha.

La respiración de Andrea hinchó sus pulmones como si dentro de estos contuviera un toro furioso por las heridas que le infringen dentro de su toril a la espera de ser liberado y asesinado brutalmente. Su corazón también lo resintió, toda ella. No obstante, mantuvo la calma. Mordió su labio inferior, sus dedos se movieron rápido y tragó la provocación que en definitiva destruiría la innegable fachada que a su madre tantos años le costó. «Dudo que su esposa quiera poner un pie en aquel lugar que representa la porquería de la sociedad para sacar al hombre que abandonó con una niña hace muchos años» eso deseaba gritar a los cuatro vientos. Una revancha patética, fácil de hundir en el olvido.

—No tengo mamá. No tengo más familia que el hombre metido allí —confesó menos ataviada de agresividad, su semblante confuso asemejaba a un cachorro en busca de refugio contra el frío y la soledad.

Parecía que los demonios conspiraban para hacerlo adentrarse en el fango que ella representaba. Se sintió fuera de sí. Podía mentir, decirle que no necesitaba casi nada para agradecer por su ayuda. Sí, entonces sería fácil... Detuvo su corroída imaginación y se forzó a sonreír, una sonrisa que cualquier otra persona describiría como condescendiente.

Siguieron sin hablar otro largo rato, cada uno perdido en sus pensamientos. En el fondo, Andrea presentía cuáles eran las verdaderas intenciones del sujeto a su lado; no obstante, la desesperación y el miedo que le generó la idea de perder a su papá la llevó allí y no se iría sin obtener algo. Por otro lado, Gustavo tenía una lucha interna entre ocultar o dejar fluir sus deseos más oscuros. Se aferró a los momentos con su hija pequeña, la razón que lo mantenía lejos de las salidas nocturnas con colegas, y suponer escenarios donde un hombre cincuentón, como él, la engatusaba, le revolvía el estómago. Frunció el ceño y, con movimientos desganados, se frotó la barbilla en la que apenas se divisaban los vellos de la barba.

—¿Lo denunciaron?

—No lo sé. Nadie me dice nada.

—Puedo pedir información y también solicitarle un abogado de oficio. —Se sentía presionado, igual que la vez cuando dio un seminario en la Preparatoria No. 1 en Tuxtla Gutiérrez—. De tratarse únicamente de una detención con derecho a fianza, va a permanecer en los separos de veinticuatro a treinta y seis horas, pero, si no, lo trasladaron al reclusorio para que cumpla su condena de quince días sin necesidad de bajar a población, lo cual también se debe averiguar.

—¡¿Tanto tiempo?! No puede ser —suspiró, consternada.

—Paciencia. Estoy dando datos genéricos y suponiendo limitaciones en su situación. —Por poco posa las manos en los hombros de Andrea, pero al instante se arrepintió, alcanzando a rozar sus antebrazos—. Puede salir ahorita mismo si se paga la multa, póngale unos quinientos pesos, lo de ocho salarios mínimo. Claro, también depende del tipo de delito cometido. La cantidad que le estoy dando es porque la mayoría de detenciones en la ciudad son por disturbios que alteran la tranquilidad pública. —Esperó obtener algún dato extra, a lo que el rostro ausente de la joven le indicó que no llegaría—. ¿Sabe de qué se le acusa?

La fuerza con la que sus dedos frotaban las palmas de sus manos incrementó, lastimándose parcialmente. Imaginar la escena en que los policías, así como eran de brutos, sometían a su papá y lo subían a la patrulla hizo a su corazón caer en un vacío donde lo esperaban estacas de pura indignación, preocupación y enojo. Las palabras, junto al aliento fétido de Calderón aplastaron sus cavilaciones, dando una respuesta automática:

—Disturbios en propiedad privada.

—Propiedad privada —repitió en busca de algún incidente reciente, más nada apareció entre sus memorias. Tal vez aun no llegaba a los oídos de los incontables colegas indiscretos en el bufete—. Supongo que no me queda más que echarle la mano. Permítame.

De la bolsa del saco extrajo su celular y marcó a Nina. Le pidió de favor llamar a su esposa para avisar que definitivamente no podrá asistir a la reunión, con la excusa de la desaparición de un cliente importante en los separos. Luego, llamó a Miguel Chávez, un viejo amigo, encargado de elaborar las actas administrativas de los detenidos. Al principio se negó a darle información, pero la extraordinaria elocuencia de Gustavo lo convenció. Nada. En el sistema nadie figuraba con el nombre que la muchacha les daba, probaron introduciéndolo con posibles errores, deduciendo que el sujeto no cargaba su identificación cuando se lo llevaron, algo muy común en esa época del año. La respuesta fue la misma, la cual palideció de importancia debido al notorio mareo que sacudió a Andrea sin previo aviso; las piernas se le doblaron y por reflejo se sujetó al hombre delante suyo, quien no dudó en rodearla con el brazo que tenía disponible. Su piel hervía en temperatura.

Gustavo se despidió con un seco "gracias", no le importó que el hombre al otro lado de la línea siguiera hablando.

Prestó mayor atención al ligero abrigo que portaba la chiquilla, las sandalias de pata de gallo que apenas cubrían parte del empeine del pie y dejaban expuestos los delicados dedos enrojecidos por el frío. El pecho le dolió. ¿Cómo no se dio cuenta al tocar sus manos? ¿Cuánto tiempo llevaba buscando ayuda, atreviéndose a dejar de lado su propia salud? ¿Estaba enferma desde antes? ¿Necesitaba más atención aparte de la médica? ¿Quién se la daría si no había nadie a su lado? Las punzadas en su corazón incrementaron conforme otra infinidad de preguntas se arremolinaban en su interior.

—Niña pero, ¿qué has hecho?

—Todo es mi culpa —murmuró—. Sáquelo de ahí. Por favor...

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