Capítulo 4
El teatro estaba a reventar. Los estudiantes de psicología no se perderían la cátedra del doctor Janz Whillers, invitado por la universidad de West London, dentro del ciclo de conferencias en el área de las ciencias humanas y sociales para abordar la temática sobre el «suicidio». El trabajo final del octavo semestre, estaría relacionado con los distintos tópicos debatidos en el desarrollo de las conferencias, que abarcaban algo de: antropología, filosofía, sociología, psicología, política, y un poco de investigación personal. .
El acreditado doctor Janz, médico, psicólogo y algunos otros saberes adquiridos en prestigiosas universidades del Reino Unido y Europa, hizo su aparición. Su aspecto inglés era notorio y expresivo que insinuaba un aire de satisfacción personal. En los atolladeros de su juventud debió llevar cabellera larga y un tatuaje, que quedaron anclados como fósiles en alguna estación del tiempo.
Se veía lúcido y algo encorvado, sin que fuera por el peso de la barba que, años atrás, fuera sinónimo de vitalidad; ahora, lucía abundante y canosa por el conocimiento y el descuido, cuando no hubo tiempo para podarla en muchos años. Empuñaba con tesón el mango del bastón que le servía de sostén a su sabiduría y a una cifosis dorsal que se hacía más evidente a sus ochenta y algo años de vida. La habilidad motora también se había afectado. Alguna vez su cuerpo erguido fue un bastón de mando y autoridad. Pero ya hacía tiempo que la gravedad de la tierra reclamaba sus pertenencias. Comenzó con la aparición de la enfermedad...
Luego de la presentación de su currículo profesional que inició con la tesis de pregrado, la maestría y el doctorado, dejando para el final un variado menú de publicaciones en prestigiosas revistas científicas, se dio inicio a la conferencia sobre el tema del "suicidio" con la ayuda audiovisual.
—El suicidio es un presentimiento ya forjado en el cerebro. Tiene sus distintas formas de expresión cuando es motivado por agentes externos, y cuando no lo es... también las tiene —fue la sensata introducción del conferencista antes de adentrarse en el desarrollo y tratamiento de las ideas suicidas... Por una hora navegó en los caminos tortuosos y plagados de realidades que conllevan a la inmolación. Fue antes de la primera intervención del público.
La mano izada y suplicante permanecía a la espera de un permiso.
—Lo escucho —dijo el doctor Janz advirtiendo una pregunta, luego de orientar difícilmente la mirada y la palma de su mano derecha al fondo del auditorio.
—¿Podría decirse que el suicidio es un asunto previsible en la mayoría de los casos? —preguntó Sandy. Era el de la mano izada.
Nadie imaginó que la cátedra tendría una parte práctica... Sucedió de pronto, al final de la pregunta, cuando dos ecos se cruzaron a la vez. No hubo espacio ni tiempo para la respuesta.
El eco inoportuno de un lamento casi escalofriante los levantó de sus sillas. Al parecer... alguien gritó: «se mató».
Fue lo que todos escucharon casi en la oquedad de sus oídos, después del desplome del andamio sobre uno de los laterales del teatro, que fracturó en mil fragmentos, los cristales de una inmensa ventana empotrada en la cúpula de la estructura arquitectónica. El impacto se filtró por las ventanas y puertas abiertas. Fueron las dos sensaciones: el golpe y el grito, las que actuaron como un rastrillo en las entrañas del auditorio.
Los estudiantes corrieron... alguien se había lanzado al vacío... Fue la premonición.
¿En verdad se había lanzado? ¿Quién asegura que no fue empujado? No tuvo que ser un empujón físico. ¿Puedes entenderlo? Suele ocurrir que un mal pensamiento puede arrojarte al vacío, al fondo de un precipicio, al abismo de algo; en fin... simplemente, te empuja cuando hay demasiadas razones para hacerlo. ¿Cuáles? Un dolor en el alma que perturbe la razón es el indicio de un mal pensamiento. Y un severo dolor emocional en el corazón puede ser la causa. Demasiado probable, cuando el protagonista cuenta con dos décadas de vida y una salud envidiable.
Era la edad precisa del sujeto que alguien arrojó entre los barandales del andamio. ¿Cómo saberlo? ¿Fue alguien real, o fue solo un pensamiento?
Sus compañeros de trabajo y los estudiantes que participaban de la conferencia, fueron los primeros en rodearlo a la espera del personal encargado de los primeros auxilios. «No lo toquen», dijo alguien con autoridad. El último auxilio estaba escrito en su destino. ¿Le había llegado el momento?
Entre los escombros había un cuerpo herido, y en derredor, salpicada de sangre, una carpeta de cartón había esparcido algunas de sus hojas. Las manos curiosas la recogieron y verificaron que no faltara alguna. Estaban numeradas. Supuso que sería un trabajo académico, y que el dueño, probablemente la víctima, fuera un estudiante de la universidad.
No fue así.
Un poco de lectura le insinuó que podía tener entre sus manos el motivo escrito para cometer el suicidio. Eso debía ser: "suicidio". Lo repitió varias veces su cerebro. Sintió un ligero escalofrío que la empujó fuera de la escena.
No demoró para que la universidad completa intentara volcarse hacia el teatro, que de haber sido una embarcación atestada de personas con el bloque de artes ubicado en la popa, había naufragado por la errada distribución del peso. Los rostros abrumados por el trágico suceso tenían una sola dirección. No había una boca muda, ni un sabio que interpretara todos los clamores. Alguno se atrevió a observarlo de cerca, demasiado cerca.
El overol azul oscuro estaba cubierto de sangre... La lluvia de cristales le laceró la piel. Y una de las barandas convertida en un arma blanca se clavó en su abdomen. No había voz para manifestar el dolor. Había perdido el sentido con el impacto sobre el piso. En su rostro juvenil podía leerse el martirio de la muerte atormentando el alma luego de que el pánico quedara congelado en sus facciones. La lectura del suicidio era confusa. Pero la interpretación del dolor, era diáfana como la caída del andamio.
Una brisa ligera cosquilleando la sensualidad de la mañana que se tornaba algo grisácea, amenazaba con convertirse en lluvia y enjuagar la sangre jaspeada en los cristales rotos; la tierra ya había ingerido algunos sorbos que le servirían de abono para los malos tiempos.
La espera continuaba y los celulares en apogeo fueron usados para lo que debía ser... llamar a urgencias. Les aseguro que no todos tenían la misma intención. No faltaron los fanáticos sin escrúpulos que aprovecharon el suceso para filmar el video y distribuirlo en las redes sociales. Yerena tenía sus propios motivos.
Sandy continuaba cerca del accidente como si quisiera memorizar el rostro de aquel joven. De cuando en vez, dispersaba la mirada para localizar a su novia. Supuso que estaba afectada.
La ayuda médica demoró más que el doctor Janz rengueando con su cuerpo maltrecho y la asistencia de su bastón de madera. Ya estaba entre los curiosos. Su rostro de preocupación insinuaba una tortuosa pregunta: ¿Acaso, estaba planeado?
Por fin llegaron los paramédicos.
Detrás llegó la policía casi rozando sus talones.
El diagnóstico de muerte fue errado. Aún tenía pulso. Luego de tomar las precauciones médicas lo cargaron sobre una camilla portátil para trasladarlo al hospital. Llegaría con un trozo de baranda metálica incrustada en su cuerpo. La ambulancia no demoró en esfumarse haciendo sonar la sirena de emergencia. No sucedió lo mismo con los curiosos que permanecieron esparcidos en pequeños tumultos haciendo sus apreciaciones y emitiendo juicios. La policía aprovechó el momento para la investigación.
La conferencia continuó con una audiencia alterada y motivada, luego de que el interés académico fuera reforzado con una aparente práctica circunstancial. El objetivo de la alma mater para ese día se había cumplido con un trágico desacierto que no fue programado. Jamás.
Antes de que la conferencia sobre el suicidio terminara, Yerena se retiró sin una explicación para su amigo Sandy. Fue solo un «hasta luego» y un beso efímero que no comprendió. Ya estaba molesta, cuando al parecer, el receptor de todos sus mensajes no estaba disponible. Lo intentó una docena de veces desde el sitio del accidente, y otra más desde el interior del teatro.
Yerena fue directo a la casa de su amiga Aby para enterarla del infortunio... y algo más. Lo hizo poco antes de que asistiera a su primera clase de la tarde. No podía creer que una docena de llamadas fueron al buzón de mensajes, y una docena de mensajes, por la evidencia del ícono, habían sido recibidos pero no leídos. Estaba a punto de un colapso nervioso si no la ubicaba. La visita también tenía la intención de averiguar las novedades sentimentales que estaban distanciando a su amiga.
—No puedo creer que pierdas el tiempo buscando al extraño de la cafetería. ¿Tuviste suerte? ¿Te adelantó algún capítulo?, o... ¿ya es tu novio? —fueron sus palabras tan pronto la visitó en su casa al abrir la puerta. Estaba tensa.
Ingresó directo a la sala y se sentó en el sofá de dos puestos. Aby la siguió mientras conversaba.
—¿Este es tu nuevo estilo? ¿Sarcasmo y enojo? ¿Dónde quedó el: hola, como estás, amiga, me alegro de verte?
—Te llamé una docena de veces. Y también te escribí una docena de veces. No estabas conectada.
—He estado atareada con tanto estudio. Y en cuanto al celular... esta mañana me enteré que no tenía carga. Pronto lo estará y, problema resuelto. Se supone que estarías ocupada con Sandy. Que nos veríamos hoy por la tarde.
—Ni siquiera estás enterada de lo que ocurrió en la universidad.
—Y... ¿qué ocurrió en la universidad que no pudiera dar espera? ¡Ah!
—Dame un vaso con agua y te cuento.
—Respira profundo. Te caerá bien —aconsejó Aby dirigiéndose a la cocina; abrió el refrigerador, tomó la jarra con agua y le sirvió un vaso a su amiga.
Bebió el agua para calmar la sed. Pero el espíritu continuaba sediento...
—Soy toda oídos —comentó sentada a su lado en el sofá.
—Hubo un accidente en el teatro —explicó Yerena con la voz ya relajada—, un hombre joven, tal vez... 20 años.
—¡Oh Dios! —exclamó Aby—. ¿Cuándo?
—Eran las nueve, o algo así. En realidad... ocurrió por fuera del teatro. Precisamente cuando se desarrollaba la conferencia. Unos dicen que fue un accidente, otros que lo empujaron, y la mayoría, según los comentarios sueltos que rondaban por todas partes, suponen que fue un suicidio.
—¿Lo conozco? ¿De qué facultad es?
—No lo creo. Es un trabajador. Le hacían mantenimiento a la fachada del edificio. Por los rumores, este era el segundo bloque que atendían.
—¡Qué lástima por él!
—La verdad... parecía muerto. Un tubo lo atravesó... perdió el sentido... y... tenía pulso; fue lo que dijo uno de los paramédicos.
—¿Y eso es lo que no podía esperar hasta la tarde?
—Claro que no. Hay más.
Yerena introdujo la mano derecha en su mochila estudiantil y extrajo una carpeta de cartón. Se la ofreció a su amiga.
—¿Y eso? —preguntó Aby con ansia y repudio al advertir las marcas de sangre; la tomó de uno de los bordes. Su rostro fulguró distinto en un segundo.
—Estaba entre los escombros en el sitio del accidente. Supuse que te interesaría.
—¿Y por qué habría de interesarme? ¿Algo que deba saber antes de echar un vistazo? No dirás que el muerto... si es que lo está, me mandó un recordatorio —comentó sosteniendo la carpeta con intriga y expresando una sonrisa a medias.
Yerena igual gesticuló una mueca antes de emitir una palabra.
—Capítulo 2. Relata la muerte de su madre —dijo.
—¿Qué?
La carpeta se desprendió de su mano.
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