Capítulo 10
Por la ola de compromisos académicos y deportivos, el tema del manuscrito se olvidó de momento. Ya hacía una semana que no se hablaba del tema. Fue hasta cuando Clarice se cruzó con Aby en la universidad. Lucía extrovertida y animada. Era un buen pronóstico para el momento.
—Hola, Aby.
—Hola Clarice. Qué bueno verte. ¿Y... tú hermano?
—En recuperación... Ya le dieron de alta. Un par de meses y estará de regreso en el trabajo. Y adivina que...
—¿Qué?
—Le pregunté sobre el manuscrito aquel que halló la enfermera en la habitación, pero no tenía idea... Y efectivamente, mi hermano el curioso... llevó al trabajo el capítulo que supuestamente hallaron en el sitio del accidente. Lo estaba leyendo...
—La curiosidad no es para nada buena consejera. ¿Le dijiste?
—Eso fue lo que hice después de que me escuchara. Le hacía falta un buen escarmiento.
—¿Y cómo fue que apareció otro capítulo en la habitación?
—Si él no lo sabe... nosotras menos.
—Es raro. ¿No crees?
—Bastante raro. ¿Aún lo tienes?
—Tres capítulos —respondió animosa.
—Suerte con la colección. Si me entero de otro te lo haré saber. Nos vemos.
—Claro que sí. Adiós.
La intriga de los tres capítulos retornó a su cerebro. Creyó que sería buena idea retomar el tema para leerlos con detalle en su totalidad. Pero los compromisos orbitando en su cabeza le recordaron que no era conveniente.
—Todo a su momento —musitó. La temporada de los juegos de natación estaba a pocos días. —Primero lo primero —dijo antes de dirigirse a clase.
Un nuevo día soleado le levantó el ánimo cuando en su interior llovía a cántaros. Era por la época: exámenes, biblioteca, talleres, reuniones con sus compañeros de estudio, entrenamiento, algo de gimnasio como complemento, mensajes de texto de sus amigas y... «No sé qué hacer para que entiendas, Yareh», una fatídica frase que entonó como un rito de tortura y aceptación por los mensajes de texto y de voz que recibió de su exnovio, y que actuaban como enzimas para alterar su poca paz.
La estuvo vigilando por más de una hora sin ocultarse realmente. Había entablado conversación con el señor de los jugos que tenía su puesto de trabajo en la esquina, sin que se percatara de nada en lo absoluto. Una cuadra era la distancia perfecta para estar enterado. La vio salir de la casa y alejarse cargando su bolso que llevaba algunos libros y cuadernos. Conocía a la perfección su horario de clases. Por el contrario, había muchas cosas que Aby todavía no conocía de Yareh, y una de ellas era el cinismo.
Pasaron cerca de diez minutos para que Renata abriera la puerta respondiendo al llamado...
—Hola, Yareh —dijo despreocupada, sin la intención de consultar su interés.
—Aby me llamó para que recogiera un documento de su habitación... Debo llevarlo a la universidad...
—No creo que me interese —respondió retornando a su actividad con la computadora en la intimidad de su alcoba. Era adicta a las redes sociales. Un asunto para nada novedoso en este siglo. ¿Qué joven no?
Se dirigió a la habitación de Aby que conocía de memoria. Buscaba algo sin saber qué, que pudiera usar en su beneficio para recuperar el amor fracturado por sus bríos aventureros. Observó con detenimiento cada espacio al indagar en la amplitud de la habitación, hurgó cuidadoso en la mesita de noche cuidando de no alterar la ubicación de las cosas... y finalmente, su mirada inquieta se alojó en el baúl. ¿Estaría adentro? ¿Qué cosa? Ni él lo sabía. Antes de atreverse dirigió la mirada hacia la puerta para estar seguro que Renata no lo vigilara. No hacía falta. Sabía perfectamente que no lo haría. Sus emociones fraternales para con su hermana no iban tan lejos.
Bajó la lámpara puesta sobre la tapa y la abrió. Allí estaba. ¿Qué? Les aseguro que no sabía. Tan solo curioseaba, pero contó con la suerte de hallar algo. Hojeó y hojeó antes de leer sin saber dónde, decidió que sería el último párrafo para tener la sensación de haber terminado. Le tenía fobia a la lectura:
«La muerte de mi hermano todavía perdura en mi conciencia como un centelleo de dolor que nunca acaba. Su amistad era la más grande que pudiera existir. Pero la enfermedad no tuvo compasión. Todavía cuestiono el porqué de la partida de aquellos seres queridos que son significativos en tu vida. Hay tantas razones para perder el entusiasmo de vivir, y ésta es una de ellas».
Casi se creyó el autor cuando le recordaba la muerte de su hermano a quien consideraba su mejor amigo. Había muerto hacía poco más de un año de una extraña enfermedad que resultó ser congénita... Ese fue el dictamen médico. ¿Era coincidencia? Suele suceder que a los perversos todo les sale.
Retornó a la primera hoja y leyó: «Capítulo 3». De repente, su taimado cerebro le recordó un suceso pasado.
Algo había escuchado de boca de Yerena hace apenas unos días cuando él conversaba con Sandy. Eran amigos. Ella llegó tan boyante como era su personalidad para encontrarse con su novio, al verlos juntos, no pudo contener la curiosa noticia de su amiga sobre la extraña aparición del capítulo 3, que resbalaba en la punta de su lengua... Para que comprendieran el asunto, lo resumió en dos minutos mencionando la existencia de los otros dos capítulos. No se le ocurrió ser prudente con el tema cuando sabía que la relación sentimental de su amiga con Yareh, estaba más pulverizada que la explosión del universo en el inicio del espacio y el tiempo. ¿Recuerdan la teoría del big bang? Así de semejante.
¡Qué raro! No era lo que buscaba pero lo encontró. ¿Serviría de algo? La rozagante sonrisa que bosquejó su sádica lucidez, y que en su rostro se apreció como un desapacible garabato, le dijo que sí, ya se le ocurriría algo... Probablemente sería maquiavélico como su corazón; los malos hábitos sentimentales lo tenían echado a perder.
Sin dudarlo le tomó fotos con su celular al capítulo tres, y se ausentó con la complacencia de un ladrón. No se le pasó por la cabeza que antes del tres están el uno y el dos. Yerena habló de ellos. Por lo menos debió buscarlos en el mismo baúl para hurgar en su contenido. Si me preguntan... estaban en el fondo debajo de un arsenal de documentos y recuerdos. Caminó sigiloso hasta la puerta... Ni Renata se enteró de su salida cuando la imaginó entretenida en un recoveco de su dormitorio, usando los audífonos y aferrada a la pantalla del computador.
Cerró la puerta de la casa de su ex novia y casi su ex amiga. Estaba haciendo méritos. Se escabulló con el botín sin dudarlo.
Fue directo a su casa para... Ya lo sabrán.
Dicen que las decisiones de riesgo tienen que ver con la materia gris del cerebro. La tortuosa tarea tendría sus retribuciones. Era lo que pensaba. Por días se esforzó en plagiar la gramática del contenido y reinventar una historia dramática, que resultó ser un tormento incontenible que le costaría algunas canas y el cambio de coloración de su materia gris. La intención era impresionar a su amiga al tratar de convencerla de dos cosas: que era el escritor anónimo, y que la amaba.
Se le había ocurrido encaminar las emociones extraviadas, y creyó hallar la forma en el documento encontrado. ¿Tendría éxito?
No se dio por enterada que la estaba vigilando. Sabía de su interés por el manuscrito, y su obsesión por recuperarla ya estaba planeada. Su obstinación lo transformó en un animal que tenía en sus garras una infalible estrategia de caza. ¿Cuál?
La biblioteca fue el último lugar que la acogió aquel jueves en la tarde. Bastó solo un instante en el que se apartó de la mesa donde reposaban algunos libros de consulta, su mochila inflada de secretos y su libreta de apuntes que estaba por fuera, para que el dichoso plan se llevara a cabo. Fue tan sagaz como un tonto alucinado por cazar luciérnagas a pleno sol.
Tan pronto retornó a la mesa, allí estaba... sobre su libreta de apuntes: tan visible como la luna llena en un verano placido y una noche despejada. Tan evidente como una noche oscura sobre un lienzo blanco. Tan apresurado como un error reconocido antes de ocurrir. Era el número cuatro.
—¿Es una broma? —Expresó en voz baja y casi que impaciente—. ¿Quién olvidó este documento? —dijo con voz enérgica al levantarlo con la mano derecha y observar detenidamente a su alrededor, como un leopardo reparando con sigilo a su presa en medio de un silencio cauteloso. Por lo visto no tenía dueño. A cambio de agradarle el descubrimiento, le había indignado la forma en que sucedió, porque solo indicaba una cosa: «la estaban vigilando».
¿Quién?
El vigilante llevaba prisa y no fue advertido.
Iba plácido.
El plan estaba en marcha.
¡Pobre iluso!
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