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Capítulo 1

Era época de primavera en la ciudad de Londres con un clima impredecible semejante a cualquier ciudad de Inglaterra.

Sucedió durante un largo invierno emocional que se extendió por diez años iniciando en abril de 1907. Estaba próximo a terminar en la estación de otoño con un dolor coeterno que avivó una vejez anticipada en su corazón de escasos 20 años de edad. No había una razón para sentirse joven.

Había de todo en su cerebro intranquilo menos un paisaje de intimidad con música y sosiego. Qué importa que tan joven fuera. Parecía que ese sentimiento jamás hubiera existido.

Así lo dedujo Aby que se esforzaba por no quitarle la mirada de encima, al avistarlo desde el hombro de su amiga que le daba la espalda al extraño. Llamó su atención luego de que derramara el café por segunda vez sobre la mesa.

Lo hizo a propósito al sacudir el pocillo de plástico. No se requería un pronóstico médico para saber que no padecía la enfermedad de Parkinson. El temblor en la mano era voluntario. Tan evidente, como el cuadro depresivo que podía olerse a la distancia.

El mesero llegó con el pedido: dos pocillos de café y una almojábana. Yerena no dudó en saborearla.

No pareció importarle que mojara la carpeta de cartón, en la que había guardado un cúmulo de hojas impresas sujetas por un clip metálico, que antes intentó leer... Pero estaba molesto por algo. ¿Cómo saberlo?

Mordisqueó un trozo de pan y luego otro... y luego otro... y luego otro... y otro más... ¿Quería atragantarse? La tos fue inevitable por la resequedad en su garganta. De pronto, tuvo náuseas. Se levantó dirigiéndose al interior del café.

Trató de ocultar su semblante al caminar.

La mirada de Aby no pudo seguirlo.

La música crepitaba apacible entre las voces de los presentes. El espacio destilaba un exquisito aroma a café fresco y pan recién horneado. Una dulce combinación para un hambre amarga. La satisfacción se leía en los labios aguados y los rostros complacidos.

Afuera, el cielo estaba turbio y matizado a la vez. Había ripio de gris, escarlata, verde turquesa y azul marino que inspiraban a creer la existencia de un océano en el aire. ¿Alguna extravagancia de su creador?

El mismo pronóstico del tiempo sin el matiz era el que habitaba en sus emociones. Regresó a la mesa con un vaso de agua y repitió la maroma del pocillo. Su mente estaba en otra parte.

—¿Qué es lo que te entretiene, Aby? —posó la palma de su mano derecha sobre el antebrazo izquierdo de su amiga, haciendo que retornara la mirada hacia ella—. Parece que el café no fue buena idea.

—Te equivocas. Claro que lo fue.

—Y... qué opinas entonces.

—Sobre qué.

—Lo ves. No escuchaste nada de lo que te dije.

—Disculpa. ¿Podrías repetirlo?

—Claro que no, amiga. No sé qué parte escuchaste. Aunque por lo visto... nada.

—Lo siento Yerena. En verdad. Es solo que...

Retornó la mirada por encima del hombro de su amiga hacia el extraño. Fue como si la hubiera halado.

Yerena giró su cuerpo.

—Ya veo. Hoy no estás para cosas triviales.

—No es lo que piensas. Es su conducta...

—¿Ahora eres psicóloga? —le preguntó agrandando los ojos en son de reclamo.

El vaso con agua y el pocillo con asiento de café en el fondo los había puesto en los extremos opuestos de la mesa.

Ahora las palmas de sus manos sujetaban la frente, o la frente se apeaba a ellas, clavando la mirada sobre el documento impreso que extrajo de la carpeta de cartón. ¿Qué era?, ¿un contrato?, ¿la escritura de un predio?, ¿el documento jurídico de una cuenta por pagar en mora?, ¿los documentos de una herencia?

Por el tamaño de la preocupación, diría que se trataba de un enorme lío jurídico por una deuda pendiente. No aparenta dos décadas de vida. ¿Sería eso posible?

¿Qué joven de veinte años anda con el alma atormentada por una tonta deuda, dejando entrever desde sus ojos, un dolor inexplicable que conduce a un horroroso abismo que nadie se atreve a cruzar de forma consciente y decidida?

Por lo visto, no había solución para su problema.

Se incorporó de la mesa dirigiéndose de nuevo al interior del café. Llevaba la factura en la mano, y un libro de bolsillo que debió mantener oculto en el bolsillo de la chaqueta. Luego de pagar la cuenta se alejó...

Llevaba prisa.

Aby se levantó al advertir que la carpeta quedó sobre la mesa. Era imposible que la hubiera olvidado cuando permanecía desplegada, con el documento abierto en alguna página que recién leía.

¿Un olvido voluntario?

Antes de que el extraño se ausentara a la distancia, se acercó a la mesa... tomó la carpeta y se dispuso a darle alcance.

—Espere —fue lo que se le ocurrió.

—¿Qué haces, Aby? —Manifestó su amiga—. ¿Te has vuelto loca?

Debió disfrutar del café sin compañía.

Al doblar la esquina el extraño se había esfumado. Rondó por el alrededor sin ubicarlo. No tenía una amplia claridad de los detalles de su físico, pero cuando pudo apreciarlo en un segundo no fue para nada desagradable a su gusto. Alguien en su cavidad torácica se sintió atraído.

Decidió regresar al café. Yerena se había marchado.

—Disculpe —se dirigió al mesero que aseaba la mesa—. La mujer que me acompañaba hace un momento...

—Se marchó. ¿Algo más?

—Sí. Un café... sin azúcar.

Tomó asiento y saboreó visualmente la carpeta sin atreverse a hojear el contenido. Desplegó la mirada alrededor antes de atreverse. Quería estar segura que no había regresado para recogerla.

—Papá siempre dice que soy más curiosa que un gato —dijo —. Así que... no lo decepcionemos.

No había terminado el comentario cuando la carpeta estaba expandida sobre la mesa.

¡Dios! —exclamó—. ¿Es una broma?

Sintió un ligero escalofrío que le heló la sangre.

Algo había leído.

—Su café —dijo el mesero.

Le agradeció con el bosquejo de una sonrisa. No había tiempo para más.

Era el primer capítulo. Lo decía claramente antes del inicio del primer párrafo. Escudriñó al interior del contenido tratando de buscar algún vestigio consolador que le devolviera la calma arrancada de improviso. Por desventura, no acertó en el enunciado:

«Todavía me atormenta la mirada de mi madre. La radioterapia le decapitó la alegría extraviada, que antes el destino convirtiera en pánico con la muerte de papá. Me atemoriza cerrar los ojos cuando no puedo desprenderme del tétrico recuerdo en el sarcófago. Aun me veo suplicante estirando mi mano para que la tome... Toma mi mano. Toma mi mano. Despierta. No la dejes huérfana, papá».

Sintió que un escalpelo le laceraba el corazón.

—Te extraño mamá —dijo mortificada por el relato. Tenía algo de su propia historia.

Quiso imaginar que el extraño aquel era un escritor novato, y su comportamiento era el resultado de una escena que intentaba dramatizar para su próximo capítulo.

Sin que hubiera sido voluntario, derramó el café sobre la mesa.

Cerró el manuscrito sin la intención de continuar indagando. Pensó en su amiga Yerena, y buscó su contacto en el celular. No estaba segura de que hubiera valido la pena el ignorarla. Un suspiro profundo fragmentó el miedo repentino que por un instante tomó vida en su interior.

La llamada fue al buzón de mensajes.

—Que tonto —comentó. Mientras, no pudo evitar pensar en el manuscrito olvidado que también le punzó el alma en un segundo. Tenía por título: «Mi muerte en diez capítulos».

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