Dos
Cinco horas después, se encontraba dando vueltas en la cama, incapaz de conciliar el sueño a causa de los incontables pensamientos y preguntas que la estaban atormentando.
Había regresado a casa hacía bastante, aunque sin ningunas ganas de hacerlo en realidad. El fresco había pasado a ser un frío que la helaba, pues la ausencia de su chaqueta se hizo notar. Anduvo por la calle, sin un rumbo fijo, deteniéndose en un parque donde se sentaba a cavilar, reanudando la marcha y sentándose de nuevo en otro lugar, repitiendo el ciclo una y otra vez. No sabía qué hacer ni a dónde ir, era tarde y hacía frío, así que se vio un tanto obligada a regresar a su vivienda.
Cuando llamó al timbre, un hombre preocupado abrió con premura. Se quejó de que la había estado llamando, y ella contestó con voz fría que el teléfono estaba en la chaqueta y no se lo había llevado, al igual que las llaves. Sin añadir nada más, se dirigió a su dormitorio y cerró la puerta de un golpe. Tomó su pijama y se dirigió al baño para darse una ducha de agua caliente con la esperanza de sentir algo de calor. Un rato después, sin cenar ni hablar con ellos, se metió en la cama y comenzó a divagar y dar vueltas sobre un mismo punto.
Estaba realmente molesta, se sentía mal y quería, solamente, estar sola.
Por la mañana, cuando su alarma para ir a clases sonó, se dio cuenta de que tenía fiebre alta, pero no quería quedarse en casa. Se levantó, se aseó y vistió, tomó un vaso de zumo de piña y comió dos galletas antes de tomarse el medicamento que tenían en casa para momentos como aquel. Tomó su mochila y se dirigió al instituto sin decir una palabra a sus progenitores, quienes la observaban callados a la espera de la inminente explosión. Explosión que, en realidad, no llegó. Estupefactos, la observaron abandonar la casa y caminar sin fuerzas por la acera.
Se encontró con su novio, Mario, pero no le contó lo sucedido pues no tenía ánimos ni sabía cómo hacerlo. Además, pensó que quizá él cambiaría su forma de actuar con ella si se enteraba; no quería darle pena. Aquel era uno de los sentimientos que más odiaba, pues tenía el convencimiento de que, sentir pena, te obligaba a actuar distinto y no como lo harías en otra ocasión. Al fin y al cabo, era demasiada la gente que vivía de sacarle cosas a los demás valiéndose de la lástima que se sentía por ellos. Ella era una persona empática, siempre lo había sido, y había vivido de primera mano una situación en que se aprovecharon de su empatía y su bondad. Entonces, se juró que nunca más y, desde entonces, odiaba aquel sentimiento. Ni quería sentirlo por otros ni, mucho menos, que lo sintiesen por ella.
Decidida, decidió mantener en secreto lo de sus padres y cómo eso la estaba afectando desde el instante en que lo supo, horas atrás.
En el instituto hizo un esfuerzo por seguir las clases pues no se encontraba bien, pero lo logró y, a la hora de salir, se reunió con sus amigos y Mario y fueron a dar una vuelta antes de despedirse. Al llegar a casa, encontró el mismo escenario del día anterior. Le rodó la cabeza ante aquella imagen.
— No puede ser... —Musitó, pensando que aquello ya lo había vivido.
— Ven, Sonia —escuchó mientras ponía rumbo a su cuarto.
Gruñó disgustada, pero obedeció. Con los ojos vidriosos a causa de su alta temperatura, accedió al salón y, sin mediar palabra, se sentó en un extremo del sofá y miró a ambos adultos con el ceño fruncido y los brazos cruzados sobre los pechos.
— Tenemos que hablar —indicó la mujer.
— Oh, ahora hay que hablar. ¡Qué curioso! —Espetó.
— Sonia... —Murmuró su padre en tono de aviso.
— Vale, ¡me callo!
— Bien... Mira, no sabíamos cómo decírtelo, la verdad. Lo decidimos hace poco y no queríamos seguir evadiendo el momento. Hemos decidido terminar nuestra relación como pareja, pero seguiremos siendo tus padres. Es decir, no dejaremos de ser tus padres, pero lo nuestro —señaló a ambos adultos— es algo que solamente nosotros podemos decidir.
— Muy bien. ¿Algo más? —Estaba enojada y no se encontraba bien, de lo que menos ganas tenía era de estar allí escuchando aquello.
— Queremos que escojas con quién te quedarás —respondió su padre.
— ¿Yo?
— Sí.
— ¿No deberíais hacerlo por vuestra cuenta como todo lo demás? —Retrucó.
— Queremos que lo hagas tú. Decide con quién prefieres estar y nos lo dices en unos días.
Sentía que le hervía la sangre. ¿Cómo pretendían que ella escogiese tal cosa cuando no sabía siquiera la razón de la división de su familia? Si al menos pudiese saber qué los había llevado a aquel punto, podría decantarse por uno u otro.
Encerrada en su habitación, se puso a meditar sobre todo ello. Se recostó en la cama, cubrió su cuerpo con una manta fina y se dejó llevar a un mundo de pensamientos desordenados e ilógicos, como aquel unicornio volador que habría preferido encontrar al llegar a casa la tarde anterior. Se le cerraban los ojos, cual pesadas persianas sobre las que no tenía control, pero su mente seguía trabajando por su cuenta, aunque a duras penas sus pensamientos estaban bien relacionados unos con otros.
No tardó mucho en quedarse dormida, permitiendo que su cerebro le hiciese soñar con todo aquel enredo.
Cuando abrió los ojos, moqueaba y sentía que le costaba respirar. <<Mierda, al final no he podido evitar el resfriado>>, se quejó mentalmente. Fue a la cocina, bebió agua, tomó la medicina y regresó a la cama, metiéndose dentro esa vez. Siguió durmiendo, también siguió soñando.
Al día siguiente amaneció agotada, débil y con la cabeza hecha un verdadero lío. Se preparó para ir a clases y musitó un apagado saludo al salir de casa. En el instituto, todo el mundo hablaba de la nueva sección en la revista escolar, pero ella no había visto todavía aquel primer número del curso. Si bien era cierto que acababan de comenzarlo, ella lo había empezado con mal pie y no se había centrado más que en un único tema desde entonces.
Cuando estuvo con sus colegas, esperando a Mario, les preguntó al respecto y, una vez que la pusieron al día, le prestaron un ejemplar que ella ojeó con avidez. Y fue ahí cuando se le ocurrió: pediría consejo a la misteriosa consultora de la que todos hablaban.
Quizá así pudiese aclararse un poco mentalmente, ver las cosas desde otra perspectiva y tomar, o no, una decisión. Además, según indicaban, aquello era anónimo, por lo que nadie sabría que se trataba de ella. También, pensó, se liberaría un poco de toda la carga y el estrés.
Todo parecían ventajas. ¿Qué podía salir mal?
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Otro pedacito de esta historia, ¡pronto más!
¿Creéis que ella tiene motivos para sentirse como lo hace?
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