El principio del fin
Dime cosas que nunca has dicho en voz alta...
Porque quiero saber... si solo soy un hombre.
Que ha estado esperando por ti.
Cuando Aomine Daiki se rompió en Teiko, cuando a pesar de que Kuroko intento hacer de todo lo que puedo por su amigo y no lo logro, se había dado cuenta de que le hacía falta algo. Había algo en su memoria que le faltaba, algo que; desde que su poder floreció, había algo más danzaba en sus memorias, que día a día, noche a noche, se le escapaba.
No supo tampoco porque le tomo un odio a la mirada de Akashi, porque nunca pudo ir más allá y revelarse. Una sensación de peligro inherente, que le decía que si movía mal sus piezas perdería más que un simple uno a uno.
Pero entonces todos se separaron, aunque le dolió perder a su amigo, sentía que las cosas debían de ser de esa forma.
¿Estaba esperando algo? ¿Qué era? Reía arrogante porque estaba seguro que no habría nada en el mundo que pudiera satisfacerle, a su fuerza, a su ego, a su poder animal.
Los días pasaron melancólicos a su alrededor, el básquet poco le importaba. Lo hacía por Satsuki, porque a pesar de su horrible carácter, aun había algo que le hacía moverse hacia adelante.
Entonces una tarde cualquiera, lo sintió.
Una calidez que despertaba como fuego en invierno, como el mejor partido de su vida, como un futuro, su corazón latió con fuerza nunca antes había sentido, Aomine corrió hasta que sus pulmones dolieron en necesidad de oxígeno, corrió aunque sus músculos fríos protestaron en calambres por la forma tan desesperada en la que corría.
Sentía que si no lo hacía de esa manera, un algo se le escaparía. Alguien.
Apoyo entonces las manos en sus rodillas cuando llego a un destino; del que por cierto, no tenía idea puesto que solo había corrido a donde su intuición le indico, respiraba a bocanadas cuando por fin se detuvo y; con dolor reflejado en su rostro se levantó.
Ahí estaba, un chico pelirrojo encestando, jugando el básquet que una vez amo con locura. La luz de su sonrisa, de su mirada, el todo de él. Impactante, imponente; una fiera también, pero a su vez cálido como una mañana de verano, como una brisa fresca en otoño, como calor de chimenea en invierno, como los capullos que se abren y perlan de sus suaves aromas en primavera.
El chico tomo el balón con sumo cuidado, como si fuese algo que fuera a desaparecer de pronto.
Y le vio.
Rojo contra azul.
Azul contra rojo.
Y en algún lugar del nuevo Tokio, en un olvidado y derruido santuario un monje miraba aterrorizado como la al parecer hueca estatua milenaria se encontraba destrozada, profanada; un signo de que un espíritu renegado que se unía a otro y un terrible frío invadiendo el ambiente, puesto que los demonios no olvidan fácilmente.
Y no son los únicos.
En ella una inscripción dorada que decía:
Es solo el comienzo...
Fin
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