31. El Consuelo de la Luz Roja.
—Y todo esto ¿Era necesario?— lo cuestionaron.
—Absolutamente.
—Nunca lo habíamos hecho de esta manera...
—Nunca habíamos estado tan cortos de tiempo.
—Que molesto. — Chasqueó la lengua irritado— Tienes suerte de tener a Ernesto de tu parte, de lo contrario, ya te habríamos mandado al diablo a ti y a tu estúpida obsesión suicida.
Ignoró su comentario mientras miraba las grandes hordas de humo y tierra que salían de aquella bella y significativa construcción para los ciudadanos, la cual, ahora, se venía abajo poco a poco. De pie en el borde de un edificio vecino de similar altura, Gary miraba a través de una máscara de gas el resultado de su arduo trabajo. Les había costado. A él y a Mirlet. Pero lo habían conseguido. Meses de planeación que aparentemente, estaban rindiendo los frutos esperados.
— ¿Cómo entraremos?— preguntó su antipático acompañante. Vestido igualmente en prendas negras, con cabellos cortos y facciones reacias, ocultas bajo una mascara similar a la de Gary, un chico de la edad de éste último esperaba sentado en el borde del edificio, impaciente. — Las puertas cayeron. Eso junto con las columnas. Los techos y pisos... ¡Rayos! ¿Qué demonios le pusiste a ese edificio para que se viniera abajo de esa manera?
—Nada especial, son los mismos explosivos que fabricamos en casa... Lo que lo hace fascinante es el colocar los explosivos en puntos estratégicos. Ese es el primer paso al éxito en una demolición como esta. Claro que, como queremos prolongar este bello suceso, los temporizadores fueron esenciales....me cuesta admitirlo, pero, Mirlet hizo un trabajo excepcional. Sabe cómo llevar las instrucciones al pie de la letra...
— Por supuesto. Él siempre ha sido impecable en todo lo que hace. — Recalcó el chico de reacia apariencia, mientras se despojaba de la incómoda máscara que le obligaban a utilizar— Por cierto ¿Dónde está? Pensé que estaría sentado aquí, con nosotros, viendo en primera fila como se venía todo abajo.
Gary guardó silencio unos segundos y negando lentamente con la cabeza contestó con un simple ''No lo sé'' de dudosa veracidad.— ¿Es tu compañero y no sabes dónde está?
—No es necesario saberlo. Con las cosas como están, la probabilidad de que lo requirieran en otro grupo es muy alta. Así como pasó contigo. — Con semblante frio, Garrett no despegaba la vista del proceso de su obra de arte. El chico lo miró con desprecio y cierto aire de duda, murmurando algo para si mismo. Garrett jamás había sido muy querido por sus compañeros. Todos lo evitaban y hablaban pestes a sus espaldas mientras que él, fingía no darse por enterado muy a pesar de que estaba al tanto de todo.
Era, en cierto modo, un espíritu independiente. Callado y lógico. Siempre se le veía solo, recorriendo los senderos destruidos a su paso con semblante impávido e inhumano. Realizaba enormes cálculos numéricos en su mente en cuestión de segundos y siempre acertaba en el resultado. Su capacidad de razonar, planear y pensar, eran admirables y su fuerza mental tanto como su fuerza física, sobrepasaba la de los demás por mucho; y aunque resultaba atractivo en muchos aspectos, pareciendo un ser de perfección nata, su comportamiento siempre dejaba mucho que desear, alejando a las personas con su huraño comportamiento. —No entiendo cómo es que Mirlet eligió estar contigo en primer lugar. — le escupió de repente su acompañante, después de un momento en silencio. — Por más que le pedí que se uniera a nuestro equipo solo supo insistir en quedarse en el tuyo.
Gary escuchó con cuidado sus palabras mientras tragaba saliva. —Es un idiota, después de todo.—contestó despectivo.
Si, Mirlet era un idiota. Un idiota al que todos amaban y protegían a su modo. Aun si la sangre no los unía del todo, resultaba ser como el hermano pequeño de todos. Era quien los hacía reír con sus actos y observaciones infantiles. Directo como ningún otro, Mirlet difícilmente podía guardarse sus pensamientos por más de un minuto. Su presencia, vivaz y juguetona, agradaba a todo aquel que tenía la dicha de conocerlo; incluso -aun si le costaba admitirlo- a ese chico de apariencia frívola, al que todos detestaban por no tener, según sus palabras, corazón.
La imagen del menor, persiguiéndolo por todos lados como un perro juguetón invadió por unos segundos su mente. «Es como un cachorro» Pensó Gary, evitando esbozar una triste sonrisa que amenazaba con delatarlo «Un cachorro idiota al que, después de todo, no puedo quitarle la vista de encima...»
Otro explosivo se detonó, y al mismo tiempo, la alarma de su reloj de muñeca sonó, atrayendo su atención por completo. Ya habían pasado dos minutos desde que las explosiones comenzaron. El edificio, una vez detonados los últimos explosivos de la parte media y la superior, terminarían de venirse abajo las oficinas y entonces, en su plan suicida, cuando el humo estuviese por todos lados y los escuadrones de las demás zonas llegasen para ayudar, ellos harían su movimiento.
El temporizador de él ultimo pelotón de explosivos se accionarían dentro de quince minutos: cinco para bajar del edificio donde se encontraban. Tres para entrar y rastrear el objetivo. Y siete para llevar consigo a cualquier reo que se pusiera frente a ellos y guiarlos a la salida. Un juego a contrarreloj que les arrebataría la vida si se retrasaban solo unos segundos.
—Y según usted, señor amargado, ¿Cómo entraremos? Se supone que soy parte de tú plan y no sé nada sobre él. Si moriré, déjame ir haciéndome a la idea de cómo lo haré. Según la vista, no hay entrada posible por la cual acceder...así que...
—Si nuestro acceso estuviera a la vista no funcionaría...así como tampoco funcionará si mueres gracias al aire que nosotros contaminamos. — Garrett le hizo una señal para que se pusiera la máscara.
El otro volteó los ojos y sonrió burlón.—No la necesitamos..¿recuerdas de dónde venimos?
—Es mejor no arriesgarnos. — Respondió Gary tajante. Su acompañante meneó la cabeza y atendió la orden que su odioso superior le dio.
Garrett observó unos segundos más su obra de arte, y después, dirigió su vista hacia la cúpula que comenzaba a venirse abajo.
«Si no me equivoco, dentro de poco los veremos abandonando lo que queda del edificio...huyendo como las cucarachas huyen del insecticida...»
El tiempo del que habían dispuesto el día del ''incidente'' que provocaron gustosos, antes de accionar la catástrofe que daría pie a sus planes, había sido suficiente para husmear por los alrededores. Mientras Mirlet recorría los pisos bajos, colocando explosivo tras explosivo y ocultándolos a la vista del más observador, Gary abría y cerraba las puertas de los pisos restringidos. « ¿Que ocultaran?» se preguntaba.
Cuatro bellos helicópteros, ocultos en el antepenúltimo piso, teniendo por encima la oficina del director y los comandos climatológicos. En una esquina, bajo lo que sería el patio que rodeaba el domo, se encontraban estas máquinas sobre un entarimado que, al ser accionado, se elevaba tres pisos, llegando en cuestión de un par de minutos, al exterior. Uno de los helicópteros se encontraba en reparación, según pudo ver; mientras que los otros tres, estaban en perfectas condiciones, listos para surcar los cielos en cualquier momento.
—Así que ya se van los jefes. — señaló su acompañante, soltando un silbido de admiración cuando el primer helicóptero despegó, abandonando los suelos movedizos del edificio. —Qué envidia. Yo quisiera subirme a uno de esos. En el edificio de la zona ''A'', tenían unos cuantos, pero lamentablemente tuvimos que destruirlos todos...
—Deja de hablar en plural, que en aquel tiempo, aun estabas en entrenamiento. — Gary se apresuró a decir. Por alguna razón, le hervía la sangre cuando sus compañeros hablaban en plural y se vanagloriaban del éxito de otros.
—Las acciones de nuestros antecesores son las nuestras. ¿No lo has entendido? ¿Eres idiota acaso?— Como era de esperarse, su acompañante se apresuró a defender su puesto.
Otro helicóptero despegó y al mismo tiempo, el centro del edificio terminó por desmoronarse, dejando caer a la parte superior. Esta vez, el segundo helicóptero pasó por encima de sus cabezas, alejándose rápidamente. Su acompañante contempló emocionado aquella enorme maquina con forma de libélula mientras que Gary apenas y la miró. Cuando la enorme libélula se marchó, hecho un último vistazo a su reloj.
— Alexis, ¿tienes las llaves?— Su acompañante asintió, sacando un llaverito del bolsillo de su chamarra para mostrárselas — Bien, ponte de pie. Llegó la hora. — Dijo fríamente y girándose, comenzó a caminar con rapidez hacia la puerta, adentrándose en el edificio desde el cual, ambos miraban el espectáculo.
**
— ¡Cállate de una buena vez!— le gritaron con hastió. Tulio no dejaba de entonar canciones de despedida con su desafinado y ronco timbre de voz, fingiendo dolor y despecho. Habían pasado cuatro minutos en total desde que las explosiones comenzaron; minutos que les sabían eternos. Los gritos de los oficiales habían cesado por completo en su área, y solo la alarma de incendios lloraba en la lejanía. Las explosiones, aun si eran detonadas en una planta lejana, dejaban escapar estruendosos bramidos de dolor que, sumados a los temblores que provocaban, les helaban la sangre y aumentaban los nervios de los pobres presos que habían sido abandonados a su suerte.
Ignorando las quejas de sus compañeros de exilio, Tulio cantaba a todo pulmón aquellas letras que tanto dolor le causaban incluso en sus mejores días; con las lágrimas brotando de sus negros y saltones ojos, y con una sonrisa burlona que parecía no querer abandonar su rostro, repetía la letra de aquella canción que una vez, cuando menos de la cuarta parte del personal se encontraba en el edificio, escuchó gracias al más viejo de los oficiales, quien, en cuanto veía la ocasión, encendía su radio y les dejaba escuchar algo de música para aliviar un poco sus corazones.
«—Esa, señores, es mi canción favorita» les decía el amable anciano de calva reluciente mientras les sonreía a aquellos jóvenes, -porque si, ellos eran aún muy jóvenes en aquel tiempo- a los cuales, parecía verlos como a sus propios hijos. «—Es de lo poco rescatable de aquellos días. La comida la música, la cultura, las tradiciones...todo quedó en el olvido. Esto, mis niños, es el vestigio de lo que quedó de aquel bello mundo en el que vivíamos.» Cuando hablaba, la tristeza se reflejaba en sus negros ojos. Las lágrimas se anidaban en los canalillos de éstos, y sus delgados labios, temblaban mientras intentaban dibujar una sonrisa; una sonrisa que les partió el corazón.
¡Oh! ¿Hacia cuanto que se había jubilado ese buen hombre? Muy a pesar de su gran edad, no lograron relevarlo de su puesto hasta que el pobre anciano perdió la cordura y, entre jaloneos y gritos que profería el pobre hombre mientras luchaba por soltarse del agarre de los oficiales, fue arrastrado fuera del edificio y confinado a la fuerza en un asilo de reputación dudosa.
«—ORIENS EX ALTO. MORS VENIT, HORA FUGIT.» esas fueron las últimas palabras que le escucharon decir a aquel buen hombre que cambió de un día para otro sin motivo alguno.
— ''¡Culpable no he de ser...! ¡De que por mi puedas llorar...!''
Parecía que la voz temblorosa de él cantante estrella se desafinaba con más frecuencia. ¿Acaso era el dolor anudado en su garganta que el miedo y la soledad le causaban a su roto corazón? Otros, a diferencia de aquellos que lo injuriaban y le ordenaban callar, articulaban entre sus labios aquellas palabras que le seguían a la triste canción que conformaría su despedida. Su único sedante parecía ser esa fea luz roja que aun los iluminaba y aquellas palabras entonadas en lamentos ahogados. Eso era bueno. Mínimo abandonarían la vida con una luz como consuelo y con una canción como homenaje. « ¿Cuándo explotara este lugar?» se preguntaban unos. « ¿Moriremos abrasados por las llamas?, ¿Aplastados? ¿Asfixiados?... ¿Sera doloroso?»
Un final, quizá bien merecido. O quizás no. Después de todo, ninguno de los presos recordaba el pecado que los llevó a ese encierro infernal del cual nunca podrían salir. Su único recuerdo radicaba en el techo de sus antiguos hogares, última imagen que vieron antes de cerrar los ojos para dormir y prepararse para otro día más.
Sin embargo, la imagen que los recibió al despertar, fue la del frio azulejo blanco sobre el cual yacían desnudos y temblorosos, seguido por el golpe de un potente chorro de agua fría que se estrelló contra sus cuerpos. Pasaron de la calidez de su cama, al resbaladizo suelo de un enorme baño desconocido donde estaban expuestos a la vergüenza, al miedo y a la confusión.
Cuando el pobre preso preguntaba la razón de su repentina estancia detrás de las rejas, los oficiales les repetían hasta el cansancio, «—Estas aquí por atentar contra las normas de la ciudad.»
Al inicio, reacios a creer que sus actos los habían condenado al exilio, proferían gritos de desesperación e injurias. Inclusive, en varias ocasiones, cuando la situación se presentaba, se lanzaban hacia los guardias, confiriéndoles fuertes mordidas hasta hacerlos sangrar. Pero, con el paso del tiempo, entre castigo, golpe y castigo, aquellas palabras aparecían de nuevo, tan resueltas y fulminantes, que los pobres presos terminaban por creerse las acusaciones que les refutaban.
— ¡Yo sé que sufriré...! ¡Mi nave cruzará!... ¡Un mar de soledad...!
— ¡Tulio! ¡Con una chingada! ¡Ya cállate! ¡Si he de morir, que sea en silencio y no escuchando a un corriente pajarraco que agoniza!— el anciano que estaba junto a su celda era un viejo gruñón que siempre le buscaba pelea al escandaloso Tulio.
— ¿Pero qué dices anciano?— le contestó el bohemio hombre entre gritos de diversión— ¡Si en este momento somos una bandada de aves que agonizan enjauladas! Ya que estamos cautivos y no podemos hacer más ¡Cantemos hasta quedarnos sin voz, que falta no nos hará del otro lado!
Tulio dejó escapar una gran carcajada y continúo con sus cánticos. Estaba aterrado. Eso era cierto. Pero su crianza le indicaba que debía buscar el lado positivo incluso a las peores adversidades. «Ver todo con optimismo y pasar un grato y ameno rato» pensaba mientras veía como su techo se agrietaba y su suelo se tambaleaba.
Ésta vez el anciano junto a su celda guardó silencio y lo dejó cantar mientras él, se adentraba en la profundidad de su pedazo de tierra y se acurrucaba en el suelo, junto a la tripa del colchón que conformaba su cama. Se había rendido junto con los demás. Escuchar aquel clamor, resignado y acabado, era el claro símbolo del abandono a sí mismo. De pronto solo la voz de Tulio, quien comenzaba a entonar otra canción no menos triste que la anterior, se escuchó como último vestigio de vida humana en ese confín de celdas. Otra explosión, ésta más cerca que las anteriores, se llevó consigo el alivio que la luz roja conformaba para ellos, llevándosela en un tenue apagón. Acortando la esperanza junto con la brecha que los separaba de la parca, que los vigilaba silenciosa al final del pasillo.
Mientras ellos se resistían a entregarse a la oscuridad, encerrado en su celda especial, el joven que se había entregado a ella desde hacía mucho tiempo se incorporó de repente, mientras escuchaba la voz de aquel amable hombre cantarin que agonizaba terriblemente en su interior.
«Sigue apagándose...se desvanece. » pensaba el joven alarmado. Aquel chico al que con tanto recelo custodiaba, parecía haber desaparecido. «Sus latidos, su respiración...su vida...»
Entre la desesperación de una oscuridad aún más espesa que a la que sus ojos eran sometidos, sus labios temblaban y sus ojos ardían. Una terrible imagen había cruzado por su mente, silenciosa y mordaz. Una imagen donde un joven de castaños cabellos y mirada vacía en su totalidad, sangraba sobre el frio asfalto mientras exhalaba pequeños trocitos de vida al viento.
«Debo salir... ¡Debo salir ahora!» Con manos temblorosas, comenzó a palpar la parte trasera del casco de metal. Sintió el candado que lo mantenía preso e, inútilmente, comenzó a jalonearlo. Como si sus manos poseyeran la fuerza suficiente para romperlo y despojarse de la máscara.
«Está desapareciendo...» Mordió su labio inferior hasta hacerlo sangrar, mientras llevaba a cabo una lucha contra el objeto de metal en su cabeza que, lamentablemente, no seria capaz de ganar sin ayuda.
Aquella horrenda imagen no desaparecía de su mente y en los vacíos ojos de la muerte su imagen aterrorizada se reflejaba con claridad. Quería gritar. Salir corriendo e ir en su búsqueda...
— ¿Hay alguien ahí?—gritaron entonces desde fuera.
Los presos inevitablemente comenzaron a gritar buscando auxilio en el dueño de aquella voz. Entonces sus pisadas apresuradas se acercaron a lo que era la puerta de su sección, unas llaves sonaron, chocando unas con otras, y el cerrojo de la puerta se abrió.
Un fuerte rechinido llenó la sala y los reos gritaron de alegría mientras le dedicaban inmensas gratitudes al joven que iluminaba sus rostros con una lucecita de neón roja, mientras abría una a una sus celdas. — ¡Tuvieron mucha suerte!— exclamó el joven Vicente con alegría mientras abría la primera celda con rapidez. —Ahora, los sacaremos de aquí.
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