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27. Miriam.



Mientras tanto, en la zona F, una madre corría a toda prisa con su hija en brazos, quien se aferraba con fuerza a su cuello mientras sollozaba. —Calma cariño...no pasa nada. — le susurraba. —No está detrás de nosotras. Además, ya mero llegamos a casa. No temas mi amor.

Miriam, después de haber escapado de aquella terrible escena y cuando así lo creyó propicio, bajó a Talía al suelo y se agachó para estar a su altura, paseando sus manos alrededor de su pálida y regordeta carita infantil. Sus ojitos castaños estaban asustados, y su corazoncito palpitaba con fuerza. Miriam intentó sonreír, demostrarle que nada malo ocurría, que estaban lejos de ese hombre y que nada malo pasaría. Pero no era así. Ella lo sabía, y su hija también. Existía esa conexión especial, única e inigualable entre madre e hija, que las mentiras no existían entre ellas aun cuando estas llegaban a salir de sus labios.

Miriam abrazó con fuerza a su pequeña, quien le correspondió inmediatamente. —Vamos a casa, cielo. — le dijo entonces, levantándose con ella en brazos. Era tan pequeña, tan frágil y delicada, que ese extraño sentimiento de amor infinito hacia su bebita, creció a un más en su corazón. «Ésta niña hermosa es mi niña. Mi bebé. Mi vida entera. Y la cuidaré con todo mí ser, pase lo que pase» Suspiró profundo y dejó que el aroma a bebé de Talía tranquilizara su corazón. Acto seguido, retomó su camino para llegar a casa cuanto antes.

— ¿Por qué ese señor hizo algo tan malo?— Preguntó Talía con trémula voz. En sus palabras, el sabor de aquella grotesca imagen aún permanecía presente. Si esa escena tuviese un sabor, ¿Cuál sería? Se preguntaba Miriam. «Hierro...ese sería su sabor...»

— ¿Recuerdas un documental que vimos la semana pasada? Sobre las personas que eran llevadas a sanatorios. Me preguntaste porque actuaban así... ¿recuerdas cuál fue mi respuesta?

Talía la miró asintiendo con la cabeza. — Son personas malitas. Personas con un trasfonto...

Trastorno cielo.

—Sí, eso. ¿Ese señor es como el que vimos en el programa?

—Así es.

«Aunque...el del programa era un amor de persona que solo veía caballos por doquier...»

Instintivamente Miriam dio un vistazo a sus espaldas. La calle estaba vacía. Y apenas se escuchan voces dentro de las casas. Creyó haber visto un par de rostros infantiles mirando a través de la ventana los montones de hielo sobre los que podrían estar jugando si tan solo sus padres no fueran tan estrictos y se los permitieran.

—Armandito...— Talía preguntó entonces, asustada. — Él está bien. ¿Verdad?

Miriam dudó un momento. Tan solo imaginar que ese pobre hombre podría haber sido Armando, en alguna otra parte de la ciudad, la estremeció. Cerró los ojos y asintió con la cabeza, intentando convencerse a sí misma. —Claro que si...es un joven muy inteligente y capaz. Él está bien. Aunque no lo estará cuando vuelva a casa. Ambas lo regañaremos por irse sin decirnos nada. ¿Te parece?— Talía sonrió.

— ¡Si! Por qué nos preocupa.

—Exacto. Nos preocupa infinitamente.

—« ¡No me interesa tu preocupación, bruja!»— recordó aquellas palabras junto a ese par de castaños ojos coléricos, que la miraban desde el otro lado de la vieja habitación donde ella, cuando aún estaba embarazada, se había ocultado del mundo que la retenía.



**



— ¡Deja de moverte mocoso!— exclamó la joven Miriam irritada, abalanzándose sobre el extraño niño que apareció entre la lluvia y la noche y que ahora corría esquivando a esa chica en busca de su libertad. Estaba agitado y su semblante denotaba ira. Un sentimiento que le impedía notar siquiera que su brazo, rasgado cruelmente por una especie de cuchilla, sangraba sin cesar.

El niño había despertado horas después de que Miriam lo encontrará tumbado entre la maleza que rodeaba esa pequeña casa a medio construir. Con un fuerte grito, el niño había despertado, sacándola de su labor; curarle la herida. Con fuerte empujón la alejó mientras se incorporaba y corría en busca de la salida.

Miriam, incorporándose rápido del suelo al que fue arrojada, extendió su mano en un reflejo desesperado por detenerlo, pero, justo cuando lo iba a sujetar por el brazo, el niño la esquivó, evadiendo su agarre. «Hace menos de dos minutos que despertó y ya me dio un dolor de cabeza como obsequio de agradecimiento» — ¿A dónde crees que vas? — corrió detrás de él, y a pocos metros de la entrada, logró interceptarlo.

La habitación estaba iluminada por la luz mortecina de lo que sería un día lluvioso más, mientras que ambos luchaban arduamente por conseguir su objetivo: Él, escapar. Ella, ayudar.

— ¡Déjame ir!— gritaba el niño mientras luchaba por zafarse del agarré al cual la chica lo había sometido en cuanto le puso las manos encima— ¡Vieja bruja!... ¡suéltame!...— soltaba patadas al aire mientras con sus manos pellizcaba el brazo que rodeaba su cuello.

—Quédate quieto de una buena vez... ¡Quiero ayudar! —Miriam lo sostenía con fuerza. No estaba en sus planes soltarlo aun si con cada movimiento que el niño hacía, la herida que tenía en su brazo comenzaba abrirse de nuevo, haciendo que la sangre brotara y manchara el suéter rosado que ella llevaba puesto.

— ¡No veo él por qué quisieras hacer eso! ¡Las personas nunca ayudan a nadie sin querer algo a cambio! ¡Y tú eres igual! ¡Igual a todos!— escupió el niño con desprecio mientras sus pies se alejaban del suelo. Miriam era una mujer alta, y la fuerza de un infante no suponía un problema para ella. «Mientras no se le ocurra soltarme un codazo en el estómago...todo saldrá bien» Pensaba Miriam, pidiendo a los cielos que el niño fuese lo suficientemente estúpido como para que esa idea cruzara su cabeza. — ¡Suéltame!

— ¿Pero qué tonterías dices? Ya, para. Si sigues moviéndote así, la herida terminará de abrirse y te desangraras...

— ¿¡Y eso a ti que te importa!? Yo sabré...

— ¿Qué sabrás? ¿Eh? ¿Si mueres desangrado o no? ¡Qué fácil la tienes! Tan simple como morir. Pero dime, Qué harás Si la herida se infecta y a cambio, en vez de morir, pierdes un brazo...eso ya no sería lindo. Y ¿sabes? Ese es el resultado más probable, niño tonto... Yo sabré, Yo sabré...No sabes nada mocoso. —Y con esas palabras, aplicó más fuerza. De alguna manera, casi milagrosa, había conseguido el ángulo, el momento y el agarre perfecto para sostenerlo.

El niño, poco a poco, comenzó a detener su fiero intento por zafarse. Relajando sus músculos y bajando los brazos en señal de rendición total. Conformé se tranquilizaba más, ella disminuía la fuerza. Cuando notó que el niño miraba el suelo cabizbajo, después de un par de minutos, ella habló:

— Haremos esto: Te curo la herida. Me acompañas a desayunar y después, si así lo deseas, te marchas... Tentador ¿no? No pierdes nada. Al contrario, sales ganando.

Y con esas palabras como contrato, terminó de calmar a la fierecilla.

Minutos después, entre varias maldiciones, quejidos de dolor e insultos que recibió por lastimarlo al momento de curar su herida, el premio mayor y el incentivo que lo mantuvo allí, comenzó a hervir dentro de una pequeña olla- cortesía por parte de la casita destartalada en la que se ocultaba- a la mitad de la sala, donde una pequeña parrilla calentaba lo que era una poco exquisita sopa enlatada.

El estómago del niño gruñía de cuando en cuando y eso a él parecía molestarse demasiado, ya que le dedicaba una mirada de reproche a su estómago vacío, mientras esperaba en cuclillas frente a la olla. No le quitaba la vista de encima; era como si ésta pudiese cobrar vida e intentará escapar con su preciada comida.

Miriam, quien le había dicho en reiteradas ocasiones que la comida no se movería de ahí, ahora lo observaba al otro lado de la habitación de cuando en cuando. «Que niño tan extraño...» pensaba mientras echaba un vistazo a su celular. Veinte llamadas pérdidas. Once de sus padres, nueve de sus amigos.

« ¿Debería decirles que estoy bien?» se cuestionó preocupada, pero inmediatamente negó con la cabeza, alejando esa idea de su cabeza. Dejó el celular de lado.

— ¿Falta mucho?— preguntó entonces el pequeño sin despegar la vista de su comida. Ella se levantó y caminó hacia la parrillita de gas. Después de menearla un poco, negó con la cabeza:

—No. De hecho, creo que ya está. Pásame un plato de mi mochila y tráeme la lata vacía, por favor.

La posible imagen de un niño que le gritaba '' ¡Ve tu por ella!'' apareció en su mente junto a un rostro colérico y deformado por el odio... Pero no fue así. Él se levantó obedientemente sin chistar, y trajo lo que le pidió. «Así que eres civilizado»

Después de decidir entre quien comería en el plato y quien en la lata, decidió quedarse con ésta última. Sirvió la humeante sopa que, a su ver, le era insípida e insuficiente, en el plató blanco mas hondo que tenia y se lo entregó al niño quien lo recibió gustoso.

Para cuando ella dio un sorbo a la lata – con sumo cuidado ya que temía cortarse los labios- el niño ya devoraba con gran ahínco el contenido de su plato. Sus ojos marrones brillaban y su rostro denotaba felicidad. « ¿Cuánto lleva sin probar bocado?» se preguntó Miriam, mirándolo con curiosidad.

Observó con atención su vestimenta: sus ropas, sucias y rasgadas, a pesar de ser de marca y de buena calidad, mostraban que ese niño había vivido días difíciles en quién sabe dónde y por quien sabe qué motivos. Por más que lo pensaba, no podía imaginar un sitio en esa ciudad donde alguien viviese de manera tan deplorable.

La herida en el pequeño brazo de él apareció de repente en su mente. Era grande. Profunda. Supuso que alguien lo había lastimado a matar, con un objeto largo y filoso, puesto que era en el lado izquierdo y justo al lado de su corazón. Si estaba vivo, era porque había logrado esquivar el ataque de manera que el arma se insertó en su brazo. Meneó la cabeza. Era horrible pensar que alguien haría tal barbaridad. Y más si había un niño de por medio.

Por varios minutos, ni uno de los dos pronuncio palabra. — ¿Cómo te llamas?— preguntó Miriam entonces, esperando lo peor.

El niño la miró mientras parecía hurgar el fondo del plato. Estuvieron en silencio durante un par de minutos y entonces, cuando ella pensó que ese niño no le diría nada...

—Armando...— susurró cabizbajo, mirando su plato y con la cuchara a medio camino. — me llamo Armando...— y con esas palabras arrancadas de sus labios, continuó devorando su comida mientras que un extraño sentimiento de dicha embargaba a Miriam.

—Estás embarazada— Entonces observó Armando, poco después de haber acabado con ese plato de sopa. Miriam asintió.

— Si. Tengo cinco meses de gestación...

—Lamento haberte empujado así. — se disculpó. — De haberlo sabido yo no...

—Descuida...estabas asustado. Es normal.

— ¿No lo lastimé?— su voz denotaba preocupación. Miriam sonrió ligeramente, recordando el empujón que recibió cuando Armando despertó mientras ella terminaba con la curación. Acaricio su estómago con cariño y negó con la cabeza.

—No. Descuida. Tu empujón no afectó en nada a mi bebé.

— ¡Menos mal!— Armando exclamó aliviado mientras se dejaba caer de espaldas al suelo. Extendió sus manos a sus anchas y suspiró.

— ¿Te gusto la comida?

— ¡Estaba riquísima! Moría de hambre...

—Bueno, supongo que la comida enlatada sabe a gloria si no has probado bocado en horas...—Miriam lo miró con detenimiento, esperando que su anhelada respuesta llegara por sí sola, sin preguntas, solo suposiciones leves, apenas perceptibles.

— ¿Horas? Bueno fuera. Llevo días sin comer. He contado cinco días y cuatro noches.

— ¡Es enserio? Pero, ¡eso es muchísimo!— exclamo incrédula, mientras instintivamente se cubría la boca con ambas manos. — ¿Qué estabas haciendo que no comías nada?

—Correr. — pronunció el niño seriamente. — corría, eso es todo.

—Eso no es una respuesta. No sé si practicabas para un maratón o algo así, pero eso no excusa para mal pasarte así. Además, mira las fachas en las que andas...después de esto, me dirás donde vives y te llevare a casa. Tus padres deben estar...

— ¿Padres?— preguntó divertido. —Yo no tengo padres.

—Ah, lo siento yo no quería...

—Descuida. — Armando se incorporó, con ambas piernas cruzadas y la miro fijamente con una sonrisa. — Margarita...— dijo— ella se encarga de cuidarme. Dice que me encontró en las calles cuando yo era un bebé. Me recogió y cuido de mí. Claro hasta hace unos años...—la voz comenzó a atenuarse junto con su sonrisa. Sus ojos ahora miraban fijamente el suelo. —Antes de que falleciera...

El corazón de Miriam se estrujó. «Soy una tonta, lo hice decirme semejante cosa. Ahora, que puedo contestarle. ¡Jamás he estado en esta situación!...»

—Ella— continúo Armando, mientras evocaba la imagen de aquella hermosa mujer. — Ella me amaba como una madre se supone debe amar a sus hijos. Me apoyaba en todo. Me mimaba cuando lo necesitaba. Me regañaba y castigaba cuando hacía algo malo. Me sostenía en sus brazos y me elevaba al techo cuando volvía del trabajo. Ella escribía para una revista de jardinería. Así que no salía mucho. Pero cuando lo hacía, la extrañaba horrores...por eso saltaba hacia sus brazos cada vez que la veía entrar por la puerta. — La sonrisa de Armando era tenue. Nostálgica.

—Parece que era una gran mujer..

—Si. Lo era. Cayó enferma y murió postrada en una cama. — Dijo con tristeza y resignación. El dolor en la mirada del pequeño atravesó el pecho de Miriam como una flecha envenenada.

—Debió ser muy duro para ti...— fue todo lo que pudo decir.

—La amaba. Aun si no estábamos emparentados, era mi madre...

— ¿Hace cuanto?...

—Hace dos años




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