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26. Lo primero y lo último.



Al cruzar la ventana, una habitación grisácea y llena de polvo se antepuso ante su visión. Era la cocina. Enorme y espaciosa, se mostraba tristemente abandonada, cubierta por inmensas capas de polvo. Con los azulejos decorativos que se afilaban uno tras otro, formando una franja de frutas deliciosas y de colores sobrios y algo elegante, alrededor de la cocina pintada en blanco. Mirlet, como era su costumbre, hurgó esa parte con especial atención. El estómago le rugía de cuando en cuando y él no desaprovecharía la ocasión de asaltar una cocina si así tenía la oportunidad. 

Abrió la alacena, el lugar donde creyó, debía haber comida porque sí. Y efectivamente: Una bolsa de papitas abierta y vaciada a la mitad, oculta tras un frasco de fruta enlatada capto su atención al instante.

—Vengan con papi, chiquititas. — dijo con aire triunfal. 

Luego de examinarlas minuciosamente, las colocó en la mesa central y siguió con su búsqueda. Tomó el frasco de frutas, una caja de cereal casi vacía y las únicas dos sopas instantáneas que habían allí dentro. Luego caminó hacia los cajones que esperaban bajo el pretil y de ahí solo pudo obtener un tenedor, dos cucharas y un cuchillo para untar mantequilla. 

Miró el monstruo tecnológico con miedo, ya que en sus anteriores chequeos siempre que abría uno, comida echada a perder era todo lo que había. Y efectivamente. No había luz desde hace tiempo en ese sitio, así que era demasiado pedir que algo de lo que estuviera allí dentro sirviera aun. Pero aun así, tomando aire y aguantándolo dentro de sus pulmones para no ser afectado por el repugnante olor a comida echada a perder, se adentró para ver si podía haber algo: Miel de maple. Fue todo lo que pudo salvar.

—Obtuvimos un botín poco satisfactorio, pero al final de cuentas, un botín es un botín y el feo no hay que hacerle. — dijo mirando todo lo que pudo salvar de esa cocina. —Ahora, necesito una bolsa donde llevarme todo esto...

Caminó hacia la sala y husmeó un poco con la vista. Los caros y lujosos muebles que había allí dentro, roídos y empolvados, parecía haber vivido tiempos mejores. Ese edificio era espacioso y lujoso. Y aun así, los de la zona, lo veían como un hotelucho donde los más pobres de ahí, vivían.

Mirlet dejó escapar un silbido de asombro al entrar a una de las habitaciones decoradas con gran lujo. Con una enorme alfombra con purpúreos estampados cuyos colores se alternaban entre el gris y el azul. Creando ondas tricolor. Paredes blancas, adornadas con pinturas abstractas que hacían juego con la alfombra. Lámparas de noche en cada lado de la enorme cama King size, cubierta por hermosas cobijas blancas con una subdivisión rosada. Y floreros, cuyas flores se encontraban marchitas sobre una mesita de cristal rodeada por dos sillas del color de la subdivisión que la cama tenía.

—Malditos ricachones mierderos. —exclamó Mirlet impresionado mientras abría los enormes armarios de madera. Ropas de todo tipo de telas se encontraban allí, perfectamente dobladas y colgadas. Zapatos de mujer, todos de diferentes estilos, formas y colores, alineados al pie del armario. Cambio de puerta y allí, trajes de diversas gamas de colores sombríos se encontraban igualmente colgados.

— ¿Quién fuera rico? — Mirlet cerró ambas puertas y se aventuró a volver a la sala. No sin antes, inspeccionar el otro cuarto, que de igual manera, era ostentoso pero algo más modesto que el anterior. Hizo lo mismo: Abrió y rebusco en el closet. Donde, al abrir la primera puerta, pudo encontrar una mochila de escuela. Sacó los libros y cuadernos y se la colgó al hombro. Cerró la puerta y abrió la otra.

— ¡Con una...!— exclamó, llevándose una mano a la boca. Miro a los lados rápidamente intentando calmarse y después, continuo— ¡Demonios! Me asustaste.

Frente a él, el cadáver de una muchacha sentada en el piso del armario, vestida en paños menores mientras sus desorbitados e hinchados ojos lo observaban silenciosos. Una mueca de dolor asomaba por su grisácea y demacrada piel a medio comer por los gusanos que esta misma había creado en su descomposición. En su cuello el mango marrón de un cuchillo sobresalía.

—Qué asco — Mirlet se puso de cuclillas mientras ladeaba la cabeza, inspeccionando cada parte del cadáver sin tocarlo. —eres una muchacha muy sinvergüenza. Mira que recibirme en esas pintas. —bromeó. — No sé si te has dado cuenta pero, tienes algo aquí, en tu cuello. Ven, te ayudaré a quitarlo.

Mirlet se incorporó y extendió una de sus manos hacia el mango del cuchillo. Se aferró a él y mirando al cadáver asintió. —No dolerá demasiado. Descuida. — Y con fuerza, haló de él. — Vaya, es uno de carnicero. ¿Te importa si me lo llevo?

Paseó el cuchillo frente al rostro de la chica, el cual había quedado colgando hacia izquierda sin cambiar su expresión. Entró al baño y enjuago el cuchillo con la poca agua que logró salir del grifo. Tenía manchas de sangre adheridas a su hoja metálica. Más tardé la limpiaría para dejarla impecable.

Volvió a la cocina y comenzó a meter todo dentro de la mochila. —Bien, eso ha sido todo por hoy.

Y con esas palabras que resonaron en el eco de la habitación, salió del piso y comenzó a bajar por las escaleras de emergencia.

— ¡Maldito! ¡Devuélveme a mi bebé! — la voz de la mujer, la cual había callado minutos atrás, rasgó el aire con su chillido demencial justo cuando Mirlet llegó al segundo piso.



**



Estoy caminando sobre un manto teñido en blanco. Mis piernas se mueven por si solas, y algunos copos de nieve, muy pocos en verdad, caen aun de ese cielo artificial bajo el cual nací. Escucho la voz de una mujer. Es suave, melodiosa. Entona una dulce nana que me es familiar. Alguien, en alguna parte de mi pasado solía cantármela para dormir.


''Pero no has de temer, mi dulce niño, que detrás de la luna ''

''te cuidaré cuando la noche tiña en tinieblas las dunas del tiempo, ''

''que no he pasado a tu lado. ''


Su letra me resulta algo triste ahora. Y más porque estaba seguro de haberla olvidado por completo. La olvidé junto a la imagen de esa bella persona que la entonaba para mí.

Hace algunos momentos, escuché a alguien decirme algo. No estoy seguro de si era importante o no. Pero su voz me hacía sentir enfermo. Como si, con cada palabra que articulara, sembrará algo malo en mi interior. Estoy feliz de que haya callado. Mi cabeza ya no duele. Y mi humor a mejorado, por alguna razón que desconozco.

—Ya. Ya. No pasa nada, cielo. — escuché decir a la mujer poco después de haber terminado de entonar la estrofa de la canción. Parece ser muy cariñosa. Carga amorosamente entre sus brazos a ese frágil bebé envuelto en azulada manta, cálida y suave. Si...es una hermosa escena. De esas que deben ser contempladas en silencio.

¿Pero que veo? La mujer me está mirando. Y me sonríe.

— ¿Quieres verlo?— Me pregunta con tenue voz conforme me acerco a ella, señalando con la mirada a su bebé. Y yo, guiado por una extraña fuerza que no me pertenece, asiento sin pensarlo dos veces. Es curioso. Yo no soy fanático de los bebés. Es más, me causan jaqueca cada vez que rompen en llanto, creo que son algo molestos. Pero, este niño, en especial, es muy lindo. Sus regordetas mejillas sonrosadas. Su pequeña boquita semi abierta y sus enormes y brillantes ojos negros que me miran, tranquilos pero curiosos.

— ¿Gustas cargarlo?— me pregunta. Y yo asiento

''Aun tienes tiempo. '' Alcanzo a escuchar nuevamente esa voz... ¿tiempo para qué? Me pregunto sin prestarle mucha atención, ya que el pequeño bodoque la captó por completo.

— ¿Puedo?— ignoro a la voz mientras hago esa pregunta. Y sin recibir mejor respuesta, coloca al pequeño bulto entre mis brazos. Es un niño gordito y pesadito. Saludable y simpático. No lloró al estar en manos de un extraño, cosa que me hizo darle varios puntos.

La mujer se coloca a mi lado y comienza a entonar la misma canción, mientras mira a su bebé. Me dejo guiar por la melodiosa voz y cierro mis ojos.


''  Dar la vuelta y volver... ''

— ¿Qué?

—Mi bebé... Devuélvemelo... ¡DEVUÉLVEME A MI BEBÉ!

Y entonces, como si todo hubiese sido gracias a un hechizo, su dulce voz se deforma. Allí no hay más amor. Más cariño. Todo se ha perdido en cuestión de nada. En sus ojos solo puedo ver ira. Desesperación. Su bello rostro maternal se ha agrietado. Ha envejecido y ha perdido todo vestigio de cordura. Doy un paso atrás, sin darme cuenta de que comienzo a alejarme cada vez más de ella, que posa su mirada, perdida en algún punto que desconozco, y aprieta sus puños temblorosos.

— ¡Devuélvemelo! ¡Devuélvemelo! ¡DEVUÉLVEMELO!

Repite mientras su cabeza se ladea repentinamente en un tic nervioso que me aterra. No es la misma mujer que vi hace segundos atrás. Es una loca. La misma loca que lanzó a aquel bebé al aire dejando que su cuerpo fuese aplastado por el automóvil que apareció de la nada.

«El bebé, es cierto. Debo protegerlo de esta...» pienso, dedicándole una mirada al pequeño bulto que cargo entre mis manos y que de repente se ha hecho absurdamente liviano.

Y entonces, un grito de terror se acumula en mi garganta. La desesperación enfermiza me invade por completo al ver que el hermoso niño al que había sostenido hasta hace unos segundos, ahora no era más que un putrefacto cadáver partido en dos que me observaba con un par de cavidades vacías donde la muerte se me mostraba cínica y cruelmente.

Antes de que pueda hacer algo, el grito colérico de esa mujer me altera y me hace levantar la vista. Pero, me temo que ya es demasiado tarde. 

Lo primero que veo, es su rostro saltar sobre el mío.

Siento como mi cuerpo es inmovilizado por el suyo y como sus uñas van incrustándose en mi rostro, arañándolo con desesperación.

Y, entonces, lo último que escucho, es mi nombre llenando con desesperación las calles vacías y deshabitadas en las que me encuentro tumbado e indefenso. Terriblemente confundido, aterrado y avergonzado de mi mismo. 






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