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16. Sin piedad.



No tenía piedad. Sea quien fuese la persona que reía a sus espaldas, no tenía piedad. Mientras el gran hombre golpeaba una y otra vez el suelo de madera, amedrentando a las personas que se ocultaban con la esperanza de vivir un día más, el solo gritaba una y otra vez entre sonoras risas que helaban la sangre: − ¡Rómpelos! ¡Rómpelos con fuerza! Vamos, vamos, ¡vamos! ¡VAMOS!

Esa voz que reflejaba el éxtasis enfermizo de aquel hombre al imaginar el color de la sangre derramada, esparciéndose irremediablemente sobre el suelo, era una voz que lo atormentaría el resto de su vida. Un susurro, para nada parecido a los anteriores que intentaban consolarlo con dulzura, se anido en su oreja llenándole la mente de una idea aterradora. Entendía perfectamente que, en esos momentos, ellos eran la presa y ellos el cazador.

El agujero se hacía cada vez más grande, y el espacio para retroceder y alejarse de la enorme hacha que amenazaba con asestarles un prominente golpe, se hacía cada vez más chico, impidiéndoles retroceder más. Era cuestión de segundos. Segundos valiosos en los que sus vidas pendían peligrosamente.

Sus manos se aferraban a su pequeño cuerpo. Jamás había sido abrazado con tanta fuerza como en ese momento. En otra situación, el pequeño se habría sentido feliz, completo; se abría sentido a salvo al ser sostenido de esa manera. Pero, en vista de las circunstancias, un fuerte dolor acudió a su pecho. Un nudo se formó en su garganta haciendo de la simple tarea de respirar, la más difícil de todas. La voz no se callaba ni un instante. Al contrario, conforme el hombre del hacha asestaba un golpe más, sus gritos subían el doble.

Ellos habían llegado al límite de su guarida, y el gran hombre del paliacate, había llegado a ellos. El pequeño cerró sus ojos y cubrió sus oídos mientras se adherida al pecho de su acompañante. Quería sentir esa calidez. Esa seguridad. Quería volver al tiempo en que todo era bello e inocente. Pero era imposible. Fue apartado bruscamente de repente; lanzado al vacío. Al frio mundo del cual se suponía era protegido tan fieramente. En ese momento, mientras el caía lejos de su persona amada, una enorme mano entró a su guarida y sin piedad alguna, tomó de los cabellos a esa persona que representaba su felicidad y la arrastró hacia afuera como si se tratara de algún objeto sin importancia. <<Cuando ya no este, escapa, no dejes que te atrapen y por favor, no mires atrás. Pase lo que pase. >>

− ¡Lo hiciste! – celebró el otro, completamente feliz. − ¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste! ¡Lo hiciste mi estúpido mastodonte favorito!

Vestido en traje blanco, alto, de tez pálida y nariz alargada, daba saltos alrededor del más grande, celebrando como quien festeja la victoria de su equipo de fútbol favorito, mientras la presa se retorcía en el suelo intentando zafarse inútilmente de un potente agarre.

− ¡Cielos! ¡Esta zorra sí que nos ha costado!− exclamó soltando un suspiro exagerado. Recargado en el hombro del más grande, quien sostenía con una sola mano a esa mujer que luchaba y luchaba por soltarse, comenzó a hablar con ella, quien solo se limitaba a forcejear mientras lo fulminaba con la mirada. – Seis años. Seis, años, rastreándote. – Comenzó, con tono condescendiente− ¿Es absurdo, no? Viviendo en este sitio tan pequeño, es absurdo que tardáramos tanto para encontrarte. No...creo que sería mejor decir...− el hombre camino hacia el agujero y se asomó en él, fingiendo un gesto de cariño y nostalgia. –Para, encontrarlos.

Estiró su larga mano hacia el cuello de la camisa del pequeño asustado y como si no fuese nada, lo levanto en el aire, donde obtuvo una vista favorable para obtener información de lo que sucedía, pero letal para su frágil mundo de inocencia.

La ira sustituyó el miedo que albergaba en su pequeño corazón al ver como esa mujer, representante del amor y el sacrificio, se revolcaba en el suelo intentando zafar sus largos cabellos del agarre de ese hombre; las lágrimas corrían por su rostro. El odio y la desesperación mancillaban su tez calmada. Gritaba y maldecía, ofendiendo y amenazando a ese par de sujetos de la peor manera posible. A una señal del de nariz grande, el hombre del paliacate levanto su mano y la golpeo varias veces hasta que ella no pudo decir más.

El impulso de zafarse de aquella enorme mano que lo mantenía en el aire y golpear a ese desagradable hombre que se había atrevido a dañarla, era tan grande que no podía siquiera pensar en las consecuencias de tales actos. El pequeño comenzó a forcejear, a patear y a soltar manotazos para ser liberado. Las palabras de Margarita sonaban con fuerza dentro de su cabeza, pero las propias parecían cobrar un sentido absoluto y aún más poderoso:


¡Destrózalos!

¡Destroza a ese infeliz que se atrevió a herirla!

¡Extermina a esa basura que se atrevió a ofenderla!

¡Termina con todo!

¿Ellos no tienen piedad? Demuéstrales que tu tampoco la tienes.



− ¿Qué? ¿Qué es esa mirada? – preguntaba el hombre de la grande nariz mientras acercaba su rostro al del niño furioso que luchaba por liberarse. Su aliento apestaba a tabaco y sus ojos lo miraban burlonamente acompañados de una sonrisa que hacia juego con ellos.− ¿Quieres golpearme? O es que acaso quieres... ¿matarme? Un niñito mimado como tú no debería albergar sentimientos tan corrosivos en su cabecita. Es letal para la salud. Y nosotros, niño, te necesitamos, no solo vivo, sino que, en las mejores condiciones posibles. Por lo tanto ¿qué tal si comenzamos el viaje? Aunque, solo para asegurarme...−Un fuerte golpe se incrusto en su estómago seguidamente de otro golpe igual o aún más fuerte en su cara. –Sería una lástima que actuaras imprudentemente y consigas que te asesine.




**



Con un fuerte dolor quemándole la zona del estómago, fue cargado como un saco de papas hasta la sala, en el primer piso. No podía hablar ni mucho menos moverse. El golpe había sido lo suficientemente fuerte como para silenciarlo. Escuchaba los pasos del hombre de grande nariz que resonaban sobre la madera que cubría las escaleras. Eran constantes. Ni muy rápidos ni muy lentos. El hombre tarareaba una canción que le resultaba desconocida mientras, entre pequeños saltitos, buscaba acomodar el cuerpo del niño agredido que descansaba en su hombro. El eco de otros pasos, pesados y aún más lentos llegaban a sus oídos. El otro hombre, sin duda el más imponente de los dos, se dirigía hacia la sala, llevando consigo, aún a rastras, el cuerpo de una mujer de treinta y cinco años de edad que quedó inconsciente después de recibir varios golpes en la cabeza. Margarita era una mujer pétrea. Tenaz. Una mujer que difícilmente se quedaba callada cuando alguien le ponía la mano encima. Un buen rasgo a rescatar de ella aunque, en esos momentos, le eran bastante desfavorables.

El sonido de su cuerpo siendo arrastrado sin ninguna consideración por los suelos, despertaba en el corazón del pequeño Armando de antaño, una especie de adrenalina destructiva. Las lágrimas corrían por sus mejillas, unas tras otras. La impotencia, el dolor y el odio se albergaban en lo más profundo de su pequeña persona y todo lo que podía hacer era lamentarse en silencio mientras el shock del golpe aun gobernaba en él.

− ¡Hey, pedazo de mastodonte! ¡Apresúrate! Le prometí al jefe que hoy tendría a su minita de oro antes de las diez. Y ¿sabes? ¡Son las nueve con veintisiete! Me colgara si no llegamos a tiempo. – el hombre de nariz alargada se llevó la mano libre hacia sus cenizos cabellos, adheridos a su cráneo con cera para el pelo, y los acaricio un par de veces con suavidad. El mastodonte solo asintió sin decir palabra, alcanzándolo en su descenso. Por un momento el cuerpo inconsciente de Margarita pareció una vieja muñeca de trapo que no hacía más que limpiar los suelos gracias al ''niño'' descuidado que cargaba con ella.

El de la nariz grande termino llegando a la sala y sin soltar al niño, metió su mano en el bolsillo de su limpio y bien planchado pantalón blanco, sacando un celular de aspecto peculiar. Marco algunos números e inmediatamente atendieron su llamada. Alguien pareció hablar al otro lado del teléfono, ya que el hombre permaneció callado y atento a lo que le decían. Por fin, asintió:

−Sí, todo muy bien, pero... ¿Qué hacemos con ella? – Espero respuesta y siguió asintiendo con la cabeza, como si la persona con la que hablaba pudiese verlo – Ok – contesto en tono cantarín – nos veremos allí. 




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