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1 - Un día no tan común.



Abrió sus ojos. Disgustado por tener que abandonar el vasto mundo de ensueño que Morfeo había creado para él.

La luz artificial de otro día invadió sin ningún respeto su ordenada y gris habitación. Mientras, acostado boca arriba sobre su apenas desordenada cama, extendía su lánguida mano para apagar la alarma que estaba a un minuto de sonar. Configurada a las 5:05 a.m., falló una vez más en despertar a ese joven de diecisiete años.

Armando miró a su alrededor adormilado, sentándose al filo del colchón.

Se colocó con pereza sus pantuflas y caminó directo al armario. Ahí, entre prendas de vestir, perfectamente planchadas y clasificadas por color y textura, tomó el conjunto que había seleccionado la noche anterior antes de dormir.

Unos pantalones grises, camiseta de vestir blanca y un saco azul marino oscuro eran su selección del día.

Entró al baño. Orinó y sin perder demasiado tiempo, se despojó del pijama para adentrarse bajo la regadera. Enjabonó su cabello, su rostro, su cuerpo; y dejó que el agua caliente se deslizara sobre él mientras la voz de Pavarotti era accionada por las bocinas que estaban integradas en una esquina de cada habitación. Creando un sonido envolvente que todas las mañanas, acompañaban a Armando de 5:10 a 5:30.

Entonces, la ópera se deslizaba con agrado entre los tabiques que conformaban la estricta rutina del joven.

Desde la Donna è Mobile de Giuseppe Verdi hasta "La Flauta Mágica" de Wolfgang Amadeus Mozart, una exquisita selección musical de seis magníficas piezas, se unían en un placentero concierto que encantaba sus sentidos.

Después de haber secado hasta el último rincón de su cuerpo con una toalla limpia, lavó sus dientes y se vistió.

Peinó sus castaños cabellos hacia atrás, fijándolos con un poco de cera. Lustró sus negros zapatos de vestir y acomodó el nudo de su corbata azul.

Llevó a cabo cada pequeño movimiento con el orden que, hacía años, se había establecido para sí mismo. Sin faltar al más mínimo detalle. Sin saltarse ni un solo paso ni modificar, despojar o reordenar sus propios designios.

Tomó su mochila, en la que guardó un táper con comida, el cual preparó durante la noche. Siguiendo de igual manera, el menú que forjó con sumo cuidado para los próximos siete días. Analizando así, los niveles de proteína, vitaminas, grasas y nutrientes que aportaban los alimentos empleados.

Por último, y viéndose una vez más en el espejo, con el final de la flauta mágica, acompasando sus delicados movimientos, se dispuso a salir de esa casa pequeña y gris, hacia la puerta, mientras las bocinas y luces se apagaban, cumpliendo con su horario.

Era un día maravilloso.

El sol brillaba con vehemencia sobre su sector. Lleno de una belleza extraña, la perfección de ese clima se debía al manejo y la combinación cuidadosa de varios códigos que, desde la comodidad de una oficina ubicada en el centro de la ciudad, se generaban y programaban según la temporada.

Armando inhaló y exhaló ese aire de cotidianidad, dispuesto a emprender su camino. Ese que, de acuerdo con sus cálculos, debía ser capaz de recorrer en un tiempo determinado.

Así, surcó las mismas calles de siempre. Largas, estrechas y luminosas gracias al blanquecino color del asfalto cubierto de piedra de río cuidadosamente seleccionada.

Con sus casas perfectamente alineadas, cuyas fachadas eran pintadas con tonos claros y brillantes, el sector en el que vivía era la ''Zona F''. La más baja en la categoría social. Por no decir la más pobre e ignorada.

Sin embargo, en esa utopía monitoreada por el hombre, la clase inferior disfrutaba sin problemas de un salario digno con el cual se podía pagar un buen servicio de luz, agua, gas y renta. Comida de calidad. Vestimenta. Seguro. E incluso algunos lujos.

Las casas de la zona, por su parte, podían ser algo más pequeñas, pero eran bellas desde su fachada hasta el interior. Modernas y espaciosas a su manera. En realidad, los habitantes menos favorecidos no tenían nada de qué quejarse.

Las calles eran seguras durante el día y también por las noches.

No existía la violencia, por lo tanto, las muertes que había se daban en accidentes, tráfico, enfermedades que no se detectaban a tiempo y en el correr natural de la vida en el caso de los ancianos.

Con la armonía que existía en su mundo, por ende, en aquellas escenas del día a día, no había nada interesante que admirar.

Allá adonde voltease, tranquilidad era todo lo que podía apreciarse.

Así, en su trayecto a la preparatoria, Armando avanzó por los mismos espacios de siempre. Tragando saliva cuando durante su camino, se topó con la sonriente cara de su vecino más anciano. Un hombre alto y regordete. Muy amable y atento, quien todas las mañanas, sin falta, iba a correr en el camellón.

   — ¡Buen día, joven! —lo saludó el hombre con su acostumbrada cortesía, deteniendo su paso como solía hacer de lunes a viernes para conversar con Armando—. ¿Ya listo para ir a clases?

   —Igual que siempre, don Jorge. Con toda la actitud —respondió el joven, imitando el ímpetu del hombre.

Ese era un saludo común entre ellos; puesto que, como mínimo, tres veces por semana se topaban en el mismo lugar.

Iniciaban una pequeña conversación matinal a la que el joven Armando se había acoplado lo mejor que podía.

Fingiendo así, sus ánimos cuando se encontraba con algo de energía extra. O simplemente, se limitaba a sonreír y asentir con la cabeza; respondiendo con monosílabos que solo buscaban terminar la conversación cuanto antes.

Al final, siempre se despedía y le deseaba un buen día al agradable hombre que se alejaba con su afable mirada adornando su arrugado rostro.

Así, después de caminar durante varios minutos, llegó al pequeño parque central de la zona. Ahí, se topó con la madre soltera que vivía junto a su casa. Iba de la mano de su niña.

Una pequeña de ocho años cuyo nombre olvidaba, muy a pesar de que ella siempre tenía la delicadeza de recordar el suyo.

   — ¡Armandito! —gritó alegre la infanta desde el otro lado del parque.

Halando la mano de su madre e indicándole el camino hacia su joven vecino—. ¡Armandito! ¡Aquí! ¡Aquí!

Su diminuta mano se sacudía de un lado a otro, en un intento desesperado por llamar su atención.

Armando sonrió, muy a su pesar. Y de igual manera saludó a la pequeña.

Era una niñita hermosa. De cara redonda y ojos grandes. Que no contaba con el absurdo temor a demostrar sus sentimientos que solía brindar la racionalidad al adulto promedio.

Su madre, callada y tímida, de cabello lacio y un par de ojos marrones que heredó a su hija, no hacía más que sonreír por cortesía a su joven vecino y mirar cómo su niña charlaba sin parar con él.

«Seguramente heredó esa confianza y energía del padre» pensó Armando, notando los silencios de aquella mujer que apenas si abría la boca para respirar.

Sin darle mayor importancia, le devolvió de buena gana el saludo a la pequeña y respondió a sus preguntas sin chistar, escuchando sus trivialidades, dignas de un infante de su edad. Cosas que en verdad no le importaban a nadie más que a ella.

Si se le preguntara a Armando de qué se trataba el tema principal de aquella conversación, no sabría decir a ciencia cierta cuál era.

Lo único que alcanzó a captar fue algo de una muñeca de trapo. Al parecer era su favorita, pero por desgracia su perrito se la llevó al hocico y, con ello, a su casita de madera, ubicada en el patio trasero. Destrozándola, triunfante, con sus dientes en lo que era un ''juego amistoso''.

Fuera de eso, todo lo que ella dijo le entró por un oído y le salió por el otro.

Sumido en sus pensamientos, Armando no podía dejar de preguntarse desde cuándo había perdido el entusiasmo y el interés por cosas tan banales como lo eran los juguetes y las amistades fútiles.

Mientras divagaba, dejaba de lado todo lo que le relataba con tanto entusiasmo. Contando los minutos y calculando el mejor camino para retomar lo perdido.

Cuando levantó la vista, no pudo evitar ruborizarse al notar la mirada de la mujer clavada sobre él.

«Se dio cuenta de que ignoro a su hija. Después de todo, no es como si fuera poco evidente el desinterés que tengo por sus problemas» y con esto en mente, se centró en la pequeña.

   —¡Oh, pobrecita de tu muñeca! —agregó con un falso tono de lástima.

Y ella, se cruzó de brazos, indignada. —¡Ya lo sé! ¡Ya castigué a Manchas por hacerlo! ¡Una semana sin sus juguetes y sin su colcha favorita!

Armando asintió, como si estuviera de acuerdo con la decisión que la pequeña había tomado.

   —Esperemos que entienda que eso está muy mal...

   —Talía, cariño. Armando debe irse a la escuela —habló por fin su madre, sacudiendo con suavidad la mano de su hija entre la suya—. Ya despídete. Luego platican.

Dicho esto, Talía se despidió de su grandullón amigo, resignada. Girando la cabeza mientras se alejaba y diciendo adiós con su manita desde la lejanía, hasta que lo perdió de vista.

De repente, todo quedó en un notorio silencio y a partir de ahí, el camino fluyó con rapidez.

En el trayecto, ya no se encontró con nadie conocido. No por lo menos, alguien que pudiese detenerlo para sostener una conversación frívola y repetitiva.

Estando ya a unos cuantos pasos de la entrada al colegio, en su muñeca izquierda, una leve alarma sonó, erizándole la piel. Miró la hora, exaltado, y en un impulso de impotencia, chasqueó la lengua.

«Perdí cinco minutos» pensó hastiado. Apagó la alarma y soltó un gran suspiro, disponiéndose a entrar. «Eso no lo esperaba. Pero ¿Por qué? ¿Por qué?» Se interrogaba en una lucha interna, esquivando a los alumnos que se acumulaban en los pasillos.

   —¡Ey Armando! —lo llamaron desde lejos—. ¿Y ese milagro? ¡Es raro que alguien tan ordenado y sistemático como tú llegue minutos después de las siete!

Y con esa noticia, una risita burlona se escuchó en los pasillos mientras Armando ignoraba al portador de esa voz, continuando con su camino.

Era evidente que no estaba de humor para perder más tiempo. Sin embargo, lo que ese molesto tipo le había dicho era cierto.

¿Cómo era posible que él, teniendo todo tan bien calculado, se hubiese desviado de sus estrictas pautas autoimpuestas?

Se mordió el labio inferior con fuerza, intentando averiguar qué fue lo que había salido mal.

Toda su rutina era premeditada.

Incluso la charla que tuvo con la pequeña Talía. Quizás el tema en que rondaría la conversación se escapaba de su control, pero el tiempo y el lugar sí.

Con eso en su mente, el temblor que tanto odiaba volvió a sus manos; las cuales comenzaban a bailar en un imparable movimiento alarmante para cualquiera que las viese danzar de ese modo.

Sorprendido, las guardó en sus bolsillos y aceleró el paso, cabizbajo, sintiendo cómo una fina capa de sudor perlaba su frente. «Esto no es normal. Conté cada segundo. Avancé tan rápido como pude para no perder más tiempo. ¿Y aun así pasó esto? No es normal. Un retraso así, sin haberlo contemplado, ¡no lo es!»

El murmullo que reinaba en el aula se escuchaba lejano, perdiéndose entre el mar de pensamientos que lo aquejaban.

Su respiración se volvía cada vez más rápida y los latidos de su corazón, bombeaban con fuerza ante lo que era un ataque de pánico en ascenso.

Mientras su mente se deslizaba por una espiral de locura, sintió una mano firme en su hombro, la cual lo motivó a alzar la vista. Ante él, un compañero de clase lo miraba con atención.

   —Armando, ¿estás bien? —preguntó el jovencito, con una mezcla de sorpresa y preocupación en su voz—. Pareces un poco... fuera de lugar hoy.

Armando forzó una sonrisa, intentando disimular su nerviosismo.

   —Sí, solo tuve una mañana algo ajetreada. Pero no es nada.

Su compañero asintió, sin convencerse del todo.

Así, mientras esperaban a que el profesor apareciera, Armando no podía dejar de pensar en cómo su rigidez y necesidad de control estaban comenzando a afectarlo más de lo que había imaginado.

«Las cosas no siempre saldrán como quieres» pensaba «Y esta es una de esas veces, Armando. Debes vivir con ello. Aunque nada tenga sentido».

La mañana transcurrió sin mayores incidentes y así, Armando enfocó toda su concentración en las clases; encontrando en ellas la forma de ajustar su rutina y así evitar futuros contratiempos.

Sin embargo, su mente divagaba a ratos, buscando el motivo. El momento exacto que lo hizo perder las riendas de su establecida rutina.

«No es un día normal».


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