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A través del cristal

Severus Snape restaba adecuado en su sillón de cuero, envuelto en su extensa capa azabache y su adusto humor habitual, y leía palabra por palabra el artículo de El Profeta que sujetaba entre sus manos, sintiendo cómo las oraciones resbalaban por su cerebro sin dejar el más mínimo rastro de significado.

Derrotado ante su vigésimo intento por prestarle la más mínima atención, chasqueó la lengua con cierto hastío y arrojó el periódico a la basura. Estaba cansado, agotado de soportarse a sí mismo durante sus innumerables desvelos que lo acompañaban noche sí, noche también. Lo poco que lograba distraerle eran la lectura y los licores, y en aquella ocasión ya había desechado la mitad de sus posibilidades.

Contemplando como válida la mitad restante, se levantó de su asiento con pocas ganas, estirando sus músculos entumados a cada paso, y se desplazó hacia el armario que le servía de bodega. Llenó su copa favorita de whisky de fuego y con ella se situó frente al extenso ventanal que reinaba en una de las cuatro paredes que encerraban su despacho: dándole un generoso trago al licor, miró a través del cristal y se perdió en las profundidades del oscuro sin poder distinguir nada en absoluto. El Lago Negro no era nombrado así por cualquier tontería.

Transcurridos un par de tragos más, se sintió ridículo al verse a sí mismo contemplando el vacío, y pensó en ahogar el bochorno que sentía arropándose en su sillón y de un solo trago. Sin embargo, antes de que su cuerpo obedeciera su cabeza, algo pareció moverse al otro lado del cristal y causó un fugaz resplandor en sus ojos carbón, deteniéndolo en el acto.

Con la curiosidad a flor de piel, Snape se arrimó tanto como pudo al cristal y dejó el vaho de su respiración impregnado en él, preguntándose si habría sido fruto de su imaginación. Estaba tan concentrado en su búsqueda que el corazón le dio un vuelco en cuanto una súbita mano se estampó contra el cristal, a escasos centímetros de su rostro.

Recobró como pudo el equilibro tras encontrarse al borde de descalabrarse contra su propio escritorio; dejó olvidada la copa en su superficie y se acercó cautelosamente al ventanal. Admiró con detenimiento los finos dedos que seguían presionados contra el cristal y descubrió la figura que los precedía, perdiéndose en su silueta contorneada: la parte inferior de la criatura se asemejaba a una larga cola de pez con un sinfín de escamas verdes y plateadas, y a medida que ascendía, el torso se convertía en el de una mujer de piel bronceada. La presencia de una sirena en aguas frías era insólita, pero el hecho no logró superar la estupefacción que se cernió sobre el profesor de Pociones al descubrir que sus facciones eran idénticas a las de una de sus alumnas, la mismísima Hermione Granger.

La criatura se estremeció bajo su mirada y aleteó con fuerza la cola, perdiéndose en la inmensidad del vacío y dejando tras de sí el rastro de un sinfín de preguntas sin respuesta que mantuvieron en vela al murciélago de las mazmorras.

La mañana siguiente resultó complicada para la más astuta de los Gryffindors. No sólo estaba preocupada por lo físicamente agotada que se sentía; también llevaba una buena temporada soñando incansablemente con las mismas imágenes de un fondo marino y sus ruinas subterráneas, sin acabar de comprender muy bien el porqué se encontraba entre ellas. Sin embargo, aquella noche había sido diferente y el hecho era más que intrigante para ella. ¿Por qué había aparecido el profesor Snape en sus sueños?

Con la misma pregunta girando entorno a ella, Hermione afrontó su día aparentando la mayor serenidad posible, pero su antifaz fue haciéndose añicos a medida que transcurrían las horas; no le resultaba fácil ocultar su natural, y mucho menos cuando el profesor Snape parecía estar más pendiente de ella que de costumbre. La muchacha se repitió hasta la saciedad que era imposible que el hombre fuera consciente de su sueño e intentó enmascarar la conducta de él con sus propias dudas, creyendo que no eran más que imaginaciones suyas tras lo acontecido.

A pesar de su entereza, su comportamiento inquieto llamó más si cabe la atención del profesor de Pociones. No estaba seguro de si la muchacha estaba relacionada con lo que había visto la noche anterior, ni tampoco si, por el contrario, se encontraba haciendo grandes esfuerzos por ocultarlo: lo único que tenía claro era que pensaba dar respuesta a todas sus preguntas internas, y sabía muy bien cómo.

Esa misma noche, con la cena finalizada y los estudiantes recluidos en sus salas comunes, Snape se aventuró como usualmente lo hacía por el castillo dormido. No obstante, no pensaba detenerse a cazar alumnos que se encontrasen merodeando ni a restar punto alguno; se mantuvo firme a su objetivo a medida que ascendía la Gran Escalinata, y en cuanto llegó al séptimo piso se escabulló entre los pasillos y tomó escondite junto al retrato de la Dama Gorda, apoyando la espalda sobre la fría pared de piedra y cruzándose de brazos. 

Se mantuvo inmóvil en aquella misma posición hasta que, un largo rato después, sucedió lo que esperaba: el cuadro acabó abriéndose y los cabellos inconfundiblemente rizados y alborotados de Hermione se hicieron presentes en el espacio.

Pareciendo completamente absorta y sin percatarse de la presencia del profesor a sus espaldas, la muchacha se dirigió a paso apresurado hacia la interminable escalera y descendió sus peldaños. A una distancia moderada la siguió un cauteloso Snape que se desplazaba tan silenciosamente que parecía que flotaba sobre el suelo, y que acortó unos pocos metros en cuanto se hallaron en el exterior del castillo, completamente cautivado por la insólita situación.

No fue hasta que alcanzaron la orilla que Hermione se detuvo. Snape, oculto tras una roca, la vio de perfil contemplando el horizonte, y fue testigo de cómo, tras un breve lapso de tiempo en el que la muchacha ni tan siquiera parpadeó, empezó a deshacerse de la ropa que vestía y la fue arrojando sobre la tierra mojada. Completamente atónito, la observó entrando en el agua fría sin vacilar y presenció cómo las escamas empezaban a emerger de su piel justo antes de que se sumergiera por completo.

El profesor dejó transcurrir unos pocos minutos antes de salir de su escondite en los que Hermione no volvió a emerger a la superficie. Sintiéndose profundamente intrigado por lo que acababa de ocurrir frente a sus propias narices, recogió la ropa que había quedado tirada y la envolvió entre sus brazos, apresándola contra su pecho como si no quisiera dejarla marchar. En aquella desconsolada posición decidió que esperaría, a pesar de que ello conllevara una segunda noche de insomnio: sabía que no podía dejarla allí a merced de más peligro al que ya se encontraría sometida en las profundidades del lago.

La noche cruzó fugaz frente a sus ojos oscuros mientras miles de pensamientos se arremolinaban dentro de su cabeza, y todos ellos se dispersaron a la llegada del alba, en cuanto el oleaje arrastró con su fuerza hasta la orilla la misma figura contorneada a la que había recibido horas atrás. Adentrándose en el agua sin importarle mojarse la ropa en lo más mínimo, Snape la acogió entre sus brazos y comprobó sus signos vitales, evidenciando que se encontraba estable: probablemente el agotamiento había logrado dejarla sin razón. Decidido, se desprendió de su capa azabache y la envolvió con ella, sacándola del agua y con la firme intención de llevarla al castillo para velar por su recuperación.

Ambos se aparecieron en su despacho, y él la dispuso aún dormida en su catre. Una especie de ternura que no había experimentado en muchos años se apoderó de su razón al contemplarla en aquella serenidad que la tornaba un ser vulnerable, y se preguntó en cuántas ocasiones habría sufrido su transformación sin que nadie velase por ella. Se sentía tan responsable de su bienestar que decidió dejar todas sus preguntas a un lado y se concentró en actuar, tomando los ingredientes atesorados en sus múltiples tarros y estantes y reuniéndolos en una mezcla que hirvió dentro del caldero a fuego suave durante un buen rato, transformándose en un color dorado cautivador. Tuvo el tiempo justo para servirlo en uno de sus frascos de cristal antes de escuchar el sonido que provenía de sus aposentos, y con la poción en mano se presentó en su cuarto, descubriéndose frente a una Hermione que miraba desconcertada en todas direcciones.

—¡Profesor Snape! —exclamó ella, arropándose con la capa y mirándole con el ceño fruncido—. Pero... ¿sigo dormida?

—Me temo que no, Granger —alegó el hombre, inclinándose levemente hacia ella y ofreciéndole el frasco—. Tómese esta poción vigorizante. La ayudará.

Con un retraimiento más que evidente, la muchacha tomó el recipiente entre sus manos y, notándolo aún caliente, se bebió su contenido a pequeños tragos, intentando convencerse de que las palabras de su profesor eran ciertas.

—Esto no puede ser posible... —suspiró, relamiéndose los labios y sintiéndose algo más lúcida—. Quiero decir... esto es justo el desenlace que esperaría después del sueño que he tenido esta noche. Pero, ¿cómo iba eso a tener algún sentido?

—Lo tiene, porque lo que ha vivido no ha sido ningún sueño.

—¿Cómo dice?

—¿Todavía no lo entiende? —clamó Snape—. ¡Es usted una sirena!

No era frecuente que Hermione Granger se quedara sin respuestas, y semejante acontecimiento causó en Snape unas irremediables ganas de reírse a carcajada limpia al ver la cara desencajada de su alumna frente a la más que obvia realidad.

—Si le sirve de consuelo, estoy tan perdido como usted. Jamás había visto algo parecido, ni sé cómo demonios ha llegado a suceder —le declaró, recuperando su seriedad—. Pero una cosa resulta evidente: es real, y como todo hecho debe tener una explicación lógica detrás.

Hermione se tomó unos instantes de más antes de articular palabra, en los que intentó poner en orden sus descabelladas ideas. Se sentía abrumada y asfixiada por todas ellas, y como un gesto instintivo con el que socorrerse, hizo tropezar su mirada castaña con la de Snape.

—Profesor... yo... dudo que nadie más que usted crea lo que me sucede —sentenció finalmente, ordenando como pudo sus palabras—. Aunque sé que no tengo ningún derecho a pedírselo, me veo en obligación de hacerlo. Necesito su ayuda.

El hombre volvió a sentir el resquemor de la ternura sobre su piel cetrina, que parecía acentuarse a través de la mirada que ella le dedicaba, tan desolada que pensó que negarse resultaría equiparable a una maldición imperdonable.

—Reúnase conmigo esta noche, después de la cena —asintió él, manteniendo su posado impasible—. Y nada de dar explicaciones. Confío en que tiene la inteligencia suficiente como para librarse airosamente de las preguntas tediosas de sus insufribles amistades.

Con dicha esperanza y la promesa de su ayuda, Hermione afrontó su día como normalmente lo hacía, intentando no obsesionarse demasiado con aquel nuevo descubrimiento: por alguna razón que le resultaba aún desconocida, se sentía segura sabiendo que contaba con el apoyo del profesor Snape, y no fue consciente de hasta qué punto había dedicado pensamientos de agradecimiento hacia él hasta que se vio ansiosa por terminar la cena, viéndole en la Mesa Alta desde la lejanía mediante miradas furtivas que le resultaban imposibles de evitar.

Su llegada al despacho aquella noche inició un hábito que duró incontables semanas de minucioso estudio. Ambos acordaron que la muchacha acudiría al lugar cada noche, donde dormiría y sufriría su transformación bajo el cuidado de Snape, quien se comprometió a transportarla hasta el Lago Negro, tanto de ida como de vuelta, así como a estudiar cada detalle que se presentara en su cambio. 

Pronto descubrió que existía una dualidad en la personalidad de Hermione, y que ambas identidades acentuaban rasgos y facetas alternadas entre sí, siendo su cambio a sirena más instintiva e indómita y su cambio a humana más racional y apacible.

—Es lógico que ocurra algo así —le explicó a su alumna a los pocos días—. Está estrechamente ligado a su forma de dormir.

—¿De dormir? —preguntó una escéptica Hermione—. ¡Pero si no duermo!

—En eso se equivoca, sabelotodo —aseguró Snape con el asomo de una media sonrisa en sus labios—. ¿Nunca ha oído hablar acerca de cómo duermen los delfines?

La muchacha lo fulminó con la mirada, evidenciando una respuesta que le divirtió sobremanera y que resguardó para sus adentros.

—Para los humanos, el sueño implica la desactivación total de los músculos voluntarios, aquellos controlados conscientemente, al igual que la suspensión de los sentidos. Sin embargo, los delfines y otros cetáceos como las ballenas o las orcas experimentan un sueño de ondas lentas unihemisférico —expuso él con la total atención de la muchacha recayendo sobre sí—. Cuando descansan, únicamente un hemisferio de su cerebro pierde conciencia mientras que la otra mitad permanece atenta. Es su forma de poder prestar atención a los posibles peligros que les rodean.

—Entonces, lo que usted sugiere es que... ¿cada hemisferio de mi cerebro rige una identidad distinta?

—No exactamente, al menos a mi entender. Su parte humana está más desarrollada, por lo que usa ambos hemisferios cuando está despierta. Al dormirse, sin embargo, lo que rige su personalidad son las partes de su cerebro que se encargan de sus funciones vitales, por lo que se vuelve más primaria.

—¿Es por ello que sólo logro recordarlo como un sueño?

—Es lo más probable.

A pesar de sus incansables esfuerzos por hallar una solución conjunta, no parecía haber un avance más allá del propio reconocimiento. Snape hubo probado cien mezclas distintas para cien usos diferentes en ella pero ninguna lograba evitar la transformación ni volverla más liviana. Los dos se veían cada vez más atrapados en un callejón sin salida, pero a pesar de ello no desistían: si bien todavía no habían hallado una solución definitiva, existían muchos otros detalles a los que cada uno había tomado costumbre en aquel vínculo que les unía a pesar de lo mucho que les separaba.

Hermione descubrió un gusto inusual acurrucada bajo las cobijas, quedándose dormida envuelta en el perfume de su profesor. Sus sueños, los que cada vez era capaz de recordar con mayor lucidez, la deleitaban con imágenes de él que jamás hubiera imaginado presenciar: a través del cristal había conocido a un Severus Snape ensimismado en sus investigaciones que no daba su brazo a torcer, y si lo hacía, era en favor del agotamiento. Lo había visto quedarse dormido en su sillón con el libro que leía sujeto entre su mano y su pecho, y su imagen calmaba cualquier miedo que pudiera sentir allí, sola, en las profundidades del agua.

Por su lado, Snape intentaba no dejarse contaminar por sus emociones. Sabía que debía centrar sus esfuerzos en hallar una cura para la muchacha, algo que había convertido en un desafío personal, pero en ocasiones era algo que se le escapaba de las manos: cada vez se sentía más estúpidamente ansioso por su llegada tras el banquete, así como lo hacía con su salida de las aguas, y no importaban las horas que pudieran transcurrir entre un hecho y otro. Las noches en las que ella acudía a su ventana en su forma de sirena y se acomodaba en su repisa empezaron a hacerle creer que existía algún motivo por el que el instinto de Hermione le buscaba solamente a él y que iba mucho más allá de la pura coincidencia. Un motivo que empezaba a atraparlo con la misma fuerza que lo hacía con ella.

Al cumplirse el tercer mes de estudio sin obtener resultados convincentes, Hermione le planteó a Snape la posibilidad de pedir ayuda a un tercero que pudiera aconsejarles. A regañadientes, y a pesar de haber intentando resistirse a su petición manteniéndose inexpugnable, el docente acabó accediendo a mandarle una lechuza a su antiguo profesor de Pociones, de quien más había aprendido y por el que sentía cierta simpatía, aunque fuera algo que jamás le había dicho y que jamás pensaba decirle.

La respuesta se hizo esperar unos pocos días, apareciendo justo cuando Snape se encontraba en su despacho al mediodía corrigiendo unos, a su parecer, desastrosos ensayos.

«Mi estimado muchacho,

Me ha sorprendido gratamente recibir tu carta, y más aún su contenido. ¿Severus Snape interesado en saber acerca de las sirenas? ¡Por las barbas de Merlín! ¡Jamás lo hubiera dicho!»

Completamente fastidiado, Snape entornó los ojos y pasó con rapidez al párrafo siguiente.

«Dejando a un lado la guasa, debo decirte que lo que me comentas es algo extravagante, pero curiosamente no eres el primero en plantear semejante posibilidad. Hector Dagworth-Granger, quien como bien sabes fundó la más extraordinaria sociedad de fabricantes de pociones, tuvo contacto e investigó las sirenas durante gran parte de su vida sin resultados demasiado esclarecedores, más allá de toda la información que ya poseemos.

Siento no poder ser de más ayuda. Estaría encantado si, llegado el momento, me hicieras partícipe de tus investigaciones y resultados.

Sinceramente,

H. E. F. Slughorn»

Aquella única pista fue todo lo que Snape necesitó para seguir adelante con su investigación, y sin saber muy bien cómo, resultó que Slughorn había dado en el clavo: no sólo descubrió el parentesco existente entre Dagworth-Granger y su alumna, pues también halló en él todas las respuestas que incansablemente había estado buscando. Sin embargo, la abrumante realidad traía consigo un hecho desolador, por lo que tuvieron que transcurrir un par de semanas más antes de que se decidiera finalmente por tomar valor y contárselo a la muchacha que tantas esperanzas había depositado en él.

—¿Fue mi tatarabuelo? —sonrió Hermione, viendo el retrato del apuesto Dagworth-Granger plasmado sobre las páginas de su libro—. ¡Eso es fantástico! Nunca pensé que mi familia tuviera raíces mágicas.

—Así es —asintió Snape—. Sin embargo, es precisamente debido a este antepasado que usted sufre su inusual transformación.

La respiración de la chica pareció entrecortarse tras aquella revelación. Si bien habían estado trabajando incansablemente por encontrar una explicación lógica, no sabía si estaba preparada para hacer frente a la realidad.

—¿Dagworth-Granger era un tritón?

—No exactamente. Déjeme ponerla en situación —carraspeó Snape—. Dagworth-Granger vivió gran parte de su vida en la soledad del Lago Maree, un lugar que había llamado su atención debido a la abundancia de ingredientes naturales que podía recolectar y estudiar para sus pócimas y que le convirtieron en el pocionista de renombre que es hoy día. Sin embargo, lo que él desconocía era que no se encontraba solo en aquel paraje, pues en las profundidades del lago habitaba una gran comunidad de sirenas de agua cálida. A pesar de que estos seres no tienen especial interés en interactuar con el ser humano, resultó que una de las sirenas acabó cayendo en obsesión por el joven pocionista.

—Siempre pensé que eran las sirenas quienes enamoraban a sus presas, y no al contrario.

—Y no se equivoca, Granger. Pero su antepasado estaba demasiado encandilado por los encantos de una muchacha humana oriunda del pueblo más cercano, Poolewe, como para llegar tan siquiera a conocer la existencia de la bella sirena —prosiguió él—. La bruja por la que había quedado prendado se llamaba Gala, y acabó convirtiéndose en su esposa y ayudante. Ambos vivían felices a orillas del lago, hecho que llevó a la sirena a ser presa de su propia ira, y un buen día en el que Gala recolectaba ingredientes a pie de las aguas, la criatura la atacó, completamente decidida a ahogarla en las profundidades para que no quedara rastro alguno de ella. Sin embargo, Dagworth-Granger llegó a tiempo para detener el fatal desenlace, aunque no en su totalidad: si bien mató a la sirena y sanó a conciencia las heridas de su esposa, no logró salvarla de la maldición que sufriría desde entonces. La misma que recae ahora sobre usted.

—¿No fue capaz de curarla de ningún modo?

El profesor negó con la cabeza.

—Dedicó más de la mitad de su vida a encontrar una poción que sirviera, pero nada funcionó. Gala experimentaba cada noche la llamada del agua, se convertía en sirena a la luz de las estrellas y retornaba a su forma natural al alba. Y así fue hasta el día de su muerte.

—¿Y cómo es posible que yo sea la única descendiente conocida que sufra su maldición?

—Es usted nacida de muggles. Probablemente sus ancestros mágicos más cercanos fueran squibs y perdieran todo el conocimiento de la magia en su familia. Al ser usted la primera bruja en generaciones, también lo es en manifestar esta maldición.

—Entonces, si algún día tengo hijos... ¿ellos también la sufrirán?

—Me temo que sí, Granger —suspiró el docente—. La hibris, el pecado, y la némesis, el castigo, están siempre unidas como eslabones de una cadena.

A Snape pocas cosas podían llegar a causarle asombro o temor, pero toda la compostura que había logrado mantener hasta entonces empezó a venirse abajo al ver que los ojos marrones de Hermione se acristalaron, y sintió una espinilla invisible clavándose justo en la boca de su estómago en cuanto las lágrimas empezaron a brotar irremediablemente de ellos. Aquella muchacha se había tornado verdaderamente importante para él, al punto de volverse necesaria.

Dejándose llevar por su instinto, la tomó con suavidad de la barbilla y logró que alzara la cabeza, encontrándose con la tormenta que inundaba su mirada. Sujetó entonces su rostro con ambas manos y con los pulgares limpió sus mejillas rosadas.

—No tema. No estará sola —le aseguró en un susurro ronco—. Al igual que Dagworth-Granger acompañó a Gala en su eterna condena, yo la acompañaré a usted.

Sus palabras provocaron en ella una sonrisa emotiva que provenía desde lo más profundo de su alma, y cerrando los ojos, la muchacha colocó sus manos sobre las de él, transmitiéndole su gratitud.

—Es usted mi gran fortuna, profesor Snape.

Invadido por una calidez exquisita que colmó su cuerpo de pies a cabeza y que como nunca antes había sentido, el hombre dejó que una sonrisa sincera surcara sus mejillas pálidas, y aún enmarcando el rostro de Hermione con sus manos, se inclinó levemente, apoyando su frente en la de ella. Los dos sintieron cómo sus latidos se fundían, bombeando como un mismo y único corazón.

«Un experto fabricante de pociones puede generar un poderoso enamoramiento, pero nadie ha conseguido todavía crear el único sentimiento verdaderamente indestructible, eterno e incondicional que merece ser llamado amor.»

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