Capítulo uno (editado)
Hunter
Y otra vez ese mismo recuerdo que se presenta como pesadilla. Otra noche en la cual me despierto transpirado, otra noche más donde deseo que todo haya sido un mal sueño, pero no, la oscuridad está aquí.
Llevo mi mano derecha hacia mi frente, siento las gotas de sudor para luego escuchar cómo la puerta de mi habitación se abre. El sonido de la luz al encenderse me enferma, ¿de qué me sirve tener luz si no la puedo ver?
—¡Hijo! Te escuché gritar, ¿estás bien?
Es mi madre la que se sienta a mi lado, el colchón se hunde y suspiro. Otra noche que la despierto en horas de la madrugada.
—La pesadilla de siempre —me encojo de hombros. Mi pesadilla de siempre; el hoy.
Ella suspira con tristeza y busco su mano, cuando la encuentro la acaricio con mi dedo pulgar y mi madre posa su otra mano encima de la mía.
—¿Quieres que te traiga un té?
El famoso té que alivia todo.
—No, no te preocupes. Solo quiero que te vayas a dormir, estoy bien.
—Puedo quedarme aquí hasta que te duermas.
—Te lo agradezco, pero no. Estoy bien, solo fue un momento. Tienes que dormir, no quiero que tus alumnos te encuentren con ojeras.
Mi madre es maestra de nivel inicial en una escuela de aquí, en Texas. Le gusta dar clases allí, pero más le gusta cuando hace viajes a pequeños pueblos de bajos recursos. No siempre le surgen estos viajes, pero sí que es feliz cuando le toca hacerlo.
—De acuerdo —vuelve a suspirar—. ¿Seguro no quieres nada?
—Seguro.
—Está bien, estaré pendiente por si acaso.
—No te preocupes, voy a estar bien.
Acaricia mi mano, y se queda un momento en silencio. Subo mi mano libre para buscar su rostro, y cuando lo encuentro acaricio su mejilla. Ella apoya su cabeza sobre mi mano, y luego deja un beso sobre la palma, ese beso de madre que te tranquiliza, incluso cuando tu vida es un infierno.
—Vete a descansar —le digo.
Se levanta de la cama y deja otro beso tranquilizador en mí, solo que esta vez lo deposita en mi frente.
—Buenas noches, te quiero.
—Pero yo te quiero aún más.
Me abraza, me da su cariño de siempre, me rodea con sus brazos protectores y sale de la habitación. Y ese maldito sonido de la luz vuelve a molestarme. Lo odio.
Apoyo mis pies sobre la alfombra de la habitación y me incorporo. Apunto hacia mi derecha, porque en esa dirección se encuentra la ventana. Camino con pasos torpes hacia la misma, más allá de llevar un año con esta nueva vida, hay cosas que aún me cuestan un poco.
Llego al escritorio, y sé que estoy cerca. Acaricio la pared hasta sentir el frío del vidrio, me acerco más a la ventana y la abro. De forma inmediata una brisa de madrugada choca contra mi torso desnudo, los pelos de mis brazos se erizan y me siento vivo.
Sé que los humanos contamos con otros sentidos, y no solo con la visión.
En el grupo de apoyo, al cual tuve que asistir por haber caído en una terrible depresión —que por supuesto accedí ir por mi familia—, nos habían enseñado a valorar los otros sentidos.
Los valoro, pero ¡vamos!... Pónganse ustedes en mi lugar y sientan lo que yo siento, lo que todos en ese maldito grupo sentimos al vivir día a día con ojos oscuros.
Utilizo tres de los cinco sentidos para sentirme con vida en este momento. Uso el tacto para tocar las hojas del sauce que se encuentra a pocos metros de la ventana. Uso el olfato para oler el aroma de las flores que mi madre tanto ama cuidar y, por último, con la audición, escucho a los grillos cantar su melodía nocturna.
Me quedo por unos largos segundos que se transforman en minutos, aquí parado, frente a la ventana de mi habitación, con estos tres sentidos que me hacen sentir al menos un poco con vida. Pero ese pequeño porcentaje que aumentó, no me devuelve a aquel chico que alguna vez fui.
Suspiro pesadamente, el mismo resoplido hace notar las pocas esperanzas que ya siento con la vida. Cierro la ventana y la sensación de vida se cierra también.
Nuevamente, me dirijo hacia mi cama, esta vez los pasos son menos torpes. Me siento en la misma, y froto mis rodillas, así es como me consuelo.
Esta es tu nueva vida, Hunter. Duele como la mierda, cuesta y ¡cuesta mucho! Pero este es tu ahora.
Me cuesta mucho acostumbrarme al ahora. Perdí una parte importante para todo ser humano, y de alguna manera... mi corazón también se perdió en la oscuridad.
Me acuesto y cierro los ojos, siempre deseando que al despertar nada de esto sea real.
Por favor..., esta vez no. No quiero que otra vez la pesadilla de mi vida irrumpa mis sueños.
Siento unas leves sacudidas que me obligan a salir del sueño, me despierto por completo y escucho la voz de Riley, mi pequeño hermano.
—¡Es sábado! —me dice mientras sus sacudidas continúan—. Anda, despierta, despierta.
—Estoy despierto, Ri —digo y me siento en la cama.
Todos los sábados son de Riley, lo son desde el accidente. Desde esa noticia, mi hermano me lleva a un parque que está a unas cuantas manzanas de nuestro hogar y me lee.
Está aprendiendo a hacerlo, y me genera mucha ternura el cómo lo hace. Aunque estoy muy orgulloso de él por poner en práctica su lectura de forma constante.
—Creí que te habías olvidado.
—Eso jamás.
Extiendo mi mano derecha para que choquemos los cinco, y Riley lleva su mano como impacto para hacerlo.
—Si mamá pregunta, te despertaste solo.
Me río.
—¿Qué?
—Es que me dijo que no te despertara, que esperara a que tú lo hicieras, pero yo tengo muchas ganas de ir a leer.
Ya lo dije, estoy muy orgulloso de él.
—De acuerdo, no le diré nada.
Escucho el sonido que hace al aplaudir de alegría y sonrío.
—¿Quieres que te ayude con la ropa?
No me cuesta el hecho de elegir la ropa para vestirme, me habían enseñado sobre eso. Pero a Riley le encanta ayudarme, más allá de que pueda hacer ciertas cosas solo, él está ahí para darme su pequeña mano.
—Por supuesto, tú conoces mis gustos.
Vuelve a festejar y noto cómo se levanta de un salto de la cama, para luego dirigirse a mi armario. Sonrío ante sus comentarios inocentes, y me río de unos cuantos.
Finalmente, Riley me alcanza la elección que hizo, y me deja para cambiarme, ya que así se lo pedí. Me cambio con poca dificultad y una vez listo, cojo mi bastón para guiar la salida de mi nueva habitación.
Mi madre, siguiendo los consejos médicos y de los familiares de los integrantes del grupo de apoyo, hizo de la habitación de huéspedes mi habitación. Claro, se encuentra en la planta baja y eso es mejor para mí, es un cuidado que me ayuda.
El accidente cambió todos mis planes, entre ellos el mudarme solo. A mis veintidós años planeé independizarme, pero qué jodida es la vida, qué jodido es el destino. Justo cuando había encontrado el apartamento perfecto para mí... me quedo ciego.
Así que ahora, a mis ya veintitrés años, sigo viviendo con mis padres. Y eso no me molesta en absoluto, jamás tuve una mala relación con ellos, por supuesto que tuvimos días, pero no más que eso.
No me molesta vivir con ellos, me molesta ser un problema. Me molesta saber que la vida de todos cambió desde el accidente.
Mi padre, por ejemplo, tuvo que cambiar de empleo para cubrir los gastos médicos, y eso significaba pasar largas horas fuera de casa, pero, sobre todo, significaba perderse la niñez de Riley y eso es muy importante en la vida de todo ser humano.
Mi madre quería dejar su trabajo en la escuela para así estar en casa conmigo, obviamente me enojé por esa decisión y logré que entendiera que yo lo que necesito más que nada, es que ellos sigan con su vida normal, como antes, como lo fue siempre.
Por eso, desde que me senté a hablar con ellos, entendieron lo que quería y entonces mi padre pudo volver a su antiguo empleo en una fábrica, y no se pierde del crecimiento de Riley, y mi madre continúa dando clases.
A cambio, ellos me pidieron acceder a contratar a una señora que esté en casa, y no solo para ayudarme a mí, sino también para mantener el orden general y no pude negarme. Aunque, a decir verdad, adoro a Sarah.
Más allá de que volvieron a ser los de siempre, sé que no lo son por completo. Ya no los noto felices y ¡diablos, eran demasiado felices y positivos! Así era yo, y el accidente se robó cada parte de alegría en mí, cada parte de vida de mis padres y eso me enferma. Me enferma ser el causante de ello.
—Buenos días —digo al entrar a la cocina, escucho cómo mi padre dobla su periódico y cómo mi madre está preparando el desayuno.
Pagaría por verlos en estos momentos. Por ver el ceño fruncido de papá al ver cómo está el país, o cómo se ríe cuando llega a la sección de chistes. Me gustaría ver el cabello alocado de mamá, acompañado de esa sonrisa que te brinda paz. Quisiera ver a Riley devorar su cereal como si estuviera realmente apurado.
Tengo mucho miedo de olvidarme de ellos. Más allá de recordarme a diario cómo son físicamente, tengo demasiado terror de un día despertar y no saber que el cabello de mamá es color azabache, y que sus ojos marrones te llevan a la bondad humana. No saber que todos dicen que Riley y yo nos parecemos a papá; cabello con ondas de color castaño y ojos verdes. Lo único físico que sacamos de mamá, es el hoyuelo que se forma en nuestra mejilla izquierda al sonreír.
Espero que el terror de olvidarme de ellos no se vuelva real, como el hecho de haberme olvidado ya del atardecer, y de cómo luce el patio trasero de la casa.
—Hola, hijo —saluda papá y percibo su saludo con una sonrisa en su rostro.
—¿Quieres té, o café? —pregunta mamá mientras me siento en mi lugar de siempre.
—Él quiere jugo de naranja y galletas de avena —contesta Riley y sonrío. Mi hermano me conoce.
—Ya has escuchado, mamá.
—Sí, lo siento. Siempre lo olvido.
El aroma a jugo de naranja exprimido llega a mi nariz y se me hace agua en la boca, ¡ni hablar del aroma de las galletas! Me llevo una a la boca para saciar mis ganas inmediatas de saborearlas, y cuando mi madre me alcanza el jugo, bebo de él y caigo en un éxtasis. Soy un loco fanático del jugo de naranja y de las galletas de avena.
La conversación de cada mañana de sábado inicia. Mis padres me cuentan qué tal estuvo la semana, escucho las anécdotas que mamá trae de los niños de su escuela y las locuras de los compañeros de mi padre.
También escuché las cosas que Riley está aprendiendo en clases, y me gusta escucharlo animado, como si realmente le gustara todo lo que aprende. Creo que es el primer niño en el mundo que no odia ir a clases.
—¿Podemos irnos ya? —pregunta Riley, impaciente. Con muchas ganas de leerme un nuevo cuento.
—Por supuesto, campeón, ¿tienes tu libro listo?
—Sí, iré por mi mochila.
Lo escucho correr fuera de la cocina, para subir a su habitación tarareando una canción de su programa favorito de las tardes.
—¿Qué quieren que haga para almorzar? —pregunta mamá—. Estoy un poco celosa de Sarah, siempre halagan sus comidas.
—Porque Sarah cocina bien —bromea papá con ella, y me río. Mi madre no es muy buena en la cocina, pero eso no significa que sus comidas no sean deliciosas. Supongo que el ingrediente secreto es el amor que nos tiene—. Sabes que bromeo, cariño.
—Lo sé, pero sigo estando celosa —sonrío cuando los escucho darse un beso.
—¡Listo! —Riley vuelve a la cocina completamente agitado.
—Riley, te dije muchas veces que no quiero que subas o bajes corriendo de la escalera —mi pequeño hermano suspira, puedo estar seguro de que asiente ante las palabras de mamá—. ¿Qué quieres almorzar hoy, Ri?
—Mmm... No lo sé, ¿pollo?
—¿Con papas? —agrega papá.
—Y salsa blanca —me sumo yo, y tanto Riley como papá están de acuerdo.
—Mis chicos... —dice mamá. Quisiera verla sonreír ante su suspiro.
—¿Vamos, Hunter? —pregunta Riley. Creo que si lo sigo haciendo esperar me matará.
—Vamos, hermano —Riley sale corriendo hacia la puerta principal—. Nos vemos luego.
No puedo acostumbrarme a no decirlo, más allá de ya no poder hacerlo. Esas palabras duelen, pero no las puedo quitar de mi vocabulario. La vida se divierte conmigo.
Con Riley salimos al calor de Texas y caminamos en dirección al parque. Mi hermano me coge de la mano, y hace de mi camino más cuidadoso.
Mientras nos dirigimos a nuestro lugar de cada sábado, cantamos canciones infantiles y él se ríe de las voces chistosas que hago.
Llegamos al parque, totalmente acalorados, así que bebemos un poco de agua fría que mamá siempre nos aconseja traer y Riley nos ubica debajo de la sombra de un árbol.
Me apoyo contra el mismo y escucho los ruidos que hay a mi alrededor. Los autos que pasan, unos cuantos perros ladrando, niños jugando, madres regañando a unos cuantos por sus travesuras. Siento el leve viento que corre debajo de la sombra, escucho el sonido de las hojas del árbol danzar a su ritmo lento, pero reconfortante y con mis manos, toco la suavidad del césped. El porcentaje de vida nuevamente se eleva.
—¿Qué me vas a leer hoy?
—El principito.
—Me gusta.
—¿Ya lo has leído? —suspira triste—. No traje otro.
—Hey, tranquilo. Ya lo leí, sí. Conozco su historia, pero nunca está mal volver a la historia que ya leíste y te gustó tanto. Además, tienes que saber, que El principito es un libro al que puedes volver incluso cuando eres mayor. Siempre vas a volver a esa historia, Ri.
—Mi maestra dijo lo mismo. Nos dijo que tal vez de grandes volvamos a leerlo.
—Y está muy en lo cierto. Lo leí a tu edad, y recuerdo que cuando tenía dieciocho volví a leerlo.
—Le voy a contar eso a mi maestra, ¿puedo?
Sonrío.
—Puedes. Pero ahora quiero escucharte leer.
—Y yo quiero hacerlo.
Dice contento y lo escucho sacar el libro de su mochila. Mi hermano empieza a leer una de las historias que de niño me fascinó, pero que de grande valoré más, y noté cosas que cuando era un niño no había notado.
Sonrío cuando se detiene por largos segundos en palabras que no le sale decir, o cuando me pregunta por su significado.
Muchas veces pienso que es mejor estar muerto, que llevar la vida que llevo. Pero cuando escucho a mi pequeño hermano leer, cuando escucho la risa contagiosa de mi madre, seguida de la de mi padre, cuando escucho las locuras e historias de mi mejor amigo o cuando siento la vida con los otros sentidos que tengo, esa necesidad de querer estar muerto se reduce.
Por eso, me asusta estar solo por mucho tiempo, sin contar con la compañía de mi familia o personas cercanas, porque cuando estoy solo... sé que quiero morir.
El porcentaje de vida está más verde que nunca justo ahora. Quiero conservar este momento como uno de los mejores, quiero quedarme aquí más tiempo de lo normal, y alejarme de aquellos pensamientos que invaden mi cabeza solo para lograr que desee desaparecer.
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