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Prólogo

Las acusaciones entre gritos llenaban cada rincón de aquella casa. La puerta a sus espaldas no era nada más que un trozo de papel que en cualquier momento podía dejar de ser su mayor escudo. No era lo realmente resistente para protegerlo y sus manos hacían su mayor esfuerzo para opacar las palabras crueles que salían de la boca de su padre. Su habitación ya no era un lugar seguro para él, solo consistía en cuatro paredes que reflejaban lo que su corazón sentía, especialmente, lo atrapado que estaba.

No era su culpa, pero se sentía como si así fuera. ¿Era mucho pedir sentirse comprendido?

Cerraba sus ojos con fuerza para buscar consuelo en su mente, vagando entre un mar de pensamientos para refugiarse en esos recuerdos lindos del pasado. En momentos como estos, cuando la herida recibía sal, se preguntaba miles de veces si vivir esta realidad valía la pena.

La carga de consciencia sobre sus hombros lo ahogaba a tal grado que tenía la necesidad de salir corriendo para poder alejarse de la verdad que residía cada día. El dolor en su pecho por la gran pérdida le recordaba en cada amanecer que un suero no era capaz de sanarlo todo y que a cada rato le reclamaba por ayuda; su boca callaba y su corazón se asfixiaba. Su alma era consumida cada vez más por la agonía de no poder hacer nada y el constante deseo que todo volviera a ser como antes lo desgastaba por dentro.

Levantó su rostro y admiró por breves segundos entre sus húmedas pestañas la foto familiar que colgaba de una de las paredes color azul. Ese Tristan de 8 años no merecía pasar por esto, no merecía cargar con el sentimiento de culpabilidad.

Sin pensarlo, se levantó del suelo haciéndose recordar su valor a pesar de estar quebrantado, porque ese pequeño niño que abrazaba a sus padres con un inmenso amor merecía permanecer con aquella sonrisa. Él lo ameritaba. Esa había sido su única razón para poder salir de la cama todos los días desde que los labios del doctor Osler pronunciaron dichas palabras.

Era ese impulso diario en medio de un mundo desplomado.

El cristal empañado y lleno de gotas heladas que recorrían su ventana no le importó en lo absoluto e hizo caso omiso a la advertencia de lo que ocurría afuera. Su cuerpo sufrió escalofríos repentinos cuando el clima lluvioso de Doncaster lo arropó y se alejó de su casa sin mirar atrás. No le importó que las calles estuvieran siendo bañadas por fuertes lluvias; necesitaba respirar, necesitaba dejar de sentirse solo.

¿Por qué era tan difícil? ¿Por qué nadie lo ayudaba? ¿Por qué tenía que permanecer en el mismo hoyo?

El frío de la noche lo abrazaba mientras que las gotas de lluvia acariciaban sus mejillas borrando los rastros de lágrimas. Su condición no era la mejor, pero se permitió desplomarse y dejar a un lado esa faceta donde pretendía ser fuerte. Las personas que pasaban por su lado a pasos rápidos para huir del aguacero no se daban cuenta de que estaba roto, que lloraba por un dolor que aún no ha podido sanar.

Buscaba consuelo en sí mismo, pero ¿cómo lo iba a encontrar cuando él mismo estaba perdido en un mundo vacío? 

La única forma en la que podía desahogarse y liberar todos esos pensamientos que lo atormentaban era escapando de su realidad para intentar mantenerse de pie, aunque fuera un laberinto. Había veces que no comprendía cómo lo lograba, eso de sostenerse no era un proceso sencillo y más cuando se la pasaba huyendo de lo que lo mantenía preso al sufrimiento. Trataba de hallar un rayito de apoyo, pero tenía miedo a la dependencia emocional y tampoco encontraba salidas.

Estaba desorientado; su alma, su corazón y su mente no eran uno solo.

Recogía sus propias piezas cada vez que caía de rodillas y volvía a colocarlas en su lugar para complementarse e intentar seguir adelante, pero a pesar de, nadie dijo que sería fácil. Su mente era un hilo sin fin, lleno de enredos y ataduras que trataba de comprender, pero cada vez parecía más complejo.

Deseaba con la mayor de sus fuerzas dejar de vivir estos momentos.

Él solo quería volver a ser feliz.

Solo anhelaba volver a ese día donde le dio a su madre ese último abrazo. Quería asegurarse de volver a abrazarla con fuerzas, decirle una última vez que la amaba muchísimo y que la haría sentirse orgullosa.

La torrencial lluvia incrementó con gran velocidad y sabía que su cuerpo no resistiría mucho, así que buscó con su mirada un lugar para refugiarse en lo que escampaba un poco. Aún no quería volver a su casa, a ese lugar que ya no se siente un hogar. Prefería continuar caminando por las calles del condado de Yorkshire sin ningún rumbo final.

No era la primera vez que hacía esto, escapar de la casa para tranquilizarse, y todas las veces que lo ha hecho le han ayudado a despejar su mente y poder respirar sin sentir que dagas atacaban sus pulmones.

Trotó hacia una puerta que a lo lejos anunciaba que todavía estaban abiertos y continuaban brindando sus servicios, tiró del mango y se adentró al lugar sin importar su aspecto. Sabía que su ropa estaba toda encharcada al igual que su cuerpo, su rostro seguramente debía estar rojo por llorar y sus labios con un color tenue violeta por el intenso frío de afuera.

Limpió su rostro con la manga de su abrigo para eliminar la humedad que empañaba su vista y contempló su alrededor.

Fue consciente del lugar donde se encontraba ante las colosales paredes color blanco hueso decoradas con cientos de obras.

De verdad estaba en apuros para entrar al museo de la ciudad.

—El arte es una mierda.

Eso fue lo primero que pudieron pronunciar sus labios observando los grandes y pequeños cuadros llenos de pinturas. Algunos no tenían sentidos, otros parecían que los pintó un niño de 5 años y unos pocos que admitía eran realmente buenos. Pero no eran de su interés.

—Oye, pollito mojado —ni siquiera se iba a girar ante el infantil llamado porque estaba seguro de que no era hacia él, pero lo tuvo que hacer cuando la persona que lo dijo lo estaba observando muy fijamente y con los brazos cruzados—. Llevas menos de un minuto y medio aquí y ya andas insultando las obras de mi Vincent van Gogh. ¿Qué te crees?

Miró la pared que estaba al frente suyo con los cuadros del hombre que el chico de ojos azules mencionó y los examinó por poquísimo tiempo.

—Sigue siendo una mierda-...

—La vida es una mierda, el arte es solo una escapatoria.

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