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Capítulo I: Una paleta de pintor vacía

¿La felicidad es algo que se busca o algo que se encuentra? ¿Se elige o simplemente se siente?

Tristan tomaba esas preguntas que nunca abandonaban su mente en modo de reflexión todos los días.

Porque cuando se perdía a una persona muy importante en la vida, solo se queda un vacío inmenso en el fondo del pecho y terminabas como un alma solitaria vagando por los lugares. Significaba ya no volver a sentir lo mismo; a carecer. Había escuchado varias veces que sin la dosis de felicidad era como vivir sin estar viviendo verdaderamente, y él se sentía así.

Se levantaba cada día a las 6:30 de la mañana para poder ir a la escuela y en el transcurro, comprender su propósito luego de que una gran parte de su ser abandonara su cuerpo a inicios de ese verano. No contaba con esa mano amiga que lo mantenían con los pies en la tierra, no tenía nada y mucho menos a alguien que le hiciera volver a experimentar ese sentir que llegaba a curar cualquier enfermedad. No era una tarea fácil cuando se trataba de un adolescente totalmente indefenso, solo queriendo que entendieran el dolor que lo bañaba y deseando no quedarse estancado en el mismo agujero.

A través del tiempo, le perdió el sentido a una gran cantidad de cosas en su vida y la escritura era lo único que le quedaba para desembuchar todas las palabras atascadas que nunca pronunciaba.

Permanecía sobreviviendo día a día. Haciendo caso omiso a lo solo que estaba y lo solo que se sentía, cargando con más responsabilidades de las que normalmente tenía y tratando de seguir adelante a pesar de no tener un rumbo claro. Días escolares agotadores y noches difíciles, era un ciclo. ¿Cómo encontraría felicidad en ese caos de emociones? Las expresiones que siempre recibía de su progenitor no eran las que necesitaba y si tan solo las personas supieran el peso que tienen ciertas palabras en la mente de los demás, valorarían mucho más el silencio.

Cada mes que pasaba lo impulsaba un poco más al fondo del océano, ahogándolo. Cada día número 2 en el calendario rompía su corazón en mil pedazos y nadie se daba cuenta de ello. Todo se desmoronaba de sus manos y no podía hacer nada.

La amanecida que sufrió anoche por la cotidiana discusión y su repentina escapada, le estaba pasando factura ahora en medio de la clase de Filosofía. Mientras todos estaban consumidos en la lectura Metafísica de Aristóteles y en total silencio, Tristan cabeceaba en la última fila de asientos por las horas faltantes de sueño. No prestó atención al libro digital porque ya la había culminado en el verano en un intento de ocupar su mente y que la desazón no lo consumiera por completo.

Era luchar contra sus pensamientos o caer de rodillas por ellos y no volver a levantarse.

En la hoja de anotaciones que la maestra les dio para la lectura comenzó a escribir los pendientes que tenía para ese día en un intento de alejar la nube adormilada que tenía sobre su cabeza. El día anterior fue una mierda; otro día más de mierda para la lista. Pero se sintió más miserable de lo que ya era por el mal trato que le otorgó al chico del museo. No tenía derecho a desquitar su impotencia en una persona que era totalmente inocente a lo que le pasaba. Y tal vez no debería preocuparse tanto por eso, tal vez esa sería la única vez que lo vería, al final y al cabo, era un desconocido. Pero ya estaba cansado de tener remordimiento en su vida así que no podía quedarse de brazos cruzados, tenía que disculparse.

Tenía que volver al museo.

Dejó a un lado el lápiz y abrió una nueva pestaña en el buscador de Google, las yemas de sus dedos se deslizaron por el teclado presionando las teclas con sumo cuidado para no crear ruido y así evitar llamar la atención de la maestra.

Vincent van Gogh.

Era la primera vez que escuchaba ese nombre en sus 16 años de vida y, sinceramente, no tenía ni una pizca de interés en saber quién era ese hombre hasta ahora.

Más bien hasta que aquel chico de ojos cerúleo lo llamó pollito mojado y defendió a capa y espada al pintor.

En otras circunstancias, le hubiera gustado que le advirtieran antes de lo que estaba a punto de ocurrirle, porque una vez que el postimpresionismo se reflejó en sus orbes esmeraldas, ya no había salida. Se sorprendió de sí mismo por el insuficiente conocimiento que poseía sobre el arte. Era totalmente ajeno a que, con tan solo una técnica, se era capaz de traer consigo una liberación. Era mucho lo que tenía que procesar, y esto tan solo hizo que en cada nuevo hallazgo fuera más consciente del grave error que cometió al decir que el arte era una mierda porque, en definitiva, no lo era.

Le era confuso y no comprendía nada a pesar de tener toda la información a la mano, pero nada iba a cobrar sentido hasta que lo observara con sus propios ojos.

Volvió su atención a la hoja de anotaciones donde estaban grabados en carbón sus quehaceres y añadió una nueva responsabilidad:

Ir por la tarde a la ciudad y pedirle disculpas al chico del museo.

Estaba dispuesto a tomar ese boleto de avión y adentrarse a un lugar desconocido, pero atrayente.

El resto de las horas escolares pasaron con lentitud y, en un vago intento para ignorar la soledad que lo rodeaba, se dedicó conocer a indagar con más profundidad la vida de aquel neerlandés hasta que el último timbre anunció el fin de ese día en la escuela.

La imagen de su casa a lo lejos se veía tan distinta, tan apagada y tan... solitaria. Sus pies lo dirigían hacia ella sin saber el destino que le esperaba una vez se encontrara allí. Siempre era así cuando aquella estructura de inexistentes colores vivos se pintaba en su campo de visión. Se componía de tan solo un techo y varias paredes que tenían el indirecto propósito de sofocarlo y mantenerlo preso a la densa y triste aura que bailaba por los rincones. Ya no tenía el honor de llamarse hogar. ¿No que debería de ser cálido y acogedor? ¿Por qué entonces se sentía tan frío y melancólico?

Lo primero que vieron sus orbes esmeraldas al ingresar por la puerta principal de su casa fue la figura de su padre apoyado sobre sus codos en la encimera de la cocina, absorto en sus pensamientos y consumido por la disociación.

El leve ruido de la puerta se agudizó en los oídos de Liam, sacándolo de su estado ensimismado y prestó suma atención a la figura de su hijo parado encima de la alfombra de recibimiento. Ninguno de los dos merecía esto. Tristan en lo absoluto se lo merecía, pero ¿cómo podía detener algo que no estaba en sus manos? Solo quedaba permanecer quieto hasta que el tiempo decidiera ponerle un alto a aquel abismo.

La herencia verdosa en sus iris se hizo notar cuando ambos fijaron sus miradas en el otro, había tanto que decir y a la misma vez no.

—¿Cómo... estás?

Tristan lo observó en silencio con un amargo sabor en la boca.

—Bueno, sobrevivo...

Y, si fueran otras circunstancias, ambos hubieran sonreído por el chiste interno que crearon cuando Tristan era un chiquillo y se quejaba de que la vida era difícil; un ingenuo chico que apenas aprendía a vivir.

Su padre al escuchar tales palabras solo le quedó otorgarle una de aquellas tan acostumbradas miradas. De esas que gritaban arrepentimiento desde lo más profundo de su ser.

El silencio volvió a llenar la gran habitación y el entorno se convirtió incómodo, ¿por qué se tenía que sentir así cada vez que intentaban hablar?

—He preparado pasta para la cena. Ya llevabas mucho tiempo con esta responsabilidad, me toca a mi ahora.

Las palpitaciones de su corazón comenzaron a reproducir un ruido sordo en su pecho y no supo cómo reaccionar. La mano que sostenía el papel de anotaciones se cerró tan solo un poco, arrugando las letras donde sus deberes estaban escritos. ¿Esto de verdad estaba ocurriendo? Durante seis meses él se tuvo que encargar de hacer las comidas que ingerían, pero, sobre todo, asegurarse de que su padre comiera. Fueron largos días donde sus sentidos de alerta se activaban a cada rato, trayendo consigo que no dejara ir a su padre a la cama sin mínimo haber consumido una pequeña porción de la cena o que tuviera que despertarse más temprano para hacerle el desayuno y guardarlo en su auto sin que él se diera cuenta porque seguramente trataría de impedirlo. Fueron largas semanas en donde no tan solo velaba por el bienestar de sí mismo y procuraba siempre que a su padre no le faltara nada. Fueron largos meses en donde los papeles se cambiaron y el adulto en esa casa era él, no su padre.

Pero entonces, ya no más.

O eso espera.

—Ve a dejar tu mochila en la habitación. Serviré tu plato.

Asintió levemente y emprendió su camino hacia aquellas cuatro paredes llamadas habitación, sintiéndose aún fuera de sí mismo. Sus pertenencias escolares volvieron al acostumbrado lugar al lado de su escritorio y regresó a la cocina. El olor de la pasta inundaba gran parte de la sala y un sentimiento de extrañez invadió su estómago.

Esto le era tan inusual después de tanto tiempo...

Tomó asiento en la silla que estaba frente a su plato de comida. La comida estaba en su toque, liberaba un notable vaho cuando elevó una considerada porción y la llevó a su boca. Sus papilas gustativas saborearon al instante el delicioso sabor de la salsa que bañaba la masa y la superficie de su lengua se quemó al recibir el tacto.

Todo era igual a antes, pero se sentía tan diferente en el presente.

A un lado del plato se encontraban dos rueditas de pan con una capa de mantequilla con ajo, esto le trajo un déjà vu a cuando hace meses atrás era él quien se encargaba de las tostadas mientras que su madre hacía la pasta.

Parecía un recuerdo lejano cuando en realidad no lo era. ¿Por qué? ¿Por qué siente que cada memoria junto a la mujer que le dio la vida parecía desprenderse de su cabeza y esparcirse como polvo de estrellas?

El único sonido que se reproducía en el comedor eran los tenedores de metal chocando accidentalmente con el cristal del plato.

—Saldré a la tarde.

Decidió romper el silencio sin mirarlo.

—Oh, ¿a dónde? —el interés en su voz lo alentó a explicarse sin sentir la inseguridad de que no era escuchado.

Esta vez lo miró.

—Al museo de la ciudad.

El ceño de Liam se frunció levemente, confuso, y ladeó tan solo un poco su cabeza.

—No sabía que te gustaba el arte. Pensé que eras más de literatura y filosofía.

Si no fuera porque sus dientes estaban trabajando con la comida dentro de su boca, probablemente su mandíbula se habría descolocado de su rostro al impresionarse porque su padre aún recordaba sus gustos.

—Sí, bueno..., no me gusta el arte, o eso creo. Iré porque tengo una deuda con alguien así que...

—¿Deuda? Tristan, hijo, dime que no estás metido en malos caminos o en alguna de esas bandas callejeras que se dedican a extorsionar gente-...

La cara de espanto de su padre le hizo levantar las comisuras de sus labios, pero las disimuló dándole un trago al vaso de agua que estaba frente a su plato.

—¿Qué? No, no.

—Oh, eso me calma —el color volvió a su rostro y su manzana de Adán se movió de arriba a abajo cuando tragó saliva, alejando el repentino susto—. Entonces, ¿cuál es esa deuda? Si puedo saber y si me quieres decir, claro.

—Ayer insulté las obras de arte de cierto pintor muy reconocido y he ofendido a un chico fanático de esos lienzos. Quiero ir a pedirle perdón.

—Menudo lío, ¿no? Seguramente tu madre te habría jalado por la oreja si se hubiera enterado.

Liam fue consciente de sus palabras luego de haberlas pronunciado.

La seguridad y templanza con la que las dijo se disiparon luego de unos segundos y todo se fundió en silencio de nuevo.

Su madre...

Era tan delicado el tema que cada vez que se nombraba terminaba en llanto, en una discusión o no se volvían a hablar hasta días después.

Vamos, podía ser diferente. Ellos podían hacer las cosas diferentes.

—Por eso iré. Siento que en cualquier momento mamá tirará de mis piernas mientras duermo.

Una sonrisa flébil se reflejó en los delgados labios de su padre y su corazón palpitó frenéticamente ante tal acción.

—¿Irás caminando o quieres que te lleve?

—Puedo ir caminando. Últimamente le he cogido el gusto.

—De acuerdo. Procura ir con cuidado, si ya ha anochecido cuando hayas salido, me puedes llamar. Te buscaré para que no regreses caminando solo.

Asintió en acuerdo y terminaron de vaciar sus platos en silencio, pero esta vez era uno más ligero, más ameno.

Se sentía desorbitado luego de que cada cual tomara su camino y abandonaran el comedor, dejando en aquellas paredes un pedazo de tiempo familiar. Necesitaba que alguien sostuviera sus pies y los mantuviera firmes sobre la tierra para evitar que se adentrara en ese lugar lleno de ilusiones y altas expectativas, en donde al final y al cabo, terminaba cayendo en picada cuando una nueva ráfaga de culpabilidad lo enrollaba.

Esos cambios drásticos que lo tomaban desprevenido solo hacían que su cabeza se pusiera al revés y todos los cabos que recién unían, se soltaran.

Comenzó a recoger su habitación un más o menos para desenvolverse mientras los instrumentos de las bandas de rock de los 80s lo mantenían alejado del difícil mundo que siempre lo esperaba afuera.

Las horas se transformaron en polvo y se fueron volando en un abrir y cerrar de ojos. Tomó sus pertenencias y las guardó en su bolsillo trasero cuando el reloj de su teléfono reflejó las 5 en punto: ya era hora de dirigirse hacia el museo. La guitarra eléctrica y el retumbar de la batería en ningún momento abandonó su compañía hasta 20 minutos después cuando se encontraba parado al frente del inmenso edificio.

La arquitectura del museo de la ciudad era una clásica influida por el estilo renacentista. Entre los colores cremosos de los ladrillos romanos y el aparejo ordinario revestido de mármol resaltaban el nombre de la estructura con letras en color negro que se ubicaban arriba del marco de la puerta. Era realmente digno de admirar la elegancia que las edificaciones en Inglaterra portaban.

Ingresó por segunda vez a ese lugar, pero esta vez sí tenía un buen aspecto. Eso evitaría a toda costa que le volvieran a colocar un absurdo apodo. De manera instantánea, se sintió pequeño en ese gran sitio, el día de ayer no le prestó mucha atención a la amplia habitación. Permaneció estático sin saber qué hacer o a dónde dirigirse, solo trataba de buscar rápidamente con la mirada entre ese dédalo aquella sección. Y, como si de un pequeño rayito de luz se tratase, una señora de mayor edad se colocó a su lado y tomó un folleto del estante que estaba justo en la entrada.

Imitó su acción y dentro del papel había un mapa de todo el museo que señalaba cada sección de todos los pintores que tenían. Sus iris verdosos buscaron la «V» en la lista y al localizarla, subió su mirada a las largas paredes color blanco hueso buscando el pasillo número 28.

Caminó con inseguridad para asegurarse de tomar los anexos bien y no perderse. Las personas que pasaban por su lado portaban una vestimenta muy formal en comparación a la de él. Estaba comenzando a pensar seriamente que su conjunto de ropa no era apto para un lugar así; detuvo sus pasos en una esquina y decidió colocarse su abrigo en un intento de pasar desapercibido entre toda esa gente que irradiaban estilo y porte.

Giró a su derecha una vez más y allí se encontró el nombre de Vincent van Gogh escrito en la parte superior del marco en forma de arco que le daba bienvenida al pasillo correspondiente.

Lo que sí se trataba de explicar era por qué necesitó tantas direcciones si cuando ayer vino solo abrió una puerta y ya estaba en la sección de él. Se adentró por el corto pasillo y al instante su panorama se llenó de cientos de lienzos con cientos de colores diferentes. Habían alrededor de nueve personas en la habitación y una guardia de seguridad parada de forma recta al lado de una... puerta. Ah, entonces él entró por ahí, eso explica todo. Tendría tiempo suficiente de camino a casa para reprocharse por complicarse más la vida, ahora lo único que importaba era encontrar a aquel chico de ojos increíblemente azules.

Analizó físicamente a los hombres que se paseaban entre cada pintura, pero nada. No eran él. Tal vez debería esperar unos minutos o tal vez el chico no iría ese día. No importaba ninguna de las dos, también podía aprovechar y admirar con sus propios ojos las imágenes que vio hoy por Google, pero de manera real.

Así permaneció casi por 15 minutos y se cansó. No las comprendía, no les encontraba sentido y le creaba más confusión de la que ya tenía. Inhaló profundo al no obtener resultados y exhaló derrotado sabiendo que tendría que volver todos los días para encontrarlo. Necesitaba disculparse. No podía dejar que las cosas se quedaran así, sentía que fue una mala persona cuando se expresó de tal forma y, si su madre estuviera en vida, le hubiera recalcado los valores que le enseñó cuando pequeño, dejándole saber que no estuvo bien de su parte criticar algo que no era de su asunto.

—Disculpa, chico —dos toques en su hombro llamaron su atención y se giró, la guardia de seguridad que estaba en la puerta ahora estaba al frente suyo—. ¿Buscas a alguien?

Titubeó un poco, pero terminó asintiendo.

—Sí, pero parece que hoy no vendrá.

—Si quieres puedes describirme a la persona que buscas. Tengo buena memoria.

—Bueno, él es tan solo un poco más bajo de estatura que yo y... sus ojos son azules. No lo recuerdo muy bien, fue un encuentro repentino y borroso.

La guardia de seguridad sonrió de manera amable reconociendo al instante al chico que él buscaba. ¿Cómo no iba a saber quién era? Es el chico más fiel a las obras de Vincent van Gogh.

También había presenciado el incidente de la noche anterior, pero no necesitaba revelar tal acontecimiento.

—La persona que buscas viene al museo todos los domingos a las 6 de la tarde. Ven dentro de unos días y lo encontraras.

—Oh, de acuerdo. Muchas gracias.

La mujer pelinegra se despidió cordialmente y volvió a su puesto.

Observó por última vez el panorama, reflexionando si era buena idea lanzarse a esa nueva aventura.

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