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~3. Viaje

Mientras marchaban, los dos dominantes se entretuvieron hablando de diferentes temas.

Dimitri aprovechó la caminata hacia la salida del frondoso bosque para contarle sus experiencias durante el viaje en su busca.

Renoir, quien durante las primeras horas permanecía callado y en completo shock, en un descanso que hicieron para recobrar el aliento decidió animarse a comer un alimento pranático que le cedió el caballero, unos comestibles elementales que otorgaban resistencia extra a los dominantes, eran ideales para conservar fuerzas o para sacarlas paulatinamente, de tal manera que eran inservibles en las batallas, pues estas requerían un despliegue de poder inmediato y potente.

Es así como decidió entablar su primera conversación propia con él, abriéndose y contándole de su vida en Anthea, de sus amigos, Leone y Millow, y de sus preocupaciones y sus sentimientos hacia la inminente pérdida de sus padres.

Renoir no lo llevaba muy bien, y evadía el tema, cosa que no le gustaba a Dimitri, pues quería saber más acerca de los últimos años de Caela. Sin embargo, decidió no presionarle, mostrándose comprensivo y animándole contando historias de su hogar.

El sol se comenzó a poner.

—Renoir, deberíamos apresurar el paso, y salir de este infame bosque —le sugirió Dimitri mientras miraba al cielo y recogía sus cosas—, tengo un alijo de comida a unos quinientos pies, no está muy lejos, y supongo que tendréis hambre otra vez.

—Si, estoy hambriento, pero... ¿dónde guardas el alijo?—preguntó Renoir.

—Bueno —Dimitri suspiraba con una ligera sonrisa—, la verdad es que llevo un tiempo viajando, y para no morir de hambre me alojaba en distintas ciudades y pueblos, en tu busca. Pero, a veces las cosas no salían del todo bien, y me tocaba dormir en la intemperie. En esta situación todo lo que tenia era de vital importancia y no solo debía preocuparme por las bestias infames, sino también por mi estómago. Así que, he ido escondiendo alijos de comida y suministros en puntos estratégicos, nada más llegar al sur. ¿Qué os parece, no es mala idea verdad?

El caballero resguardaba las alforjas del caballo mientras hablaba, sacando más alimento pranático.

—Es... ingenioso, solo espero que no esté podrido.—susurró Renoir mientras reanudaban la marcha.

Mientras tanto, en Elmsford, se preparaban para recibir al gran rey de Anthea, Jarsha I.

—¡Su majestad!—exclamó un guardia real cediéndole el paso.

Leone se pasó toda la noche junto a los restos de sus padres, hasta que escuchó los trotes de los corceles imperiales y los bramidos de las trompetas cruzar el humilde pórtico de Elmsford.

«El rey... querrá saber que ha ocurrido, se darán cuenta de la situación en cuanto investiguen un poco.»—pensó Leone— «¿Por qué no veo a Reno? ¿Habrá huido? Debería ir a investigar su casa».

Tras sopesar esto marchó hacia la casa de los Galant. Cuando llegó, se encontró los cuerpos de los padres de Renoir muertos en el suelo. Buscó el cadáver de su amigo por los escombros y no lo encontró. Fue entonces cuando recordó al caballero misterioso que salió disparado con su corcel, emitiendo una luz albina.

—Tuvo que ser él... él se ha llevado a Renoir —concluyó Leone—, debo seguirles el rastro, no puedo dejar que la guardia me vea aquí, me interrogarán, o algo peor, sospechosamente, los destrozos masivos están concentrados entre la casa de la familia Galant y la mía. Se darán cuenta enseguida... mierda.

Leone salió de Elmsford, evitando con gran habilidad sigilosa a los soldados y al rey, y se dirigió hacia el bosque Brânn, siguiendo el chamuscado rastro que dejó el ser llameante.

—Es por aquí —susurró al ver el rastro de cenizas—, voy a encontrarte Reno, aguanta.

El rey observó los destrozos de la bestia a una distancia prudente.

—¿Esto es todo —se preguntó en voz alta soltando una sutil carcajada—? Esos malnacidos nos mandan estas bestias, atemorizados por nuestro poder y hacen esta mierda jajajaja... tiene que ser una broma.

El rey cambió drásticamente su expresión de falsamente risueña, a serena y preocupada, con cierto semblante de enfado.

Acariciaba su empuñadura, zarandeándola levemente mientras hacía muecas pensativas.

—¡Guildford —exclamó con vehemencia—! Ven aquí.

—Si majestad —respondió el lugarteniente mientras se acercaba a la elevación, pisando los escombros y los cadáveres quemados hacia el frente del rey.

—Este pueblo, fue tu hogar de nacimiento —afirmó el rey—. ¿No es así?

—Así es majestad —respondió firmemente el soldado, se notaba en su rostro el duro golpe que supuso este ataque para él.

—Si, me acuerdo —recalcó el rey entre susurros—, esos malnacidos pagarán por esto te lo aseguro, y tú, personalmente, te encargarás de dirigir la incursión —le encargó señalándole con su dedo.

Aunque Guildford era más grande que él, su pésimo rostro y sus hombros caídos le empequeñecía haciendo que el contraste se notase menos.

Cuando se percató de la señal del rey hacía él, dirigió su mirada hacia la del penetrante monarca, que con sus ojos marrones clavados fijamente en su lugarteniente, pretendía infundirle el valor necesario para que llevara acabo esta misión.

—Encuentra a esa bestia —prosiguió Jarsha— y rastrea todo el perímetro de Elmsford, asegúrate de que no hay centinelas ni puestos de avanzadas de esas escorias shaktienses. Sírvete de los hombres que necesites.

—Entendido su majestad —respondió el lugarteniente de cabellos negros, mientras pasaba de largo el rey a su costado.

De sus ojos comenzaron a caer lágrimas cuando miró su pueblo, recién arrasado, cuando miró hacia su casa, debajo de un montón de escombros y rodeada de ascuas.

Arribó la tarde cuando Dimitri y Renoir consiguieron salir del frondoso bosque Brânn y llegaron a, lo que parecía el preludio a una amplia llanura bañada por el rojo atardecer escarlata.

—Creo, que esta es la vez que más lejos estoy de casa —dijo Renoir con semblante nervioso.

Dimitri se giró mirándole con cara comprensiva mientras hacía una pequeña mueca y caminó hacia él.

—Muchacho, hay verdad en lo que decís, pero creerme también, cuando os digo que os protegeré de cualquier peligro que nos acechen en estas tierras, y en las próximas, pues así me fue encomendado.

Dimitri le sonrió mientras se agachaba para mirarle directamente a los ojos.

—Vuestros ojos, son de un azul intenso —resaltó el caballero— igualitos a los de vuestra madre.

Renoir apartó su mirada de Dimitri, dirigiéndose al horizonte.

—Está oscureciendo —señaló Renoir mientras apuntaba al intenso y rojo sol del horizonte—, y tenemos el bosque a la espalda, no podemos pasar la noche aquí.

—Es cierto —asumió Dimitri observando con cierta atención el cielo teñido de rojo—, hay una pequeña aldea que vi unas lunas antes de llegar a Anthea. He oído que la llaman la aldea eterna, pero su nombre es Aranktra. No entré a alojarme porque estaba muy cerca de mi destino. Pero, ahora no puedo dormir con vos en la oscuridad así que iremos a alojarnos ahí.

—Esa aldea, ¿está muy lejos? —preguntó Renoir.

—No, no está lejos, al nordeste de Anthea, a unos cuantos pies de nuestra posición —aclaró el príncipe—, sigamos y llegaremos antes de que anochezca.

Caminaron durante horas mientras el manto de la neblinosa oscuridad se cernía sobre ellos paulatinamente.

Dimitri, quien posee una vista prodigiosa, vislumbró una tenue luz amarillenta en la lejanía, parecía sobrevivir a la oscuridad que la rodeaba.

—Renoir, por aquí deprisa —le ordenó tomándole de la mano.

El muchacho agarró fuerte la mano del príncipe y fueron a trote apresurado hacia la luz, que se hacía más grande cuanto más se acercaban.

Habiendo llegado, Dimitri reconoció la aldea, asumiendo que era la misma que vio en su camino al reino y se acercó a la puerta.

—Venimos a buscar cobijo —vociferó Dimitri mientras golpeaba la puerta.

La aldea estaba sorprendentemente amurallada con piedras de poca altura pero de gran robustez.

—¿Quienes sois? —preguntó una voz temerosa al otro lado de la puerta.

—Somos peregrinos, un hombre y un muchacho, necesitamos pasar la noche a salvo de las criaturas. Están ajetreadas y hay niebla, no es seguro ahí fuera, por favor, déjenos entrar, le pagaré por su hospitalidad.

—Que hable el muchacho —exigió la voz.

Dimitri le hizo un gesto de aprobación a Renoir.

—Y-yo soy el muchacho —dijo Renoir nervioso—, no quiero dormir fuera señor, déjenos entrar por favor.

Se oyeron unas cadenas y candados antes de que la puerta se abriese lentamente.

Habiendo entornado la puerta, el señor se asomó a mirarlos. Dimitri llevaba una túnica negra con capucha que le cubría su blanca cabellera, con la intención de evitar que reconocieran su naturaleza, por estar en territorio hostil hacia los dominantes, mientras que Renoir portaba el uniforme académico real antheino.

Cuando el señor que estaba detrás de la puerta terminó de examinarles, volvió a cerrar la puerta y la abrió repentinamente, esta vez de par en par.

—Se lo agradecemos señor —dijo Dimitri.

El hombre hizo un gesto de aprobación mirando de reojo la blanca mirada del caballero, y les guió hacia un establo que cubrió de mucha paja.

—Dormiréis aquí, y al alba os marcharéis —declaró con voz acelerada.

—Señor —llamó apresuradamente Renoir—, por favor dadnos algo de comer.

—S-si, ahora os traigo algo —respondió el anciano señor.

Una muchacha se asomó desde la ventana iluminada de la casa que estaba en frente del establo, y les observó con viveza.

Renoir se percató.

—Renoir —susurró Dimitri—, ayudadme con esto y descansad, mañana deberemos marchar.

—De acuerdo —asintió el muchacho retirando su mirada de la silueta humana de la joven, que se dibujaba gracias a la luz de aquella ventana.

Ya posicionados y acomodados, Renoir y Dimitri se encontraban en la paja del establo, rodeados por la tenue luz de una lámpara de aceite que parpadeaba suavemente. El sonido de las patas de los caballos,  los zumbidos de las moscas cercanas y el crujir de la madera del establo creaban una atmósfera acogedora y apacible, aunque algo maloliente.

Dimitri observaba a Renoir con atención, notando la tensión y la incomodidad en sus ojos, mientras se perdía en sus propios pensamientos.

—¿Cómo os encontráis? —preguntó el príncipe con suavidad.

Renoir suspiró profundamente, incapaz de encontrar las palabras adecuadas para expresar la confusión que llenaba su mente.

—La verdad, es que ya no lo sé Dimitri —murmuró finalmente, su voz temblorosa con emoción contenida—. Me siento como si tuviera una vorágine en mi interior, y no sé como domarla.

Dimitri asintió con comprensión, su blanca mirada dirigiéndose al techo del establo y transmitiendo una serenidad inquebrantable.

—Comprendo cómo os sentís —dijo con calma—, pero recordad, que, incluso en los momentos más oscuros siempre hay una luz que guía nuestro camino, con justicia y conservación, podremos verla y seguirla. O también —continuó cabeceando hacia Renoir—, a veces solo necesitamos tomar un respiro, y permitir que esa luz nos encuentre y nos guíe.

Sus dominantes miradas conectaron con complicidad.

—P-pero...¿por qué ha pasado todo esto? —preguntó Renoir con sinceridad, lágrimas brotaban de sus ojos.

Dimitri sonrió con cierta dulzura, sus ojos albinos comenzaron a centellear mientras respondía.

—La respuesta, está dentro de vos Renoir—aclaró con voz suave pero firme—, confiad en vuestro instinto y corazón. Siempre sabrás, que camino tomar, si escucháis con atención.

Aunque las palabras de Dimitri no le consolaron en absoluto, Renoir, casi por obligación de sí mismo, se sintió algo aliviado por un instante.

—Discúlpame por intentar matarte antes —se disculpó avergonzado—...yo no soy así.

—No os preocupéis, no habríais podido matarme ni aunque me hubiese dejado jajajaja —bromeó un confiado Dimitri.

—Oye, por cierto, deja ya de llamarme de usted, tutéame de una vez, que no todos somos príncipes —respondió el muchacho jocosamente—, yo solo soy un pueblerino, un pueblerino que lo ha perdido todo.

Dimitri le miró con cierta tristeza.

—Bien, así lo haré —respondió mientras se acomodaba—. Ahora debemos descansar.

Renoir asintió acomodándose también y cerrando por primera vez en casi un día entero sus ojos.

En las inmediaciones del reino, Leone se encontraba cerca de la entrada al bosque Brânn y no había encontrado nada más que un inmenso rastro de ascuas y árboles chamuscados. No encontró ni rastro de Renoir ni del caballero.

—No encontraré nada, y se hace de noche —susurró Leone con voz preocupada—, tengo que volver y sin que me vean.

Leone volvió a Elmsford sorteando a las patrullas e hizo un viaje hasta la capital para ver a Millow.

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