~17. Unión
El sendero se extendía en una calma serena, mientras una brisa suave acariciaba el áspero paisaje que atravesaban. Aja contemplaba con preocupación el presente que Lorenz le había otorgado.
—Luciana... ¿fuiste tú quien lo dibujó? —murmuró la joven.
Dimitri, avanzando delante de ella, giró ligeramente la cabeza al escuchar sus palabras.
—Nunca imaginé encontrarme con un dominante etéreo por estos parajes; ¿qué te ha traído hasta aquí? —inquirió Raenari de manera repentina.
Dimitri volvió a dirigir su mirada al frente, observándola con cautela. Aún no confiaba plenamente en Raenari, pues desconocía sus verdaderas intenciones. Sin embargo, decidió otorgarle un voto de confianza debido a su ayuda en el rescate de Renoir.
—He venido expresamente por Renoir. No he perdido nada personal en estas tierras, están empañadas de sangre, y malditas por Ajnâ, pero eso ya lo sabéis —respondió Dimitri con seguridad.
Aja guardó el obsequio en el zurrón que Lorenz le había dado antes de partir, mientras prestaba atención a la conversación.
—Creo que podemos tratarnos de manera más informal, después de todo, hemos luchado juntos. Podría considerarse nuestra presentación mutua —bromeó Raenari con una carcajada, provocando una sonrisa en Aja.
—Bien. Aún no has respondido a mi pregunta —intervino Dimitri seriamente—. ¿Cómo es posible que puedas enfrentarte a dominantes sin poseer ninguna Mæ?
—Oh, ¿acaso ha sido un cumplido? Si lo fue, te lo agradezco, príncipe Dimitri —respondió la pelirroja con un tono juguetón.
Dimitri se sorprendió en silencio.
—No te preocupes, no lo divulgaré a los cuatro vientos. Es solo una formalidad —aclaró Raenari.
Dimitri guardó silencio, mirándola intrigado. Un incómodo silencio se instaló, solo interrumpido por el crujir de las ramas y el susurro de la maleza circundante.
—Raenari —intervino Aja rompiendo el silencio—, ¿nos dirigimos hacia Thalúrim, verdad?
—Así es, Aja.
—Pero Thalúrim está cerca de Faenforn, lo que significa que aún estamos en territorio shaktiense. ¿Cómo podemos estar seguros allí? ¿Y si nos emboscan? Después de todo, sabrán que hemos escapado.
—No os preocupéis —tranquilizó Raenari—, Thalúrim es un enclave comercial muy conocido en Ajnâ. Dimitri puede corroborar que, a pesar de la Guerra de los Dominantes, el pueblo sigue siendo un lugar seguro.
Dimitri asintió, dirigiéndose a Aja.
—Sí, Thalúrim es un crisol de culturas, donde los dominantes de todos los rincones de Ajnâ comercian con sus obsequios y artefactos. Sin embargo, durante la guerra, las visitas se redujeron considerablemente. Ahora, con el conflicto resuelto, el pueblo está recuperando su esplendor. Pasé por allí en mi camino hacia Anthea; aunque ha cambiado, sigue siendo seguro.
—En resumen, es un oasis en medio del caos —concluyó Raenari.
—¿Obsequios? —preguntó Aja—. ¿Qué tipo de obsequios hay allí?
—Siempre hay objetos únicos y prácticos, desde artesanías decorativas hasta joyas encantadas de gran valor —respondió Dimitri.
—¿Joyas? —inquirió Aja, intrigada—. Me gustaría ver algunas. Allan solía contarme que mi madre poseía unas joyas preciosas, de un verde esmeralda. A veces, las lucía al ir al mercado de Wiggs —añadió, con una mirada entristecida—. Ojalá pudiera tenerlas conmigo.
Raenari le dirigió una mirada compasiva, cargada de empatía e intriga.
—¡Mamá!
El grito repentino de Renoir los sobresaltó, mientras el joven caía de los brazos de Dimitri, jadeando con rapidez.
Raenari se apresuró hacia él.
—Tranquilo, Renoir —le tranquilizó con dulzura—. Está bien —añadió, sonriendo al ver cómo Aja y Dimitri observaban con alivio la recuperación del joven.
Dimitri y Raenari ayudaron a Renoir a sentarse junto a un árbol, permitiéndole recuperar el aliento.
—Aja... —susurró Renoir al ver a la joven—. M-me alegra ver que estás sana y salva.
Aja se abrazó a él, y al hacerlo emitió pequeños vestigios de su prána, que rápidamente se mezclaron con los vestigios de la prána de Renoir, formando una Mæ de color cian entre ambos por el contacto.
La fluidez del halo colorido de los dos, que brotaba desde sus corazones y se extendía rodeándolos, creaba una escena maravillosa y mágica.
—Increíble... —susurró Raenari sonriendo, mientras cabeceaba para mirar a Dimitri, quien les observaba con asombro.
Aja se separó ligeramente de Renoir, disipando la armoniosa prána, pero manteniendo el contacto visual.
—Me siento mejor —aseguró Renoir.
—Bien, ¿nos movemos? —propuso Aja, ofreciéndole la mano para ayudarle a levantarse.
—Vamos.
Mientras Renoir se reincorporaba con la ayuda de Aja, le informaron de lo sucedido con los esclavos y su enfrentamiento con el jinete oscuro.
—Dime, Renoir —llamó Dimitri—, ¿recuerdas algo del enfrentamiento con el jinete oscuro?
—S-sí —titubeó Renoir, mirando a Aja—. Recuerdo... pero es como si lo hubiera visto desde fuera. Me veía a mí mismo luchar, pero no recuerdo haber sido capaz de hacerlo.
—No te preocupes por eso ahora, Renoir —intervino Raenari—. Concéntrate en recuperar tus fuerzas. Pronto llegaremos y podréis descansar. Os lo merecéis, ambos.
Mientras Leone, Óbregon y sus compañeros cruzaban el desolado campo de batalla, llegaron al campamento militar en la vasta llanura.
Una vez allí, se organizaron para recolectar las provisiones del batallón de Lucius y Worten.
Lorenz, tomado de la mano de su hermana, buscaba suministros en las tiendas de campaña antheinas.
—Toma, Luciana —ofreció el joven—, esto te servirá.
Sin dudarlo, Luciana aceptó el alimento de la mano de su hermano, el hambre les había asolado.
—¡Rápido, reunid todo lo que podáis y cargadlo en las alforjas! Debemos reanudar la marcha y llegar a Anthea antes del anochecer —ordenó Leone.
Observando el campo de batalla, Leone se atormentaba con la idea de dejar los cuerpos del comandante Lucius y el capitán Worten abandonados hasta que los shaktienses los quemaran.
—¡Troy! —llamó al soldado antheino.
—¿Qué pasa, Leone? —preguntó apresurado.
—Bajaré, no podemos abandonar sus cuerpos, se sacrificaron por nosotros.
Troy miró el horripilante escenario, el hedor que arrastraba el viento ya era un indicativo para no acercarse a tan profanado lugar.
—De acuerdo, iré contigo Leone. Toma, usa esto para el olor.
Le ofreció varios paños de seda que sacó de una tienda de campaña.
Con los paños como mascarillas, descendieron en busca de sus superiores.
El olor a muerte se extendía por el aire, penetrando en cada herida de los cadáveres, envolviéndolos en un aroma a sangre que nublaba la vista.
—La última vez que vi al comandante fue por allí, al sudoeste —indicó Leone señalando el lugar a Troy, su voz amortiguada por el pañuelo.
—Entendido, vamos allí entonces —respondió Troy, avanzando sobre los cuerpos.
Mientras se acercaban a la posición indicada, discutían sobre el caos de la batalla, especialmente la intervención de los dominantes.
—¿Tienes alguna idea de quiénes podrían ser? —preguntó Leone.
—No, nunca había visto a un dominante shaktiense con una Mæ azul, ni uno que manipulara el fuego. Aunque, ahora que lo pienso, por tu edad, diría que es la primera vez que ves dominantes.
—Así es, pero he investigado mucho sobre ellos. Los registros de Anthea han ayudado mucho a mi entrenamiento teórico. Siempre quise salir al exterior, y luchar por la justicia. De esta manera, puedo decir que esos dos no eran shaktienses, estoy seguro. Además, se enfrentaban el uno con el otro. Algo más grande está sucediendo aquí, algo que desconocemos Troy, lo presiento —confesó Leone, afectado por las toxinas que respiraba.
Troy se impresionó por la elocuencia y la astucia del muchacho, mirándolo embobado durante su razonamiento, antes de levantar la cabeza de nuevo.
—Espera... Leone, mira allí —señaló Troy, apuntando a un caballero caído, cuya capa azul recordaba a la de Lucius.
—Sí, podría ser él, rápido.
Ambos se dirigieron al cuerpo, horrorizados por su estado.
—Por Antheodor... —susurró Troy al borde de las lágrimas al ver a su comandante brutalmente decapitado.
—El corte no fue limpio —observó Leone examinando los bordes del cuello del cadáver—, no lo tajaron, le arrancaron la cabeza brutalmente.
—Salvajes, malditos dominantes salvajes —maldijo Troy, furioso, mientras buscaba la cabeza en el charco de sangre.
Leone contemplaba consternado el cadáver de Lucius, recordando cuando lo rescató de una muerte segura en su huida nocturna de la fortaleza.
—Conocía a mi hermano —reflexionó, con la mirada fija en el cuerpo—. ¿Qué justificación puede haber para esto?
A punto de romperse, recordando a su familia, Leone se enderezó para examinar los alrededores, avistando un arma singular.
—¿Qué tipo de arma es esta? —se preguntó mientras recogía el ensangrentado arma de Lucius, con su hoja forjada con minerales dominantes—. Espera, esta es el arma del comandante —reconoció finalmente.
Mientras la inspeccionaba, maravillado por su diseño y ligereza, un grito de lamento interrumpió su atención.
—¡Capitán! —sollozaba Troy, destrozado, mientras lloraba el cadáver mutilado de Worten.
Leone, acudiendo rápidamente, quedó sorprendido por la brutalidad con la que habían asesinado a Worten, quedándose paralizado por unos momentos.
—¿Cómo vamos a llevárnoslos en este estado...? ¡¿Cómo?! —preguntaba un desesperado Troy, lamentando la muerte de su amigo y capitán.
—No podemos —respondió Leone, con los ojos abiertos, tratando de asimilar el horror ante sus ojos—, el pueblo no debe ver a nuestros héroes así. Les daremos un entierro digno en la gran llanura.
Ambos soldados cargaron con dificultad los cuerpos de Lucius y Worten, dirigiéndose al campamento militar.
En el campamento, varios soldados, que hacían de centinelas, los vieron desde lejos y acudieron en su ayuda.
Cuando subieron, colocaron los cuerpos, horrorizando a los demás soldados, que rindieron homenaje al comandante y al capitán.
—Gracias por ayudarnos —agradeció Leone, se sentó al lado del soldado que le ayudó a cargar con el cadáver de Lucius.
—Es terrible, hicisteis lo correcto al rescatarlos de ese infierno —reconoció el soldado.
Leone vio a dos soldados atados con cuerdas en medio de la hoguera.
—¿Quiénes son esos? ¿Por qué están atados? —preguntó con desdén.
—Son desertores —respondió el soldado, mirándolos con desprecio—, se quedaron aquí durante la batalla, presos del pánico.
Leone, al escuchar el testimonio del soldado, se acercó a los apresados.
—¿Es cierto? ¿Habéis huido? —inquirió con ira.
—S-sí... el miedo nos paralizó ante el caos de la batalla, merecemos morir —admitió uno de los soldados, avergonzado.
—Por favor, tened piedad de nosotros, fuimos cobardes y nos dejamos llevar por el miedo, perdonadnos —suplicó el otro, temblando.
Leone reflexionó profundamente. Su mano acariciaba la empuñadura de la espada de Lucius.
—No puedo dejaros morir, sois de los nuestros —declaró, liberándolos—. Ahora id, marchad y avisad de que vamos de camino, con muchos cautivos liberados —ordenó mientras llamaba a dos caballos.
—¿P-Por qué? —preguntó el soldado apenado.
—El miedo, puede ser un arma si lo controlas, yo también pase miedo, lo controlé y vencí, al igual que mis camaradas —le respondió Leone—, es por eso que hemos liberado a nuestra gente de ese infierno. Vosotros podéis hacerlo también, no lo olvidéis, ahora marchad.
Ambos soldados marcharon en dirección a Anthea, a caballo y con algunas provisiones.
—Eres extraordinario muchacho —le elogió el soldado con el que hablaba antes, que se había levantado para observar la escena más de cerca—. ¿De que parte de Anthea eres?
—Soy de Elmsford —respondió Leone agachando su cabeza.
—Claro... ya veo —entendió el soldado—. Siento lo que has tenido que pasar muchacho, pronto estaremos en nuestra tierra de nuevo —le consoló mientras acariciaba su cabello.
Leone asintió y marchó hacia los cuerpos.
Los soldados antheinos cavaron dos tumbas para enterrar a Worten y Lucius.
—Espera —dijo Leone al soldado que iba a meter a Lucius en el hoyo—, este colgante tal vez sea de algún familiar suyo, lo llevaremos de recuerdo.
Troy rescató la armadura de capitán de Worten, como recuerdo de su amigo y constancia de su sacrificio.
Después, les enterraron entonando juntos un solemne canto, conocido como Swara, un canto fúnebre antheino, que se compuso en honor a todos los mártires esclavos de Ajnâ y a todos los muertos a manos de los dominantes.
Cuando terminaron de velar a sus superiores y de recoger suministros para el viaje, reanudaron la marcha hacia Anthea.
En el recinto del palacio umbrío el emperador se aproximaba a la cama donde reposaba su hijo, gravemente herido, con la intención de conocer su estado.
—¿Puedo pasar? —inquirió Takhor desde la entrada de la estancia.
—No necesitas pedir permiso, padre —respondió Kali.
El heredero, ensimismado, yacía mirando el techo, sumido en sus pensamientos.
—Hacía tiempo que no te veía sin la armadura —observó Takhor.
Kali vestía una túnica negra que envolvía su figura, sin llevar nada debajo.
—¿Cómo te sientes, hijo mío? —preguntó el padre acercándose a él.
—No es nada, padre. Solo un rasguño. Me recuperaré pronto —aseguró Kali evitando la mirada penetrante de su padre.
—Kali... no ocultes la verdad. Puedo ver tu dolor, hijo.
La respiración de Kali se agitó, y unas lágrimas brotaron tímidamente, reflejando su carga emocional.
—Q-quizás... me encuentre algo peor de lo que pensaba. Pero no te preocupes, padre. Sanaré pronto y volveré al trabajo para hacerte sentir orgulloso de mí.
Kali evitó la mirada de su padre al concluir, luchando por contener sus emociones.
—Hijo mío, lamento no haber sido un buen padre... lo siento profundamente.
—No, padre. No quiero que te culpes más. Ya has sufrido bastante —respondió Kali.
—Kali, escúchame —insistió su padre, tomándole el rostro con sus manos—. Reconozco mis errores del pasado, mi sed de venganza que consumió a Kalid y a mí, y sé que también te afectó a ti. Pero te prometo, te prometo, hijo mío, que lucharé a tu lado y estaré ahí para protegerte, como tu padre y emperador que soy.
El contacto visual con los oscuros y rojizos ojos de su padre conmovió a Kali, trayendo recuerdos del pasado.
—Aunque mis ojos ya no puedan ver luz alguna, mi corazón sigue latiendo por ti, por nuestro Imperio... por tu madre. Prometo enmendar mis errores.
Padre e hijo se abrazaron emocionados, las lágrimas de Kali empapaban la barba de Takhor, mientras sollozaba silenciosamente en el regazo de su padre.
—Ahora descansa, hijo. Velaré por ti hasta que te recuperes.
Takhor se levantó de la cama y se encaminó hacia la puerta para salir.
—Padre —llamó Kali justo antes de que Takhor cerrara la puerta por completo—, te quiero.
—Y yo a ti, hijo. Siempre has sido mi orgullo. No lo olvides.
La puerta se cerró, dejando a Kali solo en la habitación.
—Mira, Raenari —susurró el heredero mirando al techo—, lo logré, ¿gracias a ti, verdad?
A medida que se acercaban a Thalúrim, el hambre de Renoir se intensificaba. El ambiente sofocante y húmedo no hacía más que agravar su sensación de asfixia.
—Me estoy muriendo de hambre, ¿falta mucho para llegar? —preguntó Renoir, agotado.
—Esperad, creo que acabo de recordar algo —respondió Dimitri antes de que Raenari pudiera intervenir.
El príncipe se apartó del grupo, dejando perplejos a Raenari y Renoir, que intercambiaron miradas de desconcierto.
Dimitri se detuvo junto a un gran árbol y comenzó a excavar en un terreno que parecía haber sido excavado previamente.
—No me equivoqué —dijo aliviado, extrayendo de la tierra una mochila de cuero—. ¡Rápido, acercad!
El grupo se aproximó a Dimitri, observando cómo sacaba alimentos de la mochila. Renoir se lanzó hacia ellos como un animal hambriento.
—Es una de mis "balizas" que dejé en el camino hacia Anthea, por si las cosas se complicaran y necesitara provisiones para sobrevivir —explicó Dimitri.
—Qué ingenioso, Dimitri —elogió Aja mientras abría una lata de comida—. Con esto tendremos suficiente hasta llegar a Thalúrim.
—Son alimentos del reino etéreo, directamente de Lestari —añadió con orgullo Dimitri—. Disfrutadlos y comed despacio.
Justo en ese momento, Renoir comenzó a toser con fuerza.
—¡Hey, dije despacio! —regañó Dimitri mientras Aja le golpeaba suavemente la espalda para ayudarlo.
Los cuatro se sentaron juntos a comer bajo el árbol.
—Está delicioso —comentó Raenari saboreando el pescado—. Es bacalao, ¿verdad?
—S-sí —respondió sorprendido Dimitri—. ¿Cómo lo supiste? En las tierras cercanas al sol no hay, solo se encuentra en el norte.
—Bueno, me recordó a la comida que ella solía darnos a mi hermano y a mí —explicó Raenari con gesto pensativo.
—¿Ella? —preguntó Renoir, habiendo terminado de saciarse.
—Tu madre, Renoir.
La revelación sorprendió a Renoir, quien miró a Aja con júbilo, agradecido de que pudiera escuchar recuerdos de su madre por parte de Raenari.
—Tu madre, Renoir, era una persona bondadosa —continuó Raenari, dirigiéndose al joven—. Mi hermano Martiel y yo la conocimos cuando escapamos del área esclava siendo niños. Ya sabíamos que nuestros padres no volverían, así que Martiel ideó un plan de escape para buscarnos un futuro mejor. Funcionó, logramos salir de ese infernal lugar y nos refugiamos en los suburbios de Faenforn, donde estábamos solos y en constante peligro. Tu madre nos encontró cuando estábamos enfermos y hambrientos, nos salvó la vida con medicamentos extraños y nos alimentó durante días. Hablaba del amor por los demás, la unidad, la esperanza y el afecto.
—Espera un momento —interrumpió Aja—, ¿no es esa la historia que me contaste cuando nos conocimos en el área esclava? Y luego te dio el colgante de Renoir antes de irse, ¿verdad?
—Exactamente —confirmó Raenari—. Ver el colgante en manos de Aja y su petición de ayuda me hizo despertar y decidí unirme a vuestra causa. Cuando vi a Renoir en esa sala, supe que era hijo de ella. Vuestra mirada es inconfundible.
—Ah, claro —conectó Aja—. El colgante es una pista valiosa de que aquella mujer era la madre de Renoir. No puedo creer que no me diera cuenta antes.
—Jajajaja —rió Raenari— Si, especialmente después del emotivo discurso que me diste mientras sostenías el colgante.
—¿Discurso? —preguntó Aja confusa—. Solo recuerdo que te pedí ayuda, me contaste esa historia y aceptaste ayudarme.
—¿De verdad no lo recuerdas? —se sorprendió Raenari—. Una pena, fue bastante motivador.
—Raenari —llamó Renoir—, ¿mi madre te dijo a dónde se dirigía?
—Si —respondió Raenari, bajo el atento oído de Dimitri, quien escuchaba selectivamente las palabras de Raenari mientras comía—, me dijo que continuaría su camino hacia el sur.
—¿Su camino —susurró Renoir—? Supongo que quería refugiarse en Anthea para que no la matasen, como hicieron con toda mi familia.
Renoir agachó su cabeza pensativo, en un silencio sepulcral donde se podía escuchar las masticadas de Dimitri y Aja.
—La misión, Raenari —irrumpió Dimitri después de tragar—, es llevar a Renoir a Lestari, último refugio conocido para los dominantes de la Magia ancestral vorágine. Allí, el rey Erebus, mi padre, se encargará de su protección y le dará el poder necesario para poder arreglar esta desdichada tierra, y así protegerla de un peligro inminente.
Raenari escuchó atentamente a Dimitri, y luego cabeceó para mirar a Renoir, que miraba pensativo a las latas de bacalao.
—Tranquilo Renoir —le dijo la pelirroja mientras le rodeaba los hombros con su brazo—, no temas por nada. Pues juro por mi hermano, que te protegeré hasta mi último aliento, si puedes construir ese mundo, dónde podamos descansar al fin, yo quiero verlo.
El joven hizo una mueca, asintiendo la lealtad de Raenari.
—Gracias chicos, a todos —respondió Renoir, mirándolos uno a uno—. Si de verdad tengo ese poder, juro que me esforzaré para controlarlo y así acabar con todos los conflictos de Ajnâ, para que ningún dominante o humano puro tenga que pasar por estas situaciones —concluyó Renoir mientras se levantaba del pasto agarrando su brazo.
«Esos son sus ojos, los ojos de Caela, ¿los ves, Martiel? —pensaba Raenari emocionada ante la declaración de Renoir».
En el umbral de la alta madrugada del Budhavaar, tercer día de la semana, los soldados antheinos avanzaban con paso firme hacia Anthea, habiendo atravesado la densa mitad del bosque Brânn.
—Trovadores de la victoria, ya percibo el aroma de nuestro hogar. Excelente labor, camaradas —alentó Troy a sus compañeros con voz enérgica.
—Guardad silencio —sugirió Leone con prudencia—. A estas horas, el bosque no nos recibe con amabilidad.
—No temas, Leone. Contamos con la suficiente fuerza para repeler cualquier amenaza que se interponga en nuestro camino hacia el regazo del hogar —replicó Troy con convicción—. Nada impedirá que me reencuentre con mi familia.
Los esclavos, entre susurros jubilosos, celebraban el avistamiento de la salida del vasto bosque.
—Hemos triunfado, compañeros —felicitó Óbregon con orgullo a sus camaradas rebeldes y a los soldados—. Pronto estaremos a salvo.
Óbregon observó el cuerpo de Dárion, cubierto por una tela de tienda de campaña, pues se negó a sepultarlo en la amplia llanura.
—¿Cómo te encuentras? —inquirió Leone con atención hacia Óbregon.
—Bien. Me reconforta estar a salvo. Anhelo experimentar la libertad plena como nunca antes. Sin embargo, lamento su ausencia en este momento crucial—lamentó el líder rebelde—. Desearía que estuviera aquí a mi lado.
Leone siguió la mirada de Óbregon hasta posarse en el cadáver de Dárion.
—Lo comprendo. Pero su espíritu nos vigila, y el de todos nuestros hermanos caídos. Ten fe —consoló el joven con solemnidad.
Óbregon asintió, contemplándolo con seriedad.
—Yo también tengo un amigo —continuó Leone, con la voz cargada de pesar—. Era como un hermano para mí.
El día en que un ser ancestral primigenio asoló mi pueblo, arrebatando la vida de mi familia, nunca más lo volví a ver. Ni siquiera encontré su cuerpo.
Pero, no creo que haya perecido. Algo, o alguien, se lo llevó junto con la bestia ígnea que nos persiguió, más allá de los confines del reino.
El relato de Leone dejó entrever en su rostro el dolor y el trauma que aún lo acosaban.
—Le perseguí —prosiguió con voz temblorosa. Hasta adentrarme en lo profundo del bosque Brânn. Solo hallé cenizas y huellas, algunas aún visibles. Era una criatura colosal. Y-yo... ya no sé dónde buscar.
—Hey —interrumpió Óbregon, acercando su caballo al de Leone y posando su mano sobre su hombro—. Confía en que está a salvo. No pierdas la esperanza hasta que encuentres su cuerpo. Que eso te motive a seguir adelante.
Leone inhaló profundamente, asintiendo con renovada determinación.
Los primeros destellos del sol iluminaron la espesura del bosque Brânn, desvelando a los esclavos la proximidad del reino de Anthea.
—Mira Luciana, al fin... hemos alcanzado nuestra libertad —murmuró Lorenz al divisar los límites del reino y la puerta que los aguardaba.
La madrugada envolvía el paisaje con una suave brisa fresca, casi imperceptible, mientras el grupo avanzaba por el terreno, susurrando al son de sus pasos sobre el pasto verdoso y amplio. Las sombras de la noche se desvanecían lentamente, dando paso a los primeros destellos del sol naciente que pintaban el cielo de tonos rosados y dorados.
—Ahí está —dijo Raenari, señalando hacia abajo con un gesto de alivio—. Thalúrim, por fin.
Después de los horribles acontecimientos en la capital, el simple hecho de avistar el pueblo les infundió un sentimiento de esperanza renovada.
Descendieron con cuidado por la bajada, siguiendo el camino marcado por Raenari, hasta que alcanzaron las inmediaciones del pueblo.
Los humildes muros que rodeaban Thalúrim se alzaban como protectores silenciosos, con su gran portón del sur abierto de par en par, dando la bienvenida a los viajeros de Faenforn.
—¡Qué hermoso! —exclamó Aja, admirando los alrededores ajardinados del pueblo. Estaban decorados con esmero y algunas personas conversaban en el césped—. Parece sacado de un sueño.
—¿Cómo puede haber un lugar así, tan relativamente cerca de otro lugar como Faenforn? —preguntó Renoir extrañado.
Raenari asintió con tristeza en los ojos mientras observaba las decoraciones, recordando la injusticia del trato hacia los esclavos que habían trabajado en ellas.
—Toda esta belleza se ha construido a costa de la libertad de otros —murmuró—. Es una triste realidad que debemos enfrentar.
Con paso renovado por el entusiasmo de lo desconocido, el grupo se adentró en el pueblo, sumergiéndose en la atmósfera vibrante y llena de vida de Thalúrim. Las calles estaban repletas de personas de diferentes edades y ropajes, caminando y paseando por el pueblo mientras observaban los diferentes puestos de comercio.
Las conversaciones giraban entorno a la incomodidad por la recién librada guerra en la puerta de Faenforn.
Entre los puestos se encontraban tiendas de todo tipo: desde mercaderes que ofrecían especias exóticas y telas de colores vibrantes, hasta artesanos que exhibían sus obras de arte talladas en madera y piedra.
El grupo estaba en medio de la encrucijada de los diferentes caminos de la calle.
—Bien —habló Raenari—, deberíamos separarnos para abarcar el máximo terreno posible, mientras buscamos algún hostal, ya que, al parecer no hay ninguno cerca. ¿Qué os parece? —preguntó mientras cogía a Renoir de la mano.
—Si —respondió Renoir con cierto entusiasmo—, me gustaría ver algunas tiendas.
—De acuerdo —reforzó Dimitri mientras echaba un vistazo general a su alrededor—, nos separaremos. La entrada de aquel templo será nuestro punto de reencuentro —afirmó mientras señalaba la torre del templo con su brazo—. Cuando encontréis el hostal o hayáis mirado suficiente, marchad hacia allí.
El grupo se dispersó por diferentes caminos de la encrucijada.
Raenari y Renoir caminaban deleitándose la vista con originales y lujosos artefactos de las tiendas. Mientras avanzaban entre los puestos de comercio, Renoir no podía contener su asombro ante la variedad de objetos y mercancías que se ofrecían a su alrededor.
—¡Mira, Raenari! —exclamó Renoir, señalando emocionado un puesto que exhibía una colección de candelabros tallados en plata—. ¡Son magníficos!
Raenari sonrió con cariño ante la emoción de su joven compañero.
—Sí, lo son —respondió, deteniéndose junto a él para observar los detalles de las piezas—. ¿Te gustaría llevar uno al hostal?
—Claro que si —respondió con emoción—, la oscuridad a veces me incomoda un poco jajajaj —confesó mientras rascaba su negro cabello ante la carcajada de Raenari.
Continuaron su recorrido, deteniéndose de vez en cuando para examinar los diferentes objetos expuestos en las tiendas.
Raenari aprovechaba cada oportunidad para enseñarle algo nuevo a Renoir, compartiendo su humilde conocimiento y experiencia con él. Realmente estaba disfrutando de la compañía del joven.
—¿Sabías que estos tapices están tejidos a mano? —le explicó Raenari, señalando una colorida colección de tapices de exposición—. Es todo un arte que se transmite de generación en generación.
Renoir asintió con admiración, absorbiendo cada palabra con interés.
—Es fascinante —comentó—. Aunque en Anthea había muchos de estos en la ciudad. Realmente los humanos puros tienen una gran habilidad e ingenio.
—Así es —asintió Raenari—, al no depender tanto de la prána de Ajnâ, hemos tenido que desarrollar diferentes aptitudes que nos permitan sobrevivir a esta era. Mientras que los dominantes se aprovechan de ello, explotándonos y usándonos a su favor. Es por eso que apoyo la causa de Anthea.
El semblante de Renoir se tornó entristecido, como si le molestara la situación actual de los humanos en Ajnâ.
—Anthea lucha en contra de la esclavitud —reflexionó el joven—, sin duda es algo digno. Pero con violencia, no se conseguirá la igualdad.
Raenari le observó atentamente, focalizando su escucha en sus palabras en medio del bullicio de la gente que se cruzaba.
—En el caso de que consigan armamento capaz de derrotar a los dominantes —continuó Renoir—, lo único que harán es hacer lo mismo, lo noto en el odio que les tienen. Tú eres diferente Raenari, si no, no estarías con nosotros ahora, ¿verdad?
La pelirroja se sorprendió por su acertada reflexión, y le dedicó una sonrisa agachándose hacia él.
—Yo estoy aquí para protegerte Renoir —confesó acariciándole de manera juguetona—, porque creo que lo que acabas de decir, si que es diferente.
Renoir sonrió mientras reanudaban la marcha por la ajetreada calle comercial.
Una tienda en particular llamó la atención de Renoir. La tienda exponía una colección de preciosas joyas hechas con minerales del norte y del nordeste de Ajnâ, de colores variados.
—¡Son increíbles —exclamó Renoir, maravillado por la belleza de las joyas—! Y carísimas... siete mil dominios de oro —dijo resoplando—. Creo que nunca he visto ni siquiera un dominio de oro. En el pueblo manejábamos dominios de bronce —le explicó a Raenari—, como mucho de plata cuando padre cobraba alguna incursión. Y eso que era comandante de las tropas interiores. Aunque, padre siempre ha sido una persona muy humilde.
—¿Cómo se llamaba tu padre? —preguntó Raenari.
—Rioner, Rioner Galant Miria —respondió el joven con cierto pesar—. Te habría caído bien, era un gran soldado.
—Seguro que si —respondió Raenari, se notaba su consternación al asimilar la amarga situación del muchacho, pero también su sorpresa por la fortaleza que mostraba ante tales tragedias. Al fin y al cabo, no era más que un joven adolescente.
El dependiente de la joyería los miraba con impaciencia, consciente de que no se podían permitir sus desorbitados precios.
—Están a precio de reyes, sin duda —susurró Renoir con asombro, observando las etiquetas de los precios de las diferentes joyas—. Mi madre habría amado estas joyas.
Raenari lo escuchó con tristeza, comprendiendo el anhelo del joven por su madre. Luego observó como Renoir fijaba su mirada en una joya de color verde esmeralda.
—Quizás haya algo que le guste a Aja también —sugirió, con perspicacia—. ¿Qué te parece esta?
Renoir asintió, sorprendido de que Raenari hubiera leído sus pensamientos.
—Son hermosas. Aja las adoraría —afirmó.
Mientras tanto, Dimitri y Aja paseaban por una zona de tiendas que vendían diferentes cuadros de lugares emblemáticos de Ajnâ.
Entre ellos, un cuadro representaba la vasta Ciudad Central del noroeste, en otro estaba plasmada la capital del Sacro reino Etéreo, Lestari, y en otro se dibujaba la ciudad de Wiggs, al sudeste del reino Etéreo.
Dimitri observó con atención los diferentes cuadros, deteniéndose frente al que representaba Lestari.
—Este cuadro captura la esencia misma de nuestra ciudad —comentó Dimitri, con un brillo de orgullo en sus ojos—. Cada calle, cada edificio... es como si estuviera allí mismo.
Dimitri extendía su brazo para rozar el cuadro, como queriendo teletransportarse ahí en el momento.
Aja asintió con una sonrisa, admirando la pasión de Dimitri por su ciudad natal.
—Debe ser maravilloso vivir en un lugar así —dijo—. Tan lleno de historia y belleza.
—Lo es —respondió—. Pero también tiene sus desafíos. Como en todas partes, supongo.
Aja le miró con curiosidad, percibiendo la sombra de melancolía en sus palabras.
—Sigamos —ordenó Dimitri retomando el ritmo abruptamente.
Aja se detuvo frente al cuadro que representaba Wiggs, su ciudad natal.
En la pintura, se veía el bullicio del puerto, con barcos mercantes atracados y marineros trabajando en las cubiertas.
Al contemplar el cuadro, Aja sintió una oleada de emociones encontradas. Por un lado, la imagen evocaba recuerdos felices de su infancia, cuando solía pasear por el puerto con su madre, explorando los mercados y observando los barcos zarpar hacia tierras lejanas.
Sin embargo, esos recuerdos también estaban teñidos por la trágica muerte de su madre y el abandono de su padre, eventos que habían dejado una profunda cicatriz en el corazón de Aja.
Sus pensamientos se vieron invadidos por el dolor y la tristeza mientras miraba fijamente el cuadro. Recordó el rostro amoroso de su madre, su risa contagiosa y la sensación de seguridad que le brindaba su presencia. Pero también recordó el momento en que todo eso fue arrebatado violentamente, dejándola sola y desamparada en un mundo cruel.
Dimitri notó la expresión sombría en el rostro de Aja y se acercó a ella con preocupación.
—¿Estás bien, Aja? —preguntó, colocando una mano reconfortante en su hombro.
Aja apartó la mirada del cuadro y se volvió hacia Dimitri, forzando una sonrisa débil.
—Sí, solo... me trae recuerdos, eso es todo —respondió, luchando por mantener la compostura.
Dimitri le miró con comprensión, sabiendo que la ciudad de Wiggs estaba asociada con dolorosos recuerdos para ella. No dijo nada más, pero permaneció a su lado, ofreciéndole su apoyo silencioso mientras procesaba sus emociones.
Después de un momento, Aja respiró profundamente y se alejó del puesto, decidida a dejar atrás los recuerdos dolorosos y concentrarse en el presente.
—Dimitri —llamó la joven, su vista fija en el frente—, necesito aprender a manejar la espada.
El rostro de Dimitri se iluminó con una mezcla de sorpresa y admiración. No había esperado esa solicitud de parte de Aja, pero no podía evitar sentirse impresionado por su determinación.
—¿Estás segura, Aja? —preguntó, buscando confirmación mientras la observaba con seriedad—. Entrenar con una espada puede ser peligroso, y no quiero que te pongas en riesgo.
Aja asintió con determinación, su mirada reflejando una determinación inquebrantable.
—Sé que hay peligros, pero también sé que necesito estar preparada para enfrentarlos. No quiero ser una carga para ti o para el grupo. Quiero poder protegeros y ayudaros a todos, pero también quiero poder defenderos si es necesario —explicó, sus palabras resonaban con convicción.
Dimitri la miró durante un momento, impresionado por su valentía y determinación. Finalmente, asintió con una sonrisa suave.
—Está bien, Aja. Te adiestraré —dijo con tono firme pero lleno de calidez—. Pero prométeme que serás cuidadosa y que no tomarás riesgos innecesarios, hasta que estés preparada.
—Si, lo prometo —respondió la joven retomando la marcha—. ¿Podemos empezar esta noche?
—Si, empezaremos al anochecer —respondió Dimitri pensativo—. Cuando encontremos el hostal, por la tarde saldremos a los jardines del pueblo y practicaremos ahí, ¿de acuerdo?
La joven asintió solemnemente.
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