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~15. Fuego Cerúleo

En las hileras de la reserva antheina, los soldados se erguían confundidos tras la bestial sacudida de la vorágine.

—¿Qué ha ocurrido? —cuestionó Leone mientras se incorporaba, apoyándose en su espada.

Sus ojos se dirigieron de inmediato al aura azul que envolvía el epicentro del conflicto.

—Renoir —murmuró Aja, llena de temor, mientras observaba desde las alturas al dominante desencadenado.

Sin demora, Dimitri se acercó a ella.

—Ese era Renoir, debo acudir en su ayuda, lucharé a su lado —declaró el príncipe—. Aja, debes aprovechar la oportunidad para evacuar a estas personas, dirígete hacia el norte, yo os despejaré el camino en el campo de batalla, nos encontraremos allí. Regresaré con Renoir, te lo prometo Aja...esta vez será diferente.

Ante la mirada escéptica de la joven ante la propuesta de Dimitri, el caballero se dio la vuelta y se apresuró hacia la llanura de combate.

Descendiendo por las sombrías escaleras de la imponente muralla, el príncipe avistó a Raenari, quien se apresuraba a salir velozmente por el portón hacia el caótico conflicto.

—«Raenari... ha logrado escapar —reflexionó el príncipe mientras se lanzaba tras ella—. Juntos tendremos una oportunidad mayor de rescatar a Renoir».

Dimitri persiguió a la guerrera, llamándola con determinación.

La pelirroja avanzaba con rapidez, deslizándose por la brecha del portón destrozado por las máquinas de asedio antheinas.

—Ese viento... ha sido como el de ella —jadeó balbuceante—. Es la hora y el momento; ¡de nuestra libertad! —exclamó la pelirroja con valentía y coraje, adentrándose en el campo de batalla y derrotando a los soldados aturdidos por la conmoción.

Mientras tanto, Renoir, enfrentaba al infame jinete, cuya espada llameante arremetía con ferocidad contra el joven. Sin embargo, el desatado muchacho esquivaba los ataques con destreza; su espada, imbuida en el elemento Orión, disipaba las llamas del arma del jinete, y con movimientos ágiles y precisos, contraatacaba con contundencia y determinación, infligiendo golpes certeros y fatales a su adversario.

El enfrentamiento estaba siendo parejo, pero Renoir notaba en su interior una fuerza mucho mayor, una fuerza que le podría permitir terminar el combate si el quisiera, pero, a la vez, una fuerza a la que no sabía cómo acceder.

Así que el dominante dio rienda suelta a su rabia, impulsada por los recuerdos de su pueblo arrasado, de sus padres asesinados que, una y otra vez, se proyectaban en su mente, como si le estuvieran estimulando para luchar.

Raenari se encontraba rodeada por cinco adversarios, tres shaktienses y dos antheinos.

—Venga, venir aquí —retó desafiante mientras desenvainaba su hoja.

Luchó con ferocidad, su asombrosa agilidad y habilidad resultaron, como siempre, cruciales en el combate, provocando la caída de tres de ellos.

Sin embargo, su identidad fue descubierta por un soldado imperial shaktiense, quien la encaró con sorpresa.

—¿Raenari la roja... por qué? —inquirió el soldado antes de ser mortalmente herido por la rápida intervención de Dimitri, quien desenvainó su sacro sable ensartándoselo en el pecho.

Aprovechando la distracción, Raenari se reubicó estratégicamente y acabó con el último soldado antheino que quedaba en pie, decapitándolo sin piedad ante su resistencia.

—Sois el príncipe —reconoció Raenari, mientras limpiaba su arma en las armaduras de los caídos—. Debemos purgar toda esta zona de la muralla, para procurar una salida a los nuestros, y además, debemos auxiliar a Renoir.

Dimitri asintió en señal de acuerdo.

—Parece que él puede enfrentarse al jinete llameante por sí solo —observó Raenari.

Ambos dirigieron su atención al duelo entre Renoir y el jinete oscuro. Estaban a una distancia prudente, y aún así, el choque elemental reverberaba el suelo que pisaban al mismo tiempo que hacía volar por los aires a los soldados desgraciados de ambos ejércitos que se cruzaban en el enfrentamiento.

—Nosotros debemos asegurarnos de que ningún soldado los perturbe en su enfrentamiento, en especial los cancilleres y el heredero, y estoy segura de que Renoir ganará. Impregnad mi arma con vuestro elemento, así será más resistente y letal contra la Mæ rayanî —ordenó la pelirroja.

—¿No sois una dominante —preguntó el príncipe extrañado—? ¿Cómo lucháis de esa manera entonces?

—¡No hay tiempo! Dame tu prána —inquirió Raenari.

Ambos se dirigieron al centro del campo de batalla para proteger a Renoir de cualquier otra fuerza enemiga que intentara interrumpir su combate.

Pegados a las imponentes murallas se congregaban los esclavos rebeldes, encabezados por Óbregon y Dárion, quienes unieron sus fuerzas en ausencia de Dimitri y Raenari.

—Es el momento de partir —urgió Dárion.

—Sí, ahora es nuestra oportunidad; Raenari y Dimitri están limpiando la zona de soldados junto a la muralla —confirmó Óbregon, observando a través del agujero provocado en la estructura defensiva.

En ese preciso instante Aja apareció, descendiendo velozmente por las escaleras de la muralla.

—¡Escuchadme —exclamó con voz firme—! Debemos confiar en Raenari, en Dimitri y... en Renoir. Confiemos en que sigan el plan y regresen; nosotros debemos partir sin demora.

Mientras pronunciaba estas palabras, unos ciudadanos shaktienses los identificaron como esclavos de la ciudad y trataron de detenerlos.

Entre ellos se encontraban dos soldados shaktienses heridos que, abrumados por el temor provocado por la vorágine perpetrada por Renoir, abandonaron el campo de batalla y se retiraron a intramuros. Básicamente, desertaron por miedo cual cobardes.

Además, se juntaron con la multitud de la capital con la excusa de que habían recibido ordenes para protegerlos de amenazas externas.

—¡Los esclavos están intentando huir! —exclamó un ciudadano shaktiense, señalando hacia el grupo.

—¡Vosotros —vociferó un anciano furioso entre la multitud, apuntando acusadoramente a los soldados desertores—! ¡Arrestadlos ahora mismo!

Los dos soldados se miraron confundidos, presionados por la ferviente multitud, y decidieron actuar conforme a sus demandas, desenvainando sus espadas preparando la ofensiva.

—Probadlo —bufó Dárion, desenvainando su espada.

Óbregon se preparó en posición defensiva a su lado.

Mientras tanto, Aja, al presenciar la situación, se aproximó con calma hacia los desertores, irradiando su Mæ verdosa en sus manos, desconcertando a los soldados y asombrando a los ciudadanos.

Las heridas de los dos desertores comenzaron a sanar rápidamente al ser tocadas por las manos curativas de Aja.

—Esto es lo que representa Ajnâ —declaró la joven dirigiéndose a los ciudadanos, quienes observaban atónitos—. No somos enemigos... somos de la misma especie, somos humanos —concluyó, mirando intensamente a los dos soldados.

La pequeña Luciana quedó estremeció maravillada entre la multitud de esclavos al ver el milagro que tan familiar le resultaba, sus tiernas manos agarraban con fuerza los ropajes de Lorenz, el cual no pudo evitar sonreír al ver tan misericordiosa escena.

Óbregon y Dárion guardaron sus espadas, al ver que los soldados bajaron sus armas ante Aja y la multitud se calló.

—Tenemos que salir de este conflicto—recalcó Aja dirigiéndose a los anonadados soldados—, vamos a cruzar la muralla, y correremos en dirección al norte, podréis venir con nosotros y juntos enfrentaremos a los enemigos que se pongan en nuestro camino.

Uno de los soldados, visiblemente desquiciado, interrumpió con desesperación.

—Pero ellos no son nuestros enemigos —señaló con temblor en la voz—, ¡son nuestros compañeros!

—Ya... no podemos regresar—agregó con pesar su compañero de armas.

—Lo haréis —exigió Aja—, me lo debéis, nos lo debéis.

El soldado desquiciado miró al suelo, avergonzado. Mientras que su camarada contemplaba los ojos de Aja.

El ambiente se sacudió levemente cuando un proyectil rocoso impactó sobre uno de los edificios internos de la ciudad. La multitud comenzó a gritar de pánico, entre la multitud local, habían ancianos sentados en el suelo y niños llorando desconsoladamente por los estruendos.

—Mierda, se están acercando más —lamentó Aja girándose con espanto.

—Existe otro camino para salir de Faenforn —respondió finalmente el soldado shaktiense—, una ruta menos arriesgada que cruzar el campo de batalla y que también lleva al norte.

Los líderes rebeldes se volvieron hacia los soldados con interés y expectación.

—Podríais guiarnos —urgió Aja con premura.

—S-sí... lo haré, seguidme —respondió el soldado, titubeante pero decidido.

Mientras tanto, la multitud shaktiense, disconforme con la situación que observaban, continuaba clamando por la captura de los esclavos.

—¡Son esclavos! ¡Detenedlos y llevadlos ante el emperador! ¡Seremos recompensados! —exclamó sádicamente el anciano shaktiense entre la multitud.

De repente, una gigantesca roca se desprendió y golpeó la parte superior de la muralla, fragmentándose en numerosos pedazos que se precipitaron sobre ellos.

—¡Cuidado! —gritó uno de los soldados shaktienses, desenvainando su espada y protegiéndose con su escudo.

A pesar de las defensas improvisadas, los esclavos, Óbregon, Dárion y Aja observaron cómo la mayoría de la multitud shaktiense quedaba sepultada y aplastada bajo la lluvia de rocas, mientras que los sobrevivientes huían despavoridos entre la humareda.

Aja dirigió una mirada solemne hacia el cuerpo destrozado del anciano sádico.

Los soldados, entre los cadáveres y los escombros humeantes, se pusieron de pie con nuevos rasguños y heridas.

—¡Os guiaremos! —exclamó el soldado desquiciado con voz acelerada, mientras ayudaba a su camarada a levantarse entre los escombros.

En medio del frenesí de la batalla, el comandante Lucius se encontró cara a cara con el temible canciller Káliron, cuya presencia imponente resonaba en la batalla por su rojiza aura.

Káliron, mientras caminaba lentamente hacia el comandante, zarandeó su espadón recubierto de prána elemental, asestando a un soldado antheino en su larga espalda mientras lo hacía.

Sin dar tregua al tiempo para la reflexión, los dos líderes se lanzaron uno contra el otro con ferocidad.

Káliron, con su dominancia avanzada del carmesí elemento Nixûs, desató una serie de ataques rápidos y letales con su gran espadón, cortando el aire con una precisión mortal.

Cada tajo creaba una estela de nixûs que reverberaba en el aire, su hoja parecía una gran coagulación sanguínea que acosaba mortalmente a su oponente sin cesar.

Lucius, desplegó su espada contundente singular, diseñada específicamente para contrarrestar la dominancia Rayanî del canciller.

—Con esta arma, os daré caza —se motivó el comandante—. ¡Vamos venid!

Con movimientos precisos y calculados, bloqueó con eficacia los rápidos embates del canciller buscando una apertura para contraatacar.

—«El arma responde bien—pensó Lucius durante el choque—, pero la velocidad de este ser es inagotable... yo soy el que flaquea en el duelo».

La superioridad del canciller era evidente. Su dominancia avanzada le otorgaba una resistencia y una fuerza sobrehumanas, y su capacidad para mantener un ritmo frenético de ataques dejaba a Lucius constantemente a la defensiva y sin oportunidad para contraatacar.

Por si esto no fuera poco, los soldados antheinos comenzaban a caer en masa por la dominancia ejercida por los shaktienses, dejando un panorama desolador a los ojos de Leone, que observaba la batalla desde las reservas antheinas.

A medida que la batalla avanzaba, el comandante se vio obligado a retroceder, luchando por mantenerse en pie bajo el implacable asalto de Káliron, que vacilaba realizando ataques cada vez más arriesgados que terminaron por derribar a Lucius.

Ya en el suelo, casi abatido, cabeceó a ambos lados, buscando a sus subordinados, hallándolos muertos en el suelo a cada uno que distinguía entre la negra humareda levantada por cada enfrentamiento.

—«Estoy... derrotado sobre la sangre de los míos —pensó mirando a Káliron con desesperación—. Alcmena... ¿qué estará haciendo ahora mismo? Por favor, cuida de nuestra pequeña»

—¿Eso es todo lo que traes a mi ciudad —se burló el canciller mientras detenía en seco su brutal ofensiva—? Si todos vuestros caudillos son como tú, no me extraña que tu gente sea esclava —añadió preparándose para el golpe mortal.

Fue entonces cuando las tropas de la reserva, al ver la desesperada situación de su ejército, cargaron desde el horizonte de la meseta alta de la gran llanura.

El eco de los fervientes gritos de Leone se solaparon con la galopada de los caballos, que, encabezados por el capitán Worten, cargaban con la tenacidad de la mítica lanza de Antheodor.

Las filas shaktienses separadas de la muralla, se encontraban expuestas ante la ofensiva antheina, por lo que rápidamente se reagruparon para recibir el ataque a la orden del canciller estratega Kálion, el cual avistó la carga desde el otro extremo del campo de batalla.

—¡¡Dominantes, preparados para recibir el impacto!! —ordenó rápidamente Kálion.

Las tropas antheinas arremetieron con fuerza contra las débiles filas shaktienses, las cuales cedieron ante la brutal embestida de los antheinos.

Este suceso llamó la atención de Káliron distrayéndolo lo suficiente como para permitir que Lucius recuperara el aliento y reevaluara su estrategia.

Con renovada determinacion y un grito de guerra, Lucius aprovechó la oportunidad para contraatacar.

Un giro rápido y vehemente de su espada, logró herir al canciller en el costado, provocando un rugido de dolor y furia por parte del sádico dominante, el cual agarró el arma de Lucius, que penetraba su costado, mientras le dirigía una mirada de odio al comandante.

Lucius, asustado, le retiró con fuerza su estocada, provocándole una terrible hemorragia.

En un arrebato de locura, Káliron se lanzó hacia adelante, masacrando a soldados aliados y enemigos por igual en su desesperado intento por alcanzar a su objetivo.

Lucius, viendo la oportunidad de escapar, se replegó y adoptó una postura más defensiva, tratando de contener la salvaje embestida del canciller.

A pesar de sus esfuerzos, la brutalidad del ataque enemigo era abrumadora, y el comandante se vio forzado a defenderse con todas sus fuerzas para evitar una herida fatal.

Desde su posición en el campo de batalla, Kálion observaba la escena con atención, percibiendo el inminente peligro que acechaba a su aliado Káliron.

—Káliron, no—susurró con preocupación.

Con determinación, se abalanzó hacia el lugar donde el canciller estaba siendo atacado, dispuesto a intervenir y salvarlo de su destino incierto.

Mientras tanto, la embestida de las filas de reserva antheina avanzaban con impetuosa fuerza, aproximándose peligrosamente al corazón del conflicto donde la batalla entre Renoir y el llameante jinete hacía estragos.

La intensidad de su confrontación desprendía una energía tan devastadora que cualquier soldado que se aproximara corría el riesgo de ser calcinado o arrastrado por la poderosa Mæ que emanaban.

La defensa desplegada por Dimitri y Raenari alrededor del enfrentamiento de Renoir y el jinete llameante dificultaba aún más el acceso al epicentro del combate.

Consciente de estos peligros, el capitán Worten, cabalgaba con determinación, esquivando con habilidad los ejércitos y el caos pránatico que reinaba en el campo de batalla, con el objetivo de socorrer a su comandante, Lucius.

En un movimiento audaz y certero, la carrera a caballo de Worten embistió violentamente a Káliron, quien, cegado por la furia y el dolor, no logró anticipar el ataque.

—¡¡¡NOOO!!!

El grito desgarrador de Kálion resonó en el campo de batalla mientras se desplazaba a gran velocidad a través de una niebla carmesí que sorteaba hábilmente las tropas enemigas, las cuales se confundían y se atemorizaban ante tal místico movimiento.

En un abrir y cerrar de ojos, Kálion reapareció en su forma corpórea y enganchó la armadura de Worten con su látigo punzante, derribándolo de su montura con un tirón seco.

Ante la rápida intervención del canciller, Lucius se reincorporó para auxiliar a su subordinado, lanzándose con determinación hacia Kálion.

Sin embargo, el astuto canciller se desvaneció nuevamente en su característica niebla carmesí, reapareciendo detrás de Lucius y enrollando su sangriento látigo en el cuello del comandante.

El tiempo se detuvo en seco para Lucius, que al recordar su hogar de manera fugaz, su espada cayó de sus manos así como su esperanza y valor.

—Comandante —susurró Worten aturdido, contemplando la mirada tan asfixiada como pérdida de Lucius.

En un intento desesperado por salvar a su líder, Worten se apresuró a intervenir, pero Kálion tiró cruelmente de su látigo, arrancando brutalmente la cabeza del valiente comandante y arrojándosela a Worten.

—¡Nooo! Malditos seáis... DOMINANTES—la rabia de Worten se manifestó en un grito ahogado de dolor.

Se levantó con rabia, empuñando el arma de su comandante para arremeter contra su asesino y darle justicia.

Sin embargo, en medio de su ofensiva hacia Kálion, sus piernas fueron rebanadas violentamente por el espadón de Káliron, quien se levantó en el último momento aprovechando la distracción del capitán.

Worten se retorcía en sollozos ahogados derrotado en la negra tierra bañada con su propia sangre. Mientras cabeceaba dolorido contemplando sus piernas, desprendidas de su cuerpo.

Su mirada, en dirección a Anthea, se apagó por completo cuando fue rematado por Káliron.

—Pierdes mucha sangre — advirtió Kálion mientras miraba el costado de su camarada—, deberíamos replegarnos.

—No —se negó Káliron apoyándose en su espadón—, debemos capturarle.

Ambos contemplaron la vorágine en la que combatían Renoir y el jinete oscuro formando una tormenta de fuego cerúleo.

En medio del enfrentamiento Renoir aprendía a manejar cada vez mejor sus habilidades, manifestándose en cada movimiento con una destreza digna de un vendaval.

Sus ojos, iluminados por un intenso resplandor azul, reflejaban la determinación y el valor de su espíritu mientras esquivaba los ataques del jinete oscuro con una agilidad sin igual, casi como si flotase.

—«¿Que tipo de fuerza es esta?» —se preguntó el jinete completamente sorprendido por la superioridad de Renoir.

Cada golpe que lanzaba Renoir resonaba como el azote de un vendaval, sacudiendo al jinete y a su montura con una fuerza arrolladora.

Dimitri se giró percatándose de la intensidad creciente que emanaba de la lucha.

—«Renoir... —pensó el príncipe».

—¡No te distraigas —advirtió Raenari mientras se replegaba a su lado, sus piernas firmes y resistentes ante la sacudida elemental—, ya queda poco! Lo vencerá enseguida, y saldremos de aquí, solo espero, que los demás estén bien...

Con movimientos ágiles y precisos, Renoir dejó de lado al jinete por un momento, concentrándose en fatigar a su imponente montura para rematarla con un golpe veloz y mortal.

—«Ahora ya no puedes huir, lucha —desafío el dominante—».

En un estallido de furia, el jinete oscuro arremetió contra Renoir con un ataque llameante, pero Renoir, haciendo uso de su espada imbuida en elemento Orión, disipó de un tajo las llamas, contraatacando y reduciendo las quemaduras.

Demostrando una superioridad absoluta en el combate, Renoir dispersaba las llamas de los ataques del jinete con movimientos elegantes y veloces, concentrando su prána en cada golpe para debilitar a su adversario.

Con cada intercambio de golpes, el muchacho mostraba una maestría cada vez más eficiente en el manejo de la espada, anticipando los movimientos del jinete oscuro y respondiendo con una precisión milimétrica.

A medida que avanzaba el enfrentamiento, el joven dominante mantenía su dominio sobre el campo de batalla, agotando poco a poco la resistencia de su oponente, y la suya propia.

—«Estas agotado —adivinó Renoir, su mirada fija en su fatigado enemigo—, y yo.. también».

—«Es ahora...acábalo».

Una familiar voz femenina reverberó en la conciencia del joven, sirviendo como detonante de la acción final.

Con un movimiento veloz y sobrehumano, Renoir atravesó al jinete oscuro con su espada, poniendo fin al combate con una victoria definitiva y aplastante.

La escena quedó impregnada de un silencio tenso, roto solo por el susurro del viento azul que emanaba del dominante, llevando consigo el eco de la batalla.

Cuando la negra humareda se disipó, Raenari avistó a un debilitado Renoir, cuya mæ se iba desvaneciendo mientras se caía lentamente al suelo, en medio del conflicto.

—¡Dimitri, voy a por él! —dijo la pelirroja mientras tomaba la carrera hacia el desplomado Renoir.

Mientras avanzaba con premura hacia el joven la pelirroja se deshizo, a base de hábiles tajos, de varios soldados que intentaban obstaculizar su camino.

Dimitri, que la seguía de cerca, le ayudó lanzando un resplandeciente haz de luz sacra hacia los soldados que acechaban en sus puntos ciegos, colaborando así en el avance seguro de Raenari.

Entre miradas cómplices, ambos alcanzaron finalmente a Renoir, a quien Raenari tomó en sus brazos con ternura antes de regresar a su posición original, acompañada por Dimitri.

—¡Tenemos que retirarnos—gritó Raenari mientras corría de vuelta—, regresamos con Aja!

Dimitri observó con curiosidad al derrotado jinete oscuro entre la humareda, sus llamas se habían apagado totalmente y apenas se distinguía de la negra tierra, el humo además, dificultaba verle con claridad.

—«¿Qué era este ser?». —se preguntó el príncipe antes de reunirse con Raenari.

En el caos de la batalla, entre los escasos soldados que aún luchaban con fervor, destacaba Leone, cuya destreza en el combate le permitió sobrevivir con éxito al fragor de la contienda.

A su alrededor, sus compatriotas se agitaban, preguntándose por el paradero de su capitán, Worten, quien se había alejado de sus filas en un intento desesperado por rescatar al comandante.

Con voz serena pero firme, Leone evaluó la situación, su hoja tintada de rojo revelaba las vidas dominantes que había segado en su ofensiva. Contempló la espada con atención, consciente del peso de sus acciones, y alzó la mirada hacia el lado de la muralla shaktiense derruida, donde la lucha había dejado un rastro de destrucción y desolación.

Al volver su atención al frente, Leone distinguió a lo lejos a Dimitri y Raenari, quienes se separaban del conflicto, huyendo a toda prisa rodeando la muralla.

La peculiaridad del cabello blanco de uno de ellos y la presencia de alguien en brazos delataban que no eran simples desertores shaktienses.

«¿Qué hacen aquí —se cuestionó Leone mientras los observaba con detenimiento—? No pueden ser desertores, uno de ellos porta el pelo blanco, una rareza entre estas tierras. Y el otro... lleva a alguien consigo. Huyen del epicentro del conflicto—dedujo el joven—. ¿Estarán llevándose a uno de los poderosos dominantes que se enfrentaban?»

Los pensamientos de Leone se vieron interrumpidos por el recuerdo de su misión principal: la liberación de los esclavos de las tierras shaktienses.

Con determinación, apretó los dientes y espoleó con bravura su caballo para dirigirse velozmente hacia el agujero del portón.

—¡Adelante —exclamó con voz potente, infundiendo ánimo y coraje en los soldados que lo rodeaban—, liberemos a los nuestros! ¡Seguidme!

Un batallón cercano, contagiado por el fervor y la valentía de Leone, se unió a su causa, siguiéndolo con determinación mientras avanzaban intrépidamente hacia el corazón de la capital enemiga.

Los dos cancilleres, apenas rodeados por una escueta escolta de dominantes aliados, se apresuraron hacia el tumulto del campo de batalla en busca de Renoir.

—El muchacho... ha derrotado al jinete oscuro —exclamó Kálion, sorprendido por la escena que se develaba ante sus ojos.

—Maldita sea —masculló Káliron, mientras su herida seguía vertiendo sangre, una señal tangible de su furia creciente—. ¿Dónde diablos está ese chico?

La humareda se cernía sobre el horizonte distante, ocultando el paisaje y proporcionando una cortina de humo que permitió a Dimitri y Raenari escapar del campo de batalla hacia el norte sin ser vistos.

Mientras tanto, desde lo alto de la cumbre del palacio umbrío, el emperador Takhor observaba la batalla en silencio, sumergido en un mar de pensamientos turbios.

—«¿Debería haber intervenido? —se cuestionó, su mirada sombría se posó en su arma, reposando en su imponente soporte en la habitación—. ¿Por qué... por qué ya no soy capaz de empuñarte, Kalid?» —sus pupilas carmesí dilatadas reflejaban una profunda tristeza y desesperación, contrastando con el oscuro brillo de sus ojos.

Kali contemplaba desde lo alto de la muralla norte la carrera de Dimitri y Raenari con interés renovado.

—Ahí estás... no escaparás esta vez, Raenari —susurró el heredero, su voz cargada de resentimiento.

En ese instante, el estruendo de los galopes alertó a Kali de la llegada del batallón de Leone, irrumpiendo con velocidad en la ciudad.

Un gesto de sorpresa crispó los rasgos de Kali.

—¿Antheinos? ¿Han llegado hasta aquí? Maldición; ¿Qué se supone que están haciendo esos idiotas de los cancilleres?

Entre lamentos, Kali decidió dejar de lado la sorpresa y se precipitó desde lo alto de la muralla, amortiguando la caída con su característica lanza y persiguiendo con celeridad a los dominantes hacia el norte.

Mientras tanto, el grupo liderado por Aja seguía a los soldados a través de los callejones de la capital en busca del pasadizo que los conduciría hacia el norte.

Las calles, antes bulliciosas y repletas de vida, yacían ahora desiertas, impregnadas de una tranquilidad tensa y ominosa.

—Por aquí —susurró uno de los soldados shaktienses, actuando como guía en la oscuridad de los callejones.

—Vamos, chicos —animó Aja, instando a los esclavos a seguir adelante con determinación.

Uno a uno, los civiles esclavos atravesaron la gran escotilla al lado del templo Khali, aunque la fatiga y el hambre pesaban sobre ellos.

Óbregon observaba con desconfianza a los soldados shaktienses, intercambiando comentarios sinuosos con Dárion.

Al percatarse de la situación, Aja se acercó decidida.

—Dejad de hacer eso —les reprendió con firmeza—. Tenemos que fiarnos de ellos, nos están guiando.

—Nos maltrataban, Aja —respondió Dárion, su mirada ardía con odio contenido—. En cuanto nos muestren el camino...yo mismo los eliminaré.

Óbregon permanecía en silencio, vigilando con atención a los dominantes shaktienses.

—No lo harás, Dárion —advirtió Aja, su rostro reflejaba una determinación inquebrantable—. Hay que priorizar la paz, llevamos gente indefensa y ellos no dejan de ser dominantes.

Dárion dirigió una mirada penetrante a la joven antes de alejarse del lugar.

Finalmente, todos los habitantes del área esclava lograron cruzar la gran escotilla.

—Ahora, debéis seguir adelante —ordenó el soldado shaktiense—. El primero en cruzar dará las instrucciones a los demás para evitar aglomeraciones en el túnel.

—Seré yo —declaró Aja, apresurándose hacia el frente.

—Muy bien —respondió el soldado shaktiense.

Mientras recibía las instrucciones del soldado, el otro shaktiense restante observaba con recelo a Dárion.

En un ataque sorpresivo, ambos soldados se abalanzaron sobre Aja y Dárion con mortales dagas en mano, pero la rápida reacción de Aja permitió esquivar el golpe mortal, mientras que Dárion, distraído por el ataque hacia Aja, recibió una puñalada en el costado.

—¡Dárion! —gritó Óbregon, lanzándose contra el agresor del rebelde.

La superioridad física de Óbregon prevaleció cuando derribó al shaktiense, golpeándolo sin piedad hasta neutralizarlo.

Aja se precipitó junto al cuerpo herido de Dárion, desplegando su mæ con la esperanza de curarlo.

—Vamos, aguanta —murmuraba consternada la joven, las lágrimas bañaban su rostro en un torrente de sorpresa e impotencia.

El soldado intentó retirarse, pero en ese preciso instante, el sonido de intensos galopes resonó en el templo.

—¡Leone! —llamó uno de los guerreros antheinos—. ¡He encontrado a algunos!

—¡Sin piedad! —gritó el joven.

Leone avanzó con determinación, blandiendo su espada y lacerando al desertor shaktiense que intentaba huir y encarando a los demás enemigos con ferocidad.

—Son antheinos —reconoció Óbregon mientras se ponía en pie, enfrentando la embestida de Leone—. ¡Deteneos, por favor! ¡Somos esclavos antheinos, no somos dominantes!

Leone detuvo su avance abruptamente, su semblante reflejaba sorpresa y confusión.

—¿Qué está sucediendo aquí? —preguntó con voz titubeante, su mirada perdida en la desolación de la joven de ojos verdes, cuyo llanto resonaba entre los escombros, junto al cuerpo inerte de Dárion.

Óbregon se desplomó de rodillas, abrumado por la tragedia que se desarrollaba ante él, lamentando la pérdida de su camarada, de su amigo, de su hermano rebelde.

En el camino hacia el norte, Kali pisaba los talones de los dominantes, la atmósfera se volvió densa con la tensión y la promesa de violencia inminente.

—¿Qué ocurre, Dimitri? —preguntó Raenari percatándose de la deceleración del príncipe, su voz tensa augurando lo peor.

—Alguien nos persigue —respondió Dimitri, sus ojos fijos en el horizonte mientras desenvainaba su espada con un gesto fluido y preciso—. Me encargaré de él. Regresaré enseguida.

Raenari asintió, sus brazos estaba tensos por la sujeción de Renoir mientras observaba de reojo a Dimitri alejarse para enfrentar al enemigo desconocido.

Con el corazón latiendo con fuerza, se volvió avistando así al heredero, quien se erguía con una confianza desafiante en la distancia.

—Maldición —masculló Raenari, deteniéndose en seco y colocando suavemente a Renoir en el suelo—. Espera aquí, Renoir. Volveré pronto —se despidió entre caricias de un inconsciente Renoir.

Dimitri evaluó al heredero con cautela, reconociendo al formidable adversario que se interponía en su camino.

—No bajemos la guardia —advirtió Raenari mientras se unía a él, desenvainando su espada con un movimiento elegante y letal, sus ojos fijos en el heredero con determinación.

—Así me gusta —murmuró Kali con una sonrisa desafiante—. Retomemos donde lo dejamos.

—¡Conmigo! —avisó Raenari con un gesto de complicidad hacia Dimitri mientras este le imbuía su hoja en sacro.

Ambos se lanzaron hacia el heredero con ferocidad y determinación, preparados para el combate.

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