Tomando mate...
Prendo la cocina, pongo la caldera con agua sobre la llama, la yerba en el mate y destapo el termo.
Hierve el agua, la coloco en el termo y humedezco la yerba con agua tibia.
Espero, mientras la yerba se hincha.
Cada mañana la misma rutina.
Es una de las pocas rutinas que no me aburren.
Nos sentamos frente a frente con el mate de por medio. Otra rutina que no cansa.
Comenzamos a cebar el mate, a veces él y otras veces yo.
Es entonces que, aunque lo parezca, ya no hay nada que se parezca al día anterior.
Nuestras miradas se cruzan, nuestras sonrisas se chocan y hablamos sin parar, a veces con palabras y otras tantas con roces.
Las manos se rozan con cada entrega del mate, es casi una excusa perfecta.
Mis rodillas están pegadas a las suyas y una de sus manos las acaricia con suavidad.
Son caricias que, aún siendo inocentes, carecen de inocencia, porque él es consciente de todo lo que provocan en mí.
Me entrega el mate rozándome con sus manos y con su sonrisa.
Estoy atrapada, lo sé y me gusta.
Me toma de la cintura y me sienta en sus piernas.
_ Así estamos mejor, susurra en mi oído.
Cuando intento girarme y abrazarlo, me dice con picardía:
_ Quietita, mi amor. Tú ceba el mate.
Me acomodo en su falda, de forma que cada centímetro de mi cuerpo esté en contacto con cada centímetro de su cuerpo.
_ Bien, respondo, yo cebo el mate.
Cuando empiezo a succionar la bombilla, siento cómo sus manos suben por mis piernas, con tanta delicadeza, que parecen cientos de mariposas recorriéndolas.
Me estremezco, suspiro y suelto el mate.
_ Ssshhh... Quietita, vuelve a decir muy bajito.
Sus manos siguen subiendo por debajo de la corta solera.
Cierro los ojos y me entrego a esas manos que tanto amo.
_ Amor, quiero mi mate, lo escucho decir.
_ ¿Ahora?, pregunto casi en un hilo de voz.
Con desgana, pero sonriendo, le sirvo el mate.
Una de sus manos juguetea con mi pezón.
_ ¿Tienes frío, mi amor?, pregunta.
_ ¿Frío? No, ¿por qué?
_ Mmm... Entonces, ¿por qué tus pezones están tan duritos?
_ ¿A ver?, digo y levanto mi ropa poniéndome de frente a él.
Me mira serio, me recorre con esa mirada tan llena de amor y deseo.
Con voracidad los mete en su boca y en un movimiento sorpresivo empujo el mate que se desparrama en el suelo. Pero eso ya no importa.
La poca ropa que yo llevaba puesta, parece mirarnos desde el suelo. Pronto, también nos mira la ropa de él. Están tan juntas que simulan hacer el amor.
Pero nosotros no simulamos, lo hacemos con calma, primero, reconociéndonos una vez más.
Nuestra piel se funde una en otra, nuestro aroma se mezcla, así como nuestro sabor. En mi boca está su sabor y en la suya está el mío. Nuestras lenguas se encuentran y juegan y es ahí que conocemos el mejor sabor que pueda existir: el nuestro, elixir de vida.
Y tirados en el sofá, nuestros cuerpos forman uno, encastrados a la perfección, donde cada pieza se amolda con amor y pasión a la pieza del otro.
El mundo desaparece y solo somos nosotros dos.
Los ruidos callejeros como bocinas, motos, gritos, se mezclan con nuestros propios ruidos de roces con el cuero del sofá, de pieles traspiradas, de choques de cuerpos entregados, de susurros que parecen gritos, de gritos que forman música, de estallidos que se transforman en luces.
Giramos y caemos en la alfombra. El aire huele a nosotros. Delicia para nuestros sentidos...
Ya recuperados, volvemos a empezar:
_ ¿A quién le toca el mate?
Entre risas y caricias nos volvemos a duchar para después comenzar con la hermosa rutina de calentar el agua, preparar el mate y no saber, o sí, de cómo seguirá el día, nuestro día.
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