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3 | Una nota fugaz 🎸✨

CANDÁS FLOOMER

El dolor fue lo primero que sentí al abrir los ojos, una punzada constante (por no decir todas las noches) en la pierna derecha que me recordaba que esa jodida enfermedad estaba ahí, como siempre. No era algo que pudiera ignorar, pero con los años había aprendido a convivir con él. Respiré profundo, mirando el techo de mi habitación. Mi cuerpo estaba agotado, pero mi mente insistía en que el día hace rato que había comenzado.

—Ni dormir dos días consecutivos se puede.

Lentamente, me levanté de la cama, cuidando no hacer movimientos bruscos. El frío del suelo contra mis pies descalzos me sacó un pequeño escalofrío. Me apoyé en la pared mientras caminaba hacia el baño, el peso sobre mi pierna afectada era casi insoportable, pero nada nuevo.

Después de la rutina básica de la mañana, me tomé un momento frente al espejo. Mis ojeras eran más oscuras hoy, pero mi mirada seguía firme. No es el día para rendirse, Candás. Al menos, no hoy.

El desayuno fue rápido: una tostada y un café que no terminé. Después, anoté mentalmente mi lista del día. Primero, tenía que ir a la farmacia. El arsenal de medicamentos que tomaba para calmar el dolor no se compraba solo. Saqué una bolsa con billetes y monedas que había guardado de las últimas presentaciones con la banda y me dirigí a la puerta.

Odio esto.

🎸

La farmacia no estaba lejos, pero cada paso se sentía como un kilómetro. Al llegar, me apoyé contra el mostrador mientras la farmacéutica revisaba mi receta. Ella me miró con una mezcla de lástima y cortesía, algo a lo que ya estaba acostumbrada.

—Aquí tienes, Candás. Tus analgésicos, antiinflamatorios y suplementos. ¿Necesitas algo más?

—No, con esto basta, gracias —respondí, colocando el dinero sobre el mostrador.

Cuando extendí la mano para recibir el cambio, noté un archivo pequeño detrás de la caja registradora. Mi nombre estaba escrito en él, junto con un sello de transferencia bancaria.

—¿Qué es eso? —pregunté, señalando el archivo.

La mujer lo revisó y asintió.
—Ah, es un envío para ti, por lo que veo. Llegó ayer. Parece que es dinero.

Fruncí el ceño mientras tomaba el archivo. Al abrirlo, vi la familiar firma de mis padres. Habían enviado otra transferencia, ahora directamente a la farmacia. Me quedé paralizada un momento, sin saber si me sentía agradecida o molesta.

¿Por qué lo siguen haciendo? ¿Por qué no me dejan ir?

Me puse roja del enojo.

—Candás, estas olvidando algo.

—Hazme el favor de devolverlo —tomé una pausa –mejor aún, adquiere una parte para ti y la otra para la farmacia.

—Y si después lo necesi...

—No te preocupes por mi.

—Candás, solo tratan de llegar a ti —tomó una pausa—. Tratan de buscarte.

—No, Jaime. Tratan de buscar al Sarcoma. Eso es lo único que les importa.

Salí de la farmacia con una mezcla de emociones. Mis padres sabían que había dejado el pueblo por una razón, que lo había hecho para que no tuvieran que seguir sufriendo. Pero aun así, insistían en buscar lo que hay en mí, en mantenerse presentes. No entendían que este era mi camino, que lo hacía por ellos.

¿Acaso lidiar conmigo cuatro años y medio no les había agotado?

El resto del día lo pasé haciendo pequeñas cosas para mantener mi mente ocupada. Fui al supermercado a por comida, di un paseo por el parque, y hasta me permití un momento para sentarme en un banco y escuchar música. Cualquier cosa que me hiciera sentir normal, aunque solo fuera por un rato.

Cuando el sol comenzó a esconderse, regresé a casa. Mi pequeña habitación me recibió con su familiar desorden: ropa en el suelo, hojas con letras de canciones a medio terminar y, en el rincón, mi guitarra descansaba contra la pared.

Deje las cosas y me acerqué, tomándola con cuidado. Sus cuerdas estaban un poco desgastadas, pero seguía sonando perfectas. Tan perfectas como aquella vez, aquella vez que la probé por primera vez. Yo ya guardaba experiencia tocándole, algo tenía que aprender de la oveja negra de la familia. El tío Michael. Recuerdo que todos los viernes por la tarde me iba a recoger, mis padres decían que era para distraerme, para sacarme de la rutina hospitalaria. Pero yo no lo veía así.

Michael era el único que me veía a mí antes que a mi enfermedad. Tenía una banda más compuesta (por no decir profesional) que la mía. En la familia, todos lo despreciaban, él era el único distinto. Pero ese odio se desvaneció junto con la existencia de aquella persona que una vez fue mi mentor. Faltó un viernes, otro y luego otro. Siguiéndole a ese dos viernes más, hasta que al fin mis padres me dieron la noticia y cuando desalojaron su departamento e, intentaron echar sus cosas, me aferre a esta guitarra como a la idea de que él solo estaba en una de sus giras mundiales y no en aquel coche estrellado, como todos decían.

Una lágrima recorrió mi pálido rostro.

Irónico. Ahora soy yo la que, al parecer, aún no deja ir aquella nota fugaz. Mis frías manos fueron las siguientes en recorrer mi rostro.

—No es momento para tumbarse a llorar, Candás.

Luego de agacharme para tomar las llaves del garaje que me correspondían, me colgué la correa al hombro y salí en dirección hacia allí. Pese a que no es día de ensayo, posiblemente Violet se encontraría allí, así que no tengo nada que perder.

Al llegar, me detuve frente a la puerta, respirando profundo. Mi guitarra en las manos, el mundo parecía un poco menos caótico, un poco más mío.

Era hora de olvidar lo que por dentro sentía.

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