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III. Templado en el Fuego

A través de la ventana la reina veía aquel reino próspero que amenazaba con convertirse en ruinas. Sus estatuas serían destruidas, sus lindas paredes blancas manchadas y sus calles silenciadas. Ya no habría música en las plazas, ni columnas con niños ocultos detrás en sus juegos, ni flores en las terrazas arrancadas por algún joven enamorado. El amanecer los encontraría entre ceniza y ella lo veía, como si se tratara de las predicciones de un profeta y no su imaginación alterada.

—¿Está listo? —preguntó sin voltear.

Se habían detenido en la ciudad en lugar del palacio, en la casa que había sido de su padre y que aún conservaba. Estaba limpia, pero no por ello ocupada. Al menos evitaría que Cyrus lo asesinara.

Cuando no obtuvo respuesta volteó. El diplomático, o mejor dicho Logan, llevaba una camisa limpia que le quedaba una talla muy pequeña. Estiraba las mangas con una mueca que a la reina le hizo gracia.

—Solo es hasta que termine el juicio —le aseguro, aunque aquello no pareció tranquilizarlo—. Si está listo, los jueces aguardan. No sé cuánto conoce sobre nuestras costumbres, Logan: aquí los juicios son públicos.

Logan asintió, aunque aquello no le agradara. Había poco que pudiese hacer sin empeorarlo todo.

Siguió a la reina por calles en subida, entre edificios rectangulares de tejados bajos y triangulares y columnas decoradas, como viejos templos transformados en hogares. Todo parecía ser del mismo blanco mármol y los mismos marcos de madera oscura. El terreno irregular se dividía en cuadras, en cada esquina una lámpara conquistada por enredaderas aguardaba al anochecer.

Caminaron algunas calles junto a canales de agua y cruzaron un pequeño puente de madera a lo que a Logan le pareció un anfiteatro y que la reina conocía como el juzgado.

Con un gesto la reina lo entregó a los guardias armados que custodiaban la entrada superior. Los graderíos salpicados de personas vestidas de luto descansaban en un silencio espantoso, como las nubes que aguardan la señal del rayo.

Logan frunció el ceño para ver bajo la brillante luz de la tarde. La ciudad y sus construcciones eran sin duda algo de admirar, aunque él no parecía poder disfrutarla del todo.

—¿El acusado asumiré? —preguntó una de las personas sentadas en uno de los bordes del fondo circular que rodeaba el graderío, opuesto a las gradas que Logan descendía con soldados al frente y detrás de él.

Una máscara blanca decorada en dorado alrededor de los ojos ocultaba la identidad del juez; su voz, distorsionada por algún tipo de magia, no dejaba pistas.

—Logan , diplomático de Etiola —informó alguien del jurado, detrás de la misma mesa curva y con la misma máscara pero decorada en púrpura y verde—. Acusado de asesinato en masa en el templo principal ayer durante las festividades.

Logan se detuvo donde empezaba el fondo del anfiteatro, donde el piso cambiaba del mármol a la piedra y frente a aquellos cinco extraños en su tarima.

Un soldado le ofreció en una copa de plata un líquido azul medianoche.

—Elija —lo incitaron los jueces, aunque cuál habló no quedaba claro.

En otra ocasión había visto aquel líquido y no había resultado en ninguna respuesta, real o falsa, pero entonces las cosas eran distintas. Para empezar, en aquel entonces no había necesitado pruebas de su inocencia solo para que el juicio se dé; en cambio, ellas solas terminaron por descartar el caso . La elección era sencilla: beber o morir.

Los juicios eran rápidos desde que se podía obligar a las personas a decir la verdad.

Tomó la copa en sus manos. La torpeza provocó que algunas gotas cayeran sobre la tela blanca de la camisa cuando se la llevó a la boca. Ácido al principio y dulce al final.

—¿Cyrus? —La reina le preguntó con señas al teniente coronel que, junto a ella en las tribunas más cercanas al centro, aguardaba a que los jueces revisaran la evidencia.

Ella era uno de los pocos que podía comunicarse directamente con su oficial, casi completamente sordo. Era una ventaja en reuniones donde otros requerían un traductor.

—Pensamos, majestad, que no era oportuno contar con su presencia. —El oficial , con postura perfecta y la mirada al frente, replicó com señas practicadas como si le hubiesen dicho exactamente cómo decirlo—, majestad.

—Por supuesto —asintió la reina sin ocultar la sonrisa que causaba temor en sus oficiales.

Su hermano solo habría buscado la forma de matar a Logan antes de que los jueces tomaran su decisión. A la izquierda del teniente coronel, un soldado de bajo rango traducía con señas el juicio. A la derecha de la reina, con un susurro de disculpa, se sentó otro oficial, su cabello rubio desordenado y sus mejillas sonrosadas.

—Majestad, su hermano solicitó que lo dejarán solo— fueron las últimas palabras susurradas entre la audiencia.

Alessia intercambió una mirada con el mensajero y volteó hacia el jurado para mantener la compostura. Asintió y los jueces continuaron.

—Hay dos mensajes que se enviaron ayer —habló el juez sentado del todo a la izquierda—, ambos cifrados, ambos traducidos. ¿A quién estaba dirigido el segundo?

En la mesa papeles con texto y trazos cambiantes en tinta le dieron a entender a Logan que los jueces se comunicaban entre ellos.

—Mi tía. —Recordaba cada palabra en la carta. Sabía también que esto era poco más que una prueba—. Solo quería saber que están bien.

—«Están» —presionó el jurado.

—Mi tío y mi hermana, señoría —replicó.

Parecía más interesado en la arquitectura del anfiteatro y las hojas de otoño que caían de las enredaderas de las columnas a los charcos sobre el mármol central, descubierto al cielo,  que en su propio juicio.

—¿Qué pidió a su gente?

—Pregunté qué debía pedir a su majestad como apoyo a Etiola. —Resumió lo que estaba en la carta en la forma en que la reina le había indicado.

No «el sur», porque el norte era un país y el sur otro. Lo condenarían por traición de cualquier otra manera. 

—No es la primera vez que lo acusan de algo así. —El que habló esta vez daba pequeños golpes en la mesa de madera con su esferográfico.

—No, pero como hoy, esos cargos fueron falsos. —La memoria de aquellos días estaba manchada por el hollín y demasiado silencio.

—Por falta de evidencia.

— Por falta de lógica —discutió un juez en la otra punta de la mesa.

—Inocente ayer o no, no quiere decir menos culpable hoy— interrumpió la discusión—. ¿Quién lo acompañó al templo esta mañana?

—Su majestad, la reina.

—¿Iba alguien más con ustedes?

—No.

—¿Con quién habló?

—Con la reina, nadie más. 

—¿Por qué lo acompañó la reina personalmente?

—No me lo dijo.

—¿Por qué cree que lo acompañó?

—No lo sé.

Cada vez las preguntas llegaban más rápido; Logan ya ni siquiera sabía cuál de ellos hablaba.

—¿Por qué? —insistieron.

—Porque los enemigos se mantienen cerca. —Sobre la de los jueces, se alzó la voz de la reina con un deje de aburrimiento. La luz que entraba por la abertura en el centro del anfiteatro traía el recuerdo del fuego sobre su cabello adornado—. Y mis soldados más competentes en investigar sospechosos están muertos o incapacitados. Dejen de perder el tiempo. Hagan preguntas útiles.

Por un instante Logan creyó distinguir, cuando la reina volvió a sentarse,  el tintineo de los aretes dorados de la reina entre el viento que anunciaba el invierno.

—Sí, su majestad. —Un juez anotó rápidamente algo en sus papeles y observó al acusado—. ¿Qué vio?

—Rastros de pólvora, señoría. Así le dicen. No sé qué contiene pero he visto lo que hace. —Y sin embargo había un detalle que no había dicho. Él lo había visto todo. Las sombras lo habían visto—. Lo usan los insurgentes, señoría. Cada vez las explosiones son mayores.

Alessia siguió el movimiento en aquellas manos que parecían querer explicar un mundo en dos oraciones, completarlas al menos. El golpe de una bota a su izquierda confirmó sus sospechas.

—¿Espera que creamos ciegamente que usted no tuvo nada que ver? —La risa distorsionada por la magia era desagradable, como el olor de aquel humo extraño.

Los errantes movimientos de los pies de Logan lo volvían objeto de todas las miradas. Se removían, se detenía y se alzaban para dejarse caer.

—Con el debido respeto, señoría, no puedo mentir. —Logan sonrió y Alessia resistió todo impulso de llevarse una mano a la frente—. Y, aún si pudiera, ya no tenemos recursos; ¿qué ganaríamos quitándoles los suyos si ya pensaban ayudarnos?

Los mensajes pasaban de una hoja a otra entre garabatos distintos y anotaciones rápidas. Más documentos llegaron con un soldado que en un instante había desparecido.

El tribunal ahora le parecía casi vacío, contenía apenas aquellos oficiales que no habían periodo a alguien o perdido su vida. Se sentaban como estatuas y una columna más del anfiteatro, un espía más de la ciudad.

Logan, en cambio, dejaba que sus pies siguieran las irregularidades del mármol, dejaba que giraran. Era como si sus manos y sus pies siguieran distintas canciones. A Alessia le recordaba a alguien que conoció alguna vez, alguien cuya memoria era más un espejismo reflejado en los charcos del otoño, enlodado y roto por las ondas que el tiempo y sus elecciones habían causado. Antes de que se detuvieran para dejar la imagen clara bajo el agua un golpe reclamó la atención de la audiencia.

—Logan, por la evidencia presentada que identifica a los verdaderos autores como la creciente insurgencia contra la magia, se le declara libre de cargos. —La voz del juez se escuchó como un eco por el anfiteatro. 

Logan asintió como si esperara el veredicto desde que entró por la puerta al inicio de las escaleras.  Si la reina lo quisiera muerto, ya lo estaría, hace horas. 

Aquellos rostros sin expresión fueron rocas ante la reverencia de Logan. Los pasos de los soldados que salían hacia el pasillo superior se difundieron en las sombras, a través de la puerta y hacia las calles lejos del blanco graderío y su ojo al cielo.

No había visto a los jueces llegar y tampoco debían verlos salir. A ninguno lo vio en las calles que empezaban a llenarse de personas con la llegada de la tarde.

Uno de los soldados le indicó que lo siguiera de vuelta por el puente y de vuelta a aquella casa. Una vez en el interior el guardia se marchó sin dejarle ningún mensaje o palabra.

Libertad, pero lo cierto es que no sabía qué hacer con ella; además de cambiar aquella camisa por un suéter de su talla.

Salió de la casa y bajó los escalones hasta la calle. Algunas flores aún vivían en las macetas de todos los tamaños, en el suelo y colgando, flores como si fuera primavera, como si las sustentara no el calor sino magia.

Por alguna razón, le extrañó ver tantos niños. Corrían entre macetas, trepaban árboles y estiraban sus manos a las luces que ardían ya en las farolas expectantes al atardecer. Niños tropezando con los cordones desatados de sus zapatos y volviendo a levantarse como si, en lugar de endurecer con la edad, las personas se convirtieran en estatuas de cristal, translúcidas y quebradas en tantos lugares que son solo otra forma de arte.

—Dice que se vuelven cada vez más destructivas las armas: ¿cómo empezaron? —Una voz a su espalda le hizo dar un respingo.

Al voltear se encontró con la reina; su cabello rojo era fuego en la luz de la tarde y sus nublados ojos imitaban la neblina del puerto algunas calles más abajo.

—¿Hace cuanto? —continuó la reina en vista de que no obtuvo respuesta—. ¿Y qué, además de esa pólvora, han visto?

Logan, aún sorprendido por la aparición de la reina, hizo otra torpe reverencia de aquellas que estaba aprendiendo a hacer y que a la reina le causaban gracia.

—Con fuegos hace meses, al menos oficialmente— dijo, con muchas otras palabras ocultas tras sus labios, esos que nunca habían sido buenos para hablar—. Pólvora y gases extraños.

Si la poción tenía aún efecto alguno o no,  Logan no lo notó. Nunca había tenido intenciones de mentir.

La reina asintió. Con un gesto le indicó que la siguiera. Entre su gente era alta, aunque no más que Logan. Los periódicos siempre habían perseguido una fotografía de la mujer a su lado. Se hablaba en aquellos primeros meses de reinado de figuras de fantasía que poco se acercaban a la realidad, a excepción de la más exacta descripción de su mirada, como si hubiese pasado los últimos diez años adormecida bajo las llamas de una forja y, sin desprenderse de aquel fuego, hubiese sido templada.

La reina había cambiado el uniforme militar por un vestido negro que se deslizaba sobre los adoquines. La corona, en delicado oro como flores trenzadas, le indicaba a los demás que se inclinaran. A Logan todavía le resultaba incomprensible que la reina no llevará guardias constantemente como lo hacía su presidente.

—¿De dónde salen? ¿Por qué ahora?

—Dicen…— Se detuvo a observar un espectáculo en la calle, un músico de cuyo instrumento y de sus cuerdas brotaban nubes de colores con cada nota. No apartó su atención de los músicos cuando decidió terminar la oración—. Dicen que habían personas con magia, magia poderosa.

—El valle de los condenados. —La reina pasó de la presentación y de aquel cuento que bien sabía no lo era del todo—. Conozco la leyenda.

—Cinco familias llevaban la magia en su linaje, uno para cada rama. —Logan recordaba aquellas palabras que tantas veces había escuchado cuando las personas les hablaban a los niños.

—Luz, toda la superficie, todo lo acuático, todo lo que esté en el cielo …—enumeró la reina, aunque parecía ser que la incredulidad y la burla le impedian recordar el último.

Era un juego o más bien una memoria compartida de una generación entera.

—La oscuridad —indicó Logan.

—Eso da igual, Logan: son leyendas, cuentos. —río Alessia con impaciencia.

—Tal vez —decidió no discutir, no ahora. Estaba cansado—, lo que importa es que a los humanos no les agrada el poder si no pueden entender —a medida que subían, la tarde soleada se apagaba y los faroles se encendían—, y los destruyeron.

—Eso sigue siendo una leyenda Logan, le pregunté cuándo empezó todo esto.

Con un gesto, la reina saludó, o al menos eso asumió Logan, a una señora a la entrada de una casa. La señora desapareció en el interior de aquellas paredes blancas, pero la reina no se movió.

—Existió siempre. —Logan hablaba despacio, con palabras que sonaban al murmullo lejano de un río: difícil de descifrar.

—¿Por qué ahora entonces?

Y a pesar de sus teorías, de tantos afluentes que convergían en uno y se desperdigaban en más, Logan se encogió de hombros. Por años se había quedado en medio de preguntas hasta que oirlas resultaba cansado. La respuesta parecia estar escrita en todas partes sin sentido alguno, sin causa suficiente. Solo es, y nunca había sido, ni sería así de simple.

Alessia se quitó la corona para observarla en la luz. Necesitaba intentar algo más.

—En mi vida, Logan, he podido estudiar muchos idiomas —dijo la reina. Se detuvo frente a un árbol que había perdido todas sus hojas—. Tuve alguna vez la oportunidad de aprender uno que no se habla con los labios, sino con las manos; ¿lo conoce?

Cass y Cyrus siempre habían coincidido en muchas cosas y eran opuestos en tantas otras. Para Cyrus y para Alessia el terror lo era todo en un interrogatorio, pero Cass había descubierto otra forma para aquellos que no operaban como los demás: había sido amable y ellos le contaban todos sus secretos.

Tal vez solo le recordaba lo suficiente a alguien más, alguien que la había visto de otra forma, una que no era real pero que a veces le gustaría que fuese.

—Sí, bastante bien —dijo Logan, la visita fija en una trémula hoja que batallaba contra el viento para no salir volando.

—Creo que tiene mucho que decir y que quiere decir, pero no lo dice. —Está vez ella observaba su expresión, el movimiento incansable y agotado de sus manos, su silenciosa sonrisa. Las manos de la reina permanecían detrás de su espalda—. ¿Me equivoco?

Logan negó con la cabeza. Dudaba, lo veía en todo su cuerpo, desde sus pies hasta sus ojos.

La señora que había visto antes, con el cabello entrecano y una sonrisa, se asomó a la entrada. Un letrero de madera circular junto a la puerta llevaba el dibujo de una taza de café. La mujer sonrió a la oscura calle.

—Majestad, su mesa —informó y se hizo a un lado con prisas por abrir la puerta para tan importante cliente—. En el segundo piso, majestad, para que no los molesten.

—Gracias —dijo ella con una sonrisa que tendía demasiado a la suavidad de su espada.

Logan, sin protestar pues nunca rechazaba una cafetería, entró tras la reina y subió las escaleras al segundo piso. Arriba la decoración era simple, y la vista desde el balcón hacia la bahía un mosaico de tejados rojos y luces amarillas.

Se sentó a la mesa dispuesta junto a la ventana; sus manos trazaron figuras sobre la madera como si en ella encontrara un mapa invisible hacia la vela blanca en su pecera de cristal.  Luces como lámparas de sal en las paredes eran la única otra fuente de luz en un cálido tono que le recordó a otros tiempos. Las mesas a su alrededor, ocultas en curiosas sombras, esuchcaban para susurrar más tarde a las columnas aquella conversación.

—Pienso que hasta hace poco no tenían las armas para enfrentarse a la magia. —Las manos de Logan se movieron con rapidez en una secuencia de gestos que la reina conocía como palabras—.  Tampoco tenían la cantidad de personas que necesitaban. No siempre hemos usado bien la magia y eso acaba por cansar a las personas.

—¿Qué es usar bien la magia? —preguntó la reina.

Le resultaba familiar, hablar aunque el otro no lo hiciera. Entonces las conversaciones le remontaban diez años atrás y la nostalgia se derramaba como vino en un mantel blanco.

—No para matar ni lastimar. —Fue la simple respuesta que obtuvo. No eran iguales y no podrían serlo pero en ese momento ambos pensaban lo mismo ¿Cómo puede alguien pensar así? —. Podemos usarla para construir, curar, educar, arte incluso.

—No le agrada la guerra. A nadie. —Alessia apoyó su barbilla sobre sus manos entrelazadas, su mirada fija en el extraño que compartía su mesa—. ¿Es un pacifista? ¿O incapaz de actuar?

Logan, por un instante, encontró sus ojos en medio de la oscuridad.

—Eso puede decidirlo usted. Ya lo decidió de todas formas. —Bajó las manos, como un equivalente al silencio, quizá consciente de que había cruzado una línea—. Lo único que digo es que la magia nunca debió usarse contra otros. 

—Sería muy bonito vivir en un mundo así. Pero tenemos que defendernos. ¿Espera que no lo hagamos? —dijo la reina; llevaba en los ojos aquella altura, como si lo viera desde una torre.

A Alessia aún le costaba distinguir del todo sus facciones, pero podía ver el movimiento de sus manos, la manera en que cortaban el aire en gestos francos, torpes, pero no menos confiados.

—Podemos defendernos sin darles la razón —insistió Logan.

La conversación quedó zanjada por la aparición de la mujer que los recibió. Las conversaciones del piso de abajo llenaron el silencio cuando de una charola plateada les sirvió dos tazas de chocolate, una canasta con panecillos y una decena de pósitos con distintos vegetales, mermeladas o carnes.

La mujer se retiró con una reverencia y Alessia tomó un sorbo de la taza para evitar gritarle a Logan que era un idiota.

Por minutos en que el sonido distante del mar y las calles llenaron la habitación, solo importó la comida.

—No, Logan, no creo que se pueda. Pero no espero que lo entienda, después de todo no es político ni militar —dijo con la delicadeza de no arruinar un vínculo útil. Abrió otro de los panecillos—. Lo que me lleva a preguntarme: ¿por qué lo enviaron?

Logan bebió el resto de chocolate en su taza. Solo ahora, cuando quería usarlo, pensó que nunca preguntó ni le dijeron el nombre de la reina, no lo había leido nunca en los artículos del periodico, ni oído un murmullo entre la gente que cargara su nombre. Solo era la reina.

—Sé lo mismo que usted —dijo en aquel idioma de señas—. No soy diplomático, pero sí sé de qué hablo.

—¿Lo sabe? —ironizó Alessia. Cassandra tendría más paciencia, pero ella ya no estaba. Mordió el interior de su mejilla hasta que la boca le supo a hierro—. Apostaría que nunca ha pisado un frente, mucho menos lidiado con ese tipo de armas.

Logan dejó caer el cuchillo con un fuego poco común en él. La porcelana blanca de la taza reflejo la anaranjada luz de la sala a sus ojos para teñirlos de oro. Su expresión era indescifrable, pero la tensión era inconfundible.

—¿Cómo lo sabría usted? —preguntó con una altanería que sólo consiguió molestar a la reina.

—¿Se ha visto?

Su sonrisa anunciaba el inicio de un insulto que no llegó a ser dicho.

En el muelle de la bahía, algunas cuadras más abajo del café, un barco estalló en llamas. El estruendo vibró en las ventanas y la luz se apoderó de la noche. Gritos le sucedieron, cientos de personas que se alejaban del muelle. Golpes de lo que caía de las paredes y de los vidrios al quebrarse. Golpes como los pasos en las calles y las gotas de lluvia perforando el cielo.

Logan se cubrió los oídos. Las luces parpadearon pero el fuego no se inmutó.

Alessia saltó de su silla y bajó las escaleras a una velocidad que Logan no podía equiparar. Su mente corría tras la reina, sus pies estaban pegados al suelo, esperando instrucciones que no llegaban. Pero en el frente se actúa antes de entender y antes de pensar. Las cosas son automáticas y esto no era diferente.

La taza se hizo trizas contra el suelo. Las escaleras pasaban en un borrón. Corría contra una corriente.

—¡Martín! — gritó alguien cuando pasó corriendo a su lado, antes de perderse entre más nombres, más personas, más miedo.

Se apegó a las paredes de las casas para evitar ser pisoteado. Las enredaderas eran la única sombra en el sol que se había tragado la noche desde el muelle.

Personas con quemaduras, marcas rojas y piel como cera derretida se desperdigaban junto a los canales que traían agua a la ciudad.  Sangre entre grietas de lo que solía ser y negro en lo que solia tener color.

Solía aterrarle el fuego.

Tomó aire. Siguió corriendo y dejó caer las memorias en cada uno de sus pasos.

Cerca del muelle el aire se volvía pesado y opaco. De la mesa de un local tomó dos servilletas de tela y las sumergió en el agua de una fuente. Cubrió su boca y su nariz antes de sumergirse en el mar de humo que inundaba la costa.

Las calles del muelle se vaciaban, no tan rápido como debían. Hombres, mujeres, jóvenes que no podían moverse, que ya no sentían dolor porque ya no había nervios bajo aquella piel.

Desearía no conocer aquella sensación.

Se detuvo, casi sin aire, frente al muelle que se consumía y la fogata descomunal que solía ser el barco.  Alessia estaba parada frente al muelle, rodeada de soldados, gritando instrucciones para apagar el fuego. 

El calor lo hacía sudar. La luz lo engullía todo en naranja. La reina se alzaba entre todo aquello como si toda la luz se fundiera en ella y acarreara sus palabras.

—Nadie que siga adentro está vivo ya. Apaguen eso y que alguien averigüe qué pasó —gritaba la reina como si no fuese obvio.

No había médicos. No los suficientes. Eran un enjambre sin reina.

—Majestad —llamó Logan, su voz otra vez audible, y le pasó la segunda servilleta—. Cubra su boca y sus ojos. Todos deben hacerlo. Tienen que salir de aquí.

Logan, sin siquiera mirar a la reina o a sus acompañantes, subió las mangas de su suéter y corrió hacia el muelle, hacia aquellas personas tiradas junto a la orilla y demasiado cerca de las llamas.

El fuego quemaba sus ojos, su piel. Pero no podía irse.  Había hecho un juramento. 

Brazos como los cortes de carne para cocinar, tan negros que eran más carbón que piel. Respiraciones entrecortadas apagándose.

¿A cual elegir?

Médicos sin orden corrían de un lado a otro. Su frente no se veía así.

—Busquen a los que aún tienen pulso. —Alzó su voz sobre los gemidos, los gritos, las órdenes que se sobreponian y contradecían—. Alejenlos del fuego.

Se arrodilló en la arena que ensuciaba la calle, en la sangre de una herida abierta. La mujer frente a él tenía medio lado del rostro quemado. La piel en partes se había derretido, dejando cráteres de músculo descubierto. Sus manos no habían corrido una mejor suerte. Una memoria, un vestigio del pasado como las cenizas que se arremolinaban en torno a él, trasnfromó el rostro frente a sus ojos y lo volvió humano, tan humano como la muerte y solo la muerte puede ser.

Pero ella estaba viva.

—Mis hijos —murmuró.

Había escuchado muchas últimas palabras. Pero hay cosas de las que no se hablaba entre los médicos.

—Haré todo lo que pueda. —Logan ya no hacía promesas.

El fuego trepaba el muelle. La arena en algunos puntos había comenzado a incendiarse. Pero Logan no se movió y tampoco lo hicieron los demás médicos. El calor le trajo recuerdos de poca importancia. Cenizas, frentes en los que buscaban cuerpos y ya no vida, cuerpos para las familias.

—Saquen de aquí a los que puedan —dijo al joven que había llegado junto a él, tal vez un estudiante—. Al hospital. Aquí no podemos salvar a nadie.

El joven se levantó y llevó la instrucción a los demás.

Logan colocó su mano sobre el corazón de aquella mujer, las sombras a su alrededor buscaron en ella, le susurraron los minutos que le quedaban.

Quizá la reina no creyera en leyendas. Pero él sabía que estaba muy lejos de serlo. Sería estúpido no creer.

El fuego había dispersado a las personas. Levantó a la mujer del suelo con un cuidado practicado. Los doctores eran figuras lejanas llevando a los heridos al hospital. Los soldados eran más figuras apagando el incendio antes de que consumiera las casas.

En medio del humo un lobo surgió entre las sombras, negro como ellas, con ojos dorados como el hombre que la había llamado.

—Busca en las cenizas. Las familias querrán sus difuntos y la reina alguna pista.

El susurro de aquel idioma no requería ser escuchado, como las sombras tampoco anuncian su llegada. El lobo asintió y se desvaneció entre las llamas. 

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