
Capítulo 43 [Maratón: Un cumpleaños con buen comienzo... y mal final].
Maratón 4/5:
Antonella POV:
—Qué mierda... ¡DIEGO!
¿Por qué será que siempre que busco a uno de mis amigos los encuentro en situaciones raras? Digo, no me extraña verlo en el disfraz de osa prostituta porque (¡ja!) fui yo quien se lo puso. Pero ¿sacudiéndose como lombriz para desatascarse de la escalera de emergencia? ¡¿En serio, gente?! No, esperen. ¿Cómo se atoró ahí en primer lugar? Misterios del mundo que dejan pendejo al del triángulo de los Pantalones... ¿o era de las Bermudas? Da igual, ese no es el punto.
—¡Diego! —repetí, corriendo hacia él—. ¿Qué mierda carajo estás haciendo?
El oso se detuvo y me miró.
—¡Jugando al Monopolio! ¡¿Tú que piensas?!
Ay, está en su menstruación. Aunque bueno, no lo culpo. Ya mucho tiene con estar atrapado dentro de una osa puta.
—¿Cómo llegaste a... esto? —señalé su situación.
—¡El maldito de Fogelmanis y _____!
Ya no necesité otra explicación. Pude imaginarme perfectamente a esos dos idiotas escapando del idiota mayor y este terminando como terminó. Suspiré. ¿Por qué el mundo está lleno de idiotas? Hablando del tema, no he visto a Froy por ningún lado...
Sospechoso, sospechoso.
—Okay, suficiente —dije—. Dame esas patas, Gruñoncita. Te sacaré de ahí.
Diego ladeó la cabeza.
—Llevo unos diez minutos tratando de salir de aquí, ¿crees que tú harás la diferencia? —preguntó con incredulidad.
Tuve ganas de decirle «Pos entonces me largo y te resuelves solo». No entendía por qué estaba tan chocante conmigo... más de lo normal, claro. A estas alturas ya debió haber superado lo de la broma.
Mordiéndome la lengua, lo tomé de las dos manazas felpudas y halé. No pasaron ni tres segundos cuando salió despedido al suelo, cayendo de culo (o colita). Lo miré desde arriba con la ceja alzada y brazos cruzados.
—No subestimes la fuerza de una rubia, papacito.
—¿Antonella me llama? —Froy salió de la nada.
—¿Y tú dónde estabas? —inquirí.
—En el baño —se enfocó en Diego—. ¿Qué hace Diego Go en el piso?
—Las hormigas me cuentan secretos, Froy —masculló este.
—¿Ah, sí? —Froy sonrió—. ¡¿Qué te dicen?!
No veía la cara de Diego, pero por el facepalm que se dio supe que no sonreía.
Entonces se levantó casi de un salto, sacudió su gordo trasero de oso y empezó a bambonearse hacia la calle, dejándonos a Froy y a mí con el ceño fruncido.
—Diego Go, ¿para dónde vas?
—¡A dejar sin pene al próximamente difunto novio de mi hermana! —declaró.
Froy y yo nos miramos.
—¿Vas tú o voy yo?
—Yo lo desatoré —sonreí, dándole una nalgada—. Te toca, Papacito.
Sobándose el culo, se fue tras Diego. Diez segundos después —y luego de forcejeos inútiles— regresó tirando de la pantis de Gruñoncita a un Diego Ortiz resignado.
—¡¿Por qué no me dejan ser feliz?! —se quejó.
—¿Por qué no dejas ser feliz a tu hermana? —chisté—. Dime, Diego, ¿qué mierda hicieron ahora? ¿Los encontraste besándose o qué?
Sus garras peludas se cerraron con fuerza y lo oí gruñir. Papacito se acercó y me susurró:
—Se enteró de que Cogelmanis ya co-gel-gió.
—Ah... OOOOOOH —caí en cuentas.
Ahora entiendo la urgencia de _____ y la furia de Diego.
—¿Ya lo notaste o te lo explico con manzanas? —gruñó.
Y sí que lo tiene molesto.
—Oye, conmigo no te desquites tus amarguras, Ortiz.
—Sí, Dieguito. Deberías mejor relajar tus peludas nalgas y vivir con eso. Quiero decir, tarde o temprano lo iban a hacer, ¿no?
—¡SI! ¡Cuando tuviese treinta años! —gritó.
Froy y yo rodamos los ojos.
—Escucha —dije—. Tu teatrito de hermano celoso y sobreprotector me va a hacer un hijo...
—Figurativamente hablando, por supuesto —añadió Froy.
—Ya a nadie le divierte esta situación. Es más, a la mayoría (como a tu hermana y a mí) nos molesta. Así que, o bajas el telón o te lo bajo yo... a menos que quieras perder el cariño de _____, claro.
Diego la osa me miró fijamente; yo sabía que le había golpeado en lo más bajo (y no precisamente en su pene) y aunque no me enorgullecía, era lo necesario. Soltó un resoplido y nos pasó de largo con un empujón. Froy y yo lo vimos meterse a la casa con un portazo, espantando a la hermana de Sabrina y a su novio.
—Creo que lo superará —comentó Papacito.
Le di unos golpecitos de consuelo en la espalda.
—Por optimista nadie ha ido a la cárcel.
No me tiren de mata esperanzas porque estoy siendo realista. Diego está enojado. Furioso, mejor dicho. No necesito ver su cara ni escuchar su voz para saberlo, porque alrededor suyo hay una especie de aura o como se llamen esas mierdas, que irradian enojo. Ahora que lo pienso mejor, creo que fue un error lo de la venganza...
Nah, a quién engaño. Soy la puta ama.
—¿Adónde vas? —gritó Froy, ya que había empezado a caminar.
—Tras Gruñoncita —respondí—. _____ me pidió que lo tranquilizase y eso es lo que voy a hacer.
—¿Te acompaño?
Negué.
—Tú solo estresas a la gente, Papacito, no te ofendas... o bueno, sí, oféndete.
—Descuida, es la verdad —encogió los hombros, poniéndose a mi lado y abriendo la puerta—. Después de ti, Miss Perver.
Sonreí. ¿Por qué no me pueden gustar los hombres como Froy Gutiérrez, que parece un maldito caballero inglés? Así mi vida fuese más sencilla y sin pasar tanta frustración... pero no. Me mojo únicamente por los idiotas morenos e imbéciles a los que tengo que seguir para bajar los humitos... o más probablemente el infierno que tiene en esa cabeza.
Todo aquello sin contar al papi sexy de Ross, obvio. ¿Quién no se moja por ese rubio hermoso?
—Fiuh —Froy silbó—. Sí que está encendida la fiesta.
No se equivocaba. Ahora las personas saltaban y sacudían la cabeza locamente, como los perros cuando se secan. Definitivamente Sullivan era un buen DJ; la música retumbaba en mis oídos pero no molestaba, porque era un ritmo animado y divertido, razón por la que la gente estaba así... aparte de por el alcohol, claro.
Busqué al oso azul con la mirada sin mucho éxito. Pasó mucho tiempo desde que él entro, lo suficiente como para que se desapareciera de la faz de la Tierra. Genial. Más trabajo para mí.
—¡Hey, gente! —Katherine y Amir se acercaron a nosotros, ambos con vasos desechables en las manos.
—¿Están tomando? —me extrañé. Kathe no era de beber alcohol.
—¡Carlos el primo de _____ nos sirvió cerveza! —respondió animadamente—. Y me dije ¿por qué no? ¡Es el cumpleaños número diecisiete de mi mejor amiga, demonios! Además, es solo una.
—Lo era tres cervezas atrás —sonrió Amir.
—¡Era nuestro secreto, Mitchell!
Entonces Katherine le pegó y él se sobó el brazo, se miraron y rieron. Froy y yo los observamos.
—¿Han visto a Diego? —pregunté.
—Lo vi subir las escaleras —dijo Amir, luego dio un brinquito—. ¡Eh! ¡Esa canción me gusta! ¡A BAILAR!
Y arrastró a una muy risueña Katherine hacia la improvisada pista de baile.
—¿Soy yo el único que piensa que ya andan más o menos glú glú? —Froy hizo el ademán de tomar.
Negué, más sorprendida de lo que se debe estar. No lo sé, será porque es la primera vez que la veo así o por estar fuera de sí a la cuarta cerveza. Yo para entrar en la etapa de «me rio hasta de la risa» tengo que tomarme mínimo quince.
En fin, decidí que no me importaba.
Jalé a Papacito hacia un lado para rodear a los que bailaban porque presentía que si pasaba por el medio me quedaría ahí meneando la cadera hasta nuevo aviso, y ese no era el plan.
Dos de las personas que bailaban eran Ross y su hermano menor, Ryland. El primero me vio y sonrío, sacudiendo su mano en un saludo. Se lo devolví. Estuvimos hablando desde que llegó a la fiesta y no, señoras, no trataba de subírmele encima (aunque una partecita de mí si quería). En realidad nuestros temas de conversación se trataron más de mí que de él, porque le conté acerca de mi relación con Jonny, de la que se vio bastante sorprendido («¡Canté F.E.E.L.G.O.O.D con él! Cobro por hacer eso, ¿sabes? ¡Y se lo dejé gratis! ¡Ahora no sé si valió la pena!») y también sobre Diego («Bueno, con este no me voy a anticipar: si se casan invítame y cantaremos Wild Hearts... ¡Y me pagará!»). Resultó ser muy buen oyente.
Al inicio de las escaleras me detuve y miré a Froy, que estaba plantadote a mi lado.
—Vete pues —Lo empujé—. Chú, chú.
—¡No quiero quedarme solito! —se quejó.
—¿Y acaso yo tengo la culpa de que seas asocial? ¡Ve a conseguir novia!
—¡No quiero!
—Agh, eres increíble —rodé los ojos—. ¡Hey, Genevieve! —la llamé.
Genevieve Hannelius se acercó un poco confundida.
—¿Sí?
Empujé otra vez a Papacito.
—Froy, Genevieve. Genevieve, Froy. Ya se conocen. Ahora vayan a bailar, cojan, no sé, no me importa. Adiós.
—¡Antonella! —chilló Froy.
—¡Lo siento, Papacito! ¡No puedo hablar! ¡Estoy subiendo las escaleras y si no me concentro podría resbalar y matarme! ¡Agradéceme luego!
No dejó de gritar mi nombre hasta que llegué al piso superior. Con una sonrisita traviesa admiré el corredor hasta el final, no había nadie más la soledad y yo. Pero la puerta del ático estaba abierta... Bingo.
Avancé hacía allá a paso rápido, pero estaba por medio camino cuando la puerta del dormitorio de _____ se abrió y una melena rubia pasó como un rayo junto a mí. Iba llorando. Un segundo después Bradley salió también. Lo detuve con un manotazo.
—¿Qué carajos le hiciste, Perry? —inquirí.
El chico no sabía que decir. Estaba tan nervioso que casi casi me dio lastima y no dejaba con ojos de pánico hacia las escaleras por donde Sabrina había bajado. Al final logró zafarse de mi agarre (lo que no muchos logran) e ir corriendo tras ella.
Miré en esa dirección, debatiéndome entre seguirlos o hacer lo otro. Sabrina no podrá ser tan unida conmigo como lo es _____, pero definitivamente me importa mucho. Fui su corista en el último disco y le he cogido cariño. Y al verla llorar el instinto de Amiga Protectora y Tritura Pelotas de Novios Idiotas se encendió. No obstante, le había prometido a la suripanta de _____ calmar a su hermano y era eso lo que debía hacer. Así que me tragué las ganas y subí hacia el ático.
Dudé antes de pasar. Mi sentido común me dijo que lo mejor era dejar que Diego se tranquilizase solo y así evitaría causar un problema mayor. Sin embargo, yo soy Antonella Morales y nunca le paro bolas a mi sentido común. Entré... y mi sentido común gritó «¡Puta sea, te lo dije!» un segundo después.
El Diego Ortiz original acababa de darle un puñetazo a la pared tan fuerte que hizo un agujero.
—¡Diego! —grité.
Se giró bruscamente y no me gustó para nada lo que vi.
—¡¡¿¿Qué quieres??!! —rugió.
Definitivamente era peor verlo a la cara que a través de un disfraz: su rostro estaba contraído en una mueca de furia y su pecho desnudo subía y bajaba tan rápidamente que pensé «va a darle un infarto», lo que no ayudó mucho a mis nervios, que se habían disparado hacia el maldito techo. La mano del puñetazo le sangraba, pero no parecía reparar en ello. Me estaba mirando de una manera tal que sentí escalofríos... y no de los buenos, fíjense.
—Quiero hablar contigo —dije lo más suave que pude—. Sólo eso, por favor.
—¿De qué me vas a hablar? —soltó—. ¿Me dirás que necesito pasar página? ¿Qué estoy siendo un imbécil que se ha quedado atorado en el siglo IX? ¿Qué voy a perder a _____ si continúo siendo así?
Cerré la boca. Eso era lo que precisamente iba a decirle.
Él vio mi reacción y sonrió, pero no era una sonrisa ladina moja bragas suya. Esta era seca e indiferente.
—Eso creí. ¡Pero adivina qué, Antonella! ¡ASÍ SOY!
—¡No me grites! —chillé—. ¡No tolero que me griten, Diego!
—¡Entonces date media vuelta y sal de aquí, maldita sea! ¡No necesito que niñas que se creen mayores solo por usar brasier y pantis combinados vengan a decirme lo que debo o no hacer con mi hermana!
Eso fue un golpe bajo.
—¡¿Por qué te comportas así?! —Grité, mordiéndome el labio—. ¡¿Por qué estás siendo más malditamente antipático de lo que ya eres?! ¡¿Tanto te afectó enterarte de algo que iba a suceder tarde o temprano?!
Esta vez le dio un golpe a la mesita de noche, volcando un reloj de Mickey Mouse al suelo. Se arrojó violentamente a la cama.
—¡Es mi hermana, joder! —gritó, como si eso lo explicase todo—. ¡La hermana que siempre quise! ¡Se suponía que hoy pasaría el día entero con ella! ¡¿Y dónde está?! ¡Se escapó con el novio...! Me dejó. Nuestro primer cumpleaños, y me dejó.
—¿Y por qué crees que lo hizo, Ortiz? —gruñí, ya fastidiada—. ¡Intentabas asesinar a su enamorado!
—¡¿Qué mierda sabe ella del enamoramiento?!
Abrí mi boca, verdaderamente sorprendida y enojada.
—Obviamente más que tú, porque si supieras lo que es no estarías armando un alboroto por lo que hicieron... si lo supieras... sabrías que ya quiero algo más.
Eso lo hizo subir la cabeza. El cabello marrón se le pegaba a la frente por el sudor, pero yo estaba tan molesta... tan cansada, que no lo vi sexy.
—¿Algo más? —preguntó—. ¿A qué te refieres?
—No lo voy a decir —mascullé—. Aún me queda dignidad, ¿sabes?
Me miró, todavía con el ceño fruncido y como quien mira un experimento raro pero curioso.
—¿Hablas de noviazgo? —se echó a reír y eso fue como un golpe muy fuerte en el sitio debajo de mi teta: el corazón—. ¿Hablas de querer un noviazgo conmigo y andabas babeando por ese rubio marica?
—¿Ross?
—Ese mismo. ¿Crees que no te vi? ¿Qué me lo iba a tomar a la ligera porque no somos nada? ¿Porque no hay compromisos? ¡Pues no! —gritó—. ¡Mira que no! No vengas a exigirme una relación cuando a lo que medio me descuide estarás de zorra...
Mi puño fue directo a su mejilla. Diego dio una vuelta y cayó por completo en la cama, mirándome como si no pudiese creérselo. Yo sacudí mi mano, que me dolía, pero no tanto como sus palabras.
—Jamás en tu vida vuelvas a llamarme así —dije, mi voz entrecortada y las lágrimas derramándose—. ¡Jamás!
Odio llorar Odio llorar. Odio llorar. Odio llorar sola y más odio llorar frente a alguien. Odio llorar frente a alguien que conozco y mucho más que ese alguien sea Diego. Odio a Diego en estos momentos. Odio lo que me dijo y lo odio a él.
—Anto... —murmuró.
Quise salir de ahí. Correr e irme de este maldito ático. Encerrarme en un lugar hasta que el maldito goteo cese y vuelva a ser Antonella Morales, la desgraciada insensible que siempre he sido. Pero no podía moverme. Me quedé ahí, llorando silenciosamente, mirando el reloj de Mickey Mouse en el piso. Desde aquí pude ver la hora: diez minutos para media noche.
Diego se levantó de golpe y corrió hacia mí, agachándose hasta mi altura y tomando mi rostro con sus manos. No lo miré, no podía.
—Nena, no llores —susurró, acariciando mis mejillas.
Quise gritarle «¿Ahora ya no soy una zorra?», pero lo único que hice fue abrazarlo, arreguindarme suyo como un puto koala. Sí, lo sé: bipolares y yo. Tienen todo el derecho de criticarme, perras, háganlo.
—Ross es mi Amor Platónico de Disney —sollocé en su hombro—. Un capricho que no me molesto por alcanzar porque es básicamente inalcanzable. ¡Ni siquiera me gusta! Y no estaba coqueteándole... solo lo acosaba de lejos y cuando fui a saludarlo me preguntó cómo iba con Jonny, y de ahí empezamos a hablar de ti... de lo enamorada que estoy de ti... ¡AY DIOS, QUE MARICA SONÉ! ¡¿Qué mierda carajos me pasa?!
Diego rió, lo que aligeró un poco mi tensión. Luego me cargó, llevándonos a ambos a la cama de Froy, donde se sentó conmigo en sus piernas. Me miró, con una sonrisa tierna dibujada en su cara de modelo de Calvin Klein.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —Murmuró—. Ahora me siento mal por llamarte como lo hice. Perdón.
Negué con la cabeza, secándome los restos de lágrimas.
—No lo vi importante. Es que... vamos, todo el mundo sabe que adoro a ese rubio —lo miré—. Pero no más que a ti, claro... yyyy volví a sonar marica.
—No, no. Suenas bien. Tanto que me estás haciendo sentir un imbécil así de rápido —chasqueó los dedos.
Sonreí.
—Eres un imbécil —dije.
—Lo sé, pero eso solo lo sabemos tú y yo.
—Y Froy, y _____... Por cierto, ¿qué vas a hacer con ella? ¿Qué vamos a hacer con noso...?
Puso un dedo sobre mis labios. Los observé y luego a él, curiosa.
—Yo me encargo de lo que será de nosotros. Ahora tengo todo claro —sonrió, pero luego apretó la mandíbula—. Pero con mi hermana... No lo sé. Imagino que tengo que hablar con Fogelmanis y que me dé una buena explicación a menos que quiera que... —levanté una ceja, haciéndole soltar un resoplido—. Okay, okay. Solo hablaré con él.
Asentí. Nos quedamos viéndonos a los ojos unos segundos tan intensamente que me hizo olvidar de todo. Sabía lo que venía ahora; nos besaríamos, probablemente con lengua, y muy probablemente llegaríamos a segunda base... Pero sentí una vibración en mi trasero que casi me hace dar un brinco.
—¡Maldita sea, siempre me olvido ponerlo en silencio! —gruñí, sacando mi teléfono—. Ah, hablando de la reina de Roma.
—¿_____?
—Esa mis...
—¡Dame acá! —y de la nada me arrojó a la cama, llevándose el teléfono consigo y empezando a caminar por la habitación mientras hablaba—. ¡_____ de los Ángeles Córdo...! ¿Qué? ¿Quién habla? ¿Yo...? ¿Qué pasó? ¿Dónde está _____? No, soy su hermano, ¿qué...?
Y de la nada soltó el celular, que cayó en su colchoneta. Se dio la vuelta muy lentamente, como hipnotizado. Sabía que eran malas noticias desde el primer qué, y solo lo confirmé al verlo ahí, estático, pálido como un puto y sexy fantasma... como cuando _____ se disfrazó de uno para asustarlo la otra vez.
«Algo anda mal», me dijo mi sentido común. «Algo anda muy mal».
Y esta vez sí le hice caso.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro