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Dos

       Tener la certeza de la propia casta acarreaba para Len el beneficio de que las pruebas de laboratorio al fin cesaron para nunca volver, o al menos no con el mismo propósito. Ni tampoco la insistencia de su padre y el apoyo de su abuela materna respecto a que se inyectase mensualmente hormonas masculinas para hacerle el esperado «reajuste» que tanto imploraban, y al que no se sometió sólo gracias a su madre, o habría estado hormonalmente muy destartalado. La parte negativa era colindar con el gélido clima emocional que su progenitor mostraba con él y casi sólo con él, porque Len le veía sentimentalmente algo distanciado de su madre a causa de las discusiones constantes respecto a la asimilación de tener dos hijos omegas. Su madre era un dulce y, personalmente, el hecho de tenerla inconscientemente tan involucrada en el caso al punto de interferir con la conexión marital, le hacía sentir un trasto.

         En una ocasión hubo escuchado a la abuela materna, que era en realidad la única que tenía, aconsejar a la omega en medio de una conferencia personal, que junto con León hiciesen un nuevo hijo. Len estuvo receptando la información desde atrás del sillón de estilo colonial de dos cuerpos que tenían casi al centro de la oficina hogareña. Reposado en el suelo, mientras jugaba un rpg en la Nintendo DS, a su vez conectada a auriculares, por lo que para las mujeres recién ingresadas su presencia era una incógnita.

—Debes haberte tomado algo extraño para decir el disparate que estás diciendo —oyó decir a Lily. De paso lo que pareció ser a ella aventando una cartera o bolso en el sillón poco antes de avanzar hacia el escritorio.

—Cuidado con cómo le hablas a tu madre —reprochó la sesentona en un tono dominante pero calmo; que era el estilo que normalmente le caracterizaba—. ¿Y por qué sería un disparate? Si eres una mujer joven, a tus treinta y seis todavía eres fértil, y como te llegó el celo un poquito tarde (ya bien entrada la adolescencia), lo más probable es que tu ventana reproductiva se extienda hasta los cincuenta.

—Ay, mamá...

—Nada de «ay, mamá». Es tu deber darle al menos un descendiente Alfa a tu marido. ¿O qué crees que pasará con el apellido? ¡Se va a perder! ¿Y qué pasará con la empresa después de que León no esté? Pasará a manos de otro, no de tus hijos.

—¿Y si hago otro niño y sale omega? —contra-argumentó la omega.

—Procura tener más de uno, así te aseguras que por lo menos uno te salga Alfa. ¿Cómo no se va a poder? Si la ascendencia está, eso está en los genes. Tu padre, yo, tu hermano y tu marido somos alfas, ¿cómo no les va a salir al menos uno que lo sea? Yo no sé porqué esos niñitos que tienes no salieron así; mala suerte, supongo.

—¿Será porque su madre y la madre de su papá han sido omegas? —exclamó Lily con obviedad— Digo, eso también está en los genes. Mamá, hágame un favor y no sea tan alfista, ¿quiere?

        La mayor dejó fluir una carcajada como a quien le cuentan un chiste ligero.

—El favor te lo di cuando te di la vida. Graciosa me saliste. Yo soy así y si no te gusta, mala suerte, linda. Además no tiene nada que ver con ser «alfista», se trata de una realidad, ¿o crees que los omegas en la alta sociedad son muy tomados en cuenta?

         Len, desde su lugar, rodó los ojos. Inmediatamente contempló que de ser Rin quien estuviese escuchando, en lugar de ser sólo él, aquella se levantaría de forma abrupta para decirle a la abuela un par de no pocas cosas, y luego la situación desencadenaría en una Rin castigada, con el vestigio de una mano colorada puesta en toda la extensión de una o ambas de sus mejillas, y las tensiones de los adultos en su algidez más tremenda. Pero por suerte estaba él, que cabreado hasta la coronilla de cada uno de los comentarios afines, sencillamente los deja pasar. Más o menos en la época en que apareció su periodo estral fue que el tema dejó de impactarle en demasía.

—León y yo no vamos a tener más hijos. Con nuestros niños estamos bien. Ahora, mamá, ¿puede dejarme sola mientras reviso unos documentos en el computador, por favor? Quiero estar tranquila y concentrarme.

          La mujer más adulta emitió un resoplido.

—Qué lástima. No veo a León muy contento con el asunto. Tienes que tener cuidado... No se te vaya a aburrir y vaya a buscar en otro lado lo que no le quieres dar tú. Como un hijo Alfa, por ejemplo.

           Lily exhaló en un suspiro.

—Madre, usted preocúpese de su casa con el papá, que de la mía me preocupo yo.

—Qué malagradecida, sólo te estaba aconsejando —espetó la Alfa—. Bueno, linda, ahí verás tú. No quiero verte llorando después —y dicha esa advertencia, Len escuchó los tacones de ella alejándose; entonces supo que se marchó del despacho. Personalmente vio eso como una oportunidad para escabullirse de la cercanía de su madre y así evitar revelar que había escuchado todo lo anterior, o se ganaría unos cuantos sermones bajo el crimen de «metiche».

            Sin embrago; se le hizo trabajoso dejarse el detalle para sí mismo, cuando no hubo sido el único objeto parcial de la conversación, así que ubicó a su melliza y, aprovechando la privacidad que a ella le era en su dormitorio, le contó lo más que retuvo en su memoria.

—¡No! —chilló la chica con cara de pánico— ¡No quiero un hermano! ¡Ya tengo suficiente contigo!

—Y yo contigo... —musitó él, en una faz de pésame, estando de acuerdo en la tragedia.

—¿Qué hacemos? ¿Conseguir anticonceptivos y colar cada pastillita en el pan del desayuno? ¿La molemos en el jugo como en las películas?

          El rubiales puso una pose pensativa.

—Dudo que un anticonceptivo siga funcionando adecuadamente luego de estar molido. Aunque tengo entendido que mamá ha de usar algo así ya, ¿no? Sino habríamos tenido más hermanitos hace tiempo. Montones de ellos, de hecho.

—Cierto...

—Lo otro es que hacerlo sin que la persona que lo va a ingerir sepa es ilegal.

—¡¿Pero y si ahora los deja de usar?! ¡¿Prefieres tener más hermanitos?!

—¡Claro que no! Pero tendremos que buscar algún modo menos comprometedor... Además, si resulta que no deja los anticonceptivos y nosotros le damos a ingerir más en secreto, terminaríamos provocándole un daño hormonal.

            Rin suspiró en aflicción. El asunto en cuestión fue quedando de lado por Len con el transcurrir de los días, pero la persistencia de la rubiecilla al respecto duró unas cuantas semanas en que tuvo los ojos puestos sobre sus padres, especialmente en su madre, y fue todo oídos por cada rincón de la casa en la posibilidad de receptar información plausible que confirmase o que denegase la irrupción de un nuevo Kagamine.

          Una mañana, Haku, una de las muchachas del servicio que era muy cercana a la familia, avisó a los mellizos que su madre esperaba reunirlos en el salón. Rin comenzó a temblar como matraca ante el anuncio.

—Si es un nuevo hermano, me mato —dramatizó al lado de Len mientras bajaban las escaleras.

—No seas dramática.

—Ay, ¿ahora me vas a decir que la idea te hace mucha ilusión?

—Tal vez sea hasta para mejor, así mi p nuestro padre deja de estar tan amargado por no tener un hijo alfa, madre se libera de la culpa de haberle fallado como esposa y yo me libero de la presión de ser la vergüenza de la familia.

—Ay, Len... Luego dices que la dramática soy yo.

—No es dramatismo, es realismo.

—Ya, como digas.

          Cuando arribaron a la primera planta, se aproximaron a Lily, que estaba sentada en el sillón de tres cuerpos.

—Hola, niños —inició la mujer, con una sonrisa sutil—. ¿Se acuerdan de la hija de los Kamui?

            Rin arqueó una ceja. Len estaba desinteresado.

—¿Quién?

—La hija de los Kamui. La hermana menor de Gakupo. Eran nuestros vecinos cuando ustedes eran más chicos, ¿no se acuerdan?

—Ah, ¿los del pelo morado?

             Lily asintió.

—Sí. La cosa es que los llamé porque nos llegó una invitación por el cumpleaños veintiuno de la chica y además va a hacer su presentación en sociedad. Y para demostrar la familia unida que somos vamos a ir todos —eso último fue un especial veredicto dirigido hacia Len, quien no gustaba mucho de hacer presencia en eventos con muchedumbre.

          En respuesta, él suspiró densamente.

—Así que —continuó ella— uno de estos días vamos a comprar ropa porque el evento va a ser formal y será dentro de dos semanas —con un guiño cerró su sentencia y Len rodó los ojos.

         Era algo introvertido, pero no era ese precisamente el antecedente que le hacía repeler los eventos sociales, sino su propia condición de omega. Sus feromonas dejaban en evidencia a quien pudiese olerle que era un lobo del más bajo de los rangos y en consecuencia todos esperaban que actuase como tal. Mostrar sumisión general y dar trato especial a un alfa por ser lo que era se le hacía profundamente denigrante hacia sí mismo. Funcionar en son de la jerarquía familiar era una cosa, hacerlo en aras de la sociedad entera era otra aún más deprimente. ¿Por qué debía asumir que por ser omega valía tan poco y que debía pronunciarse solícito y diligente ante el resto de las castas, como los betas y los alfas, por encima de sí mismo? Y bajo esa premisa estuvo con cara de mamarracho desde el comienzo de la celebración. No, más. Antes incluso de salir y alistarse; concretamente desde que le avisaron que tenía que asistir.

—¿Por qué tienes que estar así? —le recriminó en una ocasión su progenitora cuando estaban situados en una de las mesas con mantel de lino crudo. Lo más cerca posible de su oído para que el resto de la muchedumbre no fuese expectante de la charla— El mundo no tiene la culpa.

         «Claro que la tiene» pensó el rubio.

—Para estar así mejor no hubieras venido.

           El Kagamine menor alzó un ceja. «¿Enserio, mamá?»

—No, ¿sabes qué? No puedes estarte escondiendo de todo el mundo.

          «Sí puedo» respondió para sí.

—Padre no vino, ¿por qué él tiene esa suerte de quedarse y yo no?

—Tu padre está trabajando. De lo contrario, habría venido. Además estas reuniones sociales son importantes por muchas razones —repuso la mujer. Luego se aproximó más al menor y le acarició suavemente la mejilla y la barbilla—. Cariño, comprendo perfectamente bien qué es lo que te aqueja, pero no deberías esconderte: tú no has hecho nada malo y no le debes el «ser Alfa» a nadie, ni a tu padre, ni a tu abuela, ni menos al mundo. Tú eres tú y con eso basta. Sólo debes enorgullecerte a ti mismo. ¿Entiendes?

        Le hubiera gustado decir que sí y que estaba sumamente de acuerdo, pero su padre no pensaba lo mismo. De igual modo, la sociedad continuamente le presentaba oportunidades para recalcarle su bajo lugar jerárquico.

             De pronto arribó una señora de más o menos unos treinta y cinco a cuarenta años, a saludar a su madre. No parecía japonesa.

—¡Lily! —le dijo con notable tono de alegría.

—¡Lola! —pronunció la rubia, incorporándose de pie. Ambas culminaron el saludo con un suave y amistoso abrazo. Que de por sí era demasiado expresivo para la sociedad nipona, pero teniendo el notable antecedente de no poseer rasgos lo suficientemente japoneses, quienes sí nacían en el país del sol naciente no reparaban en ese tipo de conductas.

       Y para colmo, el afecto prosiguió en un beso repartido por cada mejilla de ambas mujeres, la una a la otra. Que no parecían avergonzarse en absoluto.

«Extranjeras» pensaría quien les viera. Ignorantes en el detalle de que al menos una de ellas llevase viviendo más de una década en Japón y hubiese formado familia allí.

—¡Tanto tiempo! —habló Lily— No pensé que vendrías. ¿Cuándo viajaste?

—Yo tampoco, pero Tonio es socio del señor Kamui, así que fue invitado y, ya sabes, si él viene, tengo que moverme tras él, como buena esposa. Me dije «uy, Japón... Uff. Está bien». Llegamos ayer. Pero pese a que no me gusta Japón para vivir, no me disgusta viajar aquí para turistear o vacacionar. Además aprovecho de ver a mi amiga aquí, ¿verdad?

          De la boca de ambas fluyó una cálida risita. Hasta que el par de mujeres se acordó de la existencia de un tercero.

—Len: mi hijo —presentó la rubia.

—Uy, cariño, lo siento, no te saludé —la de cabello negro y corto se agachó para depositar un tenue y maternal beso en una de las mejillas del quinceañero. Que, aunque para el menor era una cercanía bochornosa, se dejó besar sin emitir reclamo alguno, consciente del trasfondo cultural en el menester de saludar con tal ademán—. ¡Pero, santo cielo, estás enorme! ¡Eres todo un señorito! La última vez que te vi eras apenas un niño de diez años. ¿Te acuerdas de mí?

—Sí, tía... —contestó él, tímidamente.

—Eres un chiquillo precioso —dijo Lola, acariciando los cabellos del mozuelo—. Insisto en que es la mezcla perfecta de ustedes dos —añadió hacia Lily, refiriéndose a ella y a León.

       La rubia soltó una risilla cálida.

—Es muy guapo y encantador, seguro ha de tener muchos pretendientes. Prepárate, Lily, que algún alfa aparece pronto y se lo lleva de tu lado.

—Con lo celoso que es León, dudo que ese momento llegue tan pronto —contestó Lily.

       Ambas mujeres rieron.

       Más que «celoso», Len creía que su padre le mantenía controlado en general porque se avergonzaba de él o por el propio estigma de que los omegas no «están hechos» para tener la misma libertad y autonomía que los alfas o los betas. Así que su vida y la de Rin consistía en casa/escuela, escuela/casa. Exceptuando que la rubiecilla tenía las suficientes agallas y ganas para echarse unas escapaditas de vez en cuando. Y que él apenas tenía amigos, tan o más asociales.

—Oye, ¿y tu nena?

—Se encontró con una amiga aquí en la fiesta, así que fue a reunirse con ella.

—Oww, ya veo.

—Disculpen, iré al baño. Vuelvo enseguida —anunció Len, comenzando a incorporarse fuera de la mesa.

—Adelante, cariño —dijo Lola.

—Ve, cielo —dijo su madre.

      Y entonces abandonó el puesto dejando al par de mujeres platicar acerca de los típicos asuntos de señoras de la casa, situación marital, trabajo, hijos y su plena condición de mamás. Aunque la de cabello negro no tenía hijos, por propia voluntad, pero tenía sobrinos, que era más o menos lo mismo.

     En realidad, el trasfondo de colarse en el baño merecía más a una necesidad de respirar de las interacciones sociales y de la captación de toda esa gama de aromas abrumadores que desprendía la gente, que a las plenas ganas de orinar. Pero no era fácil de explicar ni muy grato de oír, porque probablemente terminaría lastimando algunas susceptibilidades. No era que odiase a las personas; sólo quería evitar exhibirse demasiado. Su padre le había enseñado que eso era lo más adecuado y Len lo había asimilado más pronto que tarde, para el alivio de León.

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La idea inicial era actualizar esto una vez a la semana. ª, estoy como Germán, pidoperdón. Pero sucede que lidio mucho con la propia disconformidad al momento de escribir. Lo siento. <|3
Gracias a quienes lean, son un amors de lo más lindo. 💕

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