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dos

—¿Qué tal tu primera jornada de trabajo?

Valerie caminaba despacio, disfrutando de los últimos rayos de sol de la tarde, por las calles poco ajetreadas de Boston. Soltó una risilla algo sarcástica al escuchar la pregunta que había emitido su mejor amigo, Bennett. Lo que empezó siendo una amistad fortuita, de instituto, de aquellas que surgían porque los dos nuevos tenían que hacer un proyecto juntos, se había convertido en lo que parecía ser una relación de amor platónica. No había secretos entre ellos. Y lo mejor de todo es que, desde aquel día en el que se sentaron juntos en química, habían estado juntos. Bueno, hasta que Valerie decidió enviar su impecable currículum a Harvard. Bennett también era psicólogo, pero había huido de la investigación en cuanto pudo, y decidió colaborar en los programas de reinserción de centros de menores, cárceles y centros de día. 

—Igual que el primer día de instituto. —bufó. —Pensé que iba a estar rodeada de adultos funcionales, grandes mentes... ya sabes, es Harvard. Pero resulta que la mayoría de mis compañeros rondan los sesenta años y siguen pensando que la Psicología es una pseudociencia.

—¿¡Perdona!? —exclamó Bennett, claramente ofendido. 

—Cuando he estado almorzando, algunos de ellos no han dejado de cuchichear sobre mi método de enseñanza. Y también se han quejado de que estamos creando una generación de médicos 'blandos'. 

Aunque podía parecerlo por sus ojos redondos y mejillas sonrosadas, Valerie no era para nada inocente. Era observadora. Tenía un oído de lo más fino -entrenado durante años al tener que acudir a clases de piano- y era maestra en tener una sonrisa dibujada en el rosto. Desde que uno de sus profesores, perfilador del FBI, le dijo que lo que realmente diferenciaba una sonrisa social de una sincera era la mirada, siempre entrecerraba los ojos al sonreír. Y eso lograba despistar a su interlocutor. Si existiera un premio a la persona que mejor fingía no enterarse de nada, era para Valerie. 

Durante el almuerzo, después de que aquel médico rubio y con aire prepotente le indicara dónde estaba la sala de descanso, había estado charlando con el Doctor Rashad, el neurólogo. Casi al instante, ella supo que él solo intentaba distraerla de los comentarios innecesarios del resto de médicos: las preguntas que le hacía Rashad eran simples, casi absurdas. Llegó a señalar el plato de pasta de Valerie y a preguntarle qué estaba comiendo. Ella contestó por parecer educada, aunque se quedó con ganas de devolverle la pregunta y soltarle un ''¿estás ciego?''. 

Bennett resopló al otro lado de la línea telefónica. —Médicos tenían que ser.

—En parte entiendo que sean tan intransigentes. Rondan los sesenta años, han estudiado de forma muy estricta y esa forma de estudiar ha sido lo que les ha convertido en grandes médicos. Pero, aún así... hay miles de artículos que dicen que el aprendizaje puro y duro no sirve de nada, sobre todo en enseñanza superior. 

—Dales una charla. —sugirió su amigo. —A lo mejor logras encandilarles con tus maravillosas dotes de oratoria. 

—Ojalá. — Valerie logró esbozar una sonrisa. Fue algo agria, más bien una mueca.

—Por cierto, ¿cómo van tus hazañas amorosas por Massachussets? 

—He abierto Tinder una vez, he visto que todos eran estudiantes y lo he desinstalado. —suspiró. 

—Sabes que condeno con toda mi alma las relaciones de poder, las relaciones mujer-objeto y las que tienen una gran diferencia de edad, pero quizá es hora de que te ligues a uno de esos médicos sesentones.

Bennett fue capaz de sacar una carcajada a Valerie, que se rio tapándose la boca con el dorso de la mano. —¿Y que me tachen de haber llegado hasta aquí por meneársela a un canoso? ¡Ni muerta!

—¿No hay nadie joven en el departamento? No sé, al menos alguien de cuarenta...

—Un neurólogo que me da un poco de mala espina. —dijo ella, recordando el pelo engominado del doctor Rashad y sus risillas burlescas. —Sé que debo basarme en la evidencia y no en mi intuición, pero ya sabes que nunca suele fallarme. 

—¿Y ya está? ¿Solo hay un neurólogo cuarentón que tiene pinta de haber sido bully de instituto?

Los dos se conocían tan bien que, con tan solo una descripción sin detalles, Bennett captó a la perfección a lo que se refería Valerie. —Ah, si, también está un cardiólogo, creo. Es ese tipo que nominaron para obtener el premio de innovación de Stanford, ¿te acuerdas?

—¿Y qué se supone que ha hecho para estar nominado a un premio así?

—Algo con células madre y el corazón, yo qué sé. Seguramente no supere los treinta.

—Mira a ver si le fichas en Tinder. 

Valerie volvió a soltar una carcajada, aunque fue mucho más suave que la anterior. —No creo que tenga mucho tiempo para andar con citas. Debe trabajar en el hospital por las tardes, está en los tribunales de evaluación de las tesis finales... Es el ojito derecho de todos esos viejales. Cito: ''ojalá todos los médicos fueran igual de buenos que el Doctor Braun; es un genio''. 

Y además, aunque el análisis de la postura corporal en la comunicación no verbal no sea del todo fiable, tiene pinta de ser un auténtico gilipollas, quiso añadir. Sus hombros echados hacia atrás, su cabeza erguida y su pecho en alto le hacían pensar a Valerie que el famoso Doctor Braun tenía un serio problema de narcisismo... pero no eran más que cábalas y simples sensaciones. Para corroborarlo, tendría que hacerle una exploración más a fondo.

Bennett, que también caminaba, pero por las calles de Nueva York, ahogó un grito. —Val, te dejo. Tengo que correr casi una manzana si no quiero perder el tren. ¡Llámame por la noche si no estás ocupada!

ㅡPrometido. Te llamo luego.

°°°°°

El pasillo de los quirófanos estaba algo oscuro; había caído la noche y la mayoría de las salas estaban estirilizadas y cerradas. Menos una. Un quirófano de urgencia que se llenó de auxiliares, anestesistas, cirujanos y demás parafernalia cuando una mujer de unos setenta años mostró síntomas de estar sufriendo un aparatoso infarto por culpa de un síndrome coronario.

Su familia esperaba a las puertas de los quirófanos, angustiados, mirando cada instante si el minutero de sus relojes había cambiado de posición. Al oír el sonido de las puertas automáticas abrirse, se levantaron de sus asientos. El Doctor Braun recibió a la familia, marido y dos hijas, vestido aún con el uniforme verde y el gorro de quirófano. La mayoría de los gorros -o casquetes, como los llamaban algunos profesionales del gremio- tenían estampados como flores, dibujos animados o lunares; el de Levi era totalmente liso. 

—Ha ido todo bien. —anunció, guardando una distancia prudente con la familia. Escuchó algunos suspiros aliviados. —Hemos podido realizar la revascularización. Está estable.

El médico ya se daba la vuelta para volver a quirófano, pero una voz masculina se detuvo. —¿Podemos ir a verla?

—Acaba de salir de una operación a vida o muerte. —dijo, más que frío, con tono robótico. —Tiene que recuperarse primero. De todas formas, suban a la sala de reanimación. Allí les informarán. 

—¡Oh, gracias a Dios, gracias a Dios! —exclamó una mujer, seguramente hija de la paciente, que se abrazó con un hombre que tenía al lado. Lloraba desconsoladamente. Levi no supo si era de alivio, alegría, tristeza o qué narices. 

El Doctor se dio la vuelta y dejó que aquella familia llorara en la oscuridad del pasillo. Pulsó un timbre situado a la derecha de las puertas de cristal traslúcido, cerró los ojos un instante y expulsó el aire que había contenido por la nariz, exhausto. Las puertas se abrieron con un zumbido algo molesto.

Aquellas puertas revelaron otro largo pasillo, lleno de más pesadas puertas automáticas y con grandes letreros que indicaban el número de quirófano. En una pequeña sala con varias sillas y una máquina de café, se encontraba un chico joven, también vestido con la vestimenta verde de quirófano. Ocultaba su rostro entre sus manos.

—¿Qué cojones se supone que estabas haciendo? —espetó el Doctor Braun desde la puerta, sin llegar a entrar en la salita. Su lenguaje corporal y su tono de voz no decían mucho de su enfado, pero aquel chico supo que su profesor y figura de referencia en el hospital estaba bastante cabreado. 

—No lo sé, yo-

—¿Cómo que no lo sabes? Estabas en una puta operación a corazón abierto mirando las arterias una por una cuando tenías dos, —enseñó a su alumno el índice y el corazón y se acercó a él con aire amenazante— dos angiografías y un catéter que te decían claramente qué arterias estaban obstruidas. ¿Y vas tú y te detienes en mirar el resto de las jodidas arterias?

—En los libros-

—¡Olvídate de los libros! ¡Te he dicho mil veces que si hay una prueba diagnóstica clara, no se pierde el tiempo! ¡Treinta segundos más y esa señora estaría fría como un puto congelado! 

El joven solo pudo guardar silencio. Sus ojos estaban vidriosos, y a juzgar por cómo apretaba los labios estaba ocultando el llanto. Sin embargo, lejos de mostrar empatía y explicar con calma cuáles habían sido los errores, Levi continuó lanzando palabras envenenadas:

—Llevas dos años de residencia y aún no sabes ni cómo hacer una jodida sutura. ¿Qué coño has estado estudiando todo este tiempo, eh? ¿Qué coño has visto durante todo este tiempo? ¿Acaso estás sordo y ciego? ¿O eres simplemente imbécil?

—Doctor Braun, yo-

—¡Treinta segundos más y esa mujer habría muerto! ¿Me oyes? Me da igual que te hayan dicho en primero de carrera que tienes que hacer una historia clínica completa, que si esperar a que haga efecto la epinefrina, que si no se qué... ¡El tiempo vuela! 

—Pero solo quería asegurarme-

—Mañana vuelves a quirófano. —le señaló con el índice.— Ya puedes estar toda la puta noche ensayando las suturas porque te voy a poner a coser a todo el paciente que entre como si fueran muñecas de trapo. No pienso dejarte coger un bisturí de nuevo y mucho menos reconstruir una arteria hasta que no hayas recordado los básicos. Ponte las pilas.

Que el trabajo de un residente quedara delegado a solo poner puntos era algo humillante, pero eso mismo era lo que pretendía Levi. Vio cómo el chico asentía, cabizbajo, y lo tomó como una señal para salir de allí con un nuevo suspiro. De camino a quirófano, donde los auxiliares debían estar retirando ya material, el Doctor Braun se quitó el gorro y se frotó la nuca. Llevaba cerca de seis horas de pie. 

Una enfermera algo mayor -pero experta en todo lo que tuviera que ver con las operaciones cardiovasculares- se acercó a Levi a paso acelerado y con un portapapeles en alto. El médico extendió la mano para recibir un bolígrafo. Sin mirarlo demasiado, firmó en el hueco en blanco que se situaba al final de la hoja. Estaba tan acostumbrado a firmar actas de cirugía e informes que casi lo hacía de forma automática. 

—¡Nos vemos mañana, Doctor Braun! ¡Gracias por venir! —escuchó a lo lejos. 

Se limitó a alzar la mano para despedirse del resto de personal. 

Pensó en darse una larguísima ducha en los vestuarios, pero recordó que tenía varios mensajes sin contestar en su teléfono móvil, y uno de ellos le exigía estar en la cafetería antes de las diez de la noche. Resignado, se cambió, tiró el uniforme desechable a una enorme papelera y se echó una mochila negra al hombro.

Arrastró los pies hasta la cafetería del hospital, inusualmente vacía. Bueno, teniendo en cuenta que era de noche y el horario de visitas ya había finalizado, no era tan raro ver en la cafetería más de dos mesas libres. De hecho, solo había unas cuatro personas. Y todas eran trabajadores del hospital. Antes de entrar, buscó con la mirada a una chica de cabello corto, mechas castañas y enormes gafas de color rojo. 

—¿Buscas a alguien? 

La voz sonó sospechosamente familiar, así que Levi se giró. Allí estaba ella, con una sonrisa algo cansada y su bata blanca llena de pines, chapas y broches de lo más colorido. El médico caminó a la par que la chica. 

—¿Estás de guardia?

La joven sacó de su bolsillo un busca, un aparato pequeño y negro que pitaba si había alguna emergencia. —Sí. —contestó— Pero la planta está tranquila, así que vengo a por mi primer café de la noche... Joder, Levi, —golpeó con fuerza la espalda del Doctor— estás destrozado, como si te hubieras peleado con un gigante o algo así. ¿Es el primer día de curso y ya quieres unas vacaciones?

Ambos se quedaron detrás de la barra de la cafetería, esperando un café descafeinado y uno bien cargado. María Eckford no era una pediatra cualquiera; era neuropediatra. Además de ser una experta en el desarrollo infantil, el Trastorno del Espectro Autista o en síndromes congénitos, era la única amiga cercana de Levi. Habían sido compañeros en la carrera. Se sentaron juntos el primer día y Levi se sintió obligado a tener que hablar con ella... durante más de diez años. 

—No. —contestó el doctor Braun mientras tomaba el vaso de café que le habían servido.

María señaló unos bocadillos que tenían un aspecto cuestionable. —¿No quieres nada de picar? Yo invito. 

Levi agitó la cabeza. —No. —volvió a decir. 

—Pues tú te lo pierdes. —la chica extendió un par de billetes al camarero y, con una sonrisa, tomó su vaso de café y se dirigió a una de las mesas libres. Levi se sentó enfrente de ella. —Entonces, ¿ha sido un primer día agotador?

Sí, quiso responder él. Teniendo en cuenta que su jornada de trabajo empezaba a las siete de la mañana -justo después de hacer una religiosa hora de deporte y de un buen desayuno- y que a veces se extendía hasta pasada la medianoche, sí, era agotador. Dividía su jornada de trabajo entre la universidad y el hospital, aunque era docente de todas formas. En las aulas daba clases magistrales; en el hospital, guiaba a un médico residente y a los alumnos en prácticas. Y, evidentemente, operaba, pasaba consulta, trataba con pacientes procedentes de mil contextos y con mil historias. Bueno, y sin sumar los proyectos de investigación o las charlas que de vez en cuando daba en otros hospitales. Y sin contar el corregir trabajos y exámenes.

—Lo típico. —se encogió de hombros.

Eckford le dedicó una mirada suspicaz. Aun así, no le dijo nada y continuó con la conversación como si no supiera que Levi estaba deseando dormir doce horas. No había que ser muy observador para fijarse en cómo las ojeras enmarcaban sus ojos y cómo sus hombros habían acumulado la tensión de todo el día. —He oído que han puesto patas arriba la facultad con el nuevo plan de estudios.

Como si la voz de Maria fuera un despertador, Levi se puso alerta. —No sé qué pretenden hacer, ¿que los residentes lleguen sin saber dónde narices está el cayado de la aorta?

La chica soltó una risilla. —Mira que eres cascarrabias, eh. Unas alumnas de prácticas me han comentado que tienen una asignatura de neuropsicología. Ojalá la hubiera tenido yo en la carrera...

—¿En lugar de embriología, por ejemplo? —inquirió Levi, frunciendo el ceño. Su amiga se encogió de hombros y él se lo tomó como una auténtica ofensa. —No me lo puedo creer.

—Bueno, soy neuropediatra. No me habría venido de más conocer el desarrollo evolutivo de los niños con una perspectiva menos... médica. Al fin y al cabo, tuve que aprendérmelo en la residencia. 

—¿Estás intentando convencerme de que Psicología tiene más peso en una carrera como la nuestra que otras asignaturas puramente médicas?

—No. —y se encogió de hombros de nuevo. —Solo digo que entiendo el enfoque que están dando a la carrera. De todas formas, a ti nunca se te puede convencer de algo. Siempre has sido muy cabezón. ¿Te acuerdas de aquella vez en la que-

—Encima, la profesora nueva es una sabihonda de la APA.

—¿¡Qué dices!? —exclamó María. —Buf, menos mal que nosotros citamos con Vancouver. Odio las normas APA.

Él hincó un codo en la mesa y se frotó la cara con la mano. —Quieren que haga un proyecto con ella... 

—Pero si no vais a pegar ni con cola. —comentó la doctora antes de dar un sorbo a su café. Levi hizo una mueca y alzó levemente la mano, como diciendo ''ya lo sé''. —No conozco a la chica. Lo digo por ti, porque eres un tozudo y te cabreas si no salen las cosas como quieres. 

Su amiga tenía razón, así que Levi no pudo protestar. —De todas formas, no creo que ella acepte. 

—¿Cómo es?

—Con el pelo negro, ondulado, bastante pálida y con un montón de lunares. Más bajita que yo. Creo que tiene los ojos verdes.

—¡De carácter! ¡Me refería su carácter! —se carcajeó María, escondiéndose detrás de su vaso de café. 

—Ah, ni idea, pero tiene pinta de ser un poco...

La neuropediatra enarcó las cejas, expectante. El inteligentísimo y maravillosísimo Doctor Braun parecía tener problemas para encontrar una palabra que se adecuara a la personalidad de la profesora Berkowitz. No había tratado mucho con ella, apenas más de quince minutos en el comité de bienvenida y menos de treinta segundos por la mañana, al cruzarse por los pasillos de la facultad, pero por lo que había visto sabía que ella era bastante carismática. Si no, ¿cómo había conseguido encandilar al decano para conseguir que la escuchara con atención durante más de veinte minutos en el aparcamiento de la facultad? 

—¿Antipática?

Esa no era la palabra que estaba buscando, pero asintió de todas formas. —Sí.

ººººº

supongo que no hay cardiólogas (os?) leyéndome. solo se que el corazón hace booom boom y a veces hace un poco como boboboboom y te puedes morir y ya. pido perdón por no ser médico. un besito. 

ya sabéis que os vigilo y si no comentáis ni me dais vuestro feedback puede que cometa un delito grave

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