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Epílogo

 Alexandra

Ocho años después

—Necesito que me digas si aceptaste la propuesta de Germán.

Miré a la chica rubia frente a mí con una sonrisa pícara antes de beber de mi café ya tibio. No dije nada y comenzó a revolotear como niña pequeña a mi alrededor. Alcé mi mano y un pequeño anillo de compromiso brillaba en mi dedo anular.

—Por supuesto que no lo hice. Sabes que detesto la idea de casarme. —Respondí mirando mi anillo de diamantes.

Solo lo había aceptado porque Germán insistió en que tendría más valor en el futuro.

Cristina juntó sus manos en una señal de agradecimiento mientras miraba al techo y balbuceaba unas palabras. Hecho esto se abalanzó a mí en un abrazo entusiasmado.

—¡Gracias, gracias! Te juro que no pensé que llegaría este día. —Habló exagerando emoción mientras aun me abrazaba. —Digo, soy pésima amiga por enamorarme de tu novio, pero siempre supe que nunca lo ibas a amar como yo.

Estallé en carcajadas. Si hablábamos de honestidad, Cristina era un claro ejemplo de ser honesta.

—Cállate. —Respondí incrédula por su descaro, mientras seguía riendo. —Eres una amiga fatal.

—Lo sé. —Respondió sonriente. —Pero me amas, Alexandra Johnson de Beckett.

Mi expresión cambió de diversión a seriedad en cuestión de segundos. Ahí Cristina la había cagado, y se dio cuenta, ya que salió rápidamente de mi oficina.

Me puse de pie dispuesta a prepararme un nuevo café en mi humilde cafetera de doscientos dólares. Pequeños lujos que podía costearme, siendo una adulta solitaria de veintiséis años con trabajo estable. Cristina se asomó en mi oficina con al menos cinco ensayos de libros que debía aprobar o desaprobar, para ser publicados bajo la edición de la editorial para la cual trabajaba. Mi pequeño sueño de estudiar literatura terminó por convertirse en una victoria, un triunfo que se dejaba ver en mi trabajo soñado y en mis propios libros publicados. Puedo afirmar que soy una mujer exitosa, gracias a mis propios esfuerzos y mis motivaciones.

Recuerdo aquellos tiempos en los cuales debía timbrar, ordenar y clasificar libros con la compañía de la amable anciana Sally en la biblioteca. Ese trabajo fue el primer paso para lo que sucedió al año siguiente, postular a la universidad, pero en una carrera que me apasionaba. La literatura.

Finalmente pude demostrarle a mi madre que para ser exitoso solo necesitas esforzarte hasta conseguirlo. Jamás me interesó el dinero, pero si el dinero fuera la definición de exitoso, entonces se podría decir que en estos momentos de mi vida soy muy exitosa.

—Lo siento por la broma de hace un rato.

Cristina realmente se veía arrepentida y seria, lo cual era muy extraño viniendo de ella. Asentí con una sonrisa ladeada y extendí mis brazos hacia ella. Nos habíamos convertido en muy buenas amigas.

—pero, ¿Cuándo me contarás sobre aquel documento que encontré en tu casa, Alexandra? —Preguntó con un puchero. —Vamos, ¡soy tu amiga! —Exclamó con cara de cachorrito.

Ahí iba otra vez.

—A la próxima vez no te lo perdonaré. —La señalé amenazante. Ella sonrió y la seguí, negando con mi cabeza. Mi turno estaba por terminar.

Aaron Beckett era mi pequeño gran secreto. Todos de alguna u otra forma tenemos esa parte de nuestra vida de la que no queremos hablar, sea cual sea el motivo. Aaron Beckett era esa parte de mí de la que no quería hablar. No porque quisiera olvidar o hacer vista ciega a todo lo que vivimos, sino porque de alguna manera tenía miedo. Miedo de que hayan pasado tantos años intentando seguir adelante con mi vida, pero ese trozo de mi corazón siga con él. Miedo de darme cuenta que evitar decir su nombre en voz alta no ha servido para dejarlo de querer.

De todos los años que conocía a Cristina, solo había momentos específicos en los cuales detestaba estar cerca de ella, y era cuando intentaba sacar a relucir "el tema", sobre todo luego de darse cuenta que no estaba tan enamorada de mi novio Germán como decía estarlo. Cuando Cristina me confesó que estaba enamorada de mi novio de cuatro años, la verdad no me sorprendió. Después de todo, ya lo sabía.

De alguna manera, su confesión influyó mucho en mi decisión de terminar aquella relación. A pesar de mis intentos por amar a Germán, creo que jamás pude sentir lo que sentí antes, no con esa intensidad, con esa pasión. Ni siquiera me sentí así cuando me ofreció boletos para recorrer Europa, o cuando nos enteramos que seríamos padres hace dos años.

Conduje a través de las calles hasta aparcar en un pequeño edificio colorido, aun recordaba mis tiempos de adolescencia en los cuales debía esperar el colectivo horas y horas. Me bajé de mi auto y ni siquiera me percaté de cerrar la puerta antes de correr hasta los brazos de mi pequeña Lía de un año. Para ser tan pequeña de edad era demasiado astuta. Sus cabellos dorados brillaban a través del reflejo del sol y su sonrisa inundaba mi pecho.

—Lía se portó excelente hoy, mamita. —Comentó la educadora del jardín de infantes. —No lloró en la hora de la siesta.

Tomé a mi pequeña en brazos y le di un par de besos en su rostro.

—Muchas gracias, Roxanne. —Sonreí hacia mi prima. —Eres la mejor educadora que puede existir en esta ciudad.

Me despedí de ella con un saludo y tomé la mochilita de mi pequeña para acomodarla en el auto. Una vez que estuvo bien asegurada nos dirigimos a casa. De vez en cuando la miraba por el espejo y le hablaba. Lía solo reía, aun no sabía hablar, pero balbuceaba algunas palabras y para la edad que tenía era una niña muy bien estimulada. Incluso a veces sentía que ella entendía lo que le estaba hablando. Con Germán nunca vivimos un amor pasional, sin embargo, ambos amábamos a nuestra pequeña hija y sin duda haríamos lo que fuera por ella. Cuando supimos que seríamos padres nos comprometimos a cuidarla y amarla por el resto de nuestras vidas.

Lía y yo éramos las únicas que sabíamos que ella tenia un hermano mayor. A veces solía hablarle de él y sentía que me escuchaba. Nuestra conexión siempre fue especial.

—¿Sabes qué mi amor? No iremos a casa. —Le hablé por el espejo. —Iremos a beber una malteada, ¿te parece?

Ella hizo un sonido con su boca y rió. Lo tomé como un sí, así que cambié el rumbo de nuestro viaje con destino a la cafetería con las mejores malteadas que podían existir. Una vez que llegamos, bajé con mi pequeña en brazos y su mochila.

Nos adentramos en la cafetería y pedí una malteada de cappuccino con oreo, mientras que a mi pequeña le pedí un batido especial para lactantes, junto con galletitas para bebé. Por fin llegó nuestro pedido y comenzamos a comer. Amaba pasar estos momentos madre e hija, quería entregarle todo el amor que un día no sentí de parte de mis padres. Sabía que separarme de Germán significaba no darle una familia convencional a mi hija, sin embargo, prefería eso antes que creciera en una familia sin amor. Yo más que nadie sabía cuánto dolía vivir en una farsa.

De pronto Lía comenzó a arrojar las galletas al piso y a lanzarlas por el aire. Me puse roja de la vergüenza. —Lía, hija. No hagas eso. —La regañé.

Ella rió y siguió lanzando las galletitas por todos lados. Unas cuentas personas se giraron a vernos y no tuve opción que ponerme de pie rápidamente. Como siempre, seguía siendo igual de despistada. Por lo que cuando me puse de pie no se me ocurrió dejar mi malteada en la mesa y al pararme choqué con un cuerpo duro volteando toda mi malteada en mi vestido. Maldecí silenciosamente la pared y escuché la risa de Lía. Al menos a alguien le pareció gracioso todo esto.

—Lía Davies Johnson no te rías de tu madre... —La miré apuntándola acusatoriamente.

—Veo que sigues igual de despistada que siempre.

Esa voz.

Finalmente, después de ocho años mi cuerpo se erizó completamente desde mis pies hasta la punta de mis cabellos al oír esa voz. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal y todas las emociones que había perdido había regresado. Él había regresado. Mis ojos se aguaron sin poder evitarlo cuando crucé nuestras miradas luego de ocho años. Mi vestido estaba empapado, pero eso no era importante en ese momento, incluso Lía había dejado de arrojar galletas. Todos en la cafetería se habían volteado y siguieron en lo suyo, pero para mí el mundo se había detenido por un momento. No era un sueño, era él.

Sus ojos verdes se veían más intensos de como los recordaba y algunas líneas de expresión en su rostro dejaban ver que los años habían pasado, pero seguía siendo el mismo. Ya no vestía una chaqueta de cuero, el veston que traía lo hacía lucir como un hombre maduro, pero la calidez de su mirada era la misma.

—Y cambiaste el azul por el negro azulado. —Comentó tocando mi cabello ondeado. —Me gusta.

Me quedé muda. Estática. Incrédula. Sintiendo todo lo que no sentí años. Sintiendo aquello de lo que estuve huyendo todo este tiempo.

Aaron dirigió su mirada hacia Lía y ella balbuceó unas palabras. Nuevamente me miró y esta vez bajó su vista hasta mi dedo anular, en donde se encontraba mi anillo de diamantes.

Lo único que pude pensar fue, "no", "no es lo que parece", pero ciertamente no teníamos dieciocho años. Y sí, era lo que parecía. Tenía una hija y estuve muy cerca del compromiso.

—Yo... no esperaba verte. —balbucee. —Es decir, que bueno verte.

No sabía como iba a reaccionar, de pronto me surgió un miedo de que saliera corriendo y no quisiera verme más.

—No te preocupes. —comenzó. —No voy a esconderme en las sombras y mirarte desde lejos, como lo hice antes. No voy a salir corriendo esta vez.

Recordé entonces nuestra última conversación. Aquel pensamiento de que, si nuestro destino era estar juntos, iba a volver a mí, nos volvería a juntar. Maldito destino, que hermoso favor me estaba haciendo. Mierda, no podía creer que el trozo de corazón que me faltaba estuviera frente a mí, diciéndome que no iba a salir corriendo, a pesar de verme con mi hija, y con un anillo de compromiso frustrado.

—Gracias por volver. No sabes cuánto te estaba esperando.

Entonces corrí a sus brazos, y después de mucho tiempo, me sentí completa otra vez.

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