
Capítulo 1. El Juicio final
Ninguna forma inteligente de vida terrícola podía estar allí para presenciar el gigantesco remolino de partículas alrededor del agujero negro, en aquella galaxia desconocida para la ciencia terrestre, tan inhóspita como indomable. La espiral, que contaba con un diámetro de 45.000 millones de kilómetros, era ocho veces el tamaño del Sistema Solar, a cuatro mil años luz del planeta Tierra, y en el centro, el hoyo negro del tamaño del sol. Partículas subatómicas, fragmentos de rocas, meteoritos, cometas y restos del universo, atraídas por los campos magnéticos y gravitacionales del agujero, formaban el torbellino que lo hacía detectable a la vista. Y desafiante de la poderosa fuerza de gravedad y de cualquier ley de la física, desde su interior emergió un colosal objeto de compleja estructura: se trataba de un disco metálico de una altura de por lo menos trescientos pisos de un edificio terrestre, salpicado en su base cilíndrica por miles de ventanales circulares con luces titilantes, que hacía recordar a los ojos de buey de un barco. La base circular del cuerpo medía por lo menos trece kilómetros cuadrados, equivalente a diez veces la ciudad de Nueva York. Y precisamente, sobre la superficie redonda del disco descansaba algo parecido a una gigantesca metrópoli con cierto aire a la Gran Manzana, pero con edificios hechos de un metal desconocido en la Tierra, de alturas que triplicaban al rascacielos más alto, y de diez veces la extensión territorial de la capital mundial del comercio. Luces de diferentes colores también centelleaban a través de los cristales de las ventanas redondas en las construcciones metálicas. La ciudad tenía una delimitación en forma de círculo perfecto, cuya frontera era el borde de la circunferencia del disco volador que le servía de pedestal.
En el centro de la urbe de metal despuntaba una torre pentagonal que superaba en cinco veces el tamaño del edificio que la secundaba en altura, semejante a un gran faro frente al mar. Cuatro gigantescas turbinas se ubicaban equidistantes en la base cilíndrica del disco. Solo una estaba encendida y emitía una llamarada azul: una especie de energía propulsora de la nave desde lo que parecía su parte trasera. Un domo de cristal transparente cubría la totalidad de la ciudad, a través del cual era visible en detalle las características de la metrópoli.
El fuego azul cambió a rojo, en pocos instantes, y, en el acto, toda la isla metálica flotante se transposicionó a la velocidad de la luz. A su paso dejó los destellos de su luminiscencia rasgando la oscuridad del espacio infinito. El punto culminante del viaje interestelar fue la vía láctea, en las inmediaciones del planeta Marte, en cuya órbita se estacionó.
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El presidente de EEUU, Thomas Kirk, aspiró aire de manera profunda, con sus manos sobre el atril. Llenó sus pulmones y luego soltó por su boca muy despacio. Miraba al frente, por encima de las cabezas de la multitud, desde lo alto de aquello tarima de siete escalones. Tensó el diafragma para proyectar mejor su voz durante el discurso. Estaba por completo empapado en sudor por debajo de su traje azul de casimir. ¿En qué diablos pensaba su asesora de imagen y de comunicaciones para recomendarle vestirse así, a objeto de dar una alocución en las tierras áridas de Irán? Pese a ser el atardecer, con la luna llena ya visible, el calor sofocaba. ¿No debería llevar puesto una vestimenta de aspecto bélico, para anunciar el fin de la Tercera Guerra Mundial y la firma de una alianza internacional para reconstruir el Medio Oriente? Miró a Nancy, la asesora de imagen y comunicaciones, de pie unos metros más atrás, después del secretario de Defensa y del General del cuerpo de Marines.
La adrenalina fluía por su cuerpo como fuego, y le generaba una tremenda sensación de bienestar. Sentirse el centro de atención era el sentido de su vida.
El Servicio Secreto acordonó la zona, y los guardaespaldas, trajeados en azul, rodeaban al presidente. Los militares y todo efectivo de seguridad allí presente hacían alarde de un despliegue de protección muy meticuloso.
Jack Davinson, el treintañero camarógrafo del canal de noticias NCN, portaba su herramienta de trabajo sobre su hombro derecho, en primera fila bajo la tarima, como una extensión más de su cuerpo. Enfocaba con brazo firme al líder norteamericano. La reportera Amanda Spencer, a su lado, se preparaba para hacer la primera pregunta luego del discurso, gracias a un acuerdo previo entre la Casa Blanca y el canal. Tras ellos, todo un ejército de periodistas y camarógrafos. Y más allá, más de mil personas vestidas en túnica, turbantes, burkas y una minoría en vestimenta occidental.
Mientras el presidente se preparaba para iniciar su discurso, Amanda se distrajo unos segundos en contemplar la luna llena. Esa noche se apreciaba más grande y más brillante que de costumbre, pues se encontraba más cerca del planeta que otras veces, gracias a su órbita elíptica alrededor de la tierra. Era la llamada Super luna. La joven periodista deseaba estar en ese momento en alguna playa, con el novio que no tenía, embelesados por la luna. Se giró para ver a su camarógrafo, con la esperanza de que también estuviera admirando al satélite natural, con los mismos deseos de ella, pero en vez de eso, notó algo de tedio en él, y lo confirmó cuando lo oyó bufar.
—¿Qué te ocurre? —le susurró—. Estamos en persona cubriendo la noticia más importante del mundo en décadas.
—Es tedioso cubrir a un hombre que se cree Dios —respondió con un tono normal, y la reportera le hizo seña, dedo en su boca, para que bajara la voz—. Sabes que lo mío es la acción —continuó ahora en susurros—, prefería volver a cubrir los bombardeos que cubrir los discursos de cualquier político.
En todo el mundo, las personas que pudieron sintonizaron sus televisores para ver el discurso de los ganadores de la Tercera Gran Guerra.
—Ciudadanos del mundo —comenzó el presidente Kirk con un tono seguro y solemne, erguido en su totalidad, de ceño fruncido, pero con una sutil media sonrisa, en un intento para transmitir autoridad y optimismo; otro consejo de Nancy—, hemos sido testigos partícipes de un evento muy triste para nuestro planeta, pero a la vez transcendental. La guerra ocurrió, no la quisimos, pero ocurrió, y aprendimos... de la peor manera, pero aprendimos, como se debe aprender de las peores situaciones para que nada haya sido en vano. Ahora damos un gran paso a la pacificación mundial. Ya no más células terroristas, ni grupos genocidas; han sido exterminados en su totalidad, desde la última célula de Hezbolá hasta la última de Hamas. Los grupos terroristas palestinos que impedían la paz entre israelíes y árabes ya no existen, e Israel acogerá en su territorio a los palestinos que deseen convivir en paz, como ciudadanos con los mismos derechos y deberes. La maligna Alianza Oriental ha sucumbido ante la libertad y la vida. Murieron inocentes, pero su memoria y vida serán honradas en cada ladrillo que se erija, en cada nueva vida que nazca en el nuevo mundo árabe. Por cada vida que estos genocidas arrebataron con su infame arma bacteriológica, otras miles florecerán en un mundo seguro pacificado. —Mientras hablaba, Kirk veía en el rostro del público lo que buscaba: que lo consideraran un héroe.
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El discurso del presidente generaba reacciones conforme era oído en transmisión en vivo y directo en todo el mundo. Millones de personas lo veían como un héroe, y otras millones, como un villano, al igual que todos los miembros de la Alianza Occidental. En este segundo grupo se ubicaba la familia al-Husayni. Abdel, el padre, lloraba en su sofá, frente a la imagen de Thomas Kirk en el televisor, ante lo que consideraba una ofensa a su estirpe por parte de Occidente. Desde su punto de vista, los palestinos eran ahora una nación sin tierra, y serían los recogidos del Estado de Israel, que se había adueñado de Jerusalén Oriental, de la misma forma en que se recoge un perro de la calle. El hombre sollozaba de rodillas en la sala de su casa en Denver, EEUU, con cara y manos al techo. Clamaba a Alá por una justa venganza contra Occidente. Su mujer llevaba al hijo de ambos en brazos. El pequeño de seis años no entendía el porqué del llanto de su padre, nunca lo había visto llorar. Le preguntó el motivo a su madre, también llorosa pero en silencio. El padre de familia oyó al niño, y lo tomó en sus brazos.
—Los occidentales son apóstoles del diablo. Nos han quitado nuestra tierra sagrada —le dijo con el rostro muy cerca a la del pequeño Akram—. Pídele a Alá venganza, hijo. Él escuchará a los niños. —El infante comenzó a llorar por el miedo que le generó los ojos brotados, a punto de desborde, de su padre—. ¡No llores! ¡No llores! Millones de nuestra gente fueron asesinados en la guerra, llorar no soluciona nada. —Las sacudidas que el hombre le propinó desencadenó en el niño el llanto en chillidos.
La madre se apuró a tomar al pequeño en sus brazos para salvarlo de la imprudencia de su esposo. El niño lloraba a gritos.
—Maldito seas, Thomas Kirk, maldito seas, Occidente —sentenció.
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La politólogo Juliet Spencer, en Gran Bretaña, por un momento se desconectó de la voz del Presidente de EEUU, sentada frente al televisor en su casa, para oír la voz de su mente. Su esposo descansaba su brazo alrededor del hombro de la mujer, recostados ambos en el sofá. "Esta paz no será duradera, las células se reorganizarán. Las teocracias del mundo árabe son irracionales, luchan hasta morir, no negocian. El ejército de Occidente es el responsable de la muerte de civiles inocentes. Mataron a cien civiles inocentes por cada terrorista. El saldo es negativo. Me temo que debo reconocer que las autoridades de Occidente son unos canallas, y es obvio que desean posicionarse estratégicamente en el territorio para lograr influencia geopolítica. No tendrán que preocuparse por petróleo en mucho tiempo".
—Kirk suda como cerdo —exclamó burlón Jefferson, su esposo. La declaración hizo a la joven salir de su abstracción, para ver que efectivamente el rostro del hombre estaba perlado por la traspiración.
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Thomas Kirk daba las últimas pinceladas a su corto discurso y esperaba cerrar con broche de oro, para opacar a la siguiente personalidad en hablar: el Primer Ministro Británico.
—La vacuna contra el mortal virus creado por la nefasta Alianza Oriental está siendo ahora difundida en todo el mundo —anunció Kirk—. No puedo siquiera imaginar la depravación de la Alianza Oriental, mentes podridas que planificaron crear el virus, y esparcirlo al mundo occidental cuando ya tenían una vacuna creada, para vacunarse ellos, sus líderes y su ejército, vacuna que mantuvieron en secreto, pero que Dios ha permitido que sea compartida. Dios está con nosotros...
Y un destello que envolvió el ambiente hizo a todos los allí presentes levantar su vista al cielo. Un relámpago fue la explicación que, un primer instante, se crearon. Ya en el crepúsculo, con la luna llena resplandeciente, la superficie del satélite natural mostró algo que sacudió a toda persona del planeta. Como si se tratara de una imagen proyectada sobre una pantalla de cine, un gigantesco rostro humano ocupaba toda el área de la cara lunar orientada hacia la Tierra. De unos ochenta años, tez pálida, mirada fruncida que transmitió a la gente un gesto severo de ira. Sus cejas grises muy pobladas, cabello canoso largo hasta los hombros, barba y bigote gris ayudaban a darle ese aspecto.
Los gritos de la gente resonaron, principalmente de mujeres, aunque también de uno que otro hombre. Los teléfonos celulares repicaban por doquier, allí en Irán y en todo el mundo donde la cara de la luna era visible, desde el atardecer al amanecer. Donde no se vio el evento en vivo, porque era de día, los habitantes de la tierra lo vieron a través de la televisión. Las redes sociales se llenaron de fotos y videos. Muchos lo tomaron por el lado divertido y se fotografiaron jugando con la perspectiva: colocaban sus manos en una posición conveniente para crear la ilusión de que sostenían a la luna sobre ellas, en una escena algo jocosa. Y es que muchos pensaron que efectivamente se trataba de una campaña publicitaria de alguna poderosa transnacional que había logrado usar la luna, seguramente gastando billonarias sumas de dinero.
El rostro permanecía inmóvil. No era un retrato pintado, parecía una fotografía o una película detenida, muy nítida. Kirk pensó en un primer instante, al igual que mucha gente, que se trataba de una campaña publicitaria con el uso estratégico de la luna. Era conocido que muchas empresas poderosas tenían la idea de usar a la luna como herramienta de publicidad. Otras muchas personas creyeron lo peor, y temieron que aquel rostro presagiara el fin de los tiempos.
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El transbordador espacial Amanecer orbitaba la tierra desde hacía meses, en visita al telescopio Hubbel, para fines de labores de mantenimiento. La tripulación de la nave, desde la cabina de mando, se hallaba alelada de contemplar aquella ciudad erigida sobre el enorme disco metálico, sostenido en la nada. Ahora se mantenía en órbita cercana a la luna. Desde el último piso de la larga torre pentagonal metálica, un haz de luz roja emergía a partir de una especie de linterna gigante y abarcaba toda la cara de la luna que era visible desde la tierra. El equipo de astronautas supo entonces que desde allí se proyectaba la gigantesca imagen facial. Lois Taylor, comandante de la misión, inició de inmediato comunicación con la NASA.
El Control de misiones de la NASA era un hervidero de actividad. Era algo así como un centro de atención telefónica para emergencias o un centro de control del tráfico aéreo. Consistía en alrededor de 20 mesas ocupadas con ordenadores, además de una gran pantalla en la parte delantera de la sala en la que se mostraban datos resumidos de la misión para todo el equipo de trabajadores. Varios relojes situados en la parte superior de la pared daban información tanto de la hora actual como de la próxima cobertura satelital de los transbordadores. La pantalla central enseñaba ahora la ciudad metálica sobre el disco volante, en la órbita de la luna, desde cuya torre más alta proyectaba la imagen humana en la superficie del satélite natural. La escena llegaba a la tierra gracias a la trasmisión que realizaba el Hubbel.
Paul Hill, director de Operaciones de las misiones en la NASA, tomó su celular e hizo una llamada sin dejar de ver la ciudad espacial en la pantalla. Daniel Olsen, comandante del comando espacial del Pentágono recibió la llamada. Paul Hill e explicó lo que veía: la imagen era proyectada desde una ciudad flotante en el espacio, cubierta por una enorme cúpula de cristal, orbitando la luna. Le envió un video de la escena en mensaje multimedia al teléfono celular del comandante.
—¿Cómo es que nuestros radares no detectaron su llegada? —preguntó bufando.
—Señor, la nave... sencillamente apareció ahí —respondió Paul—. En un momento no estaba y luego... estaba. Nuestros radares la detectaron cuando ya orbitaba la luna.
Olsen, en el acto y vía telefónica, informó del hecho a Mike Carter, General del Cuerpo de Marines, quien seguía de pie junto al Presidente Kirk. Carter de inmediato notificó a Kirk la novedad. Ambos concluyeron que se trataba sin dudas de una nave extraterrestre, cuya llegada no fue detectada por ningún de los radares construidos por el hombre, porque de seguro su tecnología era mucho más avanzada que la terrestre.
—¿Qué sugieres Charl? —le preguntó el presidente Kirk a su secretario de defensa.
—No... lo... sé, presidente —dudó Charl, ya con dolor en su cuello al llevar rato mirando a la luna—. Sugiero esperar una comunicación de su parte. Pero es necesario estar preparado para una ofensiva a la menor señal de hostilidad. —Giró su vista hacia el hombre alto y corpulento, de uniforme militar verde oliva repleto de insignias en su pecho—. General Carter, que el cuerpo de marines esté presto para actuar.
—En seguida. —Carter se dio la vuelta y transfirió órdenes por su radio portátil.
Los ojos del anciano en la luna miraban al infinito, no hacía contacto directo con las personas, nos las miraba a ellas. Su vista estaba dirigida a su izquierda, como si observara a alguien a su lado. El presidente Kirk Thomas no lo dijo, pero en ese momento le hubiese gustado no ser el presidente del país más poderoso del mundo. Daba gracias que tuviera a su lado a líderes militares con más experiencia que él. Tuvo miedo, pero era algo que solo admitiría en su lecho de muerte.
—Sea quien sea, lo que sea, está dentro de alguna cabina de transmisión —le susurró Carter al presidente, esa fue su impresión—. Como si una cámara lo enfocara y esperara una señal para hablar —El presidente no tuvo ni idea de cómo el general hizo aquella deducción, y solo asintió.
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En aquellos lugares del planeta ubicados más al hemisferio sur, las personas vieron el rostro invertido en la luna, mientras que en el hemisferio norte lo vieron de forma correcta, incluyendo en Irán. A solo veinte minutos de su aparición, el mundo era un revuelo de exaltación.
El doctor Clark limpiaba con su brocha el polvo sobre el muro de piedras calizas, cortadas en forma de perfectos rectángulos. Lo hacía con sumo cuidado, como desempolvando un campo minado. Respiraba con dificultad por la mascarilla que tapaba su boca y nariz. De vez en vez retiraba el polvo de sus gafas protectoras que se cubrían de sucio a cada momento. Poco a poco iban apareciendo sobre las piedras los símbolos que esperaba: imágenes de egipcios de perfil adorando la imagen del dios Ra. Nada fuera de lo común. En otro lado de la recámara, alumbrada por lámparas de baterías, su socio, el doctor Spencer realizaba el mismo trabajo.
—Espero que haya algo nuevo que rescatar —suspiró Clark—, o el descubrimiento de esta nueva pirámide enterrada será solo un revuelo vacío para la arqueología.
—Creo que ya hoy día no queda nada por descubrir, ni que nos pueda sorprender —respondió Spencer con tedio—. Tal vez alguna imagen de Amón Ra de tres mil años, con dos cabezas...
Un niño ataviado en túnicas y con la cabeza envuelta en un turbante entró corriendo al recinto. Respiraba agitado luego de haber bajado la escalera de la angosta entrada.
—¡La luna! —gritó, jadeando, intentando tomar aliento—. ¡Salgan a ver la luna! ¡Alá está en la luna!
Los arqueólogos entendieron lo que dijo en árabe, pero creyeron tener un error en la traducción o que el chico usaba una metáfora.
—¿Entendiste lo que dijo? —le preguntó Clark a Spencer.
—¿Alá en la luna?
—Vengan a ver. —El chico los tomó a ambos por las manos y los haló. Los adultos se dejaron llevar, un poco guiados por la curiosidad.
Corrieron escaleras arriba. Salieron de la pequeña pirámide escalonada de cinco pisos, semienterrada en la arena. La luna resplandecía ya de noche. Cuando entraron a la pirámide aún era de día. El niño señaló a la luna, luego de lo cual, los ojos de los tres se detuvieron en dirección al satélite natural. No era la imagen de Ra que buscaban, pero los impactó, y era algo diferente. Sobre la luna se quedaron los tres pares de ojos, con los músculos detenidos. No eran los únicos espectadores del retrato de luz sobre el satélite. Por todo el terreno arenoso se agolpaban curiosos a mirarla, algunos sobre camellos, otros, asomados en sus tiendas jaimas de piel de animales.
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—Ya hace rato que papá no responde los mensajes, ni siquiera le llegan —dijo la nena de diez años, en la parte trasera del automóvil, incómoda por el cinturón de seguridad demasiado ajustado para su gusto. Veía frustrada sus mensajes de WhatsApp en su teléfono que no eran recibidos por su destinatario, nunca aparecía la segunda tilde de recibido.
—Debe seguir metido en la pirámide, no desesperes —respondió la señora Clark, su madre al volante, haciendo un cruce en la esquina para salir del vecindario de casas familiares, y llevar a sus hijas a clases, y luego a su trabajo.
—¿Llegará a tiempo para mi cumpleaños? Lo prometió —dijo la nena.
—Por supuesto que sí, papá no nos falla nunca —respondió.
—Buenos días público —anunciaba una voz en la radio del auto—. Son las 7 de la mañana en California, la temperatura es de 30 grados centígrados y... ¡Mierda! ¡Mierda qué es eso?
La mujer bajó el volumen de la radio ante el vocabulario soez del locutor, que consideró no acto para sus hijas.
—¡Qué lenguaje! —exclamó.
—¿Qué hora es en Egipto en este momento? —preguntó la nena—. ¿Papá aún estará despierto?
—Debe ser casi como las siete de la noche. Supongo que sí.
—¿Y toda esa gente en la calle mirando al cielo? —señaló el tercer acompañante en el auto, una rubia adolescente. Miró hacia el cielo, en la dirección en que todos observaban, pero desde su asiento no alcanzaba a ver a la luna, que se ubicaba sobre el auto. La mujer redujo la velocidad al encontrar gente parada en medio de la calle mirando hacia arriba.
Detrás de ella venía de cerca un automóvil negro con la velocidad ya reducida. Un hombre de unos sesenta años de edad, cara regordeta y barba gris larga hasta el pecho, conducía. Llevaba una kipá sobre la cabeza. Había dejado crecer el cabello que salía de sus patillas, y todo en mechón hacía un solo rizo en forma de resorte que llegaba hasta ambos extremos de su mentón. Lo acompañaba su familia, en un trayecto silencioso. El adolescente de catorce años, de ceño fruncido, brazos cruzados, deseaba estar en otro lugar del planeta y no allí en el asiento trasero del auto. Él también lucía un par de mechones en forma de resortes que colgaban a ambos lados de su cabeza, por delante de sus orejas y desde sus patillas; le llegaba hasta la mitad de sus mejillas. La esposa del conductor, a su lado, de cejas muy subidas, veía a su hijo por el espejo retrovisor, y luego miraba a su esposo, esperando algo malo por suceder. Los padres del conductor, una pareja de ancianos, iba en la parte trasera, junto al joven David. Los abuelos eran los únicos que sonreían, miraban por la ventana, entusiasmados por los árboles, las flores y las aves. Aprovechaban que el auto iba lento para contemplar lo poco de naturaleza que había en el vecindario de concreto y asfalto.
—Esa flor se parece a ti —dijo el anciano, mirando la sonrisa de la abuela. Le resultaba tan grato hacerla reír.
—Y ese abejorro que vuela sobre ella se parece a ti —se carcajeó.
—Ay, qué mala eres.
La mujer lo atacó a besos en sus mejillas.
—Padre, tengo algo qué decirte —anunció David, con la vista puesta en el exterior a través de la ventana, deseando tener otra familia.
—¿Por fin hablarás y dirás que te ocurre? —le preguntó con voz firme, que hizo a todos darse cuenta de su hastío.
La mujer miró a su hijo por el espejo retrovisor, rogaba que él viera en sus ojos la súplica de que callara.
—Y tú sabes lo que le ocurre y no me quisiste decir. Una esposa no debe guardar secretos con su esposo. —El hombre arrojó una mirada, cuyos ojos fueron para la mujer como afiladas espadas.
—Es un asunto de nuestro hijo, Josías. Él ya no es un niño. Es él quien debe decírtelo y tú como padre debes entenderlo, como rabino sabio que eres no debes juzgar lo que te dirá.
El hombre resopló como si eso le insuflara paciencia y luego le habló a su hijo.
—Me lo dices ahora a mi espalda para no darme la cara. Deberías decírmelo dándome la cara, como los valientes, pero si se te hace más fácil así, hazlo.
David tragó saliva con dificultad ante el insulto de su padre de llamarlo cobarde. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragar esa piedra de hiel que se le formó en la garganta. Tomó aire de manera profunda y desahogó lo que llevaba por dentro, de un solo golpe:
—No quiero ser judío ortodoxo, padre.
Enseguida, las orejas de Josías hirvieron y zumbaron mientras continuaba oyendo a su hijo vociferar lo que consideraba una ofensa a su raza.
—No pienso usar ese atuendo, nadie me preguntó si quería que me circuncidaran, qué terrible que le hagan eso a un bebé. No pienso usar la peiot. Estos pelos de resorte a ambos lados de la cara son una ridiculez. Quiero ser católico, es fácil ser católico. Quiero una vida normal.
Josías apretó el volante con todas sus fuerzas. Los músculos de sus manos le dolieron. Estrangulaba al volante para no tener que estrangular a su hijo.
—¡Es por esa chica, la vecina! —respondió, despidiendo unas gotas de saliva sobre el parabrisas. Su esposa vio las venas en su cuello y sienes brotadas, dilatándose y contrayéndose a gran velocidad—. ¿Crees que por eso es que te rechaza? ¡Traicionarás a Dios por una chica mundana? Hay muchas mujeres buenas en nuestra comunidad. ¡Tú... eres la deshonra! —El hombre soltó el volante, metió sus dedos dentro del cuello de su camisa y haló hacia abajo con fuerza. Parte de la camisa se rasgó. El auto impactó de frente contra la parte trasera del automóvil que iba delante de ellos. Dada la baja velocidad, el golpe fue leve.
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—¡Dios, no, ahora no! —exclamó con tedio la señora Clark al volante del auto, al imaginar que el choque la retrasaría.
El señor Josías Rabinovich respiró hondo ya con el auto detenido. Vio salir a la mujer del vehículo, la reconoció, era su vecina. Intentó tapar sus rasgaduras con su traje, pero fue en vano. La señora Clark miró al cielo, apenas salió del carro, en la dirección que las otras decenas de personas en la calle veían. Allí estaba el rostro de la luna. Sus hijas siguieron su mirada y quedaron inmóviles.
—Señora Clark, lamento lo ocurrido, pagaré el daño —le dijo el rabino ya fuera del vehículo. La mujer no respondió, ni siquiera lo oyó, ella seguía con la mirada sobre la luna. Josías giró su vista con curiosidad, y el rostro del hombre en la luna le capturó los ojos. Del mismo modo, el resto de su familia bajó del auto a observar el fenómeno.
—¡Lisa! —exclamó David, el judío renegado, al verla parada junto a la señora Clark, y se apresuró a saludarla—. ¿Cómo estás? —le preguntó ya junto a ella, con el corazón dándole tumbos.
—Bien —respondió la joven mirando a la luna, con indiferencia, sin verlo a los ojos.
—¿Qué crees que pueda ser eso? —le preguntó, esperando que ella respondiera para iniciar una conversación, como excusa para oír su voz, pero ella ni se inmutó.
Cerca de ellos, hubo otros dos choques de vehículos, los conductores se distraían con el rostro en la luna.
—¡Margaret, Josías! ¡Por Dios! ¿Qué es eso? —exclamó Laura Davinson, una mujer que salió corriendo de la casa ubicada frente al choque entre Josías y la señora Clark—. Y mi hijo Jack tan lejos, en Irán.
—En las noticias dicen que está siendo visto en todas partes del mundo. En el hemisferio sur se ve de cabeza —comentó James Davinson, el esposo de Laura que había corrido a su lado.
—Llamemos a Jack —comentó la madre.
—Nuestro hijo sabe cuidarse bien, es un gran profesional, por algo lo nominaron a un Emmy —dijo el orgulloso padre, para que los demás lo oyeran.
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—Tía Lucy, en verdad quiero el primer premio en la feria escolar —refunfuñó la niña vestida en bata blanca y con anteojos de protección. Cargaba en su mano una pequeña videocámara apagada—. Dana Thompson es una pesada, si ella gana me lo restregará de por vida.
—La ciencia no es cuestión de competencia, sino de vocación, Amy —respondió la doctora Lucy, vestida de igual forma que su pequeña sobrina de diez años. Llevaba en sus manos una cápsula de petri en dirección a un microscopio sobre una mesa—. Ahora enciende la videocámara.
—Bien, estamos en el proceso final de mi experimento, con la asistencia de la doctora Lucy Wells, experta bióloga, en uno de los laboratorios de ciencias de Harvard —anunció la niña, enfocando a su tía y luego a la cápsula de petri—. Mi experimento es para la creación de nueva vida, una colonia de bacterias, y analizar su comportamiento en desarrollo. Como se recordará: Preparamos en un bol la gelatina. En el agua, hemos disuelto previamente un cubito de caldo. La finalidad del cubito, es que las bacterias tengan nutrientes de los que alimentarse y así crezca la colonia. Repartimos la gelatina en varias cápsulas de petri, las tapamos con film protector. Al día siguiente, cuando la gelatina se solidificó la tocamos superficialmente, después de haber tocado diferentes cosas: tanto aparentemente limpias, como nuestras manos; o sucias, como la suela de una zapatilla. A los dos días, aparecieron pequeñas manchitas, colonias de bacterias; perfectamente visibles a los 4 o 5 días. Cada punto blanco es una colonia de bacterias. —Acercó la cámara a la cápsula de petri para mostrar la gelatina sobre la que reposaban punticos blancos—. Ahora veremos el cultivo bajo el microscopio y veremos que...
Un hombre moreno de barba corta y vistiendo bata blanca entró con estrépito al laboratorio. Estaba agitado, como si recién hubiese corrido una milla.
—¿No te has asomado al balcón?
—¿Qué ocurre? —A Lucy le dio la impresión de que alguien lo venía persiguiendo para hacerle daño.
—Vengan. —El hombre caminó a la puerta del balcón, cuya persiana estaba bajada. Al abrirla mostró el cielo aún oscuro, con los primeros rayos de sol asomándose entre las nubes, y la luna llena aún visible.
—¿Qué es eso?.. Azkul —susurró Lucy con la mano en su pecho.
—En los noticieros dicen que apareció de repente, hace cinco minutos, que no se trata de alguna campaña publicitaria.
Lucy guardó silencio. No pudo evitar que su mente procesara los detalles de lo que observaba.
—Se aprecia sólido —le comentó el doctor Azkul. Ambos, con sus mentes trabajando para dilucidar el fenómeno, contemplaban desde el balcón el rostro en la luna—. Si es lo que creo que es, se trata de una forma de vida orgánica, evolucionada del mismo tronco común que el nuestro. Ello demuestra que el eslabón perdido no se encuentra en este planeta.
—Te estás adelantando —dijo la doctora— ¿Y si se tratara de...?
—No hablas en serio, ¿o sí? —Azkul la detuvo en seco. Le causaría repugnancia de solo oír lo que sabía que diría.
—El creacionismo y la evolución no son contrarios, sino complementarios. Los seres pueden evolucionar a partir de una especie previa, pero, ¿de dónde viene la primera especie? ¿Fue creada? Tu ateísmo hace que no seas parcial en la investigación científica. Que no sepamos como un fenómeno funciona, no significa que no exista. Los prejuicios pueden hacer que los ignoremos y no lleguemos a conocer su funcionamiento. No sé si esa cabeza en la luna sea Dios o un extraterrestre. En este momento, para mí es un fenómeno que debe ser estudiado.
—No sé qué pensar. —Azkul resopló y se apoyó sobre la baranda.
—Mi tesis inicial: lo que conocimos como Dios, no es más que una forma de vida extraterrestre —añadió la doctora—. Siempre ha sido así. Nosotros fuimos las bacterias de su experimento, bacterias a imagen y semejanza, quién sabe con qué propósito—. Ella siempre lo pensó, pero ahora que se lo oyó decir en voz alta, le dio calosfrío y de igual forma Azkul lo experimentó.
—¿Cómo mi experimento tía? —preguntó la niña, que había estado tomada de la bata de su tía, durante la conversación de los adultos.
—Sí, Amy, como tu experimento.
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Las iglesias, sinagogas y mezquitas en pocos instantes se coparon de creyentes atemorizados. La Catedral de San Patricio en Nueva York fue abarrotada por muchos de ellos y sus gritos estridentes, llantos, lamentos y suplicas aturdían al padre Leonard, quien intentaba en vano calmarlos.
—Padre, Padre, es el fin —gimoteaba una mujer, la señora Peterson—. Confiéseme, he pecado. No quiero ir el infierno.
—Padre, no he sido un buen hijo, ni un buen esposo, ni un buen padre de familia —sollozaba un hombre a sus pies, el señor Tanner—. Interceda por mí, se lo suplico.
—No deje que Dios castigue a mi papá, que lo perdone, por favor —suplicaba una niña al lado del señor Tanner.
La gente se tiraba en el piso, de rodillas, otros con el rostro pegado al piso, algunos se echaron a convulsionar. El sacerdote se preguntó si eran ataques de nervios o histeria colectiva.
—¡Basta! —gritó el líder religioso, con las manos sobre sus orejas, ya el borde del desespero—. ¡Nuestro señor no es un Dios de venganza, ni de castigo! ¡Es un Dios de misericordia! ¡Recuerden el Nuevo Testamento, y el nuevo pacto de Dios con el mundo a través de su hijo! A través de su hijo todos quienes crean en él, y se arrepientan de corazón por sus pecados, serán salvos. Arrepiéntanse de corazón, no solo porque haya llegado la hora de rendir cuentas. El señor conoce cuando el arrepentimiento es sincero o hipócrita para salvarse del juicio final que ha llegado... —Y dudando en algo de lo anterior dicho, la siguiente frase la dijo en susurro—... si es que en verdad ha llegado.
El sacerdote continuó reprendiendo a las personas que se tiraba a sus pies, pero ellas hacían oídos sordos.
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Al capitán Roger Holmes los párpados le pesaron una tonelada al abrirlos, luego de despertar a causa del sonar de su teléfono celular. Miró el despertador de mesa que indicaba las 7 de la mañana en punto.
—¿Quién diablos llama tan temprano? —respondió sin poder evitar hablar con un bostezo sostenido—. Es mi primer día de vacaciones, diablos.
—Capitán, preséntese a su unidad de inmediato. ¿Acaso no está enterado de lo que ocurre? Asómese a la ventana o encienda la televisión —le dijo alguien al otro lado de la línea—. Sus vacaciones quedan suspendidas
—¿Señor? Perdón señor —respondió con la voz ahora aclarada, y sentado en su cama luego de un brinco.
Su interlocutor colgó la llamada. Su esposa Janice despertó a su lado.
—¿Qué ocurre, amor? —preguntó aún acostada, y bostezando.
—No lo sé, me ordenan presentarme en la base. —El capitán encendió la televisión. Ante ellos apareció el reporte de un noticiero. Allí la cámara enfocaba el cielo nocturno, con la luna llena resplandeciente como un plato de porcelana, y en ella, la imagen de un rostro masculino proyectado con luz.
—La misteriosa y gigantesca imagen del rostro humano que apareció en la luna ha causado pánico mundial en pocos minutos —indicaba el narrador de noticias—. Aún no hay pronunciamiento oficial del gobierno, pero hemos sabido que los oficiales militares se están acuartelando. El Presidente Kirk Thomas no ha hecho mención al respecto, pero se espera que hable en los siguientes minutos. Conocimos que la imagen ocupa toda la superficie visible de la luna, por lo que estaríamos hablando de un tamaño de 1200 kilómetros cuadrados. Aparentemente se trata de una imagen proyectada con luz, con una especie de proyector gigante. Ninguna empresa transnacional se ha adjudicado la autoría de alguna campaña publicitaria. En las redes sociales abundan las versiones que van desde una aparición extraterrestre hasta que se trata del mismo Dios...
Roger caminó a la ventana, separó las cortinas, y allí estaba la luna, en el cielo apenas claro, con el rostro inmutable, de frente.
Janice se levantó y se abrazó al torso de su esposo. Contemplaron al misterioso rostro en la luna.
—De seguro te llamarán del portaaviones en cualquier momento —le dijo Roger.
—¡Dios mío, qué es eso! —Janice fue por su teléfono celular en la mesita de noche, a fin de tenerlo a mano tan pronto la llamaran para informarle que debía presentarse a su puesto de trabajo en el portaaviones Libertad. En la pantalla del celular leyó algo que la turbó por un momento. Se trataba del tercero de una serie de mensajes que le habían llegado esa semana. Era de un número de WhatsApp desconocido: "Conozco tu pasado, prostituta". Lo borró de inmediato y bloqueó el número, pero ya lo había hecho antes con otros dos remitentes con el mismo mensaje, y el autor de las notas se las había ingeniado para conseguir otro equipo móvil y enviar nuevos mensajes. Ella tenía amigos en el servicio de inteligencia que podrían dar con el autor de las notas, pero eso significaría revelarles a ellos su pasado y correr el riesgo de que su esposo se enterase. Intentó disimular las toneladas de tensión sobrevenidas a sus hombros, pero entonces su teléfono sonó y ella dio un salto que le desbocó el corazón. Reconoció el número de teléfono que apareció en la pantalla, antes de responder, y respiró profundo, se sintió una pluma.
—Sí, señor, de inmediato —respondió. Al colgar la llamada tenía una leve sonrisa de alivio.
—Nunca te había visto tan feliz de recibir una llamada para trabajar el primer día de tus vacaciones —señaló Roger con sarcasmo.
—Amo mi trabajo —señaló la mujer.
—Y yo el mío, pero más amo el ocio.
Se dispusieron a bañarse para alistarse y reincorporarse a sus puestos de trabajo.
*******
El puente de mando del portaaviones Libertad, atracado en la costa del pacifico de Estados Unidos en California, estaba en ebullición por la actividad de sus oficiales en las labores de maniobra, control y monitoreo de los sistemas de navegación. Era el portaaviones más grande del mundo, medía cuatro campos de futbol.
Harry Dikinson, el joven tercer oficial, monitoreaba el entorno marítimo de la nave con el radar de banda X; el mar estaba calmo, sin ninguna señal de peligro. Toda la amenaza al mundo estaba en la órbita de la luna. Los nervios y la ansiedad por su primer día de trabajo bloqueaban su capacidad de entender todas las cifras que el tablero del radar arrojaba; por lo que su mente lo llamaba a la calma para poder ejercer sus funciones.
—"Respira profundo y relájate, tú sabes lo que significa los indicadores", se repetía.
—¿Necesitas ayuda? —le susurró Víctor Reed, el oficial de seguridad, sentando en el puesto de trabajo a su lado, sin quitar la mirada de la pantalla de su radar. En ella monitoreaba toda la información que era enviada desde la NASA y el Pentágono. Entendía los nervios de su compañero por ser un recién graduado de la academia militar. La tensión y preocupación del joven se apreciaban a simple vista: su rostro enrojecido, sus ojos brotados, y esa insistencia con que se mordía los labios, además de frotarse las manos repetidas veces.
—Debo poder hace esto solo —respondió también en hilo de voz—. Gracias de todas formas.
—Igual estaré aquí, ¿eh?
Víctor continuó supervisando el radar aéreo de la nave, los sistemas de monitoreo del entorno aéreo, y la actividad de la nave extraterrestre gracias a la conexión que les permitió la NASA con el telescopio Hubbel.
—Oficial Dikinson, informe —resonó una recia voz femenina, aguda pero fuerte. Se trataba de una joven mujer de cabello rojizo, tal vez de veinticinco años, de pie, detrás de la baranda en la terraza del puesto del Capitán. Su uniforme militar de falda y traje azul marino, era abarrotado de insignias en su pecho. La chica mostraba un rostro de facciones delicadas, pero a la vez severo. A todos los hombres del portaaviones les parecía atractiva, pero ella siempre ponía una barrera a cualquier acercamiento romántico, pues pensaba que cualquier señal de sentimentalismo la haría perder el respeto de sus subordinados y de sus superiores, en un ambiente plagado de hombres. Creía que debía ser dura como uno de ellos, y dejar la femineidad para cuando cruzara la salida de la base naval.
El pecho de Dikinson se sacudió. Aún no tenía clara la lectura del radar acerca de la ubicación del portaaviones en la geografía, y la situación del entorno.
—"Trágame tierra". —Estuvo a punto de pedir ayuda Víctor, pero de pronto, todo le dio igual. En menos de un segundo pensó que lo mejor era decir la verdad, que no tenía idea de lo que leía. Él no tenía la culpa de que todo el lugar fuera un caos, de que todo el mundo allí hablara gritando y la alterara los nervios, y no le permitiera concentrarse. De pronto, el peso de la tonelada de estrés que llevaba en su espalda y en su pecho desapareció, y por fin las cifras tuvieron sentido ante sus ojos.
—La señal de la salida del HMC703 tiene el armónico principal en 7.83GHz —dijo, y parecía que recitaba de memoria una oración—, y el segundo armónico situada en 15.66GHz. Esta señal pasa por un amplificador de +20dB y un divisor de potencia -3dB antes de entrar al multiplicador x6...
—¡Oficial! —exclamó la primera oficial Valery Taylor—, por favor, no quiero que me describa las cifras, sé que las entiende a la perfección, solo dígame la situación que ellas indican —lo dijo tratando de usar las palabras correctas para no herir el entusiasmo del muchacho. El tiempo apremiaba, no había tiempo para jactancias, y ya lo había dicho antes al equipo: se necesitan reportes concretos.
—Sí, primera oficial, perdón no hay interferencia de ningún tipo —señaló.
—Gracias, tercer oficial —dijo con una leve sonrisa.
—No estuvo mal, amigo —le dijo Víctor guiñándole el ojo—. Solo relájate.
Harry, entusiasmado, continuó leyendo en silencio el radar, por placer, por diversión, ya su mente no estaba en blanco: "Backscatter. Los indicadores planos de posición muestran un vector rotatorio en cuyo origen se encuentra el radar; indica la dirección hacia la que apunta la antena y, por consiguiente, el acimut de los blancos.
—¿Oficial Reed?
—La nave sigue en su posición inicial, no hay alteración alguna de la situación. 10 grados al sureste de la luna, posición 30 kilómetros. Tenemos espacio aéreo despejado.
Kim Chang, un joven oficial de origen asiático, esperaba su turno, el cual ya sabía, pues como de costumbre, la primera oficial pedía los reportes en el orden de siempre.
—Niveles de radiación óptimos del reactor principal, computadora central activada, sistemas en línea, generador principal funcionando de forma óptima, primera oficial.
—Ordene el inicie el movimiento de la nave a velocidad de crucero, oficial Chang —ordenó Valery.
—Sí, primera oficial —respondió Kim, y transmitió la orden a la computadora central, clickeando algunas teclas.
—¿Oficial Turner?
Janice Turner de Holmes tomó la palabra luego de aclarar la garganta.
—Sistema defensivo preparado, destructores escoltas y submarinos de defensa listos para partir. Misiles RIM-162 ESSM para alcances medios – largos y el RIM-116 RAM para alcances cortos. Sistemas FEL láser preparados.
Samuel Walsh sabía ya que venía su turno:
—Sistema de comunicaciones internas y externas listas, primer oficial.
—Buen trabajo de coordinación para ser su primer día como primera oficial, oficial Taylor —alabó el capitán Ford, sentando en el centro de la terraza de mando, desde donde tenía toda una vista panorámica del puente de control.
—Gracias, capitán —respondió Valery a su lado. Se dispuso a tomar su asiento para darle su reporte.
—Los aviones de todos los escuadrones están ya en sus puestos. Serán abordados en pocos instantes, los marines están recibiendo las últimas instrucciones para su misión de reconocimiento.
El portaaviones comenzó a moverse, y detrás de él, dos buques de defensa armados como escoltas. Atrás quedaba la base naval de San Diego. Al igual que el Libertad, los otros catorce portaaviones activos de la armada de Estados Unidos iniciaron iguales labores de resguardo marítimo y terrestre en las costas del país.
*******
El Comandante Wells, a cargo del escuadrón de marines en el portaaviones, giraba la últimas instrucciones a los oficiales, allí en la sala de reuniones del acorazado. Al fondo, un mapa de la costa Este de los EEUU. Frente a él, sesenta oficiales inquietos por una misión ante lo desconocido. Roger terminaba de hacer anotaciones en su block de notas. Sentada a su izquierda, su amiga, la capitana Jessica Simpsons, a su derecha, el amigo de ambos, Rawi Harper. La tinta del bolígrafo de Rwai se había terminado, lo sacudió esperando que algo saliera, pero el bolígrafo se zafó de sus manos y fue a dar a la cabeza del oficial Marcos Hiller.
—Ten cuidado, cerebro de mono —le dijo con desprecio, al tiempo que sobaba la zona de su cabeza donde impactó la punta del bolígrafo.
—Cálmate, imbécil, fue un accidente, pero lo disfrute —susurró Rawi, no pudiendo evitar reír.
—Tú eres el accidente en el cuerpo de marines.
—¿Algo que quieran añadir, oficiales Harper y Hiller?
—No, señor, solo le pedía un bolígrafo prestado al oficial Hiller.
—Y yo con gusto estaba por prestárselo.
—Les recuerdo que la vida de todos ustedes depende del trabajo en equipo; en el aire, todos deberán cuidar de todos, o pueden perder la vida. Por ultimo les digo, la vigilancia y defensa del espacio aéreo y marítimo norteamericano está en sus manos, señores. Defiéndalo con valor y decisión. Y ante el más mínimo peligro, desintegren ese peligro y pregunten después —señaló tajante—. Es todo. Vayan a los hangares.
El Comandante Wells se dio la vuelta para tomar unos documentos del atril, mientras todo el personal se levantaba de sus asientos para ir a los aviones. Marcos aprovechó el momento para tomar el bolígrafo del piso. Con rabia, lo arrojó a la espalda de Rawi. Fue un latigazo ardiente para éste.
—Este año nuestro escuadrón se llevará la copa del Torneo, y su dinero, babosos —le gritó Marcos, caminando tras el grupo. Cuatro corpulentos oficiales lo acompañaban detrás de él.
—No, gracias —señaló Roger con tranquilidad—, no necesitamos que nadie la lleve por nosotros, podemos cargarla, como la hemos cargado por tres años consecutivos.
—Si quieren pueden pulirla y sacarle brillo —secundó el oficial Rick a Roger en la broma, caminando a su lado.
—Si están tan seguros, doblemos la apuesta para el torneo de este año —lo retó.
—¿Tendrás con qué pagar? No quiero súplicas después —advirtió Roger con seguridad, que para Marcos resultó arrogancia, aunque él se buscara tal respuesta.
Marcos le extendió la mano.
—Dos mil dólares —indicó, ya con la mano en el aire.
—Yo no puedo aportar para tal cantidad —se quejó Gregori, el joven oficial detrás de Marcos. Éste lo miró con desdén.
—Aceptado —respondió Roger, dándole la mano—, y los queremos en billetes grandes.
—Baboso —le susurró Marcos.
Roger, acompañado de Rawi, Rick, Henry y Jessica se retiraron.
—¿Estás loco? Siempre nos hacen papillas —le reclamó Carl, el otro chico corpulento.
—Esta vez jugaremos sucio —le indicó.
—En todos los torneos jugamos sucio —le espetó Ralf
—¡Pues jugaremos más sucio! Tan sucio que se comerán nuestra suciedad —replicó Marcos, ya con rabia ante la falta de seguridad de sus amigos—. Este año me sacaré todas las espinas y el escuadrón azul se las tragará.
Roger, Rawi, Henry, Rick y Jessica caminaron hacia al andén de abordaje. El grupo notó el largo bostezo de Rawi, con una gran boca abierta.
—No dormí bien anoche.
—¿Qué te preocupa? Anoche no sabíamos esto que ocurre hoy.
—Nada, mi estómago estuvo molestando.
—Comiste como cerdo —señaló Roger.
Los cinco rieron.
—Yo sí estoy preocupado —señaló Henry—. Digo, nos enfrentamos a algo desconocido.
—Calma —dijo Jessica—. Ni siquiera sabemos si nos enfrentaremos a algo. La preocupación genera ansiedad, y la ansiedad neutraliza la concentración. Mejor ocupa tu mente repasando las maniobras, en vez de tener pensamientos nefastos. La clave es: ocupar la mente, no preocupar la mente.
—Buen consejo Jessica —señaló Roger, ¿qué haríamos sin ti?
La voz de Valery Taylor resonó en el ambiente a través de los altavoces:
—Todos los pilotos, abordar sus aviones. La misión comprenderá los cuadrantes 3 y 4. Todos los escuadrones esperen en el campo de la misión hasta recibir órdenes. Todos los pilotos presentarse en sus puestos a pasar lista. Iniciarán su preparación para despegar en los sitios designados. Buena suerte, señores.
—¿Siempre tiene que narrar lo que ya sabemos? —señaló Rick—. Su voz es algo tediosa.
En la cubierta del portaaviones el viento era tan fuerte que a todos les alborotaba el cabello, pero tenía ese aroma a salitre que les evocaba días de pesca y relajación. Los pilotos corrían de un lado a otro hacia sus respectivos aviones. Vieron al cielo, pero ya la luna no era visible a las nueve de la mañana.
—Bueno, amigos, aquí nos separamos. A sus aviones —indicó Roger.
Cuando ya cada quien se dispuso a dar un paso hacia su aeronave, Henry los detuvo.
—Esperen, esperen
—Ah, sí, el ritual —comentó Rick, con un dejo de burla, pero a la vez, deseaba hacerlo—. Haz los honores, amigo.
—Prometemos regresar con vida de la misión para ir a comer pizza, y algún día llevar a nuestros nietos a comer pizza. —Henry extendió su mano hacia delante, a nivel de su estómago. Mientras recitaba las palabras, los demás sonrieron, les pareció jocoso, pero también era motivador hacer planes para regresar.
—Prometemos regresar con vida de la misión para ir a comer pizza —repitieron casi al unísono, con sus manos una sobre otras, encima de las de Henry—, y algún día llevar a nuestros nietos a comer pizza.
—Qué ridículos. Tanto miedo a volar. ¿Cómo llegaron a ser marines? —comentó Marcos acompañados de Carl, Ralf y Gregori, mientras pasaban al lado de los cinco amigos, rumbo a sus aviones.
—¿Y quién dijo mojones para que salieran del inodoro? —replicó Rawi
Marcos detuvo su marcha, pero continuó caminando luego de recordar su derrota la última vez que peleó cuerpo a cuerpo con Rawi.
—Escuadrón, inicie despegue de inmediato —ordenó Roger, minutos después ya dentro de su avión, a través de la radio, a sus otros compañeros de escuadrón.
—Escuadrón azul 5, piloto Henry Jones, listo para despegar
—Escuadrón azul 3, piloto Rick Parker, listo para despegar
—Escuadrón azul 4, piloto Rawi López, listo para despegar
—Escuadrón azul 2, piloto Jessica Simons, listo para despegar
Los 60 aviones de los cinco escuadrones despegaron. Roger y sus cinco amigos fueron los primeros. A Henry le vibró el estómago cual gelatina; nunca pudo superar esa sensación.
—Escuadrones, cubran todo el perímetro —indicó la voz de Valery en la radio de comunicaciones cuando ya estaban en al aire. Desde aquella altura, la costa de California realmente era un mapa dibujando en un libro de geografía, hermoso pero intimidante.
*******
—Hola, amor —saludó Janice a Roger, a través de la radio, desde el puente de mando del portaaviones.
—Hola, mi vida, —respondió Roger.
—Fue una noche maravillosa, aún estoy adolorida.
—La radio no es para citas románticas —señaló Valery, muy tajante—. Necesitamos que todos estén concentrados en su trabajo. Janice bufó.
—Solo era un segundo, y por favor, trata de no hablar en ese tono, estamos al mismo nivel de jerarquía, te lo recuerdo.
—Ya no empiecen a pelear de nuevo —rogó el oficial Samuel.
—Entonces que no intervenga en nuestras vidas personales, claro, como ella no la tiene —señaló Janice.
—Solo quiero el bien de la misión... —lo dijo, pero su deseo en realidad era tener un novio con quien hablar por radio, como lo hacía Janice.
—Ya, ya, está bien. Querido Roger, colgaré la llamada, luego hablamos, muchos besos, amor.
—Hasta pronto, amor —señaló Roger, callando lo que quería decirle porque Valery, su superior, lo escucharía: que le diera de tomar pastillas para los nervios, o le echara agua fría.
*******
Luego de estar inmóvil dos horas, el rostro en la luna hizo comunicación.
—Amados, hijos.... —dijo con voz grave, cavernosa y vibrante, en tono solemne, ojos entrecerrados. Dejó la frase en suspenso, por unos segundos que parecieron una eternidad. La voz era clara, en un nivel adecuado para ser oído a pesar de la distancia. No parecía estar usando algún medio de transmisión, como un radio o micrófono. Daba la sensación de estar junto a quienes le hablaba. Sus labios apenas se movieron al hablar.
—¿Dios habla en inglés? —le susurró suspicaz el presidente Thomas a Nancy.
El Primer Ministro ruso, allí presente e inexperto en inglés avanzado, quiso saber lo que el presidente Thomas susurró, y se lo preguntó a su traductor junto a él. Luego de saber la traducción, el Primer Ministro le pidió que le diera un mensaje al presidente Thomas.
—Presidente Thomas —dijo—, el Primer Ministro ruso quiere hacer de su conocimiento que, él y yo hemos oído en idioma ruso las primeras palabras del rostro en la luna.
—Nosotros lo hemos oído en japonés —dijo también el traductor del Primer Ministro japonés.
—Nosotros en árabe —añadió el traductor de la primera autoridad de Irán, recién nombrada por la Alianza Occidental.
En una rápida evaluación, todas las autoridades internacionales que hicieron acto de presencia en el evento coincidieron en que la frase: "Amados, hijos" la oyeron en el idioma nativo de cada uno: inglés, ruso, japonés, danés, árabe, español, entre otros. El intercambio de tal información fue interrumpida cuando el rostro en la luna continuó su intervención, y de nuevo fue oída en diferentes idiomas y de la misma forma: cada personalidad lo oyó en su idioma nativo.
—Soy Dios, el Dios que los creo, el Dios que siempre ha estado y estará. El Dios de todas las naciones. El Dios que tiene la vida de toda criatura de este planeta en sus manos, hasta de aquellos que piensen lo contrario. El día anunciado en las escrituras ha llegado. Henos aquí, en el día del juicio final. He sometido a juicio a la humidad, la he hallado culpable de horrendos pecados. Mi sentencia es... la aniquilación humana para que una nueva humanidad renazca, a partir de un nuevo Adán y una nueva Eva. Fui en exceso benevolente al no poner límites a su libre albedrio. ¿Cuál fue el resultado? La alteración de las sagradas escrituras para justificar guerras, genocidios y barbaries en mi nombre. Han llevado mi creación hecha a mi imagen y semejanza a casi el borde de la extinción. Pero no más, ya no más. Me encargaré que nunca más puedan discernir por sí mismos, no conocerán el mal. Dentro de veinticuatro horas humanas, una nube descenderá a la tierra, y quitará el aliento de vida de todo cuerpo físico humano. Las almas de los dignos vendrán a mí, las almas de los indignos irán al infierno. No sufrirán dolor alguno, caerán dormidos, volverán del polvo de donde vinieron. El humo no dañará animal, ni planta, ni mineral, ni ninguno de los cuatro elementos. El planeta estará sano para la nueva humanidad. Es mi voluntad y así ha de hacerse. Los bendigo, hijos míos.
El rostro desapareció de la luna, igual que si hubiesen apagado el foco de una lámpara.
Los gritos, el miedo, las dudas, y el caos se apoderaron del planeta entero en los siguientes instantes.
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