Vigesimosegundo Asalto2️⃣2️⃣
No recuerdo una mañana de reyes igual desde que dejé de creer en la magia de su nombre siendo niño.
Me levanto temprano, voy a por un roscón para desayunar y hago el café. Mi madre alucina al ver la mesa puesta tan temprano, por primera vez se deja ayudar sin protestar. Mi padre, como siempre, se ríe, esta vez conmigo y no de mí, y mi hermana me pone la mano en la frente para comprobar que no estoy enfermo.
Y es que nunca estuve de tan buen humor como para intercambiar regalos. Regalos comprados con “dinero plástico” que pagaré incluso a plazos en el mes de febrero, marzo, abril, o vete tú a saber.
Me río con todos, al verlos tan felices cuando abren sus regalos.
Disfruto de cada sonrisa de mi sobrino al ver su scalextric de tres plantas, el mismo que me llevé toda la noche probando en el salón y que él no podrá usar hasta dentro de dos años. Sonrío con cada grito de alegría que da mi madre por un viaje de diez días a Tenerife, para ella y papá, ahora que toman vacaciones en el bar. Incluso me divierte cada “joder, Huguito” que suelta mi cuñado cuando tiene en la mano las dos entradas para moto GP vips village en el circuito de Le mans de este año, porque promete llevarme a mí.
Pero no todo son risas y alegría.
Por el contrario, mi hermana se queda callada con sus propias entradas en la mano para el concierto de Adele en Londres, incluido el vuelo y la reserva de hotel. Solo me mira. Muy seria.
—¿Y el trabajo? ¿Cómo piensas pagar todo esto si lo pierdes?
Todos callan para mirarme también.
"¡Gracias por tu regalo de discreción, tata!" —pienso con ironía.
—¿Qué es eso del trabajo, hijo?
Mi padre ha perdido toda muestra de alegría en su rostro, mi madre se sienta en el sofá alucinada por mi secreto y mi cuñado parece no querer tocar las entradas por si el papel se le rompe en las manos.
Se me había olvidado que cuando regresé de Frankfurt, encabronado con Marta y el propio Wegener, al que no encuentro para proponerle nada, le dije a mi hermana lo que ocurría en el bufete. Y una cosa llevó a la otra.
La conversación que tuvimos sobre Paola, la mujer de la cena para dos de días antes, y lo bien que estoy con ella por lo diferente que es a todas la mujeres que conocí, incluida Ana, dio paso a su idea de montar mi propio despacho de abogados si definitivamente Rafael me despide junto a la plantilla. Idea que no le pareció bien a mi hermana, por supuesto.
Bajo la mirada inquisidora de toda mi familia, solo puedo sonreír y encogerme de hombros.
—Quizás me echen del bufete, no lo sé —miento para que al menos pasen un día de reyes, tranquilos.
Se abre así un nuevo debate familiar. “El inmaduro de Hugo malgasta su dinero sin ser consciente de ello”. Me río a carcajadas mientras los beso a todos.
¡Si con Paola a mi lado el dinero no tiene valor!
Cuando apaciguo los comentarios, consejos y reproches que se han desatado en el salón, no sin esfuerzo, me voy a duchar, he quedado con Paola para comer y estoy impaciente por darle mi regalo a ella también.
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A la una en punto llego al gimnasio. Paola me dijo que no aparcara porque íbamos a comer fuera. Me sorprende que tengamos que ir en coche, creí que sería en algún bar del barrio, reconozco que me estoy mal acostumbrando a bares de tapas.
Espero impaciente a que ella aparezca. Mientras, pienso en el paquete que llevo en el maletero del coche, orgulloso de mi acierto al escogerlo, orgulloso de poder hacerle yo semejante regalo.
Cuando de pronto, salida de mis sueños, Paola ya está frente a mí.
Y digo salida de mis sueños porque hoy viste diferente. Lleva un vestido de color blanco justo por encima de las rodillas, con cuello de camisa, negro. Se cubre del frío de enero con un abrigo también oscuro, que se estrecha en su cintura. Zapatos blancos de tacón y bolso dorado completan su apariencia. Una Paola que parece sentirse cómoda con esa ropa y que yo descubro tan sensual en ella.
—Voy a pensar que no te gusta, llevas mucho tiempo mirándome —dice Paola sin dejar de sonreír, porque es cierto, no he conseguido apartar mis ojos de su ropa.
Soy abogado, no me quedo sin palabras muy a menudo, pero sé que no será la única vez que Paola me deje mudo a partir de ahora. Una relación consiste en eso ¿no?, en descubrir a la otra persona poco a poco.
Y yo la quiero a mi lado para irla descubriendo.
—Es que te veo diferente —digo sonriendo. Es cierto, sí, pero tampoco es toda la verdad.
Que la veo inalcanzable.
Que me ha hecho sentir pequeño hoy que no llevo mi traje y me veo vulnerable a su lado. Visto solo unos vaqueros, con un polo de mangas largas, color negro, y mi abrigo de paño gris de capucha, pero sé que ni con el más caro y exclusivo de los trajes podría hacer frente a la magnitud que desprende ella ahora mismo.
—Espero que para bien.
Me da un beso y abre su puerta para sentarse en el interior. Yo lo hago al mismo tiempo por mi lado, todavía deslumbrado por su nueva apariencia.
Paola se pone ya el cinturón de seguridad cuando me da el nombre de una calle diciéndome que mi regalo es un almuerzo allí.
Bien, aquí tengo dos inconvenientes que me dejan mudo de nuevo.
El primero es la dirección. Me suena de algo, y sin necesidad de preguntarle cómo ir, sé qué calles debo tomar.
Está en la zona de Los Altos, junto al Teatro Central, muy diferente a cualquier calle del barrio.
Por el centro deportivo que frecuento los fines de semana no es, por las oficinas que visito los días laborables, tampoco. Ni por el hospital, ni por las tiendas en las que siempre compro. Ni siquiera por las casas de las que alguna vez salí de madrugada a escondidas, después de negociar con alguna divorciada, o los hoteles que visité con las demás solteras. ¿Por qué habrá escogido Paola, entonces, un lugar así para nosotros?
Lo que hace que me concentre en la segunda pega, la más personal. Paola no se ha molestado en regalarme nada en lo que tuviera que pensar demasiado.
Unos pocos días juntos no dan para tanta entrega a la hora de regalar nada, de ahí que se incline por un almuerzo con el que seguir conociéndonos. Me quiero convencer así de lo especial de su regalo, pero ¡joder! me molesta haber pensado en ella demasiado en Frankfurt como para que el mío sea diferente, único y de utilidad, y a cambio ¿qué?, ¿yo no merezco un solo pensamiento suyo?
Sin percatarse de mi dilema, Paola me pregunta por mi familia y la mañana de regalos con ellos, los que juntos compramos en el centro comercial el otro día. Yo sonrío acordándome de sus caras al abrirlos, pero no le cuento demasiado de lo que ocurrió después, ella también se pondría de parte de mi familia, y francamente, en este momento no quiero un reproche sobre el malgasto de mi dinero cuando estoy todavía asimilando que comeremos en un restaurante caro, pero caro de cojones, cuando a ella no le sobra el dinero, precisamente, para poder pagarlo.
Y es que su regalo ha sido desvelado al llegar al sitio en cuestión.
La dirección que me ha dado no es otra que la de un restaurante de cinco tenedores.
—No será aquí, ¿verdad?
—Claro que sí. ¿Por qué te sorprende? —pregunta sonriendo como si ella no tuviese luego restricciones para pagar la cuenta. Y yo me siento por ello un miserable. Paola, ha pensado en mí, y lo que cree que me gusta.
Tengo que decirle pronto que mis gustos han cambiado recientemente, que estando con ella mis prioridades son otras y que ya no me satisface aparentar ser uno de esos hombres ricos. Soy un tío sencillo, criado en un barrio similar al suyo y no veo el momento de decírselo.
—Voy a volverme loco por ti.
—Vaya, gracias, Casanova, y yo que pensé que ya lo estabas —dice sonriendo y acercándose a mí.
Me coge del abrigo y es ella la que me besa. Me pierdo en su sabor, sus caricias y gemidos. Hasta que el aparcacoches llama nuestra atención para que salgamos y que él pueda llevarse el coche al parking.
Juntos, caminamos de la mano. Paola me sorprende nada más atravesar la puerta de enormes cristales esmerilados. Parece desenvolverse muy bien, tanto, que solo tengo que seguirla al interior del restaurante cuando habla con el encargado de reservas. Ella habla, yo sigo mudo.
Me fascina su capacidad de adaptación al sentarse a la mesa. Sonrío con melancolía, yo nunca estaré en un lugar semejante por derecho propio, nunca perteneceré a este mundo.
—¿Te gusta? Espero que se coma tan bien como dicen.
Paola abre su servilleta y la coloca en su regazo, como hizo siempre Marta, como hago siempre yo.
Me quedo pensativo. Eso es algo que no creo que haga muy a menudo en el barrio con las servilletas de papel. ¡Qué extraño me resulta! Pero la imito como inicio de protocolo.
—¿Vas a sorprenderme también con la recomendación? —le digo yo abriendo la carta. No la leo todavía cuando ella contesta:
—Por supuesto, breki meze, Casanova. Te debo uno, ¿recuerdas? —Ambos nos reímos.
Comenzamos después el ritual de servicio con el vino a elegir. Y de nuevo Paola me deja con la boca abierta al tomar la iniciativa con el maître.
Escucha tan atenta, y sin interrumpir la explicación del hombre, que hasta yo mismo me creo que sabe de qué va eso de los taninos y el cuerpo del vino.
Una vez que el maître se va, tras alabar la elección de Paola con educación, nuestro camarero se presenta para dejarnos a solas luego con la carta.
Mientras Paola sonríe al leerla en alemán, yo reparo en el restaurante y el resto de comensales que me hacen sentir fuera de lugar.
Creo que nos observan sin el más mínimo pudor, e incluso parece que comentan entre ellos sin dejar de mirarme. Me miro la ropa, hoy es de lo más normal y corriente, y me siento desnudo sin la coraza que me proporciona siempre un traje y una corbata. Lo que hace que al fin se me desprenda la venda de los ojos después de tantos años.
Mi disfraz cae, la función ha terminado.
Yo soy Hugo Serra, a secas, sin ningún Don o Señor delante de mi nombre. Un traje no me hace una persona diferente.
Nunca seré uno de esos hombres poderosos, y que los trate a diario no me convierte en uno de ellos. Que los imite en el gusto por lo material, e incluso por lo sensorial, como los restaurantes o el buen vino, no es suficiente para pertenecer a ese estatus.
Por mucho que haya trabajado hasta llegar aquí, no soy uno de ellos.
Provengo de un barrio humilde, trabajador, y hasta, si me apuras, perdido en el mapa del clasismo para muchos. Y ya es hora de regresar a él y dejar este mundo que nunca debí usurpar.
—No me siento cómodo aquí —digo a Paola. El movimiento en la silla solo es un indicio de mi desagrado y nerviosismo—. No aguanto las miradas.
Paola mira a su alrededor, sin entender. Sonrío por ella.
Con esa sencillez suya, que la dejan al margen de las verdaderas clases sociales, me enamoro por completo. El deseo, las risas y la confianza con Paola, de los últimos días, dan paso a algo a lo que hasta ahora no había querido ponerle nombre. Solo una vez lo hice, de la que ya ni me acuerdo haber amado. Paola sustituye al fin a Ana en todos los aspectos de mi vida.
—Ahora mismo me gustaría estar en tu barrio, comiendo patatas bravas —le digo riendo, mientras cojo su mano—, ¿me acompañas y salimos de este tugurio?
Pero Paola me quita la mano con disimulo. Se endereza más en su silla y niega con la cabeza. La miro, interrogativo. ¿No quiere irse de este sitio conmigo y ahorrarse la factura del almuerzo?
—Pensé que te gustaría este restaurante… —dice muy nerviosa.
Y ya no puedo decirle toda mi verdad porque tras ella veo que entra al restaurante Rudolf Wegener, el hombre que yo busco desesperadamente.
Mi suerte, definitivamente, cambia de nuevo.
Me está resultando una pantomima todo lo que estoy haciendo. Vestirme con ropa con la que no me encuentro a gusto, o pisar un lugar como este.
O más concretamente mentirle a Hugo sintiéndome una desgraciada.
Ojalá pudiera complacerle para irnos de aquí, pero aún tenemos que esperar un poco más. Rudolf estará al caer, Jürgen fue claro:
—A las dos en punto mi padre llega a comer. Que tu novio aproveche antes de que empiece a hacerlo, o no lo escuchará. Que no vacile y le mire a los ojos, mi padre admira la seguridad en los negocios, las miradas claras y sinceras. Y por último que le llame Rudolf, eso le echa pelotas al asunto que tratarán, es una cualidad que valora a la hora de confiar su dinero.
Hablando de Hugo, está de lo más rarito.
Por lo pronto, no se ha puesto un traje hoy. Pase que me guste este nuevo Hugo, desenfadado y natural, pero ¿tenía que vestir precisamente así? Y luego está lo extraño de su actitud. Esquiva e incómoda. No quiso entrar de primeras al restaurante, gustándole tanto este tipo de lugares, y una vez dentro, todo han sido pegas para irnos cuanto antes, por no hablar de las miradas que imagina notar sobre él.
Algo le ocurre y sé que no tardaré en averiguarlo por su repentino cambio de humor.
Miro el reloj con disimulo, las dos en punto.
—Pensé que te gustaría este restaurante…
Bajo las manos hasta mi regazo, evitando la caricia de Hugo, y cruzo los dedos para que Rudolf aparezca pronto.
—No me lo puedo creer —dice él de lo más emocionado al mirar por detrás de mí. Su preciosa sonrisa ha regresado.
Y yo se la he devuelto.
Solo por verla en su boca ha valido el esfuerzo de hablar esta mañana con Jürgen, o de amenazarlo más bien.
Dejo que me cuente quién es Rudolf Wegener, haciéndome la despistada. Está tan entusiasmado por hablar con él, que no tengo más que animarle a hacerlo.
—Vamos, acércate a saludarlo y cuéntale tu proyecto para sus hoteles.
—No puedo, estoy demasiado nervioso, Paola. Necesito una cita antes, ¿no crees?, porque… ¿y si me rechaza por molestarle?, ¿y si…?
—Mírame, Hugo... mírame —le pido al cogerle de la mandíbula. Y él lo hace, me mira cuando deja de mirar a Rudolf en la otra punta del comedor—. Yo confío en ti. Ya te lo dije. Confío en tu trabajo, tu esfuerzo y tu honestidad. Y yo no soy de confianzas a ciegas, créeme. —¡Si pido hasta informes, joder, para que no me traicionen!—. No necesitas nada más que tu valentía para hablar con él, y esa te sobra. Anda. Levántate y que te vea decidido.
—Si me lo pides de esa manera, podría hacer cualquier cosa por ti —dice sonriendo.
—Pues ve a saludarlo. —Y esta vez mi petición conlleva una súplica que espero vea en mis ojos.
Me he enamorado, ya no tengo escapatoria. Definitivamente, quiero a Hugo en mi vida, con sus defectos y sus virtudes, las que ya me satisfacen. Lo quiero en mi vida oculta del barrio y en la pública de palacio. A mi lado como amigo, frente a mí como pareja.
En cuanto nos vayamos de aquí, le diré la verdad de Paola de Baverburgo.
—Porque él verá lo mismo que veo yo —confieso, no sin pudor—. Y se enamorará también de ti.
—¿Qué has dicho? —Hugo me sonríe, con la mirada perdida en mis ojos. Los suyos son tan bonitos, hoy tienen tanta luz.
—Venga, corre ve con él, que puede irse —digo avergonzada, no deja de mirarme por lo que ha oído de mí.
—Ahora mismo no puedo negarte nada. Lo haré, yo también confío en ti—. Y se toma de un trago su copa de vino.
La bodega entera me tomaba yo.
—¿Por qué no le hablas a la cara?, se ve que es un hombre de directas. Y dirígete a él por su nombre, desmárcate del resto de la gente que lo llama Señor Wegener, para que te recuerde por eso —le aconsejo sobre Rudolf.
—Yo también te quiero.
—¿De verdad?
—Luego tenemos que hablar de algo muy importante. Es la primera vez que me enamoro en mucho tiempo, ¿sabes? —dice sonriendo.
Hugo se levanta para ir a la mesa de Rudolf, no sin darme un beso antes.
Un último beso que recibo en este engaño. Porque claro que luego hablaremos, y yo la primera. Necesito decirle toda la verdad.
HAGAN SUS APUESTAS, YA QUEDA MENOS ⬇️
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