Vigesimoprimer Asalto2️⃣1️⃣
—Es un buen hombre —dice Viktor mirando lo mismo que yo: A Hugo jugando al fútbol con los niños en el patio de la parroquia.
Acabamos de darles los regalos y no han perdido tiempo para estrenar un balón.
—Eso parece —contesto yo embobada con él.
Hugo se deja hacer falta y cae al suelo con todos los críos encima. Sonrío al ver que les permite hacerle cosquillas.
—Si me dejaras investigarlo, tendrías la certeza.
—Te he dicho que no, no insistas. Si he de equivocarme otra vez, asumiré las consecuencias. Estoy enamorada y no quiero descubrir una verdad que pueda acabar con esto. No lo soportaría otra vez.
—Hugo no tiene por qué ser igual que Jürgen. No tiene por qué acabar lo vuestro.
En los últimos días demasiado he pensado en Jürgen, y Viktor lo sabe. La relación con Hugo crece a medida que lo hacen mis miedos, el dolor del engaño, la duda del interés o la angustia del abandono.
Jürgen, con su ambición, me provocó tal desconfianza en mi persona que la felicidad desinteresada al lado de Hugo todavía no termino de creérmela. En algún sitio estará el “fallo” y no quiero que un informe exhaustivo de su vida me lo confirme.
—¿Y tú no eras mi guardaespaldas?, ¿desde cuándo te has convertido en mi psicólogo?
—Solo pretendo que abras los ojos y veas que él te quiere.
—Bueno, eso tendrá que decírmelo él con el tiempo, con sus actos honestos.
—¿Y esas caras tan largas, chicos?
Hugo está junto a nosotros. No nos hemos dado cuenta. Abro los ojos para que Viktor entienda que debe marcharse y no tomarse ciertas confianzas conmigo delante de él, cuando solo es un empleado del gimnasio.
—Quiero el fin de semana libre. Y la jefa no me lo da —dice él aprovechándose de su trabajo de "tapadera" en el gimnasio. Yo lo asesino con la mirada por la descarada mentira.
—Puedo echar un vistazo a tu contrato —le propone Hugo riendo—. Seguro que te pertenecen vacaciones.
¿Hugo quiere tenerme a solas el máximo tiempo posible? Bueno, si no salimos del despacho, ni Viktor ni mi padre tienen nada que temer. Por mí perfecto, ¿para qué esperar al sábado? Que se tome la semana hoy mismo.
En una emboscada de ambos, digo que lo consideraré y Viktor se marcha conforme. Conforme, y riendo, por lo que ha conseguido. Hacer que mi relación con Hugo crezca en privado menguando mis temores públicos.
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—Estoy muerta, creí que no llegaríamos nunca.
Me quito las zapatillas de deporte en la misma puerta del despacho, necesitaré un masaje en los pies, la tarde previa de reyes ha sido agotadora.
Miro a Hugo que deja un balón en el sofá y se quita su abrigo. Hace días que no le veo con un traje, desde que se fue a Frankfurt más concretamente, y eso me gusta, me hace sentirlo más cerca. Más humano. Más auténtico. Con esos vaqueros y ese jersey de Guess de lana, azul marino, está guapísimo, y yo podré pensarme seguir despierta un poco más, no olvidemos que por la mañana estuve entrenando y pronto caeré muerta de sueño como cada noche.
—No ha sido para tanto, llorona.
—¿Cómo qué no? —digo después de bostezar—. Me he llevado dos horas esperando a que dejaras de jugar al fútbol con los niños.
—Es que no todos los días juega contigo Borja Iglesias, tenía que aprovecharme.
Me acerco a él y agarro su jersey a la altura del cuello para besarlo. No me cansaré nunca de decir cuánto me gustan sus besos, de los que tengo que añadir ahora que ya no sabría vivir sin ellos.
—Ya me contarás, campeón —digo dándole un golpecito en el pecho—, cómo has conseguido que el pichichi de la liga venga a firmarles los balones.
—Secreto profesional. Solo te lo revelo si me haces el amor hoy.
Hugo hace el gesto de cerrarse la boca con una cremallera, riendo. Yo se la como a besos para darle un anticipo de ese amor que por supuesto le haré.
Me siento en el sofá muerta, no miento cuando digo que me quedaré frita y no quiero hacerlo de pie y caer cual tronco talado. Echo la cabeza un momento hacia atrás, pretendo cerrar los ojos. Pero Hugo, antes de que pueda hacerlo, se sienta en el suelo junto a mí y apoya su barbilla en mis piernas como hace Bimbo en nuestros domingos de sofá. ¡Qué monada!
—¿Qué te ocurre?
Hugo cambia la sonrisa por un gesto de pena, puede parecer de broma, pero me da la impresión de que está preocupado.
—Necesito terapia de desahogo.
—¿En serio?, ¿es por el trabajo? —pregunto mientras le acaricio el pelo, sonriendo.
No tiene fijador, de hecho no lo usa ya, y me gusta la sensación de limpieza en mi mano, la pregunta es: ¿qué no me gusta ya de él?
—Sí. No podría contártelo de otro modo, me da vergüenza.
—Hugo, conmigo no tienes que…
—Odio a mi jefe, segunda parte, ¿qué te parece? —propone mientras me interrumpe.
En cuanto veo la gravedad del asunto, tomo el control de la situación. Ya dormiré luego, o mañana, no sé cuánto nos llevaría esta vez sacar toda la mierda del tío ese para poner a Hugo de mejor humor.
—Coge tú los dos cafés de la máquina, y espérame en las colchonetas Enseguida voy con las mantas. No tardo —le pido al darle un beso en los labios.
Tardo poco, lo justo para verlo ya a punto de sentarse en el suelo.
No espera ni a que le dé el chándal, por lo visto es urgente y no le importa la comodidad, yo tampoco me cambio para no perder tiempo. Esa actitud callada y vacía de Hugo necesita prioridad porque presiento lo que le ocurre. Está en el paro.
Nos tumbamos de lado, con ambos cafés arriba de nuestras cabezas. Hugo no quiere apoyarse sobre el codo y lo hace en la almohada. Yo lo imito. Se mueve un poco para pegarse a mí y poder así echar la mano por encima de mi cintura.
—Empieza tú, por favor. No estoy preparado todavía —ruega mientras nos arropa a ambos.
No sé qué decirle. La primera vez tuve al menos el tiempo de ir a por las cosas al despacho para tramar la historia, pero en este momento me pilla desprevenida.
—Odio a mi jefa. Sin merecerlo ha conseguido la atención, la compañía y el cariño de un hombre maravilloso. Un hombre inteligente, trabajador y constante que sabrá hacerla feliz.
—¿El tío sexi ese del abogado? —pregunta él con la sonrisa que le he sacado.
—¿Qué? No, ese fue el buenorro de la semana pasada. Ahora está con uno que llegó de Frankfurt, al que le van a estallar las venas de tanto colesterol basura si no lo hace antes el botón de su pantalón.
—Seguro que él también es feliz sin tener que fingir con ella.
Hugo se ha reído, pero es una mueca diferente a todas, casi triste diría yo. Acaricio su cara para ver si soy capaz de hacer regresar su verdadera sonrisa, solo que él lejos de hacerlo y mostrarla, cierra los ojos para decirme:
—Yo también odio a mi jefe. Cierra el bufete a final de mes sin que nada lo pueda impedir.
—¿Y por qué has estado cargando con eso todo el día? Me lo tenías que haber dicho antes.
—Porque era la tarde de la cabalgata de los niños.
Recuerdo lo feliz que ha sido con ellos, y ahora sé que por esas horas él ha olvidado su despido.
—¿No hay nada que hacer? —pregunto esperanzada.
—No, hoy ya nos ha dado el preaviso.
—¿Cómo ha sido?
—Lo de siempre. No hay dinero para mantenerlo, así de simple. Y Rudolf Wegener no da señales de vida en Frankfurt.
—"Claro, porque está aquí, ocupado con su nuevo hotel" —pienso.
Y se me pone toda la piel de gallina al oír el nombre del cliente que debe firmar con ellos.
—¿Qué te pasa a ti ahora? —pregunta él, notando mi nerviosismo—. Paola, por favor, dime algo.
Se incorpora hasta poder mirarme bien, no tengo manera de ocultar mis ojos, los que noto a punto de llorar.
—¿Has dicho Rudolf Wegener?
Bien por mí, si lo que quiero es ganar tiempo, voy de culo. "Gilipollas, pues claro que lo ha dicho, ni que estuvieras sorda y él hablase chino, que tampoco sería impedimento el idioma para haberlo entendido"
—¿No me digas que lo conoces? —Hugo se levanta del todo.
Siento frío al verme sin la manta, pero no puedo decir que sea por estar en un colchón de plástico en pleno mes de enero, porque lo más extraño es que lo siento dentro del pecho, no en la piel.
—¿Por qué debería conocerlo?
Pero ¡qué falsa estoy siendo, joder! Le niego a Hugo la posibilidad de hablar con Rudolf, y todo para evitar un acercamiento con la que fue una vez mi familia. Como consecuencia, le niego la continuidad en su trabajo.
Me mira aguardando una respuesta. Su sonrisa se ilumina de esperanza y yo me siento culpable. Niego con la cabeza, las palabras se atascan en mi garganta.
—Dios, estoy desesperado —dice pasándose ambas manos por la cara. Se la frota con rabia—. He llegado a pensar que lo conocías solo porque eres alemana. Es como pensar que yo conozco a todos los García de España. De locos, ¿verdad?, porque dime tú, ¿en qué momento Wegener hubiera pisado este barrio?
Vuelvo a negar con la cabeza. No está loco, como tampoco está tan lejos de la verdad. Lo conozco. Y muy bien, hubo una época en la que lo llamé Rudy.
Hugo vuelve a tumbarse y hace que yo me apoye en su brazo a la altura del bíceps. Me besa con calma, pero yo no logro relajarme.
—¿Y de encontrar a ese hombre, crees que todo se solucionaría, así, de repente? —pregunto para medir mis opciones.
—Bueno, tendría que hablar antes con él, exponerle nuestro trabajo y oír sus condiciones. Nada que no pueda hacer yo para convencerle.
—¿De verdad? —Levanto la mirada para mirarle a los ojos. Él acaricia mi mejilla. Si es cierto que lo puede lograr, bien valdrá mi esfuerzo para enfrentarme a Jürgen.
—Sí, pero ya da igual. En tres semanas me llevo al equipo para empezar en solitario, y te lo debemos todo a ti.
Estupendo para hacerme sentir peor.
Hablar con Rudolf no solo ayudaría a Hugo y sus compañeros abogados, que seguramente estan cagados de miedo al emprender semejante aventura, sino que lo haría también con Ramón, la señora de la limpieza y ese chico joven de los repartos, que dudo mucho que Hugo pueda contratar en el nuevo bufete.
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Cuando él se va a la una de la madrugada, no tardo en salir del gimnasio yo también. Corriendo. Tomo un taxi para ir a casa de mis padres, el metro ni por asomo llega a Los Altos. Y no pienso molestar a Viktor, porque de nuevo me haría oír su charla de hermano mayor, puesto que el nombre de Rudolf Wegener, vinculado al bufete Quirós, hubiera aparecido hace días en ese maldito informe que yo he retrasado tanto.
De habérselo encargado a Viktor, hubiera podido evitar el cierre del condenado bufete a tiempo, sin levantar sospechas de mi identidad.
En poco más de media hora, tras pasar el puesto de control armado y atravesar los jardines de la villa, escoltada, llamo a la puerta de casa.
Greta, el ama de llaves, me mira extrañada, por la hora que es y porque ambas estamos en pijama. Yo, bajo mi abrigo, y ella bajo su bata. Bosteza al hacerme pasar al interior.
Llaman a mi padre. No quiero esperarlo en su despacho, he venido a verlo a él, no al Duque Johan von Baverburg, así que voy a la cocina donde me buscará. Es nuestra sala de reuniones, botellín de cerveza en mano. Las heridas cuanto antes se cautericen mejor.
—Schatz, ¿qué pasa? ¿Y Viktor?, ¿cómo que no está contigo? —pregunta mirando mi pijama y la cerveza en mi mano.
—No te enfades con él, papá, estará en su dormitorio. Yo vine sola porque necesito que me lo cuentes otra vez. ¿Cómo fue lo de Jürgen?
Mi padre se sienta a mi lado, cabizbajo.
—Hace años que no hablamos de eso, ¿no hablarás en serio?
—Sí, hoy lo necesito —digo mientras le paso una cerveza, si le da un trago rápido, dolerá menos hablar. Se lo garantizo.
La acepta y bebe conmigo.
—Ya casi lo he olvidado.
—No te creo, yo todavía no lo hago.
No tiene que hacerse de rogar, está viendo mi cara.
—Descubrí que Jürgen te engañaba, cariño, cuando faltaban solo dos meses para tu boda.
Niego con la cabeza, es hoy y todavía no me lo creo, con tanto como decía amarme.
—Un gran informe de investigación —digo de manera sarcástica—. Sigue, por favor.
—Schatz, por Dios, no tiene sentido…
—Sigue, papá. Ocultarlo no me lo hace menos doloroso.
Otro trago a la cerveza aflojará su lengua. Él bebe.
—Le pedí que pusiera fin al compromiso para que no te lastimase, y obviamente él se negó.
—¿Y qué te dijo?
—Vamos, Schatz, ya lo sabes, esto es ridículo. —Quiere marcharse pero yo se lo impido agarrando su brazo. Él mira mi mano, la acaricia y, tras darle varios golpecitos, se vuelve a sentar—. Que no había perdido tres años de su vida a tu lado para quedarse ahora sin tu herencia. Que no había invertido ese tiempo en enamorarte para no llevarse nada de mi dinero. Sería tu marido a como diese lugar, y que si yo no quería lastimarte a ti, debía de callarme sus infidelidades. Las que no pensaba parar tras la boda.
—Y le diste su parte —concluyo por él.
—Sí, preferí mil veces que me odiaras por alejarlo de ti, que permitir que estuviera a tu lado y te hiciera una desgraciada.
—Gracias otra vez, papá—. Me levanto para besarlo—. Nunca me dijiste cuánto dinero fue.
—Nunca lo preguntaste —dice sonriendo. Yo me muerdo el labio con esa curiosidad malsana en el rostro—. Le hubiera dado el título, el castillo e incluso la tiara de diamantes de tu bisabuela si me lo hubiese pedido. Confórmate con saber eso.
—¿Cuánto fue, papá? —pregunto sonriendo, adoro a mi padre.
—Que cabezota eres. ¿Recuerdas el hotel de Berlín, a orillas del río Spree? Pues pudo comprarlo, reformarlo y ponerlo en funcionamiento con cinco estrellas en menos de dos meses. A parte de quedarle una buena paguita, al cabrón, que todavía disfruta.
Me río a carcajadas. Mi padre lo odia tanto como yo. ¡Y estoy de suerte!
Ese hotel fue el segundo de su imperio, el más caro de todos ahora. De no haberlo adquirido dudo mucho que la familia Wegener hubiese llegado a triplicar su dinero. Y Jürgen me lo debe, si no, su padre se enterará de todo. Porque no me cortaré a la hora de hacérselo saber a la prensa, esa que tan buitre fue conmigo cuando tuve que anular la boda. Carnaza es carnaza, la dé Jürgen o la dé yo. Y hoy su culo vale una firma.
HAGAN SUS APUESTAS, A PUNTO DEL GOLPE DEFINITIVO⬇️
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