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Decimosexto Asalto 1️⃣6️⃣

Tras dormir de pena y pasar el día aún peor, llego al hotel donde mi jefe da este año la cena de nochevieja para su familia, sus diez empleados, con sus parejas, y una docena de amigos propios Una cena, y posterior fiesta, que bien podría haberse ahorrado en beneficio de los puestos de trabajo que está a punto de cargarse. Si no conseguimos ese contrato con Rudolf Wegener, que dé el respaldo definitivo al bufete, muchos de nosotros nos iremos a la calle antes de que finalice el mes de enero. Aún no es algo oficial, Rafael lo mantiene en secreto, pero yo me he enterado como compensación por aguantar a su hija fuera de una cama. 

     Me lo dijo anoche mientras cenábamos. 

     —No te preocupes, Cari, papá cuenta contigo. 

     Y solo de pensar que la que cuenta conmigo en realidad es ella, y no precisamente en el bufete, me puso los pelos de punta, en una grima difícil de disimular con un tenedor en la boca. 

     Ajusto los puños de mi chaqueta y retoco las puntas de la pajarita negra —una mierda para Marta y su corbata roja—, antes de entrar al salón en el que será la fiesta de Año Nuevo. 

     Echo un vistazo al enorme salón mientras fuerzo una sonrisa que no me nace sincera, y es que mis compañeros parecen disfrutar de la noche ajenos al despido que se les viene encima. Diviso la barra en el extremo izquierdo, será un buen lugar para ahogar mi culpa, pues me he convertido, sin quererlo, en la espada de Damocles que pende sobre las cabezas de todos ellos. Ahora más que nunca tengo que conseguir el contrato de Wegener a como dé lugar. 

     —"Bien por mí. ¿No quería notoriedad, fama y prestigio en la vida? pues me voy a hartar con las dos tazas que me da Rafael", —me digo al brindar solo, antes de beber champán. 

     Y menudo champán. Está exquisito.

     El hotel no ha escatimado en detalles caros. Pude ver en las cuentas del bufete, al cierre del mes, que cada cubierto costará doscientos euros. Se optó por el paquete especial de música en directo en el que un cuarteto de cuerda amenizará la cena y el comienzo del baile, por tres mil euros, y se les dará  a cada invitado una bolsa de cotillón con uvas de la suerte, por un precio simbólico de cien euros cada una.  Todo es digno de aprobación por parte de Rafael Quirós y su familia, que después de todo, serán quienes paguen la cuenta de esta noche, ¡qué menos que tener a todos contentos con el servicio ofertado, así el bufete esté a punto de la quiebra!

     Termino una nueva copa de champán con ganas de pedir la botella. Miro el cristal vacío en mi mano ¿cuánto costará una botella?, y ¿por qué coño me importa a mí el precio si yo no voy a pagarla? 

     Me odio por pensar de nuevo en Paola y la jodida discusión del dinero, como he hecho desde que me enteré ayer de los despidos.

     Todo este lujo, este derroche, antes de satisfacerme como ocurrió siempre, despierta en mí el deseo de estar a kilómetros de aquí, en la fiesta de disfraces del gimnasio de Paola, bebiendo ron peleón y quitándole a ella uno de sus enormes pantalones de chándal.

     Vale, lo de su ropa está fuera de lugar, pero es lo que más anhelo hacer en este momento, para qué decir lo contrario. 

     Sacudo la cabeza, me río. El jodido champán es bueno de veras, no necesito una botella para emborracharme, me da una imagen muy real de lo que estoy loco por hacerle a Paola. 

     Tan bueno es el jodido alcohol que hasta la puedo ver en la entrada de esta enorme sala, mientras me mira sonriendo. Paola lleva puesto un vestido de transparencias, color negro, que me hace tirar la copa al suelo. 

     Pero no, no son alucinaciones, ella habla con Ramón, y ese hombre no está en mis pervertidas fantasías,  precisamente.

     ¿Qué está haciendo aquí?

                        

                      

—Pero, Paola, ¿qué haces aquí? 

     —Hola, Ramón, estoy invitada a la cena —digo al tiempo que veo a Hugo, al que levanto tímidamente la mano para saludarlo con una sonrisa. 

      Parece confuso, y no tiene por qué, cuando él ha sido quien me ha pedido que viniese. 

     Ayer por la noche, cuando recibí el mensaje de Hugo con su disculpa, me resultó raro que no me llamase, pero Viktor acabó por convencerme del todo. Era cierto que estaba enamorada y le demostraría a Hugo que por mí no quedaría eso de acortar distancias y desterrar fantasmas del dinero.

     Lo intentaré de verdad. Sin miedos. 

     Tal vez es hora de afrontarlos y confesarle mi verdad con Jürgen y con el título que heredaré de mi padre algun día. 

     En la invitación pone bien claro que es una cena de etiqueta, pues bien, aquí estoy, dispuesta a olvidar lo que nos dijimos en su oficina con tal de volver a verlo, así hoy me parezca más a Marta y sus amigas de porcelana que a cualquier chica del barrio, con el vestido que Heller me regaló el otro día por Navidad. 

     Tengo que reconocer que el buen gusto de mi hermana para los trapitos me hace estar a la altura del gran evento que en este hotel se cuaja. 

     —No puedo dejarte pasar —dice Ramón con la cara descompuesta. 

     ¿Por qué no?, ¿no estoy en la lista? Tengo todavía en el móvil el mensaje de Hugo. Lo intento coger, pero el bolsito que llevo es tan minúsculo que todo está apretado aquí dentro. 

     Voy a pedirle que llame a Hugo mientras lo busco cuando, salida de mis peores pesadillas, escucho su risa estridente. 

     —Así te quería yo ver —dice Marta a mi espalda—, dispuesta a todo por conquistar a Hugo. 

     Me giro para callarla. Esta vez no emplearé ningún líquido. Tengo una invitación. 

     —Anda, Ramón, échala de aquí, que tenemos una imagen que mantener. 

     Las risas de sus amigas acrecientan mi vergüenza, no quiero dejar mal a Hugo haciendo o diciendo algo fuera de lugar. Pero en cuanto coja el teléfono las pondré a todas en su sitio solo con enseñarles el mensaje, luego ya le meto en los dientes con el bolso. 

     —Llama a Hugo, Ramón, él aclarará esto —pido sin querer ocultar una sonrisa hipócrita. 

     Como es de esperar, el hombre no se mueve, claro, yo no le pago el sueldo. 

     —Paola. 

     Miro a Hugo que se ha acercado a nosotros, no he necesitado llamarlo después de todo. 

     —Cari, esta mujer pretende entrar sin invitación —dice Marta agarrando su brazo y sonriendo con la misma hipocresía que yo tuve antes.

     Ni que decir tengo que se me quitan las ganas de volver hacerlo al verlos de nuevo tan agarrados. 

     —Eso no es cierto, ¿verdad, Hugo? —llamo su atención para que la saque del error. Del móvil paso ya. 

     Pero no dice nada, en cambio, sus preciosos ojos marrones sí que me piden una explicación muda por lo que estoy haciendo.

     Y de repente, lo entiendo todo. 

     Marta ríe ya a carcajadas para que no me queden dudas. El mensaje no fue de Hugo. 

     —Es increíble lo que se puede conseguir en un chino a última hora, parece un Dior auténtico. 

    —¿Te has fijado en el maquillaje?,  menudo tutorial se habrá marcado.

     —¿Y qué me dices del perfume?

     A sus comentarios ofensivos sobre mi "disfraz" —porque así me hacen sentir, disfrazada—, les siguen risas no menos humillantes de las tres hijas de puta. 

     Me doy la vuelta, me voy. Sin mirar a Hugo, sin mirar atrás. No quiero correr, aunque ganas no me faltan. 

     Lo que sí que me falta es el aire cuando llego a la calle.

     Siento que me asfixio, la opresión del pecho me ahoga. Y lo peor de todo es saber que llorando puedo volver a respirar, que el nudo de mi garganta se desvanecerá en forma líquida en cuanto lo deje correr mejillas abajo.     

     Jamás. 

     La conversación con Viktor bajó mis defensas y para cuando recibí el mensaje ya era tarde. Me lo creí. Pero ¿cómo fui tan idiota de hacerlo si Hugo me tendría que haber llamado?

     Y me doy cuenta de que eso es lo que precisamente desencadenará mi llanto, comprobar que Hugo no me invitó nunca. Que no me llamó.

     Si es que me tenía que haber quedado en el gimnasio con mi gente del barrio,  donde el lujo y el dinero no me lastimarán nunca. 

     —No te vayas aún. 

     Hugo está a mi lado con una mirada triste que me hace enternecer, y es cuando yo quiero irme para llorar como una blandengue. 

     Maldita mano que me sujeta. 

     —No debí haber venido —digo al quitarme su agarre de encima. 

     —Pero ya estás aquí y quiero que te quedes conmigo. —Hugo insiste en retenerme. 

     —Regresa adentro, por favor, no sé qué haces aquí todavía. 

     —Si tienes que preguntarlo, es que no lo estoy haciendo bien. 

     Hugo no deja que hable, me besa. 

     Me veo en sus brazos, cobijada en el calor de su cuerpo y abrigada por el deseo, abriendo aún más la boca para corresponderle. Estoy ansiosa por recobrar el aire que solo él puede darme en este momento, porque tiemblo, y no precisamente de frío. Me agarro a él en su desesperación por no dejarme ir, fuerte, haciéndome suya. 

     —Deja que me vaya, Hugo, por favor. 

     Sigue sin hacerme caso. 

     Y como si me quemaran sus manos, o incluso sus labios, soy yo la que se aparta de él con un empujón, empleando más fuerza de la que creí necesitar. Me limpio la boca, dolida, con rabia. Aunque de poco me sirva ya. Mientras tanto, Hugo me mira a los ojos, y veo en ellos que no solo me dejará ir, sino que él desaparecerá primero. 

     Se sube la solapa del esmoquin para resguardarse del frío, al igual que mete las manos en los bolsillos. Y sin mirar atrás, deshace sus pasos hacia el hotel. 

     El aire frío cala mis huesos. ¿Qué he hecho? Ya no estoy en sus brazos, al calor de sus besos. 

     Viktor corre veloz hacia mí, gritando mi nombre. Y antes de que mis piernas me dejen caer al suelo, me sujeta. La pena puede ser un peso difícil de cargar sobre los hombros.

                                                     


Entro al hotel después de haber besado a Paola, enfadado por no permitirme estar con ella, pero al menos con esperanzas, vista su reacción a mi beso. ¿Y por qué leches vuelvo a entrar, si lo que de verdad quiero es ir a buscarla y besarla hasta que ambos acabemos el uno con el otro? 

     En menos de cinco minutos, lo que tardo en terminar un par de copas de champán que pillo de una bandeja, me sientan junto a Marta para la cena.  Después de lo ocurrido con su jugarreta a Paola, estoy deseando perderla de vista. A ser posible espero que se quede encerrada en el baño el resto de la noche. Pero no se me concederá el deseo antes de terminar la cena. Marta se pega a mí como una lapa, así que se meará encima. 

     Escucho cada risa y cada conversación que se da en la mesa, sin querer participar en ellas. Mi cabeza está lejos de aquí. Más concretamente con Paola, con su cuerpo junto al mío en un nuevo abrazo de consuelo. Porque si de algo me lamento en este momento es de no haberme ido tras ella. 

     —Toma tus uvas, Cari, en dos minutos comienza el año.

    Las miro en su mano, pensando en eso. ¿No dicen que año nuevo, vida nueva? Quizás la mía deba cambiar.

     —Tengo que irme. 

     —¿Qué haces?

     Mucho he tardado, dos horas de retraso. Solo me permito perder el tiempo de soltar la copa en la bandeja de un camarero antes de salir del hotel. 

     Ya con las llaves del coche en la mano me detengo en la acera, ¡mierda!, no puedo conducir, he bebido. Pero tampoco voy a esperar a que aparezca un taxi, así sin más, a menos de un minuto de las campanadas.

     Tengo una alternativa, el chófer de Rafael. Cuando Marta le cuente a su padre que he desaparecido de la fiesta no es de esperar que repare en la ausencia de su chófer, bastante tendrá con acallar los gritos de su hija para que no le haga pasar vergüenza.

     Como he supuesto, el hombre no se niega a llevarme a donde quiera,  seguro que se debe más bien al asco de estar esperando en su coche viendo las campanadas en el móvil, que al hecho de hacerme el favor a mí en concreto. Lo que sea, me sirve para llegar al gimnasio en menos de un cuarto de hora. 

                                                                  Estoy de regreso en casa, de donde no tuve que haber salido esta noche. Nadie me esperaba antes de medianoche, así que aparecer para cenar ha sido toda una sorpresa para ellos y un tremendo esfuerzo para mí, porque he tenido que sonreír cuando lo que quería de verdad era echarlos a todos y cerrar el gimnasio. 

     En cuanto las doce campanadas terminan todos lanzan su confeti y serpentinas al aire, para dar comienzo después a la ronda de besos y felicitaciones. A mí no me queda más remedio  que saludar, aunque no esté de ánimos, como la organizadora que soy.     

     Sonrío como puedo, evitando la mayoría de fotos con la ayuda de Viktor para no verme expuesta demasiado en redes. Unos me cogen en brazos, otros me presentan a sus parejas, e incluso hay alguno que se atreve a besarme. 

     Hasta que siento la tensión en el ambiente al llegar el turno de Christian, que espera para besarme, como todos. 

     Sí, soy así de buena gente, no he tenido el valor de negarle la entrada cuando él ha sido uno más de mi equipo hasta hace dos días. Saber que ha estado buscando trabajo me tranquiliza, no puedo verlo en la calle. 

     Christian me mira indeciso. ¿Uno, o dos besos? Naturalmente le ofrezco la cara para evitar errores.

     —Es todo tan extraño entre nosotros ahora, ¿no te parece? —dice él por encima de la música, que ya suena a todo volumen.

     —No lo será si no hablamos de ello —propongo sonriendo con la intención de no retomar el tema, ni de la conversación, ni de la relación de ambos.

    —Paola, yo necesito pedirte perdón… 

     No dejo que me coja del brazo, me aparto.

     —He dicho que no hablaremos, Christian —es mi respuesta antes de dejarlo solo para saludar a otro amigo.

     Pero no llego a hacerlo porque veo a Hugo junto a Dani y los demás en la puerta. Me escabullo de los besucones y voy a ver qué quiere después de la humillación del hotel. 

     Indignada, porque soy incapaz de estar enfadada con él sin pensar en sus besos, llego al mostrador de la recepción.

     —¿Qué coño haces aquí?

     —Me invitaste a la fiesta. 

     Dany, Raúl  y Jota, intuyendo, y no están equivocados, que se trata de un asunto espinoso, nos dejan a solas.

     —Eso fue ayer, hoy te retiro mi invitación.

     —No he leído nada del derecho de admisión en los carteles de la publicidad.

     El muy gallito sabe acogerse a vacíos legales, normal, vive de eso. 

     —No vas a vacilarme en mi propia casa, Casanova. El cartel dice: Fiesta de disfraces. Denegada la entrada.

     El golpecito en su pecho me queda genial para darle a entender que se aleje de mí. 

     Hugo está rápido de reflejos y agarra mi muñeca antes de que me retire, atrayéndome hacia él.

     —Sí que vengo disfrazado, ¿o ves muchos trajes de mil pavos como este por tu barrio?

     Sabe cómo ganar. Ni el mejor de los golpes de toda mi carrera deportiva podría defenderme de ese ataque. No puedo negarme.  

     —Que te diviertas —digo al soltarme de su agarre, porque yo ya dudo de poder hacerlo en su presencia.

     Sin querer parecer interesada en él lo busco con la mirada, y a escondidas, durante toda la noche. Divertirse, no sé si lo hará, pero al menos no se lo pasa mal. No deja de beber ni de hablar con los alumnos de cualquier edad, en especial con las alumnas solteras más jóvenes. 

     —Nunca me miraste así. —Christian se pone a mi lado, pendiente de Hugo igual que hago yo.

     —¿Así cómo?

     —Como si quisieras besarlo delante de ellas y dejar claro que te pertenece.

     —Estás borracho —me defiendo yo sin más argumentos que ese, al tiempo que me giro para marcharme.

    —Sí, pero todavía no estoy ciego. Y me doy cuenta de muchas cosas, la más triste es que veo que nunca podré ser ese pijo.

     En este momento todos comienzan a corear mi nombre a gritos. La música cesa y solo mi nombre se escucha en el gimnasio,  acompañado de palmas que marcan el ritmo. 

     PA-O-LA. PA-O-LA.

     —No quiero discutir eso contigo, ahora. Sabes que debo subir al ring.

     Como cada fiesta que organizo  en el gimnasio, es tradición verme pelear. Yo, que suelo beber un poco, me dejo convencer por ellos que, a su vez, pretenden ganarme en mi estado ebrio. Organizan una especie de subasta, a ver quién es el afortunado que me hace besar la lona, y luego, yo dono las ganancias al comedor social del barrio. En esta ocasión navideña, les toca a los niños. Con el dinero compraremos roscón para merendar la tarde de reyes y juguetes que puedan tener esa noche. Así que nada, siempre me dejo dar un par de golpes por una buena causa, aunque nunca consigan vencerme.

HAGAN SUS APUESTAS⬇️

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