Cuarto Asalto4️⃣
Espero a que los entrenadores recojan sus cosas y me despido de ellos hasta después de comer, incluido Christian, con el que se ha enfriado la relación desde el sábado del concierto. ¡Si es que no tuvimos que salir de aquí!
Empleo la hora de descanso para sacar a mi perro a la calle, un chihuahua canela del que me enamoré en el refugio de adopción. Tan pequeñito, tan bonito.
Le pongo su cadenita, llamarla cadena sería engañarnos, la verdad, y salimos a la calle. Él hace sus necesidades mientras miro el móvil, tengo un mensaje de mi madre, en el que me dice..., no, mejor dicho, me ordena:
➡️Acabo de enterarme. ¿Cómo has podido? No vuelvas a deshacerte de tu seguridad privada. Aunque no estés en Alemania y no corras peligro, sigues siendo la hija del Duque de Baberburgo y su heredera, no puedes actuar como cualquier otra mujer de tu edad. Ya hablaremos cuando vengas.
Borro el mensaje sin contestar, no estoy para pensar en mi identidad ahora, y con Viktor ya hablaré luego por andar de chivato.
—Contigo quería yo hablar —dice alguien a mi espalda. El enfado de mi madre pasa a un segundo plano porque el mío esta a punto de brotar.
Reconozco de inmediato la voz penetrante y molesta, y hace que de nuevo tenga ganas de arrojarle algo a la cara porque aún no se me olvida que insultó a Ahmed hace un mes y que por su invitación a la zona vip Hugo estuvo a punto de besarme el sábado.
Sí, lo de Ahmed ya me da igual.
Pero dispongo de educación y paciencia.
—Pues yo contigo no —digo a Marta cuando me doy la vuelta.
Mi perro, que tiene esa afinidad conmigo y puede sentirme cabreada, comienza a ladrar. Pobrecito, como si sus ladridos de chihuahua pudieran intimidar a alguien.
—Vaya rata, tan poca cosa como tú.
Me agacho a coger a mi perro o de esta le suelto dos tortas.
Marta me mira con soberbia, con esa expresión de estar oliendo a basura en la calle. Apuesto a que el asco que siente se lo provoco yo.
Porque para empezar no vivimos en la misma zona de la ciudad, más que barrios diferentes son polos opuestos de clases sociales. Así que, tras rechazar la posibilidad de un encuentro fortuito, deduzco que viene a molestarme con su visita.
—Haré que no te he oído, de lo contrario, la mancha de tu precioso vestido te parecerá una tontería con lo que puedo llegar a hacerte hoy.
—Eso solo demostraría, una vez más, lo vulgar que eres.
—¿A qué has venido?
Quiero saberlo para darle el beneficio de la duda, eso, y que estoy deseando que se largue en cuanto lo diga.
—A advertirte —dice al mirarme de arriba a abajo. ¡Qué manía más tonta tiene, analizando mi ropa!—. Te vi cerca de Hugo en el reservado, estabas demasiado pegajosa.
—Asegúrate antes de que era yo la que se pegaba —dejo caer con ironía.
—No voy a permitir que te entrometas entre nosotros.
Respiro hondo. Una, dos veces.
Aprieto la cadenita de mi perro para que la mano no me salga disparada a su cara. Nadie que no abogue por los intereses del Ducado de Baverburgo, digamos que mi padre o mi hermana, como segunda heredera que es, me dice lo que puedo o no hacer.
Y no olvides a mi madre.
Así que esta ridícula no va a venir a decírmelo cuando Hugo no es su novio siquiera. Que se lo pelee a Bárbara o a cualquier otra y a mí que me deje tranquila.
Todavía y le suelto lo bien que besa el cabrón.
—Ni ganas que tengo.
—Ya, eso dices ahora, pero seguro que no eres más que otra de la lista que quiere tirárselo.
Al oírla, me río en su cara. Esta mujer no me conoce, de hacerlo vería mi vena de la frente hincharse. Nunca golpeo la primera si me insultan, pero con ella puedo llegar a olvidar mis principios y darle a mi puño la sangre que tanto reclama.
—Vete.
Marta vuelve a mirarme y a sentir asco de mi chándal como solo ella lo sabe hacer, encogiendo la nariz.
—Aunque pensándolo mejor, no sé ni para qué me preocupo. Te hará falta un milagro para que Hugo se fije en ti. La clase no se viste.
Acaricio la cabecita de mi perro para no soltarle de veras los dos sopapos. ¿Me habla ella de clase? Claro que no se viste, de lo contrario iría en chándal, como yo.
Vuelve a gruñir, hablo de mi perro, por supuesto. Marta lo que hace es marcharse muerta de risa.
Y entonces me viene la inspiración. Le veo el casco rosa que lleva enganchado en un codo. En algún lugar estará su moto no menos cursi.
Decidida a hacerlo de nuevo, detengo a un niño que pasa por mi lado, y tras asegurarle veinte euros le pido que me haga un favor. En cuanto ve el billete, ni se lo piensa.
—Marta —grito cuando veo que llega a su moto. El niño lo hace al mismo tiempo, y por detrás de ella.
Marta me mira esperando a que le diga algo. Como no sé qué decirle, me aventuro.
—Saluda a Hugo de mi parte. La próxima vez no me importará que estés delante. Te lo aseguro.
Y es cuando me arrepiento de eso.
Espero no tener dotes de bruja y haber pronosticado un próximo encuentro entre Hugo y yo donde nos besemos de nuevo.
Una mañana de lunes que llega a su fin en el bufete, en la que además he tenido una reunión de última hora con mi jefe sobre el contrato de Rudolf Wegener, el dueño de la cadena de hoteles alemana más prestigiosa del país. En breve adquirirá dos nuevos hoteles aquí en España para ampliar su imperio, y tenerlo de cliente es nuestro principal objetivo en este instante que acaba de inaugurar el más reciente de ellos en la ciudad.
Recojo mis cosas para marcharme a casa cuando Marta irrumpe en la sala de reuniones. Detesto que haga eso. No porque su padre sea el jefe ella debe de tener ese privilegio. Que llame a la puerta como hace todo el mundo.
Rafael Quirós, cambiando su humor de repente, saluda a Marta con dos besos y nos deja a solas mientras se ríe de manera pícara.
Por nada del mundo me gustaría pensar que mi jefe ejerce de celestina con su hija.
Marta se me acerca coqueta, con ganas de intensificar el saludo cordial de dos besos. No le importa dónde estamos y eso me saca de quicio. Será el bufete de su padre, pero da la casualidad que también es mi lugar de trabajo y no me apetece oír luego las risas de mis compañeros.
—¿A qué huele? —pregunto sin encontrar el foco de tan apestoso olor.
—¿Aquí también? —Está tan sorprendida como yo—. Llevo oliéndolo desde que he subido en el ascensor, no tengo ni idea.
Alma bendita, si antes en la sala no olía así, y ella lleva un rato oliéndolo, ¡es que es su propio olor!
Le hago dar la vuelta sobre ella misma y ahí está. Una plasta de mierda en el pantalón vaquero. No quiero reír, pero es superior a mis fuerzas.
Marta, alarmada por mi risa, me pregunta el motivo. Se lo explico, qué remedio, cualquier otro se lo dirá al salir y no quiero perderme su cara al hacerlo yo. Lo que no entiendo es que nadie se lo haya dicho antes de llegar aquí. Ha pasado por la recepción del edificio, subido en el ascensor —de al menos diez oficinas más—, y atravesado el bufete con siete empleados en sus mesas hasta poder verme.
Mis compañeros siguen opinando lo mismo de ella, al igual que todp el que me conoce, no la soportan. Seguro que estarán todos ahí fuera riéndose de su nuevo “perfume”.
Mientras la oigo maldecir por haberse cargado su pantalón Dolce & Gabbana, abro la ventana, el olor es insoportable.
—Esa estúpida de Paola me las va a pagar.
Oír su nombre me pone en alerta.
—¿Cuándo la has visto? —quiero saber.
—Pues hace unos minutos. Estoy segura de que es la caquita de su chucho.
Una mujer de treinta años que emplea la palabra caquita, una de dos, o no ha madurado todavía o es así de idiota por costumbre. No sabría catalogar a Marta, creo que se identifica con ambos términos.
—Esto tiene que saberlo papi, ojalá que pueda ponerle una demanda o algo parecido. No debe permitir que se ría de mí, ya me estropeó un Versace —dice esta vez dirigiéndose a la puerta.
—Un momento, no molestes a tu padre por esta chorrada.
No permito que salga a buscarlo, bastante cabreado anda ya por lo de Wegener. Que su adorable hija haya sido humillada no ayudará a calmarlo, precisamente.
—Pero ella tiene que pagarlo.
—Yo me encargo de ponerla en su lugar.
—¿Harías eso por mí, Cari? —pregunta esperando una reacción más efusiva de mi parte. Y no entiendo por qué, aquí no soy más que un empleado del bufete.
Contestando a su pregunta, la verdad, lo hago más que nada por egoísmo. Aparte de que Rafael Quirós enfadado es un quebradero de cabeza que quiero evitarme, estoy deseando volver a ver a Paola tras el concierto del sábado con una excusa.
Ese día sentí algo diferente con ella. Algo muerto en mí resucitó, quemando mi sangre y acelerando mi corazón. Está claro que mis encuentros con Paola me hacen sentir más vivo de lo que aparento estar con el resto de mujeres, por mucho que me mueva en una cama con ellas.
Y para calibrar el alcance de mis sentimientos por Paola y ponerle nombre a lo que de verdad me pasa, tengo que volver a verla. Marta me ha dado la oportunidad que ayer domingo, por imbécil, no encontré para llamarla siquiera.
—Por supuesto, todo lo que sea ayudar a tu padre es parte de mi cometido, como uno de sus empleados que soy. —No puedo dejar que piense que lo hago cual novio comprometido o no me la quitaré de encima ni con agua caliente.
—Gracias —dice, para luego darme un beso en los labios, suave y tierno.
Y yo no pudo hacer otra cosa que no sea aguantar la respiración porque ese olor a mierda me está matando.
🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊🥊
Llego al gimnasio de Paola sobre las cinco de la tarde tras acabar mi jornada, a punto están de empezar las clases. No es más que un local comercial en los bajos de un edificio de viviendas, eso sí, lo bastante grande como para albergar sin problema alguno todas las instalaciones para los entrenamientos de taekwondo, kick boxing y boxeo. Alguna vez me planteé tomarlas y hacer deporte como hacen los chicos, pero luego recordaba que prefería codearme con otro tipo de gente en el club deportivo, lejos de este barrio humilde.
Me presento en el mostrador de la recepción, y Viktor, el hombre que se encarga de ella, me dice que espere, que Paola tiene su primera clase en cinco minutos.
Me entretengo mirándolo todo, desde un cartel que anuncia, en tres semanas, la fiesta de fin de año en el gimnasio, hasta la disposición de las colchonetas en el suelo, donde ya entrenan algunos niños. Entonces es cuando la veo a ella salir de una habitación privada, oculta tras el ring de boxeo.
Corro para alcanzarla antes de que termine de cerrar la puerta.
—¿Qué quieres? —pregunta Paola cuando la empujo al interior del despacho.
Pero antes de poder decir nada algo sale de alguna parte con ganas de hincar sus dientes en mis tobillos.
—¿Qué es ese bicho? —Trato de apartar los pies de esa boca que ladra.
—Hugo, cariño, este animal no va hacerte daño —dice ella mientras se agacha a recoger al perro, un chihuahua enano. Ese tono tan dulce y cariñoso dista mucho del que últimamente emplea para hablar conmigo, en cambio no me rresulta tan pedante como el de Marta cuando me llam cari. Me fascina. ¿Qué coño me está pasando con Paola?—. Deja de ladrarle, cariño, cuanto antes diga lo que viene a decir, antes se irá.
—¿Le has puesto Hugo a tu perro? —pregunto al caer en la cuenta de que no me hablaba a mí, sino al chihuahua.
—Algún nombre le tenía que poner. Hugo es bonito, ¿no crees? pregúntaselo a tus padres —dice esta vez con guasa y no con ternura—. Y ahora dime a qué has venido.
—He visto a Marta —digo sin apartar los ojos de su cuerpo.
Viste la ropa de entrenamiento con su cinturón negro. No es ningún secreto que me gusta una mujer más femenina, pero que me guste ahora esa ropa de lucha es todo un descubrimiento enfermizo.
—¡Qué bien por ti, Casanova!, ¡eso quiere decir que no estás ciego del todo!
—Tenía una mierda pegada al pantalón —sigo diciendo sin tener en cuenta la ironía.
Paola abre los ojos como si acabara de saberlo, negando con la cabeza. Miro a Hugo, o sea, al perro, dudo mucho de que no esté al corriente de nada.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Me ha dicho que tú…
—Alto ahí —dice levantando una mano, se le notan las ganas de reír—. No voy a permitir que me acuses otra vez por una mentira de las suyas. Ha sido ella la que se ha metido con mi perro.
—¿Y por eso la has pringado de mierda?
—A ver, Casanova, eran las dos de la tarde, no tenía un cubata a mano.
Se me escapa una sonrisa sincera, solo de recordar a Marta despotricando en la sala de reuniones antes, tengo que hacerlo.
—¿Qué ocurre? —pregunto al ver su rostro serio, ella ya no sonríe.
Paola se cruza de brazos cuando deja al perro en el suelo, el que ya no quiere morderme y se conforma con olisquear mis pies.
—De nuevo has preferido creerla a ella antes que confiar en mí como el día del cumpleaños de Raúl.
—Me has malinterpretado, yo no quiero que te disculpes…
—No creo que tú malinterpretes esto, eres muy listo.
Paola va hacia la puerta, la abre y aguarda a que yo la cruce de salida. Me echa.
No tendrá ni que decirlo.
—Hasta otra, tocayo.
Y el perro, como si hubiese entendido mi despedida, me ofrece una de las patas delanteras. Se la cojo en un gesto de paz entre ambos. Él no me muerde, yo no lo llamo bicho.
Después de que el perro siga a lo suyo y se pierda detrás del sofá, me dirijo a la puerta donde me espera un verdadero dóberman.
—¿Quieres un consejo? No te metas con Marta, por favor. Puede ser nociva —digo sinceramente, antes de salir de su despacho.
—Lo tendré en cuenta, Casanova. Adiós.
La puerta está a punto de darme en la cara.
Mierda. ¿Por qué esas reacciones de Paola tienen que parecerme tan excitantes? No podré esperar al siguiente encuentro, algo se me tiene que ocurrir.
HAGAN SUS APUESTAS ⬇️
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