5.
Marta agarra mi brazo, riendo, encantada con la presencia de tantos fotógrafos alemanes que darán la crónica de la fiesta.
Entramos al hotel donde Wegener celebra su sesenta cumpleaños. Yo ni siquiera sonrío, estoy más pendiente de pasar desapercibido esquivando los flashes, que de salir en las imágenes. Por nada en el mundo quiero que Paola llegue a enterarse. Viktor me lo aseguró esta misma mañana, ella permanece bajo la burbuja de protección de su casa, todavía ignorante de mis intenciones con Marta.
Nada más enterarme por el propio empresario que el evento sería en su nuevo hotel, me apresuré a decir que no a su invitación. En un lugar como este podía encontrarme a la verdadera Paola o a cualquier miembro de su familia, y no estoy preparado para hacerlo tras la última vez que nos vimos en su casa, cuando, sin palabras hirientes en esa ocasión, acabamos dañados de verdad.
Es hoy, y todavía no me recupero del golpe.
Han sido dos semanas viviendo una tortura, aguantando el dolor que me provoca su recuerdo. He estado a cada instante pensando en ella, descolgando el móvil para comprobar que estuviera bien y apagándolo después sin atreverme a llamarla. Una rutina desesperante, como desesperante ha sido el paso de los días.
Pero no voy a rendirme por eso cuando ya queda tan poco, cuando pronto podré recompensarla.
Es aquí donde tengo que hacer un alto para explicar entonces por qué vengo a la fiesta, y precisamente con Marta. Sencillo, a ella la puedo engañar con cualquier excusa y dejarla en casa, a su padre no.
Rafael Quirós, quien todavía no comparte la decisión de su hija de casarse conmigo, no me quita ojo desde nuestro compromiso, y hubiese sospechado nuevamente de mis "extrañas" intenciones con ella si rechazaba la invitación de Wegener o me negaba a que me acompañase.
Llegué a pensar en Dani y su ayuda desinteresada para quitarme la invitación de encima. Me hubiera venido bien que apareciese en la fiesta con la excusa de un error en cualquier documentación, así yo, como abogado de Wegener, debería acudir a comisaría a aclarar el malentendido. Pero no ha hecho falta, no he tenido que llamar a mi amigo cuando me enteré de que el duque de Baverburgo rechazó también la oferta a última hora.
Ahora puedo seguir con mi engaño, más relajado.
Al menos no todo son malas noticias, rodeados de gente Marta no me pondrá las manos encima, rodeados de prensa ella estará más pendiente de las fotos que de mí.
No me apetece, pero tengo que sonreír cuando me encuentro con sus amistades, eso sí, dándome asco a mí mismo por tener que soportarlos una vez más, por haberlos idolatrado tantos y tantos años, siendo ahora consciente de lo que hice. Sobre todo con ellas.
Aprovecho que Marta acude al baño para retocar su maquillaje —sí, quiere aún más notoriedad en las fotos—, para esconderme entre la gente y seguir pasando desapercibido.
Y es cuando no puedo evitar oír una conversación.
—¿Vas a cerrar quince sucursales?
—Sí, no me importa que lluevan los despidos mientras no lo haga mañana, para que yo pueda ir a navegar —dice riendo quien es el dueño de la mayor cadena de supermercados del país. Por lo visto, acaba de anunciar el cierre al que someterá parte de su empresa.
Las risas del grupo son aún más asquerosas que el propio comentario en sí, lo que hace que me replantee de nuevo mi función en la abogacía. Puedo ejercer de abogado laboralista y joder a este tío si calculo no menos de quinientos empleados a los que ayudar.
Y estoy a punto de corregir a uno de sus amigotes sobre su punto de vista político, al respecto de los despidos, cuando la veo aparecer por la recepción.
¡Joder! Sí que el Ducado tiene representación esta noche.
Le quito al tipo en cuestión su copa de las manos y me la bebo de un trago, dándome cuenta de que no voy a ser capaz de ver a Paola sin estar borracho para soportarlo.
Me aplastará con una sola levantada de cejas. Se le ve tan poderosa en su entrada al salón.
Cuando se quita el abrigo, se lo da a Viktor, quien no se separa de ella. Aparece así su vestido de tela verde, que le cubre por la línea de sus hombros.
Su ropa de nuevo es mi locura.
Pero lo más excitante y extraordinario esta vez es su pelo. Hoy es de su color rubio natural, el que junto a su piel y sus ojos claros, resalta mucho más en contraste con el verde del vestido.
Wegener se pega a ella como una lapa para presentarle a todos y cada uno de los invitados. Y entiendo al pobre hombre, no creas, no todos los días la duquesa de Baverburgo acude a tu fiesta de cumpleaños. Sonrío con melancolía, ahora sé que a mi propio cumpleaños seguro que no le hubiese importado asistir siendo en el bar de mis padres.
Paola despliega su mejor sonrisa, pero no es del todo sincera. La suya, la auténtica, la que yo conozco tan bien, es más bonita, cálida y dulce porque a la vez sonríen sus ojos, con chispa, no como ahora que están tristes.
Ella escucha atenta cada nombre que le dice Wegener para levantar su mano y esperar paciente a que se la finjan besar en una reverencia.
Hasta aquí todo normal en una acto protocolario, pero entonces da con mis ojos ocultos tras uno de estos hombres.
No he podido dejar de mirarla. Estúpido de mí.
Y es cuando levanta la mano para cortar la presentación de Wegener al instante. Él, obediente, se calla, dejando al otro hombre con la mano extendida sin respuesta. Paola se inclina al oído del anfitrión, sonriendo, esta vez de esa manera especial en ella.
—Por supuesto, duquesa —oigo que dice él, mantenido la cortesía. ¿Qué se propone Wegener cuando me mira a mí? —Señor Serra, acérquese, por favor.
No es la primera vez que oigo mi nombre en una orden así, pero nunca me impactó tanto, ni siquiera viniendo de un juez que me llamase hasta el estrado.
Ando los metros que me separan de ellos por el pasillo que el resto de invitados me hace. Quiero tocarme el traje para sentir que mi disfraz está ahí, porque Paola, frente a mí, me mira como si estuviese desnudo, haciendome aún más pequeño en su presencia.
Sé que Wegener me está diciendo el nombre de Paola porque es lo que hizo antes con los demás cuando la presentó, no porque oiga nada de él. No dejo de mirarla a ella a los ojos y eso es lo único que soy capaz de procesar. Sus ojos, su sonrisa. Está hermosa.
Veo su gesto, ese sí, ofreciéndome la mano.
Y como no entiendo de saludos de estas características, se la cojo y me la llevo a los labios para besarla sin más historias, controlando la corriente eléctrica que me recorre la columna vertebral, y que hace que mis piernas tiemblen, cuando alcanzo su piel.
Error. Una gran metedura de pata. Todos me miran con la boca abierta como si hubiese cometido perjurio y ellos lo supieran.
Y eso que no le he lamido la mano, como estoy deseando hacer.
Paola, en cambio, sigue sonriendo.
—Es un placer volver a verle, señor Serra —dice con un tono de voz diferente. Para ser la primera vez que me habla así de distante me gusta, me enloquece.
Como tampoco sé qué tengo que decir a partir de ahora, y vista mi cagada de antes, no hablo, solo sonrío como respuesta. Pero mi sonrisa es solo para ella, que aceptándomela, vuelve a decirme:
—No se vaya muy lejos, por favor, me gustaría hablar con usted en privado, no pude hacerlo en su última visita a casa.
Y dicho esto, dirige la mirada a Wegener para seguir con las presentaciones.
Se alejan de mí. Yo no puedo moverme del sitio y creo que se debe a la orden que me ha dado ella, porque mi cerebro está todavía rememorando el beso de su mano y se ve incapaz de pensar en otra cosa.
Cuando recibimos en casa la invitación de Rudolf para acudir a la fiesta de su cumpleaños, Heller y yo nos rifamos la asistencia como si de una condena a muerte se tratase, mi padre tenía un compromiso ineludible que le impedía estar con su amigo, y nosotras, como heredera o hija menor del Duque, estábamos obligadas a asisitir en representación de él. Sin excusas, el Ducado es lo primero.
Una moneda al aire tuvo la culpa. Yo elegí cara, llevándome la hostia en la mía propia cuando salió después de que Gretel, la mano imparcial, la lanzara.
Quise sobornar a mi hermana para que viniese ella porque a mí no me apetecía salir de casa, pero se negó en rotundo a escucharme.
—Piénsalo, Paola, es la ocasión perfecta que necesitas para resurgir de tus cenizas delante de la prensa germana —me dijo abriendo su armario, el mío aún carece de vestidos para estas ocasiones.
—Allí podría estar Hugo, es su abogado —respondí bajando la cabeza. Nuestro último encuentro no es digno de recordar, yo le agredí y él me rechazó de nuevo.
Ella me hizo levantar la barbilla, sus famosos noventa grados, mirada al frente y hombros rectos, que para algo somos las hijas del Gran Duque de Baberburgo.
—Si es así —continuó diciendo—, será la ocasión perfecta por partida doble.
Y como disfruta poniéndome vestidos y peinándome como a una de sus muñecas de cuando éramos pequeñas, no tardó en elegir qué debía ponerme, o que incluso tenía que volver a ser yo. La Paola rubia, con un nuevo corte de pelo que no solo me sanease las puntas, sino el mal rollo que había metido en casa con mis llantos a ratos, con mis mal humor a diario. La maldita sinceridad de Heller para hacerme ver mis errores. Al menos, sacó mi sonrisa.
Total, que igual que una muñeca me he dejado manejar por ella.
Al llegar al hotel y ver a todos esos periodistas congregados en la puerta, con sus cámaras y sus preguntas impertinentes, me he asustado y he querido dar la vuelta. Naturalmente, Paola von Baverburg no puede hacer eso y no me ha quedado más remedio que atravesar la muchedumbre, eso sí, sonriendo para que las fotos me hagan justicia. Nunca fui una cobarde.
Nada más verme, Rudolf se empeña en presumir de mí y quiere que sus invitados me conozcan. No puedo negarme, siempre me cayó bien —en igual medida que odio a su hijo—, pero es ver a Hugo escondido entre la gente y cobrarme el favor con Rudy.
El corazón me va a mil por hora, no puedo pensar en nada que no sea acercarme a él.
Levanto la mano porque no me interesa saber quién es el hombre que tengo delante, y Rudolf me respeta y se calla de inmediato. Lo siguiente que le pido es que Hugo venga a saludarme.
Desconociendo el protocolo, Hugo me besa la mano. No puedo culparlo, yo en su lugar lo hubiese hecho en sus labios para que la foto de prensa diera la vuelta al mundo. "La duquesa de Baverburgo de nuevo enamorada".
Le pido a Hugo que me espere, con una orden que no puede rechazar delante de Rudolf. Quiero verlo a solas y esta vez no va huir de mí.
Sigo saludando, hablando y sonriendo, pero ya no es igual. Estoy deseando que termine tanta farsa para ir a buscarlo.
—Duquesa, gracias por haber venido.
—Rudolf, no tiene que dármelas. Ha sido un placer. —Y vaya que si lo ha sido. Ver a Hugo es el mayor de mis placeres —. Lo que sí lamento es haber vetado a Jürgen en mi presencia.
—No se disculpe, lo entiendo, al fin su padre me contó la verdad.
—Lo lamento.
—El que lamenta lo ocurrido con usted y mi propia ignorancia soy yo, Duquesa.
—Llámame Paola, Rudolf. —El pobre hombre sonríe tímidamente cuando se inclina—. Y ahora si me disculpa, he de hablar con el señor Serra.
—Lo vi salir a la piscina cubierta —dice complaciéndome.
Y yo no tardo en ir con él.
No cuento con que hoy soy la heredera del Ducado y que tengo, además de a Viktor, a otros dos guardaespaldas conmigo. "Vale, papá, entiendo que nunca me has visto pelear y te preocupes por mi seguridad, pero algún día te sorprenderé".
Les pido a ambos que me esperen tras la puerta, impidiendo a cualquier persona entrar hasta que yo salga. Cuando dije que vería a Hugo a solas, es a solas y sin molestias.
La piscina está iluminada y puedo ver a Hugo mirando por el ventanal del fondo, cubierto del resto de sombras de la estancia. Se ha quitado la chaqueta y la camisa blanca destaca aún más en la tonalidad verde de los focos de la piscina. Por el amor de dios, empiezo a temblar cuando el estómago se me encoge. Creo que mis saltamontes tienen hambre de él.
Me quito los zapatos de tacón para no delatarme en el recorrido. Camino descalza, firme pero con prisas. Hugo aún no me ha visto.
Llego a él y respiro hondo antes de abrazarlo por detrás y apoyar mi mejilla en su hombro. Hugo, lejos de apartarse, permanece quieto, ni siquiera se gira. Coge mis manos, las que acarician su pecho, y las estrecha.
—Sigues aquí —digo cuando es algo más que evidente.
—Querías verme a solas.
—¿Y tú a mí no?
—No aquí. No a escondidas.
Él echa la cabeza hacia atrás y suspira. Yo me aparto de inmediato ante la frialdad de su gesto.
—Todo seguirá igual para nosotros, ¿verdad?
Mis palabras hacen que se vuelva, y entonces me mira. Me toca la cara con una ternura que yo no quiero. Demasiado fría, poco natural.
Con un leve movimiento de cabeza, Hugo afirma lo que yo me niego a aceptar. Está decidido a no dejar avanzar lo nuestro.
Cuando se fue aquel último día de mi casa juré que no me afectaría su amor de ínfimos minutos, que yo, mereciendo la vida entera que él no está dispuesto a darme, me repondría del dolor como siempre. A golpes con el amor. Pero no he podido vencer, el dolor me consume.
Soy la Duquesa de Baverburgo, ¿no? Y si eso es lo que le echa para atrás a la hora de estar a mi lado, de acuerdo, como duquesa, precisamente, no le pediré limosnas de su amor.
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