29.
Me desperezo en la cama, estirando mis músculos adoloridos. Abro los ojos con lentitud, adaptándome a la luz del sol y me siento, estirando de nuevo mis brazos y bostezando.
Miro a mí alrededor en busca de Mauricio, pero me encuentro sola en su enorme habitación. Me levanto con cuidado, sintiendo mi cuerpo un poco débil por toda la acción de anoche y recojo la camisa blanca de botones que cargaba ayer puesta.
Me la coloco, abotonando la camisa hasta el final y me meto al baño. Me veo descansada y rejuvenecida, el brillo en mi mirada solo me hace saber lo feliz que me siento y no puedo evitar sonreír.
Me lavo la cara y reviso en el pequeño estante sobre el inodoro si hay algún cepillo restante para lavarme la boca. Me encuentro con una bolsita negra que dice mi nombre y la abro, encontrando todo lo que necesito: jabón, champú, crema corporal, cepillo de dientes e incluso uno para el cabello.
―Ay, este Mauricio siempre piensa en todo ―digo, sonriendo.
Me cepillo los dientes y me arreglo mi enmarañado cabello un poco. Me seco la cara con una toalla que está guindada en la pared junto al lavabo y salgo del baño y la habitación para buscar a Mauricio.
El olor a comida me guía hasta la cocina, donde me encuentro con la perfecta vista del señor Díaz cocinando. Lo mejor de todo es que no tiene camisa, solo un pantalón deportivo holgado que le hace buen culo.
Me recargo del umbral, viéndolo mover cosas de aquí para allá y deleitándome con el movimiento de sus músculos contraerse. Está tan concentrado que de seguro no nota mi presencia.
― ¿Lo ayudo, señor Díaz? ―hablo, sonriendo.
―Mira nada más ―responde, encarándome. Se recarga del lavaplatos y sonríe al verme―. No se escapó, señorita Arellano.
―Vives a las afueras de Ciudad de México. Un taxi hasta mi casa me costaría una fortuna ―bromeo, cruzándome de brazos.
―Así que se quedó solo por eso, ¿mm? ―pregunta, acercándose a mí y tomándome por la cintura.
―Sí, solo por eso ―miento, riéndome―. Y ahora por el desayuno, ¿qué cocinas?
―Ya terminé ―habla y me da un beso en la mejilla antes de soltarme―. Enrolladitos mexicanos.
―Conozco esa receta, es muy saludable ―digo, acercándome a la barra donde están los platos.
―Necesitas recuperar energías ―me recuerda, sonriendo con socarronería.
―No soy la única ―respondo, elevando mi ceja.
Él toma la charola con los platos y me pide que lleve en la mano los dos vasos de jugo de naranja. Nos encaminamos de nuevo a la habitación y nos sentamos, recargando nuestra espalda de la cabecera de la cama. Coloco los vasos en una mesita de noche junto a mí y él coloca la comida en frente de nosotros.
― ¿Dormiste bien? ―pregunta, atrayendo el plato de comida a su regazo.
―Como una bebé, la verdad. Ni me di cuenta cuándo me quedé dormida ―admito, imitando sus actos.
Le doy un mordisco al enrollado y saboreo la comida, disfrutándola más de lo que me gustaría admitir. El condenado, por supuesto, cocina excelente.
―Nunca me dijiste que aceptabas ir con Aarón al evento ―habla, alzando una ceja al encararme.
―Fue de improvisto, no sabía que alguien me regalaría un vestido ―respondo, imitando su gesto.
―Pues ese alguien recibió un agradecimiento por el detalle y le encantó ―bromea, acercándose a mí para besarme―. Tal vez fuiste con él al evento, pero fuiste mía y a eso nadie le gana, señorita Arellano.
Trago saliva con dificultad, mirando sus labios carnosos antes de enfocarme en sus ojos mieles. Me guiña un ojo y continúa comiendo como si nada.
― ¿Te enteraste que Sebas y Fede son oficialmente una pareja? ―pregunto, cambiando de tema―. Ella se quedó con el tierno, que lástima ―me burlo.
― ¿Estás insinuando que nosotros también somos oficialmente una pareja? ―pregunta, haciendo que los colores se me suban al rostro.
―Yo... yo nunca dije, uh, eso... ―balbuceo, desviando la mirada a mi plato.
―Ya veremos qué sucede, Gaby ―dice, tomando mi barbilla entre sus dedos para que le mire―. Dejemos todo fluir, ¿está bien?
Afirmo con torpeza y termino mi desayuno. Le tiendo su vaso de jugo y me bebo el mío en tres largos sorbos y me estiro para buscar mi teléfono.
―Gaby...
― ¿Mm? ―pregunto, estirándome más para llegar al suelo donde está mi celular.
―No tienes nada puesto bajo esa camisa ―advierte y yo me acomodo de sopetón―. Te salvas porque acabamos de comer.
Cubro su rostro con mi mano, para que no vea lo avergonzada que me encuentro, haciendo que suelte una carcajada y me contagie el gesto.
―A ver, Gaby. ¿Cuál es tu nombre completo? ―pregunta, acostándose en la cama.
―Gabriela Andreina Arellano González ―respondo―. ¿Y el tuyo?
―Acuéstate, anda ―pide, estirando su brazo para que me recueste sobre él, cosa que hago―. Mauricio Alejandro Díaz Guerra.
― ¿Quieres casarte y tener hijos? ―pregunto, alzando mi rostro para verle mejor.
―Sí, me gustaría. Solo que no sé si ya es muy tarde ―responde y baja un poco el rostro para verme―. ¿Y tú?
―Pues sí, me gustaría. Es más, quisiera tener gemelos y adoptar un niño o niña ―le comento, sonriendo―. Si pudiera adoptarlos a todos, lo haría.
―Me gustaría saber que te gustaría hacer después de graduarte, en verdad ―dice, acariciando mis cabellos.
―Pues encontrar un trabajo en un buen restaurante. En realidad, estaba pensando en quedarme en Café Toscano, el señor Irazábal me dijo que si quería podía trabajar en su cocina ―respondo, acariciando con suavidad sus abdominales deliciosos.
―No, me refiero a lo que en verdad deseas. Eso que piensas y dices: suena imposible, pero quiero esto, ¿me explico? ―pregunta.
―Ir a Londres, tal vez. Poder recorrer el mundo y probar la sazón de cada país ―respondo, sintiendo como se tensa a veces bajo mi toque―. Mi canal favorito de comida es Food Network y hay muchos programas de personas que viajan por el mundo a probar comidas extrañas, eso me gustaría. Sin embargo, nada de eso me importa si mi abuela y mi mamá no están en un mejor lugar, fuera de Venezuela.
―Para eso trabajas, ¿cierto? Para traerlas ―dice y yo doy un ligero asentimiento.
―Sin embargo, no las dejaría aquí. Tal vez las llevaría a España, ya que no hablan inglés ―respondo, sonriendo―. Las extraño mucho, la verdad.
Él besa mi sien y me estrecha un poco contra sí. Es entonces cuando recuerdo que él nunca ha mencionado a su madre, no sé si está viva o muerta, viajando por el mundo o si los abandonó. Además, presiento que es un tema delicado.
―Mauricio... uh, si es muy delicado no contestes ―advierto, sonrojándome aunque no puede verme―. ¿Y tú mamá?
―Murió hace muchos años, cuando Montse tenía tres años ―responde, suspirando―. El matrimonio con mi papá parecía ser una tortura y se enteró que estaba embarazada de nuevo. No nos dijo nada, ni siquiera a mi padre y aquí abortar pues nunca ha sido bien visto...
―Ay por Dios... ―musito, alzando mi rostro para verle.
―Sebas y yo la encontramos desangrada en el baño de nuestra antigua casa. Tenía un... gancho de ropa en la mano ―cuenta y puedo notar un brillo en sus ojos. Por primera vez, desde que lo conozco, veo a Mauricio retener las lágrimas―. Cuando llegó al hospital ya no había nada que hacer por ella.
―Lo siento, yo no debí...
―Tranquila ―me interrumpe―. Es algo con lo que tuve que aprender a vivir. Por eso soy una persona que apoya que el aborto sea legal y gratuito, porque si mi mamá hubiese contado con ese apoyo... ella estaría viva.
―Ojalá todas las personas pudieran comprender eso ―digo, acariciando su mejilla―. Es increíble ver a mujeres que no apoyen esta causa y no entiendan el verdadero motivo por el cual el aborto debe ser legal y gratuito para todas. Esto va más allá de "es mi cuerpo, mi decisión". ¡Coño! Es la vida de una persona que puede joderse por algo que no desea.
―Ya te emocionaste, ¿eh? ―se burla un poco, sonriendo con tristeza.
―Lo siento ―digo, cubriendo mi boca y respiro hondo antes de hablar de nuevo―. Mi papá nos abandonó apenas se enteró que mi madre estaba embarazada. La última vez que lo vi tenía mucho dinero y una familia que mantenía feliz. Resulta que tengo dos hermanos menores que no me conocen ni saben de mi existencia.
―Qué hijo de puta ―gruñe, molesto―. Eres demasiado buena para un pendejo como él.
―Supongo que sí ―musito, un poco cabizbaja―, pero bueno ya. ¿Por qué mejor no hablamos de otra cosa?
―Pues tengo una pregunta para ti... ―dice, sonriendo con perversión―. ¿A qué edad perdiste la virginidad?
―Ugh, odio esa pregunta porque no estoy muy orgullosa de la respuesta ―digo, rodando lejos de él y sentándome para cruzarme de brazos―. Además, fue el peor polvo de mi vida.
― ¿Entonces...?
―Dieciséis... ―mascullo entre dientes, avergonzada―. Fue con un noviecito imbécil que tuve por un año y pues lo hice por presión social. Casi todos mis compañeros del liceo, tanto muchachas como muchachos, habían perdido la virginidad y él se sentía avergonzado por no haberlo hecho.
―Pues me ha sorprendido tu respuesta, pensé que dirías dieciocho ―admite―. Como yo.
―Sí, claro. Y yo me chupo el dedo ―ironizo, pero él se mantiene serio―. ¿Perdiste la virginidad a los dieciocho en serio?
―Así es, señorita Arellano.
―Pues ahora sí que me avergüenzo ―digo, cubriendo mi rostro con las manos y llevándolas a mis cabellos para despejar mi cara.
―No tienes por qué. La adolescencia es una etapa de descubrimiento ―dice, acariciando mis piernas con las yemas de sus dedos―. Acabo de recordar que solo tienes mi camiseta puesta, cosa que se me pasó decirte: te luce muy sexy.
―Lo sé ―me jacto, sonriendo con orgullo aunque por dentro me esté quemando de los nervios.
Sus dedos siguen subiendo, serpenteando por mis rodillas y muslos hasta colarse bajo la camisa. Un suspiro se escapa de mis labios y, de forma involuntaria, abro las piernas para darle un mejor acceso a mi intimidad.
Se adueña de mi cuello, repartiendo besos húmedos y lengüetazos que me erizan la piel y siento como una corriente de calor me invade el cuerpo entero. Sus dedos acarician mi centro y juega con él, trazando figuras que me hacen rodar los ojos.
Desliza el dedo entre mis pliegues y se adentra en mí, sacándome un ligero y agudo gemido. Dejo caer mi cabeza hacia un lado, recargándola de la pared y sigo gimiendo cuando lo siento entrar y salir de mí con facilidad gracias a lo húmeda que me encuentro.
Su boca sube hasta el lóbulo de mi oreja y repite los movimientos, haciendo que tiemble debido al escalofrío que me recorre el cuerpo. Su mano libre toma mi pierna y la separa más, teniendo mejor acceso a mi intimidad, sin parar los movimientos que solo agitan mi respiración y a mí alocado corazón.
Me encuentro con sus labios en un beso lento, pero agresivo. Mis manos van a sus mejillas y acuno su rostro, acercándolo más a mí. Me levanto, colocándome a horcajadas sobre él y vuelvo a unir nuestros labios en un beso apasionante que dura poco porque decido bajar mis labios a su cuello.
Escucho como inhala con fuerza al sentir mi lengua en su cuello y subo hasta su oído, lamiendo el lóbulo de su oreja. Mis manos acarician su abdomen y bajan al elástico de su pantalón deportivo, soltando las tiras que lo sostienen en su lugar.
Sus manos acunan mi trasero por encima de la tela de su camisa, sacándome un ligero gemido que impacta contra su oreja. Bajo mi cuerpo, colocándome en cuatro mientras beso y reparto lengüetazos por su abdomen, sin dejar de mirarle.
Su respiración se acelera y su mano viaja a mi cabello, haciendo una ligera presión. Sus ojos se oscurecen y solo queda el brillo de una hambrienta perversidad.
Mi boca hace contacto con la piel cerca del filo de sus pantalones y tiro de ellos mientras lamo sus caderas. Él alza un poco la pelvis en un acto involuntario que me hace sonreír con triunfo.
«Al parecer no soy la única que pierde el control de su cuerpo» pienso, dándome palmaditas mentales en la espalda.
Acaricio su erección por encima de la tela, torturándolo como él lo hizo anoche conmigo, subiendo y bajando en una suave fricción. Lo libero, teniéndolo frente a mi listo para la acción y alzo una ceja, mirando a Mauricio.
Está a punto de hablar cuando lo introduzco en mi boca y lo veo hacer puño la sábana bajo su mano. Recarga la cabeza de la pared sin dejar de mirarme subir y bajar por su falo, lamiendo con cuidado y adaptándome a su tamaño. No aparto mis ojos de los suyos, dilatados y oscuros por el placer, y trato de ir más profundo para sacarle un delicioso gemido varonil.
Lamo y succiono todo lo que puedo y con mis manos acaricio la parte que no puedo meter en mi boca aún. Respiro hondo antes de profundizar más la felación y él suspira, cerrando los ojos con fuerzas.
No sé por qué, pero me siento tan orgullosa de mí en estos momentos que puedo dar mi bailecito de felicidad aunque no esté comiendo comida precisamente.
Él me detiene, irguiéndose en su puesto y yo me levanto, quedando arrodillada ante él. Limpio mi boca con el dorso de mi mano y sonrío al saber que lo he vuelto loco.
―Puta madre, ven acá ―dice, tirando de mi cintura para ponerme a horcajadas sobre él―. Me vuelves loco, mi reina.
Me quita la camisa hacia atrás, dejándome completamente desnuda ante él. Sus manos acunan mis nalgas de nuevo y siento la punta de su miembro en mi entrada, aclamando por ella. Me dejo caer sobre él, juntando nuestras frentes y soltando un largo suspiro, volviendo a subir con lentitud. Esta vez acaricia mis pechos y yo me muevo sobre él en un vaivén que nos deleita a ambos.
Unimos nuestros labios en un beso vehemente, sin separarnos. Su mano viaja a mi nuca y tira de mis cabellos con suavidad, obligándome a alzar el cuello que el besa y lame con devoción, siendo el detonante de que acelere mis movimientos y gima con fuerza.
Su boca llega a uno de mis senos y lo toma entre su mano, acariciando con su lengua mi pezón erecto. Ese simple tacto genera en mí una sensación lasciva que me corroe el cuerpo entero y ni hablar cuando siento como se mete todo mi pecho en su boca, succionando con agilidad.
―Mierda ―gimo, cabalgándolo con más rapidez.
Sus uñas se entierran en la piel de mis caderas y me obliga a apretar los dientes por el placer que me recorre entera. Los movimientos van aumentando cada vez que necesito más y estallo en un orgasmo que me desarma por completo.
Él coloca mis manos sobre sus hombros y posa las suyas en mi cadera, esta vez tomando el control y embistiéndome con rudeza hasta alcanzar su propia liberación.
Nuestras narices se rozan por nuestras respiraciones agitadas y nos vemos a los ojos, respirando con la boca entreabierta. Nos damos un suave e intenso beso antes de dejarse caer sobre la cabecera.
―Creo que es hora de que me lleve a casa, señor Díaz ―le recuerdo, jadeando.
―Ni hablar ―niega, alzando una ceja―. Usted se queda aquí conmigo, por lo menos, hasta mañana, señorita Arellano.
― ¿Te has vuelto loco, Mauricio? ―pregunto, alzando las cejas por el asombro.
―Solo por ti, mi reina ―dice y me besa.
Cada vez que él me dice esas cosas, algo en mi pecho se agita con emoción, pero en mi cerebro aún hay una voz interna diciéndome que esto se está tornando demasiado cercano y que eso podría ser peligroso.
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