28.
Mauricio me deja pasar primero cuando llegamos y yo observo todo a nuestro alrededor, jugando con mis dedos debido a los nervios. Respiro hondo y escucho cuando cierra la puerta tras de mí.
― ¿Quieres quedarte con el saco o...? ―pregunta cerca de mi oído, erizándome los vellos de la nuca.
―No, no. Aquí tienes ―digo, quitándome su saco negro de mis hombros y lo encaro para ver como lo coloca en un gancho cerca de la puerta―. Fue una larga noche.
―Y lo que falta ―dice, acercándose a mí.
Sus ojos conectan con los míos, encendiéndome como un mechero al papel. Puedo sentir como voy entrando en combustión poco a poco, con una lentitud torturante.
Sus manos acunan mis mejillas con delicadeza mientras sus ojos me recorren el rostro, sin perder detalle. Acaricia con sus pulgares mi piel en círculos suaves que me obligan a respirar por la boca, captando su atención.
Me remuevo un poco al sentir un hormigueo en mi intimidad y él se separa un poco, mirando mis pies.
― ¿No estás cansada de llevar esos tacones? ―pregunta. Trato de buscar mi voz en mi interior, pero estoy hipnotizada con su cercanía, así que solo termino asintiendo―. Bien.
Se arrodilla frente a mí y yo bajo mi mirada para verle desabrochar y quitar el calzado con un poco de lentitud. Respiro hondo, alzando mi rostro y ahogo una exclamación cuando sus manos acarician mis tobillos, subiendo con una caricia lenta y serpenteada por mis piernas, rozando muy suave mi piel con sus dedos. Sus manos siguen escalando, enredándose en mis muslos y se levanta cuando está por llegar a mi entrepierna.
Trago saliva con dificultad y lo miro, sonrojándome al sentir que estoy a punto de explotar en llamas. Sus ojos mieles atraviesan los míos y sus manos viajan a mis brazos, repitiendo el suave roce hasta llegar a la palma de mi mano, trazando círculos con lentitud que me generan un cosquilleo en mí centro.
―Ven conmigo, por favor ―musita, entrelazando su mano con la mía y me da un beso en el dorso de la misma.
Él me guía por los pasillos que atravesé hace casi dos meses y abre la puerta de su habitación. La luz es ajustable, así que está a un nivel cálido y tenue, las sábanas de su enorme cama son de color vino y blanco, además de que hay un olor dulce en el ambiente.
Se me atasca la respiración cuando siento su torso chocar con mi espalda y una de sus manos se posa en mi cadera. Su mano libre viaja a mi cabello, moviéndolo un poco a un lado y suspiro cuando siento sus labios rozar mi cuello.
Es solo eso, un roce. Ni siquiera es un beso húmedo o simplemente un beso, es una caricia lenta que me hace cerrar los ojos y me sacude el cuerpo en un escalofrío. Su respiración caliente se centra en mi oído, obligándome a cerrar un poco las piernas al sentir una ligera presión en mi intimidad.
Sus labios besan con suavidad el lóbulo de mi oreja y vuelve a bajar por el hueco de mi cuello, hasta llegar a mis hombros. Repite el proceso, esta vez con besos húmedos y se me escapa un jadeo, así que me muerdo el labio para no dejar escapar otro.
―No te reprimas, Gabriela ―ordena, cortando el contacto.
Sus manos van hacia los tirantes de mi vestido y los deja caer por mis hombros. Yo ladeo la cabeza, dándole mejor acceso a mi cuello y puedo sentir la ligera presión que hace en mi nuca al tomarme de los cabellos.
Dejo caer mi cabeza sobre su hombro y cierro los ojos, sintiendo sus labios besar mi cuello. Sus manos viajan a mis pechos descubiertos y los acaricia, masajeándolos con lentitud hasta que mis picos se endurecen más, prestándole atención a ellos.
Tira de mi vestido, dejándolo caer al suelo y me voltea para que lo encare. Observa todo mi cuerpo con lentitud, absorbiendo la imagen frente a él con los ojos oscurecidos por el deseo.
―Ay, Gaby... ―suspira, observando mi tanga roja―. Hoy fuiste demasiado traviesa. No sabes cuánto me tuve que controlar para no mandar la inauguración al carajo y despedir a todos los invitados.
―Solo quería recordarte quien te vuelve loco, quien te excita al nivel de hacer un rapidito en la oficina con la posibilidad de que nos descubran ―hablo, acercándome a él.
Mis manos van al moño en su cuello y lo desato, dejándolo caer junto a mi vestido. Desabrocho los botones de su camisa y tiro de ella para sacarla de sus pantalones. Subo mis manos, acariciando con lentitud sus abdominales, sintiéndolos duros bajo mi piel, sus pectorales y su cuello.
Su mano se hace un puño con los cabellos de mi nuca y me atrae a sus labios, besándome con hambre. Un gemido se escapa de mis labios al sentir la presión en mi cabello mientras mis manos le quitan la camisa y la dejo caer al suelo.
Siento el filo de la cama y caemos sobre ella con cuidado de no lastimarnos. Sus manos aprietan mi cintura, enviando cosquillas a mi cuerpo y lo acaricia hasta acunar mi trasero y apretarlo con un poco de fuerza. Alza mi pierna y la enrolla en su cadera, presionando su ingle en mi entrepierna y gimo en su boca al sentirlo duro.
Se restriega contra mí y baja sus labios a mi cuello, besándolo con desesperación. Mis manos acarician la piel caliente de su espalda y las arrastro hasta sus abdominales, encontrándome con su cinturón.
Él detiene todo lo que está haciendo y toma mis manos con una ligera presión, enderezándose en su lugar. Puedo percibir en su mirada una perversión oscura que, al contrario de asustarme, me enardece más.
Guía mis manos hasta cada lado de mi cara y él solo se quita el cinturón. Lo coloca junto a mi cuerpo y toma mis manos con una sola de las suyas, colocándolas sobre mi cabeza, juntas y apretaditas. Toma el cinturón con su mano libre y me amarra con el mismo, ajustándolo un poco.
―Vas a dejar las manos allí y no las puedes mover por nada en el mundo, ¿entiendes lo que te digo? ―pregunta, cerca de mi rostro.
―S-sí ―balbuceo, perdida en su mirada imperiosa.
Se levanta, dejándome con una sensación de vacío y vuelve con una corbata negra en las manos. Me la coloca sobre los ojos, levantando con cuidado mi cabeza para atarla y se asegura de que no pueda ver nada.
― ¿Algo te molesta? ―inquiere.
―No ―musito, sintiendo mi corazón desbocarse.
―Bien ―dice.
Coloca mis pies sobre la cama, dejándome abierta para él. Acaricia la parte interna de mis muslos y yo me remuevo al sentir esa electricidad picar en mi centro. Puedo sentir un dedo acariciar mi intimidad de abajo hacia arriba con lentitud, asegurándose de lo húmeda que me encuentro.
Un jadeo se apodera de mis labios entreabiertos y me muerdo el labio para no suplicar que vaya más rápido, más allá.
―No te muerdas el labio. Si quieres gemir, hazlo ―dice, tirando de mi labio con suavidad―. Lo que sea que quiera salir de tu boca, dilo, libéralo.
―Quiero... ―mi voz sale en un hilo de voz y respiro hondo cuando vuelve acariciarme en mi punto sensible―. Quiero más, señor Díaz.
Sus dedos suben y acarician mis brazos, bajando por mi cuello, la silueta de mis senos, mis costillas y mi cintura. Juega con el elástico de mi ropa interior y aprieto mis dientes, sintiendo que me ahogo con tanto deseo reprimido.
Suelta el elástico, haciendo que una sensación caliente me recorra la cadera por el ligero latigazo contra mi piel. Vuelve a tomar el filo de mi ropa y la desliza por mis piernas hasta dejarme completamente desnuda y a su merced.
Su dedo acaricia mi centro, deslizándose con tanta facilidad debido a mis jugos y baja por entre mis labios hasta llegar a mi entrada. La ansiedad que siento me obliga a mover los dedos de las manos con nerviosismo y mi columna se arquea cuando repite la caricia anterior, obligándome a soltar un ligero gemido.
―Caliente y húmeda por mí, ansiosa porque yo te devore, te toque y te haga mía. ¿No es así, señorita Arellano? ―pregunta, esta vez trazando ligeros círculos en mi centro.
Gimo en respuesta, relajándome sobre la cama de nuevo. Él detiene sus movimientos y yo lloriqueo al sentirlo lejos.
― ¿Es así, señorita Arellano? ―repite.
―Sí, sí. Es así, Mauricio ―lloriqueo en respuesta, moviendo con frenesí mi cabeza.
El hecho de que no pueda ver nada y no pueda mover mis manos me tiene mucho más desesperada, mucho más sensible. Todo lo que mi cuerpo experimenta parece haberse triplicado.
― ¡Oh por Dios! ―se me escapa cuando siento algo frío y húmedo deslizarse por mi intimidad, sobresaltándome.
¿Acaso eso... eso es hielo?
Me arqueo de nuevo cuando vuelvo a sentir el frío chocar contra mi piel caliente, esta vez subiendo por mi abdomen y costillas. La piel se me eriza por el contraste de temperatura y aprieto con fuerza mis ojos aunque no pueda ver nada.
―No sabes cómo disfruto la vista perfecta y sensual que tengo frente a mí ―habla con la voz un poco ronca por la excitación―. ¿Qué quieres, Gabriela?
―Más, quiero más ―suplico al borde de la combustión.
― ¿Más qué? ―inquiere.
―Te quiero a ti, señor Díaz ―lloriqueo y lo escucho soltar un ligero gruñido.
Mi cuerpo se eleva un poco, a su propia voluntad, al sentir su lengua fría recorrer mi intimidad con lentitud hasta llegar a mi centro de placer. Traza círculos que me obligan a removerme en mi lugar y envían vibraciones y chispazos por todo mi cuerpo. Gimo fuerte al sentir todo el placer que me proporciona, desearía poder verlo entre mis piernas y enredar mis dedos en su cabello oscuro, pero no puedo por estar vendada y atada.
Su boca deja besos húmedos por toda mi intimidad y reparte ligeros lengüetazos que me torturan. Se centra en mi clítoris, volviendo a dibujar círculos y acelera el ritmo. Parece que su boca toma el control de mi cuerpo cuando me arqueo, apretando mis dientes con tanta fuerza que me duele.
Es demasiado placer para mi cuerpo, no siento que pueda tolerarlo. Puedo sentir como mis piernas tiemblan cada cierto tiempo y se van cerrando de a poco. Él se percata de eso y toma mis tobillos, separándolas de nuevo.
―Dios mío, Mauricio. ¡Me estás matando! ―gimo.
Su boca sigue jugando con mi intimidad y no puedo controlar el impulso de levantarme cuando siento un dedo adentrarse en mí. Mis manos tiran con suavidad de sus cabellos y gimo con fuerza, sin controlar ninguno de mis movimientos.
Sus lengüetazos y, ahora, sus dedos aumentan el ritmo en mi intimidad y yo le pido que se detenga porque no creo soportar tanto. Jamás había perdido el control por placer. Nunca.
Dejo caer mi cabeza hacia atrás y gimo con fuerza, sintiendo como su lengua está lamiendo y succionando el punto exacto y como mis piernas empiezan a temblar. Aprieto los dedos de mis pies y la sensibilidad que tengo es tanta que lloriqueo para que se detenga, mareada de tanta excitación.
Las piernas me siguen temblando como si estuviese en una cama vibradora. Su boca abandona mi cuerpo, pero su mano sigue entrando y saliendo de mí con avidez. Con su mano libre tira de la correa y me acuesta de nuevo, dejando mis brazos extendidos sobre mi cabeza.
―Te dije que las dejaras ahí ―me recuerda, jadeando.
Su piel caliente choca contra la mía y yo me arqueo, hundiendo mi cabeza aún más en el colchón, al sentir su dedo pulgar jugar con mi bola de nervios.
―Mierda ―mascullo, sin dejar de removerme―. Para, por favor. ¡Te lo suplico, para!
―Suplícame más ―gruñe en mi oído, acelerando sus movimientos.
―Joder, Mauricio. No aguanto más, es demasiado. ¡Es demasiado! ―grito.
-No me voy a detener hasta que te corras para mí, reina mía.
No se detiene, sigue jugando con mi cuerpo, llevándome al límite. Escucho el ruido de una bragueta y aprieto los dientes al sentir mi centro tan caliente y húmedo ser acariciado por él.
Aleja su mano de mi centro y yo suspiro, respirando con agitación. Mi corazón late como nunca y la cabeza me da vueltas, así como el sudor recorre mi cuello y termina en mi cabello.
Tira del cinturón y me levanta con agilidad, sosteniéndome porque mis piernas parecen gelatinas. Me suelta las manos de la correa.
―Coloca las manos atrás ―ordena.
Yo obedezco, colocando mis manos tras mi espalda y siento el cuero rozar de nuevo mis muñecas. Lo siento moverse mientras yo tiemblo como una gelatina y trato de adivinar lo que hace, hasta que me quita la venda de los ojos y parpadeo para adaptarme a la poca luz de nuevo.
Jadeo de sorpresa al ver un espejo sobre la cabecera de la cama que permite ver mi reflejo. Esta no es tan alta y por eso puedo ver todo con claridad: mi rostro enrojecido, mis ojos dilatados y brillosos, mi cuerpo sudado y tembloroso.
Y a él detrás de mí, comiéndome con la mirada a través del espejo.
―Arrodíllate sobre la cama, mi reina ―ordena con suavidad, ayudándome a realizar la acción que me pide―. Muy bien, ahora deja caer tu cuerpo hacia adelante un poco... ―vuelve a hablar, colocando su mano en mi espalda para empujarme hacia abajo―. Muy bien ―dice y sus ojos se tornan oscuros antes de hablar de nuevo―. Ahora, no despegues la mirada del espejo, ¿entendido?
―S-sí ―tartamudeo, sonrojándome por la vergüenza.
Lo veo deshacerse de los pantalones y de su ropa interior. Observo su miembro duro y levantado, con las venas marcándosele en el falo y la boca se me hace agua al pensar que estará dentro de mí.
«Algún día tendré que volverlo loco yo...» pienso.
Se coloca un preservativo y se posiciona detrás de mí. Su mano sostiene el agarre del cinturón y la otra se coloca sobre mi nalga, acariciándola con lentitud.
―Me encanta cada parte de tu cuerpo, Gabriela. Me encantas toda ―dice, subiendo su mano por mi espalda y bajando por mis costillas hasta encontrar mis pezones y jugar con ellos―. No puedo dejar de pensar en todo lo que quiero hacerte cada vez que te veo. En que quiero hacerte mía una y otra, y otra, y otra vez.
Su mano vuelve a mi nalga, esta vez dándome un azote que me deja la zona ardiendo. Gimo por ese hormigueo caliente que me recorre la piel y bajo un poco la cabeza, apretando los dientes.
―No bajes la cabeza ―me recuerda, tirando del cinturón un poco.
Alzo el rostro al sentir el tirón y fusionamos nuestras miradas a través del espejo. Respiro hondo cuando siento la punta de su miembro contra mí entrada y suspiro cuando se adentra en mí con lentitud.
El morbo que me da ver como me penetra me avergüenza, pero es más la excitación que la pena. Lo veo mover la pelvis para entrar y salir de mí con lentitud, sacándome ligeros gemidos.
Vuelve a tirar del cinturón a la vez que se entierra en mí con agresividad, haciéndome gritar de placer y subir un poco más el pecho. Repite ese movimiento varias veces y siento como un líquido caliente resbala por mis piernas en cada arremetida.
Me suelta las manos y las coloco al nivel de mis rodillas. Me arqueo un poco, alzando el culo para él. Sin embargo, no bajo la mirada y lo veo penetrarme una y otra vez por el espejo.
El sudor perlando su frente, su musculoso cuerpo contraído y ver como aprieta los dientes y gruñe me genera una fogosidad más intensa. Su mano viaja a mi cabello y tira un poco de él, sacándome un jadeo y una sonrisa perversa.
Me suelta, llevando su mano a mi centro y vuelve a trazar círculos hasta que mi cuerpo no puede sostenerse por sí mismo y mis piernas tiemblan, llevándonos a nuestra propia liberación, una que me hace ver estrellitas y me impide respirar con normalidad. El gemido que brota de mi garganta cuando alcanzo el orgasmo resuena en la habitación.
Dejo caer mi frente en el colchón y respiro hondo, tratando de tranquilizar todo en mí. Cuando estoy por acostarme en la cama, percibo el gran charco de humedad que he creado y me cubro el rostro, avergonzada.
-Dios mío, Mauricio. Perdón -me disculpo de inmediato, pero él se ríe y me descubre el rostro, robándome un pico de labios.
-Nunca te disculpes por sentir placer, mi reina. Eres una jodida diosa, Gabriela Arellano -me dice, tomando mi barbilla con una mano y me roba otro pico.
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