17.
El condenado de Mauricio ha pedido carpacho de lomito porque sabe que me gusta. No ha quedado pero ni una mancha en el plato, me encanta la combinación que hace con el vino blanco.
―Estoy al tanto de la situación de Venezuela, que en realidad no está tan alejada de la nuestra ―admite cuando le he terminado de contar el por qué estoy aquí―. ¿Quieres irte a otra parte cuando te gradúes? Supongo que no quieres quedarte en México.
―No lo sé aún. Me gusta México, pero no quiero esperar a que el gobierno vuelva a arruinar mi vida para irme. Probablemente me quede un tiempo ―digo antes de darle un sorbo―. Me gustaría viajar a Europa.
― ¿A qué parte? ―pregunta, acariciando su mentón.
―No sé. Tal vez España o Londres, donde pueda empezar ―respondo y relamo mis labios.
― ¿Sabes hablar inglés?
―Así es, ¿y tú? ―pregunto, alzando una ceja.
―También y practiqué italiano. Sé defenderme al menos ―responde y yo lo miro asombrada―. Mi comida favorita es la italiana.
― ¿Y has ido a Italia? ―pregunto, colocando los codos sobre la mesa y la barbilla sobre mis manos.
―No he tenido la oportunidad, lamentablemente. Solo he ido a Canadá y a Estados Unidos.
―Con todo el dinero que tienes deberías haber recorrido el mundo ―respondo, enderezándome en mi lugar.
―No es tanto dinero ―dice, sonriendo con diversión.
El sushi llega en una hermosa presentación circular y colorida que dibuja una flor. Hay de todos los tipos y miro con recelo los palillos cuando lo dejan en la mesa.
Esta es la parte que me da vergüenza y al parecer Mauricio lo nota.
― ¿Te han enseñado antes? ―pregunta, sacando del envoltorio los palillos.
―Sí, demasiadas veces y aún no logro sostener un rol ―me quejo, cruzándome de brazos.
Con una agilidad envidiable, él separa los palillos y toma un rol. Lo alza y me sonrojo cuando lo acerca a mis labios.
―Abre ―ordena.
Me siento estúpida cuando obedezco de inmediato, recordando que no debo seguir sus malditas órdenes. Sin embargo, todo eso se me olvida cuando saboreo la comida en mi boca y hago un bailecito de felicidad.
Cada vez que como algo que me fascina lo hago y acabo de avergonzarme por ello, así que me detengo.
― ¿Qué era eso? ―pregunta, con una sonrisa ladeada en su rostro.
―Nada ―respondo y busco de desviar el tema―. Y no me estés dando órdenes que no trabajo para ti.
―Aún ―dice, alzando una ceja. Toma otro rol y lo acerca a su boca, degustándolo―. ¿Estabas bailando porque te gustó el rol o porque te gustó que te diera de comer?
― ¿Quién dijo que estaba bailando? ―refunfuño y tomo un rol con los dedos―. Con tu permiso ―y me lo meto a la boca lo más sutil que puedo.
Él niega con la cabeza, al parecer muy divertido.
― ¿Por qué te gusta pelear tanto conmigo? Fui un imbécil cuando te conocí, pero estoy tratando de arreglarlo ―dice.
―Dejarme participar en la pasantía no es arreglarlo. Todo empezó por un estúpido café que te tiré encima sin querer ―le recuerdo―. Aunque si te hubiese conocido de antes lo hago con gusto. ¿Acaso yo me molesté contigo por el accidente en el restaurante?
―Sí ―responde.
― ¡Pero luego me calmé! ―le recuerdo, señalándolo.
―Bien, bien. Estás ganando, pero creo que ya no deberías tratarme tan mal ―dice, alzando las manos en rendición―. Además, estamos cenando juntos y solos... ―murmura, acercándose a mí y yo estiro mi cuello para que no se acerque tanto―... Podríamos llevarnos bien por hoy, ¿por favor?
―Puedo intentarlo, pero no te prometo nada ―respondo, mirándolo a los ojos.
Él me guiña un ojo antes de alejarse con una sonrisita triunfante en el rostro.
―Eso me basta ―responde y toma otro rol con sus palillos―. Abre la boca... por favor.
Él me da la comida en la boca mientras conversamos de muchos temas interesantes: desde chefs que nos gustan, comidas favoritas, libros, películas, pasatiempos. Yo trato de no sonreír al verlo hablar con emoción sobre su pasión por los caballos y cuanto adora a Galán.
Cuando el plato está vacío, un mesero lo retira y rellena mi copa de vino. Luego trae un plato con fresas bañadas en chocolate y recuerdo haber visto demasiadas cosas referentes a la fruta en su casa, en el rancho e incluso en la oficina.
― ¿Las fresas son tu fruta favorita? ―pregunto, haciendo un ademán de tomar una, pero no me lo permite―. ¿Qué?
―Permíteme ―dice y toma una con sus manos, acercándola a mí.
―Puedo comer las fresas solas ―le recuerdo.
―Insisto.
―Yo insisto que no...
―Vamos, dijiste que intentarías no pelear tanto conmigo ―me recuerda.
―Dije que no prometía nada ―contraataco, sacándole una sonrisita.
―Las fresas son la representación del restaurante, Gabriela ―responde, pero no aleja la fruta de mi rostro―. A mí tatarabuela le gustaban y cuando el señor Díaz quiso tener su propio restaurante, levantó Fraga en su honor.
―Es latín, ¿cierto? ―digo y abro la boca porque me enerva tener la fresa tentándome en las narices.
Sus dedos se introducen en mi boca y chupo para absorber el mayor chocolate que puedo. Eso parece volverlo loco porque sus ojos se oscurecen y me regala esa mirada deseosa que me brinda una electricidad entre las piernas.
―Sí ―su voz sale ronca cuando libero su mano. Carraspea antes de volver a hablar―. Fraga es fresa en latín.
―Así que este negocio fue inspirado por el amor. Que romántico ―digo, observando nuestro alrededor―. Con razón tiene ese toque tan... cálido.
Tomo una fresa del plato y la acerco a Mauricio, quien sonríe antes de dejarme introducirla en su boca. El condenado me devuelve la jugada, chupando mis dedos y siento como mi cuerpo reacciona, específicamente mis pezones.
Mal momento para no traer sostén, puta madre.
Me libera la mano y yo carraspeo al sentir la boca seca. No me permite alejarla mucho ya que toma mi muñeca y me observa a los ojos.
Yo tengo que cerrar las piernas al sentir una corriente eléctrica en mi centro.
¡Joder! No sabía que eso podía sentirse allí.
―No se puede desperdiciar chocolate, señorita Arellano. Es un crimen.
Trago saliva con dificultad y asiento con torpeza en su dirección. La humedad en mi entrepierna me molesta y tengo que cruzar mis extremidades, solo que nada me calma.
Él sigue hablando de Fraga, pero no le presto tanta atención como antes. Le doy un buen sorbo a mi copa de vino y él toma mi mano, obligándome a bajarla.
―Recuerda cómo te pones cuando bebes, Gabriela ―me dice, alzando una ceja.
―Tenía, uh... sed ―murmuro.
― ¿Quieres algo más? Hay torta de chocolate húmeda ―dice y no sé por qué eso suena con doble sentido.
«Dios mío, dame resistencia. No permitas que me tire a este tipo, por favor, por favor...» suplico para mis adentros.
―No puedo decirle que no a una torta de chocolate ―acepto, sonriendo con vergüenza.
―Quiero mostrarte algo luego de comer el otro postre ―dice―, pero ya verás en su momento.
El mesero nos entrega una porción de torta, bastante grande y yo miro a Mauricio. Él hace una seña para que coma sin remordimientos.
―Es solo para ti, yo me quedo con las fresas ―dice y un brillo de perversión se cruza por sus ojos.
Me remuevo un poco al sentir esa electricidad de nuevo y tomo el tenedor para comer la torta.
― ¿Qué pretendes? ―pregunto y él frunce el ceño, confundido―. Robándome besos, regalándome flores, haciendo todo esto ―señalo nuestro alrededor.
―Creo que ya lo sabes, Gabriela. Lo he dicho varias veces ―dice, acercándose a mí―. Le tengo muchas ganas, señorita Arellano.
―Bien, ¿y luego qué? ―pregunto y él se aleja un poco, acariciando su barbilla de nuevo―. Supongamos que usted y yo tenemos sexo, ¿luego qué? Yo jamás tendría algo serio con usted y no creo que usted sea de tener relaciones serias.
―No me trates de usted ―me recuerda, un poco frustrado―. No lo sé, siendo honesto. Pero muero por averiguarlo.
―Pues si las cosas son así de inciertas, el jueguito está mal. No puedes romper las reglas sin conocerlas primero ―le digo.
― ¿Quién dijo que no las conozco? ―pregunta, sonriendo con seducción.
―Pues yo no y creo que debería conocerlas ―digo, enterrando el tenedor en la torta.
― ¿Por qué? ¿Acaso quieres ser parte del juego? ―pregunta, acercándose a mí tanto que nuestras narices se rozan.
―Me hiciste parte del juego, sin siquiera preguntar ―murmuro, mirando sus labios por unos segundos antes de volver a sus ojos.
―Puedes salirte con facilidad ―responde, acercándose aún más. Yo trago saliva con dificultad y entreabro los labios, necesitando más aire―. Pídeme que me aleje y lo haré, pero pídelo porque en serio así lo deseas. No por orgullo o por dártela de victoriosa.
No respondo nada y suspiro, cerca de sus labios. Por supuesto que no quiero alejarme, por más que tenga que hacerlo, hay una parte de mí que tiene el control sobre mí y la situación.
―Pídelo y juro que me alejo, Gabriela.
Me quedo en silencio y él me muestra una diminuta sonrisa victoria. Se aleja y yo respiro hondo, sintiéndome un tanto mareada.
«Puto vino» pienso.
Se levanta y me tiende la mano, metiendo la otra en el bolsillo lateral de su pantalón de vestir.
―Ven, quiero enseñarte algo ―dice.
Acepto su mano en un movimiento dubitativo y me levanto. No me suelta como esperaba, entrelaza nuestras manos y me lleva hacia otra área. Hay una rubia en lo que parece ser una recepción, ella lo mira con socarronería y yo ruedo los ojos, molesta.
―Bienvenido de nuevo, señor Díaz ―su voz sale chillona, pero sensual.
―Gracias, Lola ―responde sin mirarla.
Yo no puedo evitar mirarla y sonreírle victoriosa.
― ¿A dónde estamos yendo? Esto parece un... hotel ―me pasmo en mi sitio cuando me doy cuenta de dónde estamos y lo fácil que conecta con el restaurante―. Mauricio...
―Solo quiero mostrarte algo, tranquila ―dice, marcando el ascensor. Este llega en menos de cinco segundos y me hace un ademán para que entre―. No muerdo, lo prometo.
«Pues qué lástima» pienso y me abofeteo mentalmente por eso.
Suelto su mano y me adentro en el espacio reducido, recargándome de la pared fría. El choque del calor que siento con el metal del ascensor me estremece y me relaja un poco.
Me alejo lo más que puedo de Mauricio y cierro los ojos, respirando hondo. ¿Por qué accedí a subir a su habitación? ¡Es peligroso! No puedo ceder ante este subidón de calentura que tengo.
Quisiera saber cómo es posible que con él lo peligroso se vea tentador...
Suena una ligera campana que nos avisa que ya llegamos. Mis piernas tiemblan al ver las puertas del ascensor abrirse y él me toma de la mano para ingresar a su habitación.
Esta es hermosa y cálida, las paredes son de un color beige pastel y el suelo de madera no tan oscura. Hay una pared, donde se encuentra el pequeño balcón, que está decorada con ladrillos de colores oscuros y se ve rocosa. Las puertas y la reja del palco son negras y se ven las luces amarillas del resto de las habitaciones.
La mobiliaria es de madera y hay un mueble color café en forma de "L". La cama es tamaño King, se ve cómoda y con dos luces amarillas a su alrededor.
Cuanto más me acerco, me doy cuenta de que el sofá en forma de "L" también es una mesa, ya que tiene dos sillas al frente, dos copas bocabajo y una botella de vino tinto en el centro.
― ¿Quieres una copa? Pero solo una, ¿eh? ―me dice, acercándose a la mesita―. ¿Te gusta el lugar?
―Sí, es hermoso. Aunque le falta un poco más de decoración, pondría algunos cuadros en las paredes y plantas en algunas mesitas ―digo, observando el lugar con parsimonia.
Volteo a verle, notando que tiene la copa extendida hacía mí y la acepto.
― ¿Cuánto cuesta esta habitación? ―pregunto.
―Es una suite y cuesta cuatrocientos dólares ―responde como si fuese un precio normal―. No está para alquilar, es mía. Este es mi depa.
―Entonces... ¿casi nunca sales de Fraga, eh? ―pregunto, alzando una ceja.
―Casi nunca, por eso no siempre como en el restaurante. Necesito otros aires y voy a los locales de mis amigos ―explica, sentándose en el sofá―. Acompáñame.
Extiende un brazo sobre el borde del sofá y yo me remuevo nerviosa. Le doy un sorbo a mi vino antes de acercarme y tomar asiento junto a él, pero no tan cerca. Él parece notarlo, ya que enrolla su brazo en mis hombros y me acerca a él, rozando nuestras costillas.
― ¿Por qué tan lejos? ―pregunta.
― ¿Querías mostrarme tu suite? ―pregunto, desviando el tema.
―Sí. No sé por qué tuve el presentimiento de que te gustaría ―dice.
―Sí, me gusta ―admito y le doy otro sorbo a mi copa.
―Además, aquí estamos... más solos ―habla, rozando el lóbulo de mi oreja con sus labios.
Yo aprieto mis piernas al sentir esas vibraciones de nuevo.
― ¿Sabes algo? ―pregunta y yo niego con la cabeza―. No sé si haya sido buena idea esto, porque me estoy muriendo de ganas de darte algo más que un beso.
N/A: Comenten aquí si todavía están vivas después de esa última oración, por favorrrr. ¿Será que estos dos por fin dan el paso? ¡Escucho sus apuestas! jajaja
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