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Capítulo 49| Acuerdo de paz... ¿duradera?

Definitivamente Levi había consumido una buena dosis de alcohol de dudosa procedencia. Peor aún: alguna especie de droga como la que se afanó en inyectarme. 

¿Por qué será que algunos hombres cobran valentía hasta que viajan a una realidad alterna y distorsionada que se crea gracias a la intervención de un agente químico externo? Si vaciaran su tormento por iniciativa propia, sus declaraciones tendrían mayor solidez, que haría factible hallar un terreno en común. Sobre todo, evitarían que situaciones como la acontecida se prestaran para dobles e incluso triples interpretaciones.

—En verdad no te entiendo. —La incredulidad se apoderó de mi esencia, y no tardaría en proyectársela—. Te esmeras en criticarme por mantener algunos secretos para mí misma, y de la nada pretendes que te me sincere sobre un tema sensible... ¿A ti qué más te da quien me gusta?

Contener el impulso de pronunciar su nombre y proporcionarle una extensa lista de motivos válidos para creer que no era correspondida fue como incentivar una obstrucción en el conducto faríngeo.

Nunca se fijaría en mí. Si ocurriera, no será con el motivo adecuado, lo sabía. Lo sabía y había aprendido a vivir con ello, era mi mejor defensa. Solo que él siempre encontró la manera de llegar a mí, logrando afectarla, convirtiéndola en un puñado de cenizas.

—Recuerdo que en alguna ocasión me hiciste saber que no debía dar por sentado los sentimientos de los demás —dijo.

Comencé a sentirme vulnerable, atrapada en medio de cuatro paredes que reducían a cero mis opciones de salir invicta. Me pesaba el alma, la consciencia y el espíritu, todos en proporciones similares, pero en un instante, se volvieron livianos. Se desvanecieron como la neblina matinal que pasa con el viento.

—¿De verdad? —rechisté al mirarlo con escepticismo, manteniéndome a la expectativa de una contestación reiterativa que mis oídos nunca tuvieron el gusto de percibir. Me observó como si creyese que me fingí la desentendida. ¿Qué esperaba? Desarrollar la idea era su deber, no el mío—. Pues... búscate tus frases.

—Quizá recuerdes la nota que Petra leyó frente a toda la escuela. —Un escalofrío me transitó por toda la espina dorsal. ¡Cómo podría olvidar aquello! Me expuso al escarnio público, casi sacándome del sitio en que resguardaba mis sentimientos más profundos—. Logré quitársela cuando recuperé tus anteojos —hablaba muy despacio—. El parecido con tu letra era abrumador y...

—Alto, alto ahí —lo interrumpí con cierto temor mediante colocar la palma extendida en el espacio que se interponía entre nuestras miradas—. No estoy para bromas, ¿a dónde quieres llegar?

Aunque se había atrevido a robarse mi libreta de dibujos y dedicatorias, no esperaba que hubiese guardado aquella insulsa declaración desde entonces. Qué buena memoria la que poseía, me estaba metiendo en apuros.

—Obsérvala, y dime que no es tuya. —Del bolsillo de su camisa extrajo un trozo de papel desgastado, que yo le arrebaté en un impulso. Lo arrugué entre mis dedos y lo guardé en mi homólogo. Echarle un vistazo equivaldría a reforzar su hipótesis, con lo que me atraparía mintiéndole en un instante.

Mi corazón se aceleró de la nada. Esta vez, me invadió el pánico. Por inercia, mi torso se giró en dirección hacia él.

—Lo dije antes, y lo sostengo —repuse con firmeza e hice una leve inclinación en asentimiento—. No es mía.

—En tal caso, ¿por qué no me la devuelves? —Reposó en mis manos que se aferraban a la prenda de vestir y luego me clavó la mirada.

«Porque no te pertenece», pensé. Debí vaticinar que estaba planeando una maniobra de esa índole.

—Tranquilo, se la haré llegar a su dueña. —Reconocía que no iba a atreverse a hurgar entre mi ropa con tal de recuperarla, le había ganado ese asalto.

Me acomodé el cabello detrás de las orejas, conteniendo una sonrisa burlona que antecedía la celebración de mi triunfo.

—¿Conoces a la persona que la escribió? —continuó.

Su interés me pareció perturbador. Y sí, la conocía. De primera mano, más de lo que me gustaría. Quise soltar una risotada, pero eso le habría confirmado confirmarle que había acertado en su deducción.

—¿Sabes, Levi? —Iba a desviar el tema, con la esperanza de que lo enterrase—. He tenido una de las peores semanas desde mi anterior desventura, y lo único que me apetece es irme a dormir. No puedes ir por ahí pretendiendo poner en tela de juicio las intenciones de todo el mundo ni creyendo que guardan relación contigo. ¿Cómo por qué te consideras tan importante?

—No es lo que trato de hacer.

—¿Y entonces? Sacas conclusiones en base a una vil corazonada, por lo tanto, son poco confiables. —Me había puesto a la defensiva, estaba levantando el muro que él mismo me había orillado a construir luego de diversos inconvenientes y altercados en los que yo terminaba desestabilizándome—. Erwin no debería dejarte beber, mucho menos consumir esas porquerías que se meten todos los del equipo.

—Estoy sobrio, si quieres puedo soplarte para que me creas. —Su propuesta rayaba en los límites de la estupidez que se escondía detrás de la fachada inalterable que siempre lo había caracterizado.

Llegué a considerar que tal vez no me había equivocado del todo al afirmar que su sentido de la orientación estaba pasando por graves alteraciones. Aguardaba que no fuera contagioso, con el aplastante nerviosismo que se instaló en mi pecho me bastaba.

—¿Qué demon...? ¡Estás loco! —exclamé—. No hace falta. Andando, ya se te pasó la hora de dormir y por eso no coordinas bien.

¿Qué clase de prueba era aquella? Estaba en evidente desventaja, sin embargo, aún tenía cierto control.

Me atreví a colocarle una mano encima del hombro, en donde deposité un par de golpecitos que reforzaran mi invitación, no sin antes elevar las comisuras de los labios y darle la espalda.

—¡Te dije que estoy en mis cinco sentidos!

—Por supuesto. —Lo miré de soslayo y luego rodé los ojos, aunque no se iba a dar cuenta.

Para mi fortuna, aquella sarta de tonterías contribuyó a que bajara la guardia. Sin embargo, me equivoqué al considerar que me dejaría allanado el camino.

La adrenalina se había disparado, me condujo a acelerar la rapidez con que me estiraba para alcanzar el medio con el que desaparecería por el patio principal. Pero él no daba su brazo a torcer.

—¿Es tan complicado confiar en mí?

—¡Sí, caray! Es lo más complicado que he tratado de hacer en toda mi maldita vida, y aún no lo consigo. —«Del todo», pensé. Había extendido los brazos con exageración. Las palabras que me hacían atragantarme comenzaron a brotar sin límites, como cuando el agua se abría paso a través de una grieta que va aumentando de espesor—. ¿Por qué no sales de ella? No eres más que... un extraño. No sé nada relevante sobre ti, pero tú sí quieres que sea honesta, que te cuente mis miedos y preocupaciones sin ningún filtro. Las cosas no funcionan así, Levi.

En el entendimiento sobre nuestra propia existencia nos ubicábamos en posiciones análogas. Habíamos alcanzado una edad en la que podíamos discernir entre lo que sentíamos y lo que pensábamos. Éramos completamente capaces de clasificar dichas sensaciones por nombre, causa y consecuencia.

No estaba dolido. Tampoco era víctima de un azote de confusión de esos que contristaban la actitud dispuesta. Yo nunca mentí al decirle que no lograba discernir qué le pasaba por la mente, y aún lamentaba no poseer dicha habilidad. También en ese aspecto nos encontrábamos en las mismas.

—De acuerdo. —Hizo un ademán conciliatorio, sin embargo, no me convenció de relajarme. Cuando los seguros se botaron, sentí temor de que hablara realmente en serio—. Si es lo que quieres, voy a dejarte tranquila.

Agradecí que manifestara acatar mis deseos, a pesar de que en lo más recóndito esperaba que no se rindiera todavía. Que se afanara en ganarse la oportunidad de ser escuchado y tomado en consideración.

—Favor el que me haces. —Salí del auto valiéndome de la última reserva de energía que conservaba, y noté que comenzó a seguirme.

—Antes quisiera entregarte una cosa. —Fingir que no estaba interesada requirió de un esfuerzo sobrehumano. Me invadió la preocupación al reparar en lo que vendría—. Entiendo que estás cansada. —Logró interceptarme. Simulamos intercambiar una danza de la que ninguno de los dos pretendió zafarse. Desfogar los suspiros se estaba convirtiendo en una tarea de importancia mayor—. Tengo... la plena certeza de que la noche te ayudará a despejar la mente, y estoy ansioso de que mañana me escuches sin poner tantas objeciones.

—No quiero nada de ti. Guárdate tus regalos o lo que sea que pretendes usar para apagar el fuego por milésima ocasión —respondí con voz áspera.

Siempre existieron individuos incapaces de comprender el sentido en la petición de alejarse. Eran del tipo que se afanaba por llevarle la contra al interlocutor, al punto de resultar exasperantes.

La línea que dividía a la persistencia del atosigamiento era muy fina. Su actitud me trajo a la mente memorias protagonizadas por un espíritu frágil en todos los sentidos, uno que también me llenó de vida en su momento. Eran la única razón por la que todavía no lo dejaba hablándole al aire.

—Considéralo como una ofrenda de paz —insistió.

—¡¿Paz?! Después de todo lo que me has hecho, ¿en verdad crees que podemos llegar a establecer un acuerdo de paz para que luego lo rompas a la menor de las provocaciones? ¿Por qué lo sigues haciendo?

—¿Hacer... qué? —preguntó con una evidente extrañeza asomándose.

Solía pensar que ellos carecían del sexto sentido llamado «intuición», o que por lo menos se negaban a desarrollarlo en aspectos como el trato con nosotras. Nunca concreté si era porque no se consideraban aptos o se debía a que encontraban una especie de placer malicioso al sacarnos de quicio por fingir que no comprendían asuntos de menor trascendencia.

¿Tendría qué desgastarme al explicárselo?

La decepción brotó a través de sus ojos, que me suplicaban permanecer en mi sitio. Ser contundente nunca se contó entre mis especialidades, aunque entendía que en ocasiones era menester valerse de ello. Ya no permitiría que siguiera traspasando mis designios, me había hartado.

—No sé a qué estamos jugando, Levi. —Me resolví a extenderle lo que pensaba—. Te acercas, experimentamos relativa calma durante un tiempo, después cometes un acto consciente que atenta contra mis facultades, nos inmiscuimos en un intercambio en el que terminamos heridos, lo dejas todo a la deriva, ignorándome, y al final apareces con tu cara de «perdón» a tratar de unir las piezas que tanto te afanas en romper.

Los seis puntos fueron señalados con ayuda de mis dedos cuando me encontraba a la mitad de la disertación. Por si fuera poco, el ciclo se repetía, sin dar margen a una tregua, así que el séptimo representaba mi totalidad en su máximo esplendor.

No era el resumen que me habría gustado dejar como evidencia. A mi pesar, comprendía que era completamente inequívoco.

Hubo un silencio en el que el silbido de la corriente me condujo a apretarme los brazos en búsqueda de generar calor.

—Permíteme discrepar. —Apretó el puño en el aire, gesto que interpreté como sinónimo de la desesperación que lo carcomía. Vaciló en continuar, incluso creí que se le había trabado la mandíbula mientras buscaba la frase idónea—. Yo jamás te he visto como un juego. —Su voz sonaba débil, dispersa, como si a propósito no usara el volumen adecuado—. Y aunque así hubiera sido, créeme, no tiene nada de fácil. Lidiar contigo representa un reto.

Ladeé el cuello. Me sentí orgullosa de originar complicaciones para él.

—Eres pésimo lanzando cumplidos.

Si es que a eso se le podía nombrar como uno.

—Bien, olvídalo. Quiero que leas algo, puede que te haga cambiar de parecer.

Retrocedí sin pensármelo dos veces, asegurándome de que se percatara de mi renuencia, a pesar de que estaba tentando mi curiosidad de manera concisa.

—No.

Mi destino no dependía de nadie además de mí, ¿en qué momento consideró oportuno tratar de afectarlo?

—Mocosa, ¡aguarda! —La fricción resultante de engancharse a mi brazo, sin éxito, me produjo un escozor en la piel.

—¡Vete al carajo! Ya tuve suficiente de ti y tus cuestionamientos que no nos llevan a ninguna parte.

No iba a dejar que las probabilidades se multiplicaran. Emprendí la huida nuevamente, no solo de él sino de esa voz que me pedía concederle un espacio para hablar.

—Yo creo que no. —El realce de sus pasos me indicó que se encontraba de mal humor. No era el único.

—¿Y qué vas a saber tú sobre lo que yo siento? —Me detuve en seco para apuntarlo con el índice.

Se apresuró a sujetarme por la muñeca y comenzó a ejercer presión de manera gradual.

Resistí con valentía, me mantuve a la espera de que colocara el trozo de papel en medio de mis dedos y los cerrara para coaccionarme a conservarlo. Pensaba arrojárselo en la cara apenas lograse su cometido. Cuando percibió mis intenciones de mantener mi brazo libre fuera de su alcance, se valió de un movimiento fugaz con el que alcanzó a tomarlo.

Comenzamos una pelea de miradas portadoras de furia. Yo apretaba los dientes de vez en cuando para asirme de mi determinación e iniciar una labor de autoconvencimiento de que no me dolía en lo absoluto. No conseguí engañarme, su fuerza me superaba con creces.

En ese campo orbital se manejaba una tensión inaudita, en la que nuestras mentes se debatían entre la idea de ceder o continuar, al menos hasta que uno de los dos se diera por vencido. Me temblaron las vértebras cual cristal de una ventana ante el movimiento de las placas tectónicas. Mi rostro aumentó de temperatura a pesar del frío que flotaba a nuestros alrededores.

—¡Por favor! —gruñó sin dejar de mirarme.

Sus orbes lucían dolorosamente preciosas cuando estaba bajo los efectos de la ira. Se dilataban en un resplandor distintivo que yo había captado en más de una ocasión, y que en esta en particular no me generó sino ganas de permanecer impertérrita.

Comenzaba a temblar a causa del esfuerzo que coloqué sobre cada uno de los músculos del hombro y el brazo. En cambio, Levi se mantuvo inamovible.

—¡S-suéltame! —Rechinaba los dientes para contener la impotencia que me invadía—. ¡N-no puedes obligarme a escucharte!

Ya me había dejado en claro que me consideraba indefensa porque no contaba con los medios para salvaguardar mi honor. Así que, ante las reducidas opciones, le asesté un cabezazo.

No lo vio venir, como lo anticipé. Terminó soltándome, y después se alejó para sospesar el impacto. Mi cerebro rebotó contra las paredes craneales debido a una terrible jaqueca que me llevó a imitarlo, en afán de mitigar la molestia.

Una combinación de quejidos anegó el ambiente. Nos apoyamos sobre las rodillas, tratando de nivelar la respiración alterada. Unas gotas de sangre le brotaron de la nariz y trató de limpiarlas con la manga de la chaqueta, que ni por equivocación se atrevió a prestarme. Tampoco se lo habría pedido.

—Tienes razón —dijo con una voz que sonaba ronca, la cual me provocó un sobresalto, efecto de la contención que ejercía para mantenerse sereno.

Continuaba sopesando los daños colaterales a mi persona. Me sentía mareada y aturdida, todo me daba vueltas.

Molerlo a golpes no me parecía una opción conveniente, gritarle tampoco surtiría efecto. Por donde se analizara, estaba conversando con un muro impenetrable que no tenía presente el significado de «recíproco». Aun así, me empeñaba en demolerlo, lo consideraba una victoria personal un tanto egotista, cuyo fin era aumentar su propio desagrado.

—¿También te falla el oído? —ironicé.

—Pero en serio, necesito que lo hagas —añadió, pasando por alto mi reproche.

Su tono se súplica me convenció de que ya no tenía ningún motivo para seguir oponiéndome a él. De todas formas, también estaba exhausta en materia emocional.

El odio que me consumía comenzó a apagarse. Parpadeé en repetidas ocasiones y, de pronto, la calma se apoderó de mí. Reemplazó todo rastro de furia, odio y sed de venganza, dejando florecer el deseo de establecer paz como él me lo había pedido. Paz verdadera, no solo de imitación.

Lo extrañaba en demasía, era un hecho. Estaba dispuesta a pasar por alto sus atrevimiento y a brindarle el estatus posterior a un acto radical que quizá lo humillaba, aunque a mí me causaba un deleite inexplicable.

Levi me pareció el ser más frágil que alguna vez había estado delante de mí. El brillo de la noche reforzó la alegoría del ángel caído que estaba pidiéndome una tregua, un cese al fuego, que dejásemos de blandir las espadas y las convirtiéramos en rejas de arado.

El flujo de ira sufrió un atasco inminente, se veía en las venas de mis muñecas que se habían saltado y en los alrededores que se habían enrojecido por la fuerza que me había aplicado.

—¿Y qué? ¿No trucos ni condiciones? ¿Alguna treta de la que debería enterarme previamente, antes de quedar en ridículo? —inquirí con la poca suspicacia que logreé conservar.

—Lo haré de inmediato, si te parece bien. Aunque quizá podríamos... hablarlo —sugirió.

—Hubieras empezado por ahí.

—En mi defensa, puedo argumentar que no me lo permitiste desde un comienzo. —Encogió los hombros—. ¿No dijiste que estabas cansada?

Una media sonrisa le bastó para entender que había cedido.

Llevábamos un buen rato hablando en el alfeizar de la ventana, sin embargo, para mí solamente habían transcurrido unos cuantos segundos. Los pasillos se percibían solitarios debido a que la mayoría de los que no asistieron a la fiesta ya habían emprendido el viaje de regreso a su hogar.

Había archivado suficiente información sobre su niñez, crianza, amigos, pasatiempos, ocupaciones, objetivos a largo plazo... Incluso me confesó que había salido con Petra durante unas semanas, pero que por circunstancias ajenas a él nunca se animó a dar el siguiente paso. Se quedaron en la fase de los apodos extraños como «Capitán», porque él siempre fue un mandón de oficio. Y yo que me había creado escenarios comprometedores en los que habría empleado ese título.

—¿Qué problema tienes con mi amigo? Es decir, el día de la fiesta noté que se miraban con recelo. Sé que ya se conocían por lo que me contó Hange, solo que no he logrado dilucidar por qué se comportaron como perros rabiosos, sin ofender.

—Diferencias que tú no alcanzas a dimensionar —respondió, anhelando que no tratase de escarbar.

No parecía contento de que ahondara en sus razones. Mas no me iba a quedar conforme.

—Cosas de hombres, supongo.

Su corazón era como un jardín cerrado con llave, y yo ya no toleraría que la mantuviese fuera de mi alcance por un miedo insano a desvelar lo que había detrás de la reja. Estaba segura de que no podía ser tan terrible como él se lo proyectaba dentro de sus figuraciones.

—No sé qué habría pasado si no volvías —dijo tras ganar la batalla contra su miedo a no expresarse de manera ideal.

Cuando me rescataron, asumí que a él le daba lo mismo si estaba bien o no, dado que ni siquiera tuvo el decoro de acercárseme cuando lo necesitaba con urgencia. Así que ahora que estaba tan dispuesto a compartir lo que sentía realmente, a vaciar el tormento que oprimía su negruzca alma, me invadía una misteriosa sensación de familiaridad. La anhelé durante tanto tiempo, y ya que la veía cumplirse, no dejaba de sentirme intimidada.

—Lo que hace todo el mundo: continuar con su vida.

—No lo entiendes. —Vio el dolor en mis ojos y negó. No tenía una mejor respuesta a mi alcance, debería haberlo sabido.

—¿Qué es lo que debería entender? Es así de simple —continué—. Hange me hubiera llorado durante unos días, y después habría tenido que volver a sus ocupaciones cotidianas.

Anunciarían mi defunción en la escuela, quizá guardarían un minuto de silencio en una ceremonia solemne. Mi nombre sería mencionado en la lista de los que no consiguieron culminar sus estudios por causa de fuerza mayor. Mi muerte sería relevante durante una semana, como máximo.

La cantidad de personas que sufrirían por mi ausencia era notoriamente inferior a mis posibilidades de ser correspondida por él. Eso me consolaba, hasta cierto punto.

—¿Es así como mides el cariño que te tiene? —me reprochó el que me considerase a mí misma como alguien insignificante. Otro ejercicio del que él no estaba al tanto.

—Qué curioso que lo pregunte la misma persona que es incapaz de sincerarse respecto a un tema tan pueril. —Me miró confundido—. No te preocupes. No le contaré a nadie lo que eres capaz de decir en ese estado.

—Ya te había dicho que no me metí nada —se defendió—. Estaba molesto porque no me invitaste. En vez de eso decidiste llevar al... Decidiste llevarlo a él y no pude soportarlo.

Quise ponerle un alto. Era mil veces más fácil ignorar el contexto y recluirlo en la isla de asuntos incómodos antes que tratar de enfrentarlo con entereza, de hurgar en donde estaba prohibido.

—¿En serio me habrías acompañado? —La pregunta brotó de mis labios, sin tapujos.

—Por supuesto —respondió a la inmediatez. Y me sentí inclinada a considerar que era sincero.

—Uy, es que contigo nunca se sabe. —Me había aferrado a mis rodillas. Cuando decidió establecer contacto visual, comprendí que había llegado el momento tan ansiado. Me aclaré la garganta antes de añadir—: De acuerdo, vamos a lo más importante: ¿por qué el acercamiento en la fiesta?

—¿Qué?

—Lo que sucedió justo antes del... atentado —le aclaré—. ¿Qué pretendías con eso?

Retrajo el cuello con cierta timidez. Sabía que en el fondo estaba aguardando a que sacara el tema a relucir, solo que no había hallado la oportunidad. Ambos necesitábamos experimentar el efecto liberador que quedaba como remanente al confesarse. No podría considerársele como un abuso si él me lo había permitido.

Con dificultad, extrajo una hoja doblado en tres partes del interior de su chaqueta, en el mismo sitio donde había guardado mi confesión. Antes de entregármela, dudó al contraerla contra su pecho.

—¿Es lo que querías darme? —Él asintió. Dejé la mano extendida para incentivarlo, hasta que me aseguré de que la dejaría ir por completo.

Mis dedos temblaron al contacto con la carta. Moría por devorarme el contenido, pero a la vez me temía que fuese la última de sus bromas de mal gusto, la peor que alguna vez me habrían jugado. Si así resultaba, me aseguraría de enterrarlo junto con ella.

La abrí con sumo cuidado. Sufrí un colapso por el corazón latiendo al mil por hora, un hueco instalándose en mi pecho y un cese a las funciones racionales controladas por las neuronas que aún conservaba intactas.


Kiomy:

Sé que esto te va a parecer desconcertante a primera vista, pero debes saber que no encontré una manera más idónea de expresar un sentimiento que he mantenido oculto durante varios meses, que se me han hecho eternos. Siempre supe que llegaría el momento de enfrentarlos, aunque no sabía cómo.

Estoy consciente de que nuestro primer encuentro no fue el mejor, pero sí lo considero memorable, aunque jamás te lo haya dicho. Y no es lo único que mantuve para mí.

Cuando me miras con esos ojos inquisitivos siento que pierdo el control, que me desarmas, que mi voluntad emigra para no regresar a mí jamás. Eso me aterra como no alcanzarías a dimensionarlo. Me esmeré en darle nombre a aquella extraña sensación, y creo que finalmente lo logré. De hecho, se resume en una simple frase de dos palabras: me gustas.

Me gustas como nunca pensé que sucedería. Te he estado evitando porque estimé pertinente asegurarme de que esa sensación no era . Mas no fue así.

Es estúpido que consiguiera admitirlo tras ver la afinidad que eres capaz de establecer con otras personas, y no quería que ninguna de ellas se me adelantara. Lo supe esa noche en la que te vi tan radiante y angelical, pero tan lejana a mi persona. Puede que no merezca que me mires con los mismos ojos, y no te culparía si decidieras alejarte.

Si mis sentimientos no son correspondidos, sabré respetar tu decisión. Incluso puedes quemar este trozo de papel y fingir que jamás te lo entregué. Ahora bien, si me estoy adelantando a tu respuesta, sería gratificante saberlo, porque de este modo me encargaré de definir lo que voy a hacer para ganarme tu confianza, tu lealtad y tu preciado cariño.

No pretendo sonar tajante. Quizá ahora pienses que soy un idiota por no tener la valentía de decírtelo de frente, pero reitero, esto no es fácil para mí. Aunque estoy dispuesto a intentarlo si me das la oportunidad.


Levi

Este va dedicado a ohmysound. Ya te tocaba, te guardé tu sitio. Muchas gracias por continuar aquí y motivarme seguir actualizando durante lo que considero como una mala racha <3.

Una vez alguien me preguntó de dónde venía mi gusto por las cartas, y es simple: guardo ocasiones memorables de personas que se atrevieron a confesarme lo que sentían por escrito. Siguiendo ese modelo, no creo que sea del todo disparatado valerse de una.

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