Pradera entre nueves
Fuera de la escuela, los papeles con nuestras calificaciones nos seguían. A unos nos abrigaba u a otros apuñalaba hasta llegar a casa. Se volvía azul el día y por la mañana volvía rosado. Sonaba la puerta, en ligero rechinar temblante. Me sentaba con los apuntes frente al televisor. Y esperaba la llegada primero de mamá luego de papá. Y así hasta alcanzar la cena.
Ahora que he crecido, soy de una opinión terrible frente a esas reuniones de padres. En que los viejos y las señoras chismeaban de nosotros. Inocentes criaturas que somos, y revelaban nuestras vidas alzando sus voces para vencer al karaoke y a la resaca. Y acaso no hablaban de nosotros, sino de las fiestas pasadas. Los negocios fallidos, los desempleados y la señora que siempre habrá al lado o en la esquina. Pero entonces ¿Qué iba a saber? Ella llego ese día, al contrario de los demás. Con su falda de mezclilla y pulseras de oro fracturado. La habían traído, sacándola a jalones del carro. Son praderas, las memorias que conservamos de los nueve años. Más lucidas con más fotones de los recuerdos preescolares, tan cercanas sus flores a las brisas risueñas de la adolescencia.
Primero extrañas, y pasada la velada ya empezábamos a hablarnos. Se sentó con su celular en Instagram. Pero se removía una y otra vez. Me le acerque - Tienes hambre. - Se quito los auriculares me sonrió y dijo: - No tanta hambre así, es solo poquita ¿sabes? un espacio insignificante aquí bajo la blusa que me impide concentrarme. Era muy rara entonces, y ella, no sé. Dos semanas después, compartíamos clase y salón. Y nos queríamos. Éramos nosotras, los exámenes enfrente y el lápiz labial en la mochila.
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