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Aun sin noticias de los otros dos postulantes, intentaba no lucir nerviosa.
Estaba nuevamente frente a un potencial empleo que me diera la estabilidad laboral que no había podido conseguir en los últimos cinco años, durante los cuales repartiría mis horas entre el "home office" propuesto por un modesto estudio contable y las asesorías a pequeñas empresas que deseaban presentarse a licitaciones de obras públicas.
Paola Menestase, la responsable del área de recursos humanos, era agradable. Intercambiando intereses, hablándole de trabajos anteriores, de a poco configuraba el perfil de los empleados.
Citada en la sala de reuniones de un prestigioso banco de Mar del Plata, la carta de recomendación de "American Group" recién ahora y en este contexto, parecía dar buenos resultados.
Pisando los 40 años, con la experiencia que contaba sobre mis hombros, me sentía como pez en el agua en ese sitio. Respondiendo con fluidez, me sentía renacer.
Muchas veces Gisela y Érika me insistirían en regresar a mi viejo trabajo; por ellas, sabía que Astor se había mantenido al mando de la compañía dos años más, y que, de un día para el otro, pegaba el portazo.
Padre de un niño rubio como el oro, era poco lo que deseaba saber de él.
Mis amigas comprendieron que para que él fuese parte de mi pasado, yo necesitaba de su ayuda. Más precisamente, de sus silencios.
Y si de cambios se hablaba, había vendido mi departamento de Núñez.
Mejor dicho, había hecho la separación de bienes con Julián.
Dispuesto a cooperar, a entender que como pareja no teníamos futuro, había aceptado que me instalara junto a Iñaki en Mar del Plata, en aquella ciudad de hermosa playa y agobiante ritmo veraniego que había logrado ganar mi corazón.
Con otro número telefónico, otra dirección y otros planes, era una mujer libre y feliz. Mi hijo ya había cumplido 10 años y mis padres a menudo venían a visitarnos a nuestro nuevo hogar.
Haciendo cursos de jardinería, atenta a mis plantas, despuntaba un vicio imposible de descubrir en un balcón porteño.
Cuando necesitaba despejarme después de un mal día, caminaba por la playa, dejándome abrazar por el viento costero y acariciar por la arena, suave bajo mis pies.
Melancólica, también me preguntaba qué mérito había tenido Astor como para ser inolvidable.
A veces, me respondía que con estar en el momento justo, en el lugar preciso, bastaba. Otras, simplemente me conformaba con un "no lo sé" muy parecido a las cosquillas en el estómago.
A mi edad y con tanto recorrido comprendía que la vida no era lineal. Que los planes se rompían con frecuencia y que había que dejarse sorprender; no todo lo nuevo era sinónimo de desastre.
Sin pareja estable, me contentaba con salir con un par de madres del colegio a tomar algo por las tardes, o bien, con algún que otro candidato que se esmeraban en conseguirme.
Refunfuñando, aceptaban que alguien me había roto el corazón. O que yo, me lo había dejado romper y eso me había marcado lo suficiente como para no entregarme al amor por completo.
— Perfecto, decíles que pasen, por favor— Paola puso boca abajo su celular, al que acababa de dar las directivas—. Ya vienen los otros entrevistados —nos avisó.
El hombre de mi lado, resopló bajito. Era mi competidor directo y no se mostraba muy a gusto con la tardanza de los que aún faltaban en la reunión.
El toc toc en la puerta de cristal templado y opaco no se hizo esperar.
Paola, de metro ochenta y gran porte se disculpó, se puso de pie y abrió.
— Hola, buenas tardes, siéntense allí — amablemente indicó, señalando otras dos sillas amplias frente a mí.
Levantando mi mirada, perdida en unas notificaciones de mensajes, me encontré con que la realidad superaba a la ficción.
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