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Atrapado por su belleza interna y externa, mi cuerpo arremetió contra el suyo.
Sometiéndola a mis bajos instintos, la arrinconé contra unas rocas, donde podíamos guarecernos del público, y el oleaje apenas nos mojaba los pies.
Mezclando mi aliento con el suyo, inspirando su perfume dulce y veraniego, la enredé con mis garras y mis acciones.
Ella mordía mi hombro y yo, lamía su cuello; mis dedos buscaron el calor de su feminidad, ese rincón oculto que ya me había dado acceso y que tanto me gustaba tocar. Presionándola contra la piedra áspera, fundiéndonos en su solo gemido, la hice mía una vez más.
Pero Magali empezó a lloriquear de un modo desconocido y doloroso; sus manos, repentinamente, alejaron mi torso del suyo para buscar aire, respuestas o un sinfín de explicaciones que ninguno de los dos tenía.
— No más, Astor. No más...— acomodándose sus ropas se apartó de mí, de ese rincón oscuro que la llenaba de vergüenza.
Dando bocanadas, yo quedé boyando, a la deriva.
Mojando mis pies en el agua, arrojando piedras al mar, me perdí en la noche, en las estrellas y en la arena aun tibia.
Magali ya no quería más. Ese era su límite y yo debía respetarlo.
Aunque me significara una vida infeliz a partir de entonces.
Porque yo, junto a ella, había vuelto a sonreír a carcajada limpia.
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Desarreglado, llegué al hotel en plena madrugada. Acosta efectivamente, me había dejado un paquete a mi nombre. Llevándolo hacia mi cuarto, lo abrí y corroboré que era la documentación que le habíamos pedido semanas atrás.
Pero ahora, poco me importaba el trabajo sino soñar con la piel de Magali, con sus besos jugosos y sus espasmos en torno a mis dedos.
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