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30

Como un idiota, el momento de hablar había sido el peor y más desubicado del mundo.

La palidez en el rostro de Magali demostraba que me había equivocado; no intercedía en la reunión, se mostraba dispersa e incluso, incómoda con su propia ropa. La acababa de cagar completa porque si bien yo sentía más alivio, le había transferido a ella toda la carga de sabernos amantes ocasionales.

Arismendi era dicharachero, bastante más de lo que se había mostrado por teléfono. Dispuesto a ayudarnos, a brindarnos las herramientas necesarias para desbaratar el fraude, el agradecimiento por tomar el caso era, incluso, desmedido.

Invitándonos al Club de Golf, querían agasajarnos a lo grande. Peters, sin embargo, parecía querer algo más con Magali porque a pesar de estar más callada de lo habitual y no desplegar todos sus conocimientos, era una mujer atractiva.

De mirada profunda, sus labios carnosos a menudos se humedecían con el paso de su lengua en un gesto de nerviosismo extremo. Y todo gracias a mi oportunismo.

El más joven de los socios le ofrecía agua aun cuando la copa de la única mujer de la mesa estaba llena, le preguntaba por alguna que otra tontera laboral y hasta habló de unos parientes que también vivían en la zona de Núñez. Eso, y lo fanático que era de River y las veces que asistía al estadio Monumental acompañado de unos amigos porteños.

Entrada la tarde, tras una larga sobremesa, finalmente los socios se levantaron y comenzaron a saludarnos, destacando lo agradecidos que estaba con nosotros. Peters estuvo a punto de besar la mano de Magali, pero ella, no sé cómo, se la rebuscó para sacársela de entre las suyas y acomodarse el pelo.

Yo sonreí internamente pensando en un triunfo de mi ego.

Para cuando se fueron, ella continuaba nerviosa; de un sorbo tomó lo que le quedaba en la copa, más de la mitad de agua.

— Gracias por no tirarme por el hueco del ascensor —dije pensando en mi posible epitafio y, por qué no, titular de noticia policial: "aquí yace un estúpido jefe que hizo una estúpida confesión antes de una importantísima reunión".

Ella pasó la servilleta por sus labios, húmedos por el agua y ofreció una tregua: hacer de cuenta que nos habíamos conocidos en el momento que Graff lo había decidido.

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