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Decir que el trago hecho a base de Bayleys y licor de chocolate era traicionero, resultaba poco.

Yo no era de esas personas que andaban por la vida bebiendo alcohol sin parar, pero era justo mencionar que un vaso de cerveza negra bien fría los viernes a las 8 de la noche, no estaba para nada mal.

Sin embargo, en este preciso momento, todo estaba mal.

Érika y Gisela habían insistido mucho en venir a este lugar, a pocas cuadras de la oficina en la que trabajábamos hacía casi 10 años.

Como la mayoría de las personas que se dedicaban a las finanzas, mi vida transcurría entre planillas con innumerables celdas, curvas de inversión, cifras que arrojaban ganancias y pérdidas, verificaciones en cuentas bancarias, análisis de activos, pasivos y un submundo de fraudes y estafas financieras que también formaban parte de las auditorías a las que yo me dedicaba en el estudio.

Eso acaparaba mi tiempo como así también mi hijo de 5 años, quien acababa de ser retirado del colegio por Julián quien era tan buen padre como pésimo esposo.

No obstante, estábamos pensando en la posibilidad de darnos una segunda oportunidad después de tantos años juntos y vivencias compartidas.

Vacaciones en Puerto Madryn en la casa de sus padres, escapadas a Pinamar o Villa Gesell cuando teníamos un peso ahorrado; cualquier momento era el indicado para mojarnos los pies en el agua y soñar a lo grande: un casamiento (que finalmente existió, de bajo presupuesto pero joda al fin), una casa con parque ( de momento un departamento de tres ambientes en Nuñez, con un acotado balcón y dimensiones estrechas era lo más cercano a vivienda propia) y el juramento de un amor eterno ( un hijo en común había sido nuestra muestra más férrea).

Viéndose envuelto en situaciones poco claras con compañeras de su empleo, muchas horas laborales dentro y fuera de la oficina por parte ambos, exigencias de un lado y del otro...un combo maléfico que nos prometimos superar una y mil veces. Sin éxito.

Separados de hecho hacía más de dos años, manteníamos contacto por nuestro hijo.

Y dentro de ese contacto, también existía el acceso carnal.

"Es el padre de Iñaki", solía repetirme, a modo de excusa ante mi falta de iniciativa para buscar otro hombre con quién compartir cosas.

Pero siempre el resultado terminaba siendo el mismo: una gran ensalada de la que éramos los ingredientes perfectos.


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