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•Plaga al clima•


Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.

He empezado a adquirir el manga de InuYasha en físico y, la verdad, había olvidado muchos detalles de la historia, pero al volver a leerlo, me sorprendió lo crudo, oscuro y hasta sangriento que es. Tiene muchos elementos de horror que, sinceramente, me encantan, así que cuando escribo mis historias (esta y otras), me inspiro mayormente en el manga. Además, me he vuelto a obsesionar con Naraku (bueno, siempre ha sido mi favorito desde que era niña), así que trato de mantenerme fiel a su personalidad. No me gusta suavizarlo o "volverlo bueno", jajaja.

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Durante un par de semanas intensas, la agitación reinó entre todos. Clemens, Ake y Loptr se sumergieron en el tarea de llevar las ovejas a la granja. A pesar de las diferencias, la dinámica entre los dos hombres era jovial, repleta de risas y bromas, mientras que Loptr, con gesto adusto y distante, demostraba un inesperado pero valioso deseo de colaborar. Solveig sintió un alivio inmenso, consciente de la complejidad de aquel individuo: difícil, astuto y, para empeorar las cosas, peligroso. Sin embargo, a pesar de su naturaleza reservada y su falta de docilidad, en ocasiones lograba casi hacer a un lado esas preocupaciones al tratar con él.

El arduo trabajo se convirtió, de alguna manera, en una especie de liberación. Brindó un escape que le permitió apartar por un tiempo su dolor, otorgándole un respiro preciado que duraba al menos unas cuantas horas.

Las tareas se acumularon.

Tras reunir las ovejas tanto en el redil como en el prado, una encomienda titánica debido a su gran cantidad, llegó el momento de seleccionar las mejores para sobrevivir al invierno. Clemens y Ake desafiaron a Loptr a llevar a cabo el sacrificio, y lo hizo con una naturalidad desconcertante. Posteriormente, desollaron a las bestias y conservaron la carne metiéndola en salmuera o colgándola en el sótano para su secado al aire.

A lo largo del día, Solveig se encontraba sumida en ocupaciones que le dejaban poco espacio para cualquier pensamiento que no estuviera relacionado con el trabajo o el cuidado del pequeño Björn.

Sin embargo, el niño, a pesar de ser tranquilo y encantador durante el día, empezaba a llorar al caer la tarde, momento que llegaba más temprano en los oscuros días de invierno, prolongándose hasta que el cansancio finalmente lo alcanzaba varias horas después. Solveig intentaba tranquilizarlo acunándolo y tarareando canciones de cuna, pero parecía que nada lograba surtir efecto.

Aunque no exhibía signos evidentes de dolor y su fortaleza física se mantenía, las lágrimas seguían fluyendo. En lo más profundo de su corazón, creía que su propio sufrimiento se filtraba hasta el niño; que sus lágrimas eran un eco de las suyas. Frecuentemente, se unía a él, compartiendo esos momentos al borde de la cama mientras lo mecía. Sólo cuando Björn finalmente se quedaba dormido, le concedía un breve descanso, unas pocas horas para recuperarse.

A menudo, sus sueños estaban invadidos por enormes olas que embestían la costa, alcanzando la granja y hundiendo el lugar, arrastrándola a ella y al bebé hacia el océano. En ocasiones, se despertaba jadeando, sintiendo la asfixia del agua en su sueño. Otras veces, una imponente foca macho acudía en su rescate, manteniendo sus cabezas a flote entre las olas tumultuosas, permitiéndoles respirar profundamente hasta que la fuerza del agua los llevaba de vuelta a la orilla.

Dos días después de que Loptr sacrificara a las ovejas, vio que se apartó de Clemens y Ake, dejándolos para que se encargaran del proceso de despiece de la carne. Al mismo tiempo, Eoin se disponía a colgarla en el sótano y Deirdre tomaba la responsabilidad de trabajar con las pieles de las ovejas.

Mientras el bebé dormía plácidamente, ella se encontraba ocupada alimentando a las vacas con heno en el establo, en compañía del esclavo adusto que raspaba el estiércol. Entre ambos reinaba un silencio apenas interrumpido por el sonido del trabajo. Él mantenía el ceño fruncido y la mandíbula tensa, y aunque su semblante indignado podría haberle sacado una sonrisa, Solveig se resistía a permitirse ese atisbo de diversión.

Claramente, el hombre no tenía experiencia previa en el trabajo manual, y consideraba ofensivo limpiar el estiércol del cobertizo con una pala. Sin embargo, no podía quejarse: las dos vacas brindaban un calor adecuado, y Loptr se encontraba perfectamente resguardado del frío. Solveig, por su parte, estaba cómoda con el silencio que predominaba entre ellos, sin sentirse perturbada por la figura del esclavo. Se entregaba en total devoción a su tarea, esforzándose por vaciar su mente de cualquier pensamiento, como si intentara deliberadamente amortiguar los recovecos de su propia conciencia.

Eoin irrumpió en la puerta, su rostro reflejando urgencia al anunciar la llegada de un barco. De reojo, captó el momento en que Loptr se detenía de golpe, apoyaba la hoja de su pala en el suelo y giraba hacia ella. Un escalofrío de incomodidad y una pizca de miedo la invadieron al ser sorprendida por una visita inesperada. ¿Cuáles serían las intenciones de aquel recién llegado? Y mientras sentía la mirada escrutadora del esclavo de cabellos negros (notó que el cabello había empezado a crecerle a un ritmo asombroso), la sensación de inquietud se intensificaba. Loptr tenía ese don innato de generar incomodidad en quien sea que se cruzara en su camino, con sus ojos penetrantes escudriñando sin descanso, su silencio perpetuo y la reserva de sus cavilaciones. Su misterio era difícil de comprender, y esa sensación no le agradaba en absoluto.

—¿De quién es el barco? —inquirió de súbito.

Eoin negó con la cabeza, su visión ya deteriorada jugándole una mala broma.

—Necesito un arma.

Solveig se percató de que Loptr le hablaba a ella.

Al encontrarse con sus ojos, notó una calma inquietante en él; calma y una agudeza que la examinaba minuciosamente, como si estuviera midiendo cada movimiento suyo.

—Usa el hacha en la parte trasera del establo —respondió, sintiendo cierta reticencia al confiarle un arma. La sombra de la duda cruzó su mente, temerosa de que pudiera volverse en su contra. Sin embargo, en esa situación, no tenía más opciones. Loptr era alto y fuerte, y necesitaría su ayuda si aquellos hombres resultaban ser peligrosos.

—Entendido —respondió él, desapareciendo un momento para tomar el hacha.

Cuando regresó, ella le lanzó una mirada suspicaz y salió, indicándole que la siguiera. El barco ya estaba amarrado en la cala, y seis figuras se recortaban en contraluz mientras se acercaban a la finca. No podía distinguir quiénes eran debido al resplandor desfavorable.

—Se trata tu hermano —dijo Loptr.

Ella parpadeó, centrando su atención en los visitantes, sorprendida al reconocer que Loptr tenía razón.

—Eres muy observador —murmuró, apreciando la perspicacia de su insufrible esclavo.

El silencio se convirtió en su única respuesta mientras él se desplazaba discretamente, colocándose un paso detrás de ella, como si ofreciera una sombra protectora.

¿Podría confiar en él?

La ausencia de Clemens y Ake, quienes normalmente tomarían esa posición, generaba dudas.

¿Dónde se encontraban ellos en este momento?

No había tiempo para esas preguntas; resolverlas tendría que esperar. La melena roja y la barba igualmente roja del hombre que caminaba con Ivar lo hacían inconfundible.

—Viggo Bjarnarson. El hermano de mi esposo —mencionó, notando cómo Loptr soltaba un gruñido apenas audible.

¿Qué querían aquellos recién llegados?

Ella deseaba estar a solas en ese momento. No tenía ganas de compañía ni de conversaciones. Suspiró, visiblemente contrariada, y sacudió la cabeza con fastidio. Sin embargo, al instante siguiente, enderezó su postura, dibujó una sonrisa acogedora en su rostro y descendió para recibir a los visitantes, extendiéndoles una invitación a entrar, comer y beber en la casa. Un firme vistazo dirigido a Loptr bastó para comunicarle que era hora de volver a trabajar. Se sintió aliviada al verlo inclinar la cabeza y dirigirse hacia el establo justo cuando ella atravesaba el umbral de la puerta. Solveig intuía que él se encontraría justo al otro lado, lo bastante cerca como para acudir a la casa si la situación lo ameritaba, pero Loptr había demostrado que sabía mantenerse distante. A pesar de ello, no se permitió soltar ni un suspiro, tensa y alerta debido a la llegada de los dos hombres.

Les volvió a extender su invitación para sentarse, les ofreció pan y queso, mientras Deirdre les servía una jarra de cerveza ligera. Luego, ella ocupó el asiento principal de su esposo, dejando en claro quién llevaba las riendas en ese lugar.

—Hermana, parece que has logrado que ese esclavo tan altivo trabaje —bromeó Ivar.

—En realidad, demuestra ser sorprendentemente capaz y útil —respondió ella.

—De hecho, parece menos famélico.

—Le das demasiada comida —comentó Viggo—. Lo estás malcriando.

Observó al hombre con frialdad y sintió cómo la ira comenzaba a ascender por su garganta. ¿Quién se creía él para juzgarla? Era la dueña de esa finca, por más pequeña que fuese, y hacía lo que quería, incluso en lo que concernía a Loptr.

—No me preocupa que mi decisión de alimentar a mis trabajadores cause problemas a alguien más.

Viggo soltó una risa burlona, su actitud desdeñosa apenas disimulada bajo su gesto desinteresado.

—Ese esclavo no es más que un ladrón. No deberías preocuparte por él. Estoy seguro de que pronto te cansarás de su insolencia.

—Te aseguro que su insolencia no será la causa de mi cansancio. Tengo otros asuntos más urgentes que atender.

Viggo alzó ambas cejas con expresión condescendiente, y ella no pudo evitar que un tic de ira torciera sus labios. Loptr podía ser un idiota, pero también demostraba disposición para trabajar y mantenerse en su sitio. Por esa razón, ella lo alimentaba generosamente, reconociendo que necesitaba conservar su fuerza.

Ivar soltó una risa suave.

—¿Y cuál es el propósito de su visita? —preguntó luego, sin rodeos.

Viggo rió entre sorbos de su copa.

—Directo al grano, ¿eh?

Su hermano esbozó otra sonrisa y se aclaró la garganta.

—Necesitas ayuda en la granja. No puedes quedarte completamente sola.

—No estoy sola —respondió con un tono seco y agudo, cargado de enojo. Él rió de nuevo, aunque su sonrisa parecía forzada.

—Estos esclavos tuyos están envejeciendo. El altivo se venderá cuando llegue la primavera. En cuanto a Clemens y Ake...

Sintió una punzada de dolor mezclada con miedo, anticipando lo que estaba a punto de decir.

—Si quieres retenerlos, necesitas un marido.

Eso era todo.

Una viuda sin fortuna no tenía la suficiente influencia como para mantener a guerreros basándose únicamente en su reputación.

Ivar y Viggo habían llegado con una propuesta en mente.

Sin preocuparse por la formalidad, movió la barbilla en dirección al segundo hombre.

—¿Él, cierto?

Viggo inspiró profundamente, pero ella lo cortó antes de que comenzara a hablar:

—¿Tu hermano lleva muerto menos de un mes y ya estás deseando follarte a su viuda?

—Mira, no es lo que piensas.

—¿En serio?

—Puedo ver lo duro que trabajas. Has sido una excelente esposa para mi hermano. Una mujer de tu calibre no debería malgastarse casándose con alguien ajeno a nuestra familia.

Ella se puso de pie, indignada, apretando los puños a los costados.

—He sido una excelente esposa para tu hermano porque lo amaba. No siento ningún afecto por ti, Viggo. Tu hermano nunca se burló de mí, nunca me humilló como tú te has permitido hacer.

Su voz temblaba de rabia y las lágrimas de furia le picaban los ojos. Necesitaba salir un momento. La sonrisa insolente de Viggo sólo empeoraba las cosas. Respiró hondo dos veces, tratando de tranquilizarse.

—Nunca me casaré contigo. No puedo unirme a alguien a quien que no respeto —logró decir con firmeza—. Siéntete libre de tomar otra copa y luego vete. Tengo trabajo que hacer.

Deirdre trató de detenerla cuando se precipitó hacia el umbral, pero ella apartó su mano.

—Señora, ¿dónde...?

—¡Déjame ir! —gritó, avanzando desesperada hacia el acantilado oriental. Era su escondite preferido, un lugar elevado sobre el océano, donde sólo se divisaban el cielo y el agua. Allí, se sentía suspendida entre las nubes y las olas. Marchaba con rapidez, llena de furia, las lágrimas de dolor empañando sus ojos pero no disminuyendo su paso.

¿Por qué no podían permitirle vivir su luto en paz?

¿No podían darle un respiro?

Se sintió abrumada por la impotencia.

No quería a Viggo, a quien despreciaba, pero reconocía la razón de su hermano. Una mujer casada era respetada, mientras que una viuda sin fortuna era vulnerable.

Al alcanzar la cima del acantilado, fue recibida por una ráfaga de viento furioso. Las nubes oscuras colgaban pesadamente sobre su cabeza, envolviéndola en una gruesa neblina. Las olas, de un gris pizarra inquietante, rompían contra las rocas bajo sus pies. Era el mismo mar que se había tragado a su esposo, dejándola sola y a merced de los designios de los hombres de su familia.

—¡Frigga, ayúdame! —suplicó, con el rostro alzado hacia el cielo—. ¡Oh, Gran Frigga, te ruego, protégeme!

Escudriñó entre las nubes oscuras en busca de algún indicio, pero en vano. Nada parecía mostrarle que la Diosa estaba escuchando, que alguien entendía la profundidad de su sufrimiento. Se sintió sola en su dolor. Cayó de rodillas, balanceándose, envuelta en llanto y llenándose de resentimiento.

Su odio hacia el mundo crecía.

Detestaba la soledad, aborrecía sentirse constreñida como mujer, obligada a cumplir los deseos de otros.

Ivar había decidido el nombre de su hijo sin su consentimiento. Había insistido en traer al astuto esclavo aquí. Ahora, nuevamente quería tomar decisiones por ella, casarla con un hombre indigno, poner fin a su período de luto. No. No, no iba permitirlo.

Elevó la voz hacia el cielo, maldiciendo las nubes que eran tan oscuras como sus pensamientos.

Dirigió sus gritos al mar, desahogando sus insultos hacia las olas que le habían arrebatado al padre de su hijo.

Clamó y vociferó hasta que su garganta le ardió y sólo pudo sollozar amargamente. Se acurrucó sobre sí misma, tendida en la hierba, sintiendo cómo se hundía y se ahogaba en su dolor, hasta quedar exhausta y entumecida, envuelta en una sensación de vacío.

En algún punto, una mano la sacudió por el hombro y entreabrió un ojo. Sus párpados le escocían y ardían, y una punzada de dolor martilleaba su sien. Gruñendo por el esfuerzo, giró sobre su espalda y se cubrió la frente con la palma de la mano.

—Señora, ¿está bien?

No, claramente no lo estaba. ¿Acaso no era evidente?

En la penumbra del crepúsculo, divisó a Eoin agachado a su lado, observándola con inquietud.

—La noche cae, es hora de volver a casa. No debería quedarse aquí —advirtió el anciano.

El cansancio la había vencido, dejándola quizás dormida. Solveig se incorporó, apoyándose en un brazo.

Loptr se encontraba cerca, sosteniendo las riendas de su caballo con una mano.

—¿Por qué trajiste el caballo? Puedo caminar sin problemas —su voz sonaba ronca, casi como un graznido, y con cautela se palpó la garganta adolorida con las yemas de los dedos.

—Deirdre quería que lo hiciéramos. Estaba preocupada de que no volviera —dijo Eoin.

Inhaló profundamente y se alzó, sintiendo el temblor en sus piernas. La fatiga la envolvía, pero a pesar de ello, se enderezó, intentando proyectar fuerza e invulnerabilidad. Sabía que como señora de la casa, el nuevo esclavo necesitaba una imagen firme.

Eoin hizo un gesto con la mano hacia Loptr, quien se aproximó con el caballo y se detuvo junto a ella. Una mirada sombría le fue dirigida por el hombre, y antes de que pudiera hacer algo más que gritar de indignación, él la alzó por la cintura y la sentó en la silla. En respuesta, ella le propinó una bofetada cargada de toda la furia que sentía, esperando que su golpe fuese ácido y punzante.

—No vuelvas a tocarme, o juro que te cortaré las manos —siseó, y el brillo de odio en los ojos de Loptr le provocó un escalofrío, como si la crueldad del invierno hubiera penetrado en sus huesos.

—En circunstancias distintas, te arrepentirías amargamente —gruñó él.

Oh, no. Ella no iba a permitir esto. Le hizo un gesto a Eion para que no interfiriera. Necesitaba demostrarle al esclavo quien era la que tenía las riendas en el asunto.

—Las circunstancias siempre cambian —aclaró—. Y te aseguro que no volveré a permitir que pongas tus manos sobre mí sin mi consentimiento. No toleraré ninguna falta de respeto, ¿entendido?

—¿No te parece gracioso, mujer, que intentes mostrarte firme cuando claramente eres presa de tus propias emociones?

—¡Tú eres el esclavo aquí! —replicó, con un estremecumiento recorriéndole la espalda ante la indiferencia en sus ojos—. ¡No tienes derecho a levantar ni un solo dedo en mi contra! ¡Ni tú ni nadie!

La brisa gélida se colaba entre ellos, la noche empezaba a extender su manto oscuro sobre el acantilado, pero el aire entre Solveig y Loptr estaba cargado de electricidad. Loptr, en un gesto desafiante, se acercó un paso.

—No tienes idea de lo que soy capaz. La ignorancia siempre lleva a las mismas conclusiones equivocadas. Si bien puedo ser tu esclavo, eso no me hace impotente.

Sus ojos se estrecharon con ira. No permitiría que su voluntad flaqueara frente a la intimidación de un simple. No había mentido cuando le dijo a Viggo que había asuntos más cruciales que la tonta rebeldía de Loptr. Sus labios se tensaron en una línea firme, y con un gesto rápido, agarró la crin del caballo para mantener el equilibrio mientras se inclinaba, su rostro mostrando una feroz determinación y los dientes al descubierto.

—Tu pasado ya no importa. En este momento y bajo estas circunstancias, eres mi esclavo —siseó, tomando la cadena que colgaba de su cuello entre dos dedos, tirando bruscamente de ella para recalcar su punto.

Sin embargo, un quejido de dolor escapó de los labios de Loptr, y de ella también, al sentir una potente ráfaga de calor salir del grillete, haciendo que él diera un paso atrás. El caballo, agitado, relinchó y pateó el suelo con nerviosismo ante la inquietante manifestación.

—¡¿Qué fue eso?! —graznó Eoin a pesar de su media ceguera.

Solveig se tambaleó, soltando la crin del caballo. Los ojos de Loptr, fijos en ella, reflejaban una extraña mezcla de sorpresa y desconcierto mientras el metal en su piel brillaba con un tono rojizo, como si hubiera cobrado vida propia.

—¿Qué... qué es esto? —balbuceó Solveig, entre jadeos, tratando de comprender lo que acababa de ocurrir.

Sus latidos se dispararon como tambores en la noche, una sensación de picazón ardiente extendiéndose por sus dedos, a pesar de no encontrar ni una sola señal visible en su piel. Aquello era más que extraño: era completamente antinatural. Al alzar la mirada hacia el hombre, notó cómo desesperadamente había tirado de la tela de su ropa, deslizándola entre el grillete y la piel de su cuello, como una barrera improvisada contra el contacto del metal abrasador. Sin embargo, el brillo incandescente que una vez emanaba del collar había desaparecido.

—Nada que te incumba, señora —siseó de nuevo, su tono burlón cargado de malevolencia, mientras sus ojos destellaban. Solveig no sólo escuchó sus palabras, sino que las sintió retumbar en su mente, un gruñido siniestro que pretendía infundirle miedo.

La respuesta desafiante de Loptr hizo que retrocediera con el caballo, preguntándose qué clase de secretos desconocidos estaban encerrados en ese hombre. ¿Cómo era posible que no sólo hubiera escuchado sus palabras, sino que resonaron directamente en su cabeza? Aquello no tenía sentido, nada de lo que estaba ocurriendo tenía lógica. Apretó los dientes, resistiendo la urgencia de retroceder aún más, negándose a mostrarse débil. Eoin, observando la escena, dio un paso hacia adelante, listo para intervenir si la situación se tornaba aún más tensa.

—Deberíamos regresar...

—No tienes derecho a amenazarme —dijo, intentando recuperar su compostura, aunque su voz apenas superaba un susurro—. Sea lo que seas, no importa. No te permito alzar la voz o actuar de manera hostil hacia mí.

Loptr, con ese brillo malévolo aún presente en sus orbes, mantuvo su mirada fija en ella, como si estuviera calculando sus movimientos.

—No estoy amenazándote, señora. Tan sólo advierto que hay ciertos límites que deberías considerar —respondió con voz áspera.

¿Qué?

Un ceño fruncido marcó su rostro al presenciar esa sonrisa insolente y desquiciada, encendiendo su ira como una chispa voraz en un lecho de heno seco.

Con la mandíbula tensa por la furia, clavó las espuelas en su caballo y se precipitó hacia él, obligándolo a moverse rápidamente para evitar el embate del animal. Si el hombre no se hubiera movido, ella habría instigado a su mascota para que lo aplastara bajo sus cascos, porque aquel sujeto era indudablemente despreciable. Era tan vil que merecía ser pisoteado por todos los caballos. ¿Cómo se atrevía a tocarla de esa manera, sin siquiera haber pedido permiso, incluso si era para asistirla? ¿Y cómo se atrevía a dirigirse a ella de ese modo, como si fuera él el maestro y Solveig su mera inferior?

Quizás Viggo tenía razón. Tal vez había estado siendo demasiado indulgente. Sería necesario corregir eso.

Solveig detuvo al animal.

—Esta noche no habrá comida para ti, esclavo —declaró con voz seca sin siquiera girarse—. Comerás cuando demuestres respeto.

Loptr, por su parte, no emitió palabra alguna a su amenaza. En su lugar, se limitó a asentir con un gesto ligero de cabeza, como si aceptara silenciosamente su castigo.

—Es tu decisión, señora —dijo finalmente, con una voz mesurada pero fría.

Su rostro apenas mostró una mueca, apenas un indicio de sonrisa, como si encontrara algo de satisfacción en su actitud desafiante. Con calma, se ajustó la ropa y se aseguró de que el caballo de la mujer estuviera calmado, manteniendo su compostura ante el inminente hambre que le aguardaba esa noche. A pesar de ello, parecía estar seguro de sí mismo, como si estuviera acostumbrado a desafíos mucho mayores.

—Regresemos —dijo Eion—. Lamento haber permitido esto.

Solveig, envuelta en su propia indignación, apenas prestó atención a las palabras de disculpa del esclavo más viejo. Su mente estaba ocupada pensando en cómo manejar la situación con Loptr.

A medida que avanzaban, la luna se alzaba en el cielo, derramando su luz plateada sobre el camino. El frío nocturno se filtraba a través de sus ropas, pero ella ni siquiera lo notaba. Sus pensamientos estaban fijos en el esclavo y la extraña reacción que había ocurrido entre ellos. ¿Qué era ese destello de calor que los había afectado a ambos? Sabía que debía abordar el incidente, pero no ahora, no en medio de la oscuridad y la tensión que emanaba de ese hombre misterioso.

Al llegar a la casa, descendió grácilmemte del caballo, sintiendo cómo su cuerpo entumecido respondía a la fatiga. Observó a Loptr, quien guió al caballo de vuelta al establo con una destreza notable.

Aunque irritada, debía admitir que el hombre sabía hacer su trabajo.

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Reclinado en la penumbra, sobre el lecho de paja que crujía bajo su peso, Naraku se encontraba inmerso en sus cavilaciones. El hambre le punzaba el estómago y le recordaba que esta noche no obtendría comida, tal como ella había amenazado. Pero estaba bien con eso; prefería mil veces la consistencia de la crueldad humana a la volubilidad de los cobardes que cambiaban de opinión con la misma facilidad que las veletas en el viento.

La mujer... o tal vez debería llamarla niña, dada su juventud, ¿cómo había podido percibir la magia en su grillete, y aún más, manifestarla? La piel de su cuello seguía molestándolo después de haber recibido el embiste del metal caliente. La sensación que recorrió su cuerpo cuando ella tocó su cuello fue inusual, curiosa y, de alguna manera, reconfortante. ¿Podría ser que esa viuda tuviera algún tipo de habilidad única? Quizás, sólo tal vez, podría resultar útil en el futuro.

Debería mantenerla bajo estrecha vigilancia, pues percibía cómo su pesar la llevaba a alejarse. Resultaba sorprendente, incluso para alguien tan astuto como Naraku, ver la profundidad del apego humano; su duelo parecía genuino, casi lo suficientemente convincente como para tocar una fibra sensible en él, si alguna vez se hubiera preocupado por seres tan efímeros y si su corazón no estuviera tan ajado, o si en algún momento hubiera sido una persona compasiva. Pero no lo era, y su dolor le importaba tan poco como las flores en invierno, destinadas a marchitarse y morir.

La mujer había desafiado ferozmente a su hermano y al hombre que éste último le había traído, impulsada por la lealtad hacia su difunto esposo. Pero también había un rastro de orgullo en su resistencia, evidente en el desdén con el que lo miraba y en cada palabra que pronunciaba. Además, ella no estaba lista para depositar su confianza en él, pero aún así anhelaba que Naraku la protegiera. ¿Por qué, entonces, le habría revelado dónde encontrar un hacha si no fuera así? Después de todo, Naraku había desempeñado con habilidad su papel, manteniéndose cerca de ella y dejándole entrever que, a su manera retorcida, era digno de confianza. Sin embargo, ella seguía desconfiando, y él tendría que tener una paciencia extraordinaria si quería cambiar ese hecho.

No obstante, su frustración crecía sin cesar mientras permanecía atrapado en esa roca desolada, azotada por los furiosos vientos. Lejos de su hogar, había transcurrido un largo y tortuoso período desde que la repulsiva bruja albana lo había capturado y encadenado, reduciéndolo a esta criatura patética. La vieja bruja había contado con la ayuda de los Elfos, un conjunto de criaturas astutas pero poco confiables; ella le había guardado un gran rencor desde que lo había encontrado entre las piernas de su dulce y encantadora hija.

Naraku tenía mucho conocimiento sobre la magia, particularmente la llamada magia de sangre, un arte practicado principalmente por humanos y criaturas que sentían una afinidad innata hacia ella. Sin embargo, a pesar de su conexión ancestral con esta forma de magia, algo había cambiado en él. La esencia mágica que fluía por sus venas difería de la que alimentaba a los monstruos menos especializados en ella, pero en su estado actual, había perdido el ardor y la pasión que solían acompañar su práctica. ¿Acaso la bruja había empleado magia de sangre para sujetarlo y mantenerlo atado? ¿Podría ser la sangre de su propia hija el vínculo utilizado?

Posiblemente.

Muy probable.

Después de todo, la niña había sangrado cuando él la tomó. Era ampliamente conocido que la sangre de una virgen tenía muchas propiedades. Entonces, ¿sería necesaria la magia de sangre para liberarse de sus ataduras? Él albergaba dudas al respecto, especialmente después de que la viuda detectara la presencia mágica en su collar durante su pequeña exhibición.

Una criatura sorprendentemente sensible.

La idea provocó una sonrisa maliciosa en sus labios. Había infinitas maneras de explorar la sensibilidad de ella. Después de todo, su presa no carecía de belleza, pero persuadirla para que lo liberara antes de la llegada de la primavera sería crucial para sus planes. «Quizás ni siquiera sea algo tan difícil», reflexionó para sí mismo. Sin embargo, por el momento, tendría que esperar pacientemente. La torpe viuda estaba demasiado ocupada lamentando la pérdida de su estúpido marido.

Se arrodilló con gracia, dejando que sus piernas se doblaran bajo él, y apoyó los antebrazos sobre las rodillas en una posición de concentración. Las palmas abiertas se alzaron hacia el techo, como si estuviera invocando fuerzas ocultas. Cerrando los ojos, comenzó a mover los dedos con destreza, buscando conectar con su poder interior, como hacía cada noche. Al principio, el vacío lo llenaba, sumergiéndolo en un abismo de incertidumbre, mientras un pánico persistente lo envolvía, apretando su alma como una red de espinas.

Habían transcurrido meses infernales, pero al menos el camino del bandidaje le ofrecía una salida. Para él, robar y matar eran tan instintivos como respirar.

Después de todo, había nacido con ese conocimiento arraigado en su ser: todo lo que había sido Onigumo ahora habitaba en Naraku.

Pero con el paso del tiempo, comenzó a percibirlo: una pequeña chispa de calor ardiendo en lo más profundo de él, apenas lo suficientemente fuerte como para convertirse en llama, pero aún así presente. Nutrió la idea de que esta llama crecería día tras día, hasta volverse lo bastante poderosa como para liberarse de cualquier brujería que lo mantuviera aprisionado. No obstante, la decepción lo invadió cuando se dio cuenta de que sólo podía conjurar un débil remolino de calor, y nada más. Sabía que si se esforzaba demasiado, agotaría el poco poder mágico que le quedaba, dejándolo sin reserva alguna en los días venideros.

Inhaló profundamente, purgando su mente de cualquier pensamiento que no estuviera ligado a su propio poder, anhelando sentirlo fluir por sus venas, convocándolo con fervor.

Nada.

Volvió a tomar una profunda bocanada de aire y, al exhalarlo lentamente, hizo otro intento.

Y una vez más, el resultado fue el mismo: nada.

Una sacudida de desilusión agitó su mente antes de que se recompusiera.

Dentro de la casa, el sonido de pasos ligeros sobre el suelo de tablas resonaba en la oscuridad de la noche, mientras todos dormían.

Una sonrisa astuta se dibujó en sus labios.

Era una criaturita curiosa, en verdad.

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Finalmente, el bebé cayó en un sueño profundo. Después de horas de llanto incesante que habían drenado su paciencia, la casa quedó sumida en un profundo silencio. Solveig se dejó caer exhausta en su silla. El día había sido agotador y sólo quería dormir, pero su mente bullía con pensamientos que se resistían a concederle eso.

Había permitido que la pena y la ira la consumieran durante horas hasta quedar exhausta, durmiéndose finalmente sobre la hierba húmeda, sólo para ser despertada por sus sirvientes, quienes la sacudieron con cuidado para devolverla a la realidad.

Este pensamiento hizo que reflexionara sobre el incidente con el collar de Loptr.

Recordó el repentino estallido de calor que le había abrasado los dedos y la piel del cuello, como una lengua de fuego que luchaba por liberarse de su prisión.

Estaba completamente segura de haber visto el collar brillando con una luz sobrenatural; incluso Eoin lo había presenciado. Sin embargo, sólo una explicación le venía a la mente.

Hechicería.

La mera idea le erizó la piel y se frotó los brazos para aplacar la sensación.

¿Quién diablos era ese hombre?

Volviéndose inquieta en su cama, llegó a la conclusión de que necesitaba urgentemente respuestas. Con cuidado para no perturbar el sueño de su hijo, se incorporó y se vistió con sus pantalones de trabajo y una túnica de lana. Luego, de manera furtiva, salió de la casa y se dirigió al establo de las vacas por la puerta lateral. Con los brazos en alto para proteger la débil llama de su lámpara de grasa, hizo una mueca ante el chirrido de la puerta al abrirse.

Al principio, apenas podía distinguir nada en la oscuridad del establo, esperando pacientemente a que sus ojos se adaptaran. El único sonido era el ritmo pesado de la respiración de las vacas y ocasionalmente el golpeteo de un casco contra el suelo. Tras unos momentos de espera, avanzó cautelosamente hacia el rincón más alejado del establo, donde el esclavo solía descansar en su cama de paja.

No pudo determinar si Loptr también estaba despierto hasta que lo divisó, sentado sobre la paja, con la espalda apoyada contra la pared de tablas que separaba el cobertizo, con las piernas extendidas ante él. Sólo alcanzaba a distinguir su imponente figura, porque su rostro se perdía en las sombras.

—¿A qué debo el placer de tu visita nocturna, joven señora?

El bajo silbido que empleó para enfatizar la última palabra con arrogancia le produjo un nudo en el estómago. Se dio cuenta de que había cometido un grave error. Se había puesto en peligro al venir aquí sola y desarmada, sabiendo que en el cobertizo había un hacha que él podría utilizar para herirla, e incluso matarla. Tragó saliva con nerviosismo, su mente divagando hacia la daga que había dejado cuidadosamente escondida debajo de la almohada. Sin embargo, se esforzó al máximo por mantener una apariencia de seguridad y tranquilidad.

—Cuéntame sobre tu captura.

—¿A esta hora de la noche? ¿Tan desesperada estás por entablar una conversación?

—¿Quién te encadenó? ¿Y por qué? —sus palabras vacilantes escaparon de sus labios antes de que pudiera contenerlas—. ¿Quién eres realmente?

Loptr soltó una risa maliciosa.

—Vaya, parece que tienes mucha curiosidad, ¿no?

Tan insolente como siempre, este hombre nunca perdía la oportunidad de ponerla a prueba día tras día. Aunque su ira se había extinguido por el momento, decidió responder con una serenidad calculada:

—Tú eres mi esclavo y tengo todo el derecho a preguntarte estas cosas.

—Estoy esclavizado por ahora —respondió él en un tono siniestro.

Loptr permitió que el silencio se extendiera, y al ver que ella no se movía, con un gesto aristocrático de su mano elegante, una invitación que parecía fuera de lugar para un esclavo, le indicó que tomara asiento. Ella frunció el ceño, titubeando por un instante antes de finalmente ceder. Decidió pasar por alto su sonrisa socarrona mientras se acomodaba en el suelo, con las piernas cruzadas sobre la paja. Utilizó un balde volteado como soporte para su lámpara, cuya luz titilante iluminaba apenas lo suficiente como para revelar el rostro pálido y la mirada penetrante de Loptr.

—Claramente, no soy de aquí. Me topé con estas tierras durante mis deambulaciones por el mundo. Me involucré en ciertas actividades con los Elfos y estaba a punto de asistir a una audiencia con su majestad el rey, pero las circunstancias se complicaron.

—¿Elfos?

¿Conocía personalmente a los elfos? ¿Aquellos mismos seres espirituales de la tierra que la gente veneraba con sacrificios en cada estación? ¿Y tenía tratos con ellos? ¿Qué tipo de negocios podría alguien entablar con los Elfos, y más aún con su rey, aparte de buscar su favor y protección?

—¿Vas a interrumpir cada una de mis palabras o vas a tomarte el tiempo para escuchar?

Ella parpadeó, sintiéndose repentinamente transportada a su infancia, como si fuera una niña pequeña reprendida por su padre autoritario. Desconcertada, ni siquiera supo qué replicar.

—Una mujer, una völva, una bruja, para ser precisos, me ofreció hospitalidad. Resulta que su hija también era extremadamente hospitalaria. Y un poco demasiado ruidosa, considerando que pronto me encontré compartiendo la cama con ella, lo cual no pasó desapercibido para su madre, claro está. Pero eso es lo que sucede cuando te hallas en compañía de mujeres así: siempre dispuestas a acoger a un extraño, incluso en su propia cama.

Solveig tragó saliva.

Por supuesto, añadiría libertinaje a su ya evidente arrogancia, consolidando su imagen como un hombre detestable en todos los aspectos.

—Sea como sea, al despertar por la mañana me encontré encadenado —suspiró con amargura, dejando un rastro de desdén en cada palabra—: Privado de mi poder, como si fuera una vulgar marioneta en manos de algún caprichoso titiritero.

Ella parpadeó con mayor frecuencia y abrió los labios como si estuviera a punto de hablar, pero luego reconsideró, conteniéndose para evitar cualquier posible reprimenda por interrumpir de nuevo.

—Adelante, haz tu pregunta —dijo Loptr con un tono altanero y condescendiente que ella se esforzó por ignorar, aunque le resultaba difícil no sentir el peso de su arrogancia en cada palabra.

—¿Tu poder? ¿A qué te refieres exactamente con eso? —inquirió, tratando de mantener la compostura a pesar de la confusión que sentía ante las revelaciones de Loptr—. ¿Y por qué tu collar... ?

El hombre se rió entre dientes, como si la pregunta le resultara sumamente divertida.

—¿Esto es a lo que has venido, verdad? ¿Para indagar sobre mi collar? ¿Para descubrir qué ocurrió hoy cuando lo tocaste?

—Sí.

—Entonces, usa esa materia gris, humana. No eres tan torpe como para no darte cuenta. Lo que experimentaste fue, obviamente, magia.

Ella frunció el ceño, su mirada penetrando la penumbra mientras luchaba por dejar de lado el insulto. Observó detenidamente su rostro pálido y los ojos extrañamente rojizos, que a veces destilaban odio, ira o malevolencia, pero ahora brillaban con una mezcla inquietante de arrogancia y astucia. Era como si disfrutara viéndola resolver un enigma difícil, como si cada interacción fuera otro movimiento en un juego retorcido que sólo él conocía.

—Eres de la realeza —ofreció, tratando de encontrar un terreno común.

—Bueno, eso es evidente, ¿no crees? Incluso un niño podría haberlo imaginado —respondió con un tono burlón, desestimando su comentario como si fuera insignificante.

Ella se mordió el labio inferior y frunció el ceño; el cansancio se había acumulado, pesando en su mente como un velo denso que dificultaba cada pensamiento y acción.

Loptr dijo que estaba dotado de magia y que el collar que la bruja le había puesto en el cuello lo privaba de sus poderes. Además, era fuerte, superando con creces a cualquier otro hombre que Solveig hubiera conocido. Sus músculos, cincelados con determinación, irradiaban una firmeza que imponía respeto. Y su resistencia era excepcional; parecía que podía mantenerse en pie durante días sin desplomarse.

Él también se divertía burlándose de todos y, ¿acaso acababa de referirse a ella como humana?

Una epifanía golpeó su mente con la fuerza de un rayo, sus ojos abriéndose de par en par cuando la verdad se desplegó ante ella. Se enderezó de golpe, su respiración pesada resonando en la habitación mientras retrocedía unos pasos, oscilando entre la incredulidad y temor. ¿Podía ser siquiera humano aquel ser que tenía delante?

—¿Qué eres realmente, Loptr? ¿Acaso eres... Loki?

Él se rió una vez más.

—No, no soy un dios —continuó, su voz llevando un aire de desdén—. Pero tampoco soy completamente humano.

Ella tragó saliva, su mente luchando por comprender las palabras que retumbaban en la penumbra del establo. ¿Qué era este hombre que tenía delante, que se mofaba de ella con tanta arrogancia y desprecio?

—Entonces, ¿qué eres? —inquirió.

Loptr se inclinó un poco, sus ojos brillando con una intensidad que la hizo retroceder involuntariamente.

—Soy lo que necesito ser en el momento en que lo necesito —respondió—. Soy todo lo que temes y todo lo que anhelas, todo al mismo tiempo.

-&-

Fácilmente fingió sorpresa al verla adentrarse en el establo de las vacas. Sus labios se curvaron en una sonrisa de complicidad mientras observaba su entrada. Desde hacía tiempo había previsto su visita; conocía bien la curiosidad que la impulsaba y su necesidad imperiosa de afirmar su dominio.

Sólo unos instantes antes, había considerado la posibilidad de seducirla, pero su mirada fulminante lo hizo reconsiderar ese pensamiento. Aunque logró fingir sorpresa, decidió no adornar su reacción con arrogancia. Ciertamente quería que ella comprendiera su posición, harto como estaba de lidiar con esas criaturas humanas arrastradas y débiles.

Su ira era lo único que evitaba que sucumbiera al letargo del aburrimiento.

Este lugar estaba muy por debajo de él, saturado del olor acre del ganado, la excreta y el desorden. Los mortales que lo rodeaban eran tan patéticos que luchaban desesperadamente por el poder y la supervivencia, reflejando la misma clase de vacío que también habitaba en su interior. El tal Ivar había intentado aferrarse a dicho poder con un semblante de autoridad, hasta que notó cómo Naraku irradiaba una autoridad que eclipsaba la suya propia. En un arranque de celos y resentimiento (tan predecible), ordenó golpearlo, justo unas horas antes de entregarlo como un trofeo a su hermana.

La hermana gradualmente se daba cuenta de que estaba sola, sin aliados aparte de un par de ancianos esclavos leales, mientras se veía rodeada por depredadores despiadados, hombres hambrientos de poder, listos para devorarla como una presa fácil.

Ella lo evitaba con una mezcla de temor y desdén, manteniendo una distancia fría que apenas ocultaba su desconfianza. No se molestaba en indagar las razones detrás de su aversión; quizás era la única con la cordura suficiente como para reconocer la amenaza que él representaba en aquel hogar sombrío. Los viejos esclavos lo consideraban su igual, mientras que los dos hombres que planeaban saquear el sótano lo trataban como a un esclavo, o peor aún, como a un simple rehén. Por supuesto, merecían un castigo por su osadía.

La observó enderezar la espalda y tratar de controlar su voz, que temblaba ligeramente. Por un instante, sintió la tentación de burlarse cruelmente de su desconcierto. Las preguntas fluían como un río desbocado, y aunque Naraku no había revelado completamente la verdad sobre su naturaleza, sus respuestas eran como las sombras en una noche sin luna: sugerentes pero incompletas. Y aún así, había un detalle que se guardaba celosamente para sí mismo: su nombre real. Sabía que decirlo en voz alta sería un riesgo que no podía permitirse correr.

No si quería evitar que el rey de los Elfos lo encontrara.

Y mientras la observaba luchar con sus pensamientos, como un pez fuera del agua, con los ojos abiertos de par en par y la boca igualmente abierta (aunque quizás no fuera tan idiota como los dos saqueadores del sótano), no pudo evitar sonreír. Se sentía entretenido al ver sus ojos brillar con la verdad que había descubierto.

—¿Realmente te llamas Loptr, o es sólo una mentira?

—¿Una mentira para quién? —bromeó—. Loptr es el nombre que me conviene en este momento y en este lugar.

Podía oírla tragar saliva.

—Entonces, ¿qué se supone que eres, si no eres ni dios ni humano? —insistió.

Él sonrió con picardía.

—Te lo dije: soy lo que necesito ser en el momento en que lo necesito. Soy todo lo que temes y todo lo que anhelas, todo al mismo tiempo. Ahora, ¿te quedarás aquí, preguntándome sobre mi identidad toda la noche, o hay algo más que deseas saber?

—¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible que estés aquí, justo en este lugar de todos los lugares? —susurró con incredulidad.

—Su magia resultó ser más poderosa de lo que anticipé —respondió Naraku con voz grave, con la mirada fija en algún punto del establo.

Un destello de frustración cruzó sus ojos antes de que apretara la mandíbula con fuerza. Había subestimado a la bruja, un error que ahora lamentaba profundamente.

—Tendré que remediarlo —suspiró.

—¿Cómo?

—Matando a todos aquellos que me hicieron daño, por supuesto.

Ella retrocedió con un jadeo entrecortado, como si el aire mismo se hubiera vuelto denso en su presencia, dando unos pasos vacilantes hacia atrás para mantener una distancia segura.

—¿Tienes algo de qué sentirte culpable? —ronroneó él, saboreando su miedo con deleite. «Por fin», pensó. Había pasado demasiado tiempo desde que los humanos no le temían adecuadamente.

—No debería... no debería haberte golpeado... si lo hubiera sabido, yo...

Naraku soltó una risa cruel.

—No planeo arrebatarte la vida, joven señora —dijo con calma, observando cuidadosamente su reacción.

Esperaba que ella dejara escapar un suspiro de alivio, pero su respiración aún era superficial.

—¿Por qué?

—Porque sé que sentiste la magia impregnada en mi grillete.

Los ojos de la mujer se abrieron con amplitud. Silenciosamente, jadeó en busca de aire, mientras él la miraba de reojo. «Los humanos son tan predecibles en su fragilidad».

—Respira —dijo Naraku, con un gesto perezoso que demostraba que estaba increíblemente aburrido.

Ella dejó escapar una temblorosa exhalación y luego inhaló con dificultad. Y otra vez.

—¿Qué deseas?

Él frunció los labios, como si saboreara la pregunta, evaluando significativamente su respuesta antes de pronunciarla:

—En primer lugar, quiero dormir en la casa.

—No —chilló ella.

Naraku se puso de pie y avanzó hacia la mujer con paso lento y deliberado, lleno de una sutil malicia destinada a sembrar el miedo en su corazón, una táctica teatral para hacerla ceder ante su aura siniestra. Ella retrocedió lentamente, incapaz de apartar la vista de él, acorralada contra la pared como un conejo asustado.

—No confío en ti —logró decir—. No quiero tenerte dentro de mi casa por la noche.

Él arqueó una ceja.

—¿Me tratarías como a un esclavo después de conocer la verdad?

La incertidumbre destelló en sus ojos por un instante, pero después de tragar saliva y parpadear, emergió algo más: una chispa de fortaleza.

—Los esclavos duermen en el establo. En la casa sólo duermen esclavos dignos —respondió, como si tuviera vergüenza (o miedo) de decirlo en voz alta, pero lo dijo de todos modos para dar la ilusión de que estaba a cargo. Él quería mirarla fijamente, pero sólo pudo reírse ante su insolencia, lo que provocó que ella entrecerrara los ojos en un desafío silencioso.

—Me temo que no has comprendido del todo mis palabras —ronroneó.

—Lo hice. Ganas el derecho a dormir cerca de la hoguera. Hasta entonces, te quedarás aquí. Una puerta abierta es todo lo que te concedo.

—Qué generosa eres, señora —se rió—. Viggo tenía razón al decir que me estás malcriando.

Las cejas de ella se contrajeron y sus hombros se tensaron repentinamente ante la mención del hombre.

—No revelarás nuestra conversación a nadie —dijo Naraku, dejando que las palabras fluyeran con un tono ominoso.

—¿Y por qué debería obedecerte?

—Porque así lo he decidido yo.

Él la miró, cerniéndose sobre ella, y un violento escalofrío la sacudió.

—¿Y cómo se supone que debo ocultar lo que sé ahora?

—Sé inteligente —respondió con una leve sonrisa en los labios.

—Si logro liberarte...

—Cuando lo logres —corrigió él con una voz segura que la hizo cerrar los ojos, sintiéndose completamente atrapada. La sonrisa de Naraku se ensanchó.

—Ni siquiera sé cómo hacerlo —balbuceó—. ¿Qué sucederá cuando finalmente logre abrir el grillete? ¿Me matarás?

Él se enderezó, emanando una presencia imponente, y dio un paso atrás.

—No lo haré. Tienes mi palabra.

Ella le lanzó una mirada desconfiada, y casi podía escuchar el tumulto de sus pensamientos. Sus ojos acusadores parecían decir: "Eres un hábil manipulador, ¿cómo puedo siquiera considerar creerte?"

—Sírveme, ayúdame a liberarme de este collar y te garantizaré tu vida. Y la de tu hijo también —ofreció.

Ella se estremeció una vez más ante la promesa velada.

—Entonces, parece que tenemos que llegar a un acuerdo.

Esto se estaba poniendo interesante. La mujer tenía valor y continuaba desafiándolo a pesar del peligro que enfrentaba. ¿Qué audaz propuesta estaría a punto de hacerle? Naraku alzó una ceja, esbozando una sonrisa cortés que pretendía demostrar su disposición a escucharla. Mientras tanto, ella nerviosamente tragó saliva, consciente del riesgo que implicaba hacer tratos con él.

—Continuaremos con este juego de roles. Me llamarás "ama" y seguiré refiriéndome a ti como Loptr. No deseo exponer tu degradación frente a Clemens y Ake. Tendrás el papel de esclavo, y si te vuelves demasiado insolente, me veré obligada a castigarte.

—¿Castigarme? ¿A mí? —se rió entre dientes, desechando la idea de que a ella le preocupara lo suficiente su dignidad como para evitar humillarlo frente a los otros dos gusanos.

—Te privarán de comida. No puedo vencerte, ¿verdad? Me matarías de inmediato.

—Hmm, tienes un punto.

Ella asintió.

—Y buscaré la forma de liberarte del collar y devolverte tu magia. Pero para mantener las apariencias, tendrás que pasar la noche aquí. Los otros no entenderían si te permito dormir en el skáli después de tu... rebeldía —la mujer bajó la mirada y murmuró tímidamente—: Aunque debo admitir que tu ayuda es valiosa, tu naturaleza inquieta podría levantar sospechas si entras a la casa.

Naraku soltó un suspiro exasperado y rodó los ojos con fastidio. Detestaba el establo, con su atmósfera viciada por el olor penetrante de los animales torpes y estúpidos. No sentía ninguna clase de simpatía por los humanos, pero al menos podía soportar su compañía, en comparación con este entorno primitivo y nauseabundo.

—¿Qué tengo que hacer para ganarme un lugar en la casa, señora?

—Comportarte. Ganar mi confianza. Ser digno.

Esta fue la gota que colmó el vaso. Naraku había sido demasiado indulgente, más de lo que ella merecía. Olvidando toda paciencia, se abalanzó hacia la mujer, rodeando su cuello con una mano mientras la presionaba violentamente contra la pared. Un sentimiento de oscura satisfacción lo invadió al ver las lágrimas de terror en sus ojos azules. Le gustaba el olor del miedo, inmutable y constante. Siempre tan familiar, un perfume que nunca variaba.

Sin embargo, no cerró los dedos con fuerza. No al punto de asfixiarla, pero sí lo bastante como para hacerla jadear y luchar por respirar. Ella aferró su muñeca con ambas manos, pero era inútil soltarse de su implacable agarre.

Soy un demonio —dijo con fingida calma—. No tengo por qué ser digno de nada. La sola idea de que deba justificar mi existencia ante ti es una afrenta a mi naturaleza. No necesito tu aprobación, ni tu respeto. Soy lo que soy, y eso es suficiente.

Ella se retorció con desesperación y jadeó con aún más intensidad ante la palabra "demonio". Él la soltó de inmediato, pero la atrapó contra la pared con su cuerpo, manteniéndola bajo su dominio por unos preciosos instantes más. Con su nariz rozando su sien, inhaló su aroma, una mezcla embriagadora de tomillo fresco, reminiscente de los prados salvajes y del suave jabón que ella misma elaboraba.

—¿Entiendes ahora, humana?

Ella asintió frenéticamente.

—De ahora en adelante, mostrarás reverencia —sus palabras fueron un decreto.

Ella volvió a asentir, sus ojos suplicantes buscando algún rastro de misericordia en su rostro.

—Habla.

—Por favor, por favor, déjame demostrar que puedo ser útil. Con los guerreros de mi marido, ya es bastante complicado. Pero cuando hablemos a solas, te prometo mostrarte respeto. Sólo a ti.

Él no pudo contener una sonrisa de satisfacción y dio un paso atrás, liberándola.

—¿Ves? No fue tan complicado.

Y entonces le permitió huir.

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