•Bajo cielos grises•
Disclaimer: InuYasha pertenece a Rumiko Takahashi. Yo sólo estoy jugando con los personajes.
Notas: Normalmente se dice que la era vikinga terminó cuando murió el rey Harald el Despiadado en 1066, en la batalla del puente Stamford, al intentar conquistar Inglaterra. Algunos historiadores daneses dicen que llegó hasta 1085 con el fin del reinado de Canuto IV de Dinamarca. Pero en este contexto de FanFiction, haré caso omiso de la fecha y la historia tal como se la conoce. Esto empieza cliché, aburrido, incluso si pretendo que se vaya oscureciendo poco a poco.
Es la primera vez que intento poner a Naraku con un personaje original, así que disculpen la novatada si algo no va bien. xd
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Desde la cubierta, junto a las otras mujeres, presenciaba el avance del drakkar adentrándose en la oscuridad del fiordo. Los remeros, como si siguiesen un ritmo ancestral, surcaban las aguas. El viento, aunque menos impetuoso, no amainaba la lluvia que azotaba el entorno. Con firmeza, aferró su capa para resguardarla del embate de las gotas, protegiendo así no sólo su cuerpo, sino también a su hijo, que estaba a punto de ser presentado a su padre. El niño sería nombrado Bjorn, como su progenitor, pero en los rincones de su mente, ella ya lo había bautizado como Stellan, un homenaje íntimo y reverente a la figura de su propio padre.
Lo apresó con más fuerza, anhelando comunicarle su calidez, mientras sus latidos resonaban contra su pecho como un suave y protector tambor. El bebé dormía plácidamente, ajeno a los peligros que le rodeaban. Su respiración era tranquila y regular, y sus mejillas sonrosadas estaban cubiertas de una fina capa de sudor.
Erika, su cuñada, yacía junto a ella, sosteniendo a su hija de la mano. Su hijo menor, de unos dos años, estaba sentado en su cadera, con los brazos envueltos alrededor de su cuello. Erika captó su mirada y le dio una sonrisa alentadora. Sus mejillas, redondas y rojas por el aire frío, contrastaban con su cabello oscuro.
—Bjorn estará muy orgulloso cuando vea a su hijo —mencionó.
Solveig asintió con una sonrisa, pero en su mente surgieron dudas.
«Lo extraño», reflexionó para sí misma.
¿Debería confesarlo?
Bjorn poseía un espíritu jovial y una apariencia imponente, con un rostro atractivo y unos brazos robustos que la envolvían en seguridad y calor durante las noches. Deseaba su retorno con impaciencia. Había partido con los demás hombres, abordando el navío de su hermano para saquear Alba en pleno verano, buscando ganado y granos para sobrevivir el crudo invierno en esas islas azotadas por un viento implacable. La dureza de la vida los empujaba hacia empresas arriesgadas.
—¿Por qué no despliegan la vela? —preguntó.
El viento soplaba y parecía más lógico usarla en la entrada del fiordo.
—¿Quizás se dañó durante el viaje? —sugirió Erika.
—No. Tu esposo es meticuloso con su barco, lo sabes —respondió.
Un ceño fruncido marcó su rostro.
La situación resultaba sumamente inusual.
El viaje debió de haber sido espantoso.
Un nudo pesado se anudó en su garganta. Intentó tragar con fuerza, pero fue en vano. La ansiedad la invadía, tomando espacio en su ser.
«Pido, Frigga, que los mantengas a salvo y sanos, por favor».
Envolvió a su bebé con un abrazo más firme, buscando consolarlo, aunque en realidad estaba buscando consuelo para sí misma. El pequeño suspiró en su sueño, resguardado bajo el manto de lana de su madre.
Mientras el drakkar se aproximaba al resguardo oculto en las profundidades del fiordo, un murmullo inquietante se extendió entre las mujeres. El navío lucía desgastado, con el mástil evidentemente fracturado y amarrado con precarias cuerdas, obligando a remar en lugar de navegar. Además , los hombres a bordo mostraban signos de fatiga, incluso agotamiento para algunos.
¿Qué había ocurrido?
La estación ya había avanzado, casi una luna transcurrida desde el equinoccio. Deberían haber retornado antes, cuando los vientos y el mar no rugían con tanta furia. Seguramente tuvieron que enfrentar una tempestad feroz en su camino. Escudriñó con detenimiento a la tripulación a medida que el barco atracaba. Hombres exhaustos, con mechones húmedos y enmarañados que se adherían a sus frentes y mejillas. ¿Dónde quedaba la reluciente cabellera roja de Bjorn?
Su hermano emergió del barco y se encaminó directamente hacia Erika, abrazando a su esposa e hijos. Solveig se adelantó, procurando pasar junto a él, alzándose de puntillas en un intento por divisar entre la multitud la figura robusta de su marido. Sin embargo, una mano en su hombro la detuvo en seco.
—Solveig —la saludó.
—Ivar—respondió—. Pareces agotado.
—El viaje ha sido... difícil.
Frunció nuevamente el ceño. Él nunca, jamás, se había quejado antes. Ni una sola vez.
—No veo a Bjorn. ¿Está en otro barco?
Ivar miró a su esposa, asintió y Erika se alejó unos pasos con los niños. A través de su barba, percibió su gesto al morderse el labio.
—Rán se lo llevó —murmuró con pesar—. Lo siento.
Ella no entendió.
Con la mirada clavada en él, permaneció quieta como una estatua, su mente en blanco, intentando digerir las palabras recién pronunciadas. Ivar, con un gesto compasivo, le apretó el hombro.
«Rán se lo llevó».
Murió.
—¿Qué? —dijo débilmente.
—Una ola lo arrastró, junto con otros tres hombres. Se hundió como una piedra.
Bjorn no regresaría.
Él se había ahogado.
Parpadeó, intentando tragar con la boca seca.
En ese preciso instante, el bebé optó por moverse entre sus brazos. Su pequeño. El hijo de Bjorn.
—¿Qué sucederá con la espada?
—Lo lamento, Solveig.
Su hijo nunca tendría la oportunidad de conocer a su padre, ni heredaría la espada que llevaba consigo.
Ella permaneció inmóvil en el muelle, aturdida, sin saber cómo reaccionar.
—Ven, vamos a recoger el botín en el langhállr. La parte de tu esposo es tuya.
Él la hizo girar y le dio un suave empujón para incitarla a moverse. Su cuerpo parecía desplazarse por inercia. Una sensación de vacío la invadía, como si estuviera hueca por dentro. Su mente, entumecida, bloqueaba cualquier pensamiento o emoción. No sentía absolutamente nada. Cuando la acomodaron en la casa comunal, su bebé se agitó y emitió gemidos, provocando que Solveig desabrochara la capa para alimentarlo.
Ella lo miró, su hermoso hijo, con fino cabello rubio, cejas claras y pestañas largas. Con deditos diminutos agarrando su ropa.
Stellan. No. Bjorn, porque ahora llevaría el nombre de su padre muerto.
Con apenas dos semanas de vida, ya era huérfano.
Había encomendado su granja a sus esclavos irlandeses y se trasladó a la finca de su hermano unas semanas antes del nacimiento de Stellan... no, Bjorn. Porque quería que su marido conociera a su hijo en cuanto pisara tierra.
Cerró los ojos y movió la cabeza ligeramente.
«No pienses».
«No pienses hasta que estés en casa».
...
Los hombres habían repartido ya sus botines cuando se congregaron en la casa comunal del Jarl en Tórshavn, preparándose para partir de regreso a sus respectivas islas, cada uno llevando consigo su parte para festejar con los suyos. Instalada en Árnafjørður, Solveig se encontraba completamente desubicada. Cerró su mente, rechazando cualquier emoción, sólo para evitar sumirse en la tristeza. Guardaría sus lágrimas por su esposo para cuando regresara a casa.
En algún momento, su nombre resonó y luchó por salir de su neblina mental. Inhaló profundamente y se enfocó en Ivar, quien le dirigía la palabra:
—... suficiente grano para hornear pan y preparar cerveza para el invierno.
Ella asintió, aunque sin comprender del todo a qué estaba dando su consentimiento.
«No importa», pensó para sí misma.
—Y encárgate de este prisionero. Úsalo como esclavo hasta que llegue la primavera. Es fuerte y hábil; será de gran ayuda en las labores de tu hacienda.
Señaló a un hombre alto de cabello oscuro, erguido contra la pared entre un grupo de esclavos temerosos. Contrariamente a ellos, él parecía sumamente indiferente, examinando sus uñas a pesar de tener las muñecas firmemente atadas con cuerdas.
¿Un esclavo parecía aburrido... ?
—Ven aquí, esclavo.
El hombre fijó su mirada en Ivar, deslizando con lentitud las manos hacia su abdomen mientras se recostaba contra la pared. En ese instante, otro individuo agarró la cadena anudada alrededor de su cuello y lo arrastró hacia el centro de la habitación. A regañadientes, el hombre obedeció, poniéndose rígido y enderezando los hombros para estar en toda su altura.
Actuaba como si fuese el mismísimo Jarl, con una postura erguida y orgullosa, sus piernas firmemente arraigadas en el suelo. Aunque su vestimenta estaba sucia y andrajosa y la sangre adornaba su sien, mantenía la cabeza en alto, observando desdeñosamente. Ella también pudo distinguir con mayor precisión el grillete de hierro alrededor de su cuello.
¿Ivar lo había encadenado? ¿Con qué propósito? Esas ataduras metálicas no eran habituales; por lo general, se reservaban para esclavos de gran valor o simplemente para humillar al recluso.
—Bjorn y yo lo adquirimos justo antes de partir de Alba.
Cuando se puso de pie, los fulgurantes ojos violetas del hombre se clavaron en ella, escudriñándola detenidamente.
—¿Por qué me lo entregarías? Ya tengo esclavos.
Le tenía un aprecio considerable a la pareja de esclavos irlandeses que había formado parte de su vida desde que contrajo matrimonio con Bjorn. Eran serviciales y se mostraban devotos a su familia.
—Los actuales están envejeciendo. Éste es más joven y robusto. Tiene un valor considerable. Deberías cuidarlo, asegurarte de que se mantenga en buena forma y, cuando la primavera llegue, nos encargaremos de venderlo de nuevo a un mejor precio.
Solveig había acertado. Aquel collar de hierro tenía la intención de humillar a un esclavo de linaje noble. Era mayor que ella, quizás contaba con veintisiete o veintiocho años. Su figura esbelta sugería que necesitaría una nutrición más específica, aunque sus anchos hombros delataban su fuerza.
De cerca, quedó sin aliento.
Lo peculiar era su belleza etérea, ajena a la rudeza o la tosquedad común entre los hombres de aquel lugar. No sabía si debía temer o agradecer a los dioses por ese hecho. Sus ojos eran de un rojo sangre mezclado con violeta, lo cual era algo extraño, pero aunque los rasgos increíblemente estrechos hablaban de nobleza, su estructura ósea era, de alguna manera, incluso más fina que eso. Bjorn había sido guapo, con un rostro alargado, labios delgados y una nariz recta. En contraste, el esclavo que los observaba a todos con una compleja superioridad poseía unos labios más carnosos, con una forma naturalmente abultada y sugerente. Su rostro no exhibía tanta longitud, y los huesos alrededor de sus ojos y pómulos eran sorprendentemente finos, lo que le otorgaba cierta delicadeza que podría ser considerada como femenina. «Eso es todo, ¿verdad?», reflexionó Solveig, intentando respirar de manera uniforme en medio de la sorpresa y la incertidumbre.
Sin embargo, algo en él generaba cierto desagrado en ella. El hombre no proyectaba miedo ni derrota, ni siquiera resignación. Exhibía más bien aburrimiento, con un toque de arrogancia. Y por la intensidad de su mirada penetrante, podía deducir que era inteligente, excesivamente inteligente. Emanaba la impresión de ser el tipo de hombre capaz de asesinar a una familia entera en un día corriente, sin sentir jamás el peso del remordimiento, y a ella no le apetecía ser la víctima de un ataque letal.
—No lo quiero. Parece astuto —declaró.
El hombre rodó los ojos y se burló, lo que le valió un puñetazo en la cara que recibió sin emitir palabra alguna. Simplemente resopló y frunció aún más el ceño.
Era insolente, también. ¿De qué servía un esclavo insolente?
—No me agrada —sentenció.
Ivar suspiró profundamente al escuchar la pregunta de Erika sobre la posibilidad de conservarlo. Ella observaba al esclavo con una clara fascinación, obviamente considerándolo como un buen espécimen.
—Ahora necesitarás otro par de brazos.
—Es demasiado alto y parece muerto de hambre. No tengo comida suficiente para él.
—Sí tienes. Deberás alimentar a la misma cantidad de personas.
Las palabras de Ivar la golpearon como un puñetazo, dejándola pálida y con una mirada fulminante, envuelta en un silencio que resonaba como un insulto. Los muertos no comían. Era inadmisible que este esclavo arrogante e inútil se apoderase de la comida destinada para Bjorn. Sería como desperdiciarla.
—Entonces está decidido —declaró finalmente Ivar sin esperar su opinión—. Vete, alteza —añadió con un gesto burlón hacia el hombre—. Hoy te toca dormir con las ovejas.
El esclavo dirigió una última mirada antes de permitir que el hombre que sostenía la cuerda lo guiara fuera de la casa comunal. Ella sacudió la cabeza en señal de desaprobación ante lo que presenciaba.
—Dame a tu hijo, Solveig. Como tu marido está muerto, realizaré el rito —exigió.
Solveig tragó saliva. Su hijo necesitaba ser legitimado oficialmente para heredar por completo el patrimonio de su padre. Con una reverencia solemne, lo presentó a su tío. El hombre de manos robustas y mirada serena tomó al bebé delicadamente y sus dedos hábiles desataron los pliegues de la tela que envolvían al pequeño, revelando su cuerpo diminuto. Con un gesto suave pero seguro, lo alzó en alto, como si fuera un tesoro recién descubierto, y con orgullo lo exhibió ante la atenta mirada de la comunidad reunida.
—Aquí está mi sobrino, Bjorn Ásgeirsson. Lo amaré como si fuera mi propio hijo. Cuando sea mayor, lo acogeré —anunció solemnemente.
Después, lo roció con agua, lo que provocó que el bebé se pusiera a llorar, y lo devolvió a su madre. Ésta última rápidamente lo envolvió y arrulló su cuerpecito, tarareando una melodía para calmar sus protestas. El suave balanceo y las canciones apaciguaron poco a poco los lamentos del bebé.
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Al día siguiente, consiguió zarpar de regreso a Svínoy, en compañía de los dos hombres que habían seguido a Bjorn durante la incursión veraniega en Alba. Abordaron la skúta de Bjorn, transportando pesados sacos de grano y una vaca preñada.
El esclavo de linaje noble hizo su aparición, manteniendo aún su porte orgulloso y arrogante. Observó el mar en silencio, con el ceño fruncido, aceptando a regañadientes las órdenes de los hombres para asistir durante la travesía. A pesar de su actitud hosca, colaboró con una diligencia sorprendente mientras desempeñaba las tareas asignadas. Ella le lanzó algunas miradas cautelosas para asegurarse de que no se involucrara en nada sospechoso. Sin embargo, una vez que le permitieron sentarse y su atención se desvió, perdió gradualmente el interés en él.
El pequeño Bjorn no cesaba de llorar.
Ella lo cuidó, lo acunó, intentando calmarlo en vano. Parecía detestar profundamente estar en el mar.
No era sorprendente. Después de todo, el mar se había llevado a su padre.
Clamó a los dioses en silencio mientras las primeras gotas de lluvia golpeaban el barco, buscando desesperadamente su ayuda para llegar a casa antes de que la tormenta desatara su furia sobre la bahía que servía como su único refugio.
En el preciso instante en que el sol comenzaba su lento descenso hacia el horizonte, llegaron a tierra firme, y un suspiro de alivio escapó de sus labios al sentir la solidez bajo sus pies cansados. Allí, en la espera, se alzaba Eoin, el esclavo irlandés, acompañado fielmente por su perro. Y mientras el eco de los sollozos de su hijo resonaba en el aire, ella se retiró hacia la casa, dejando a todos los hombres, junto con el esclavo adquirido, ocupados entre la preparación de la comida y el cuidado de la vaca, cada uno sumido en sus propios quehaceres en medio de un silencio tenso.
Casi se desplomó en los brazos de Deirdre, cuya mirada entendió al instante la angustia que la embargaba. Las lágrimas brotaron libremente, y Deirdre la abrazó con la ternura de una madre, consolándola como a una niña pequeña. Cuando logró serenarla lo suficiente, con cuidado tomó al bebé en brazos y la guió hacia el resguardo de la casa. Solveig buscó refugio en el dormitorio principal, dejándose caer exhausta sobre la suave comodidad de la cama, anhelando un breve respiro en la paz relativa que ofrecía aquel santuario íntimo.
El frío se insinuaba entre los espacios vacíos, envolviéndola en su gélida presencia. En ese lugar desolado, ella enfrentaba la pérdida, sin más compañía que el silencio que se erigía como su único testigo.
Incluso se le negó el último adiós ante el cuerpo de su esposo. Ahora reposaba en las profundidades del océano, víctima de la voracidad de peces y cangrejos. Y su alma, su alma...
Era como un agujero en su pecho.
Una marea de lágrimas retornó, permitiendo que la pena y la angustia la invadieran por completo. Aferrándose a la almohada, sus sollozos violentos y gemidos desgarradores la acompañaron hasta que, agotada por el desahogo emocional, se sumió en un sueño inducido por el llanto.
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Esa noche no durmió.
El penetrante aroma del estiércol de vaca, entremezclado con su propio olor, resultaba insoportable incluso para su sentido del olfato debilitado, que ya no operaba al máximo de su capacidad. A pesar de haber frecuentado mercados de esclavos en más de una ocasión, debería haber anticipado lo que le aguardaba. Tras el espantoso viaje por mar, la mayoría de los desafortunados desprendían un fuerte hedor a vómito y orina, un testimonio palpable del sufrimiento padecido durante el trayecto.
Sin siquiera la oportunidad de un breve aseo, se vio obligado a embarcarse en el pequeño barco pesquero junto a esa miserable mujer.
Posteriormente, al llegar a otra isla, el irlandés, posiblemente Eoin y sin duda un esclavo, lo condujo bruscamente hacia el establo donde se encontraban las dos vacas (tres con la preñada ahora). Con un gesto señaló una esquina, mientras que con un dedo sucio trazaba un camino; luego, sin decir palabra, se apartó y se alejó. Un montón de heno sería su improvisada cama esa noche.
Bueno, al menos era mejor que tener que dormir en el suelo. O, peor aún, en medio del estiércol.
Tomó asiento en el lugar asignado, apoyando los antebrazos en las rodillas, aguardando en silencio. El establo se conectaba a la casa a través de un tabique de tablones que separaba la sala principal del área destinada a los animales. Era seguro que lo retendrían allí, permitiéndole escuchar las voces de los integrantes del lugar. El llanto del bebé resonaba, al igual que los sollozos de su madre. Resultaba molesto, por decir lo menos.
Una viuda sumida en la aflicción. «Vaya, qué conmovedor».
El marido había sido un bruto grosero que lo había vencido aprovechándose de su debilidad. En circunstancias normales, no habría dudado en arrancarle la cabeza como a un títere de paja, pero el collar alrededor de su cuello lo despojaba temporalmente de todos sus poderes. Y aunque confiaba en la presencia residual de su sangre demoníaca y en su fortaleza física superior a la de un humano promedio, claramente se encontraba hambriento y debilitado.
La vergüenza lo invadió al recordar cómo ese hombre lo había dejado fuera de combate con una facilidad que lo mortificaba. Además, le había cortado el cabello.
Apenas lo aseguraron con las cuerdas, lo izaron a bordo de su imponente langskip. Una risa se escapó de sus labios al presenciar cómo una ola arrojaba al patán fuera de la embarcación, borrándolo de la superficie para siempre. El idiota había insistido en cargar su pesada cota de malla, por lo que era evidente que se hundiría como una piedra.
La imagen de sus camaradas, gritándole al océano y alentando al imbécil pelirrojo a nadar, había sido indudablemente satisfactoria. Se había reído mucho, tanto de júbilo como de provocación, hasta que uno de los guerreros se giró hacia él y descargó un puñetazo en su rostro, silenciando su risa con violencia, pero no así su disfrute retorcido.
Sin embargo, sólo estaría verdaderamente contento cuando todos yacieron muertos a sus pies. Aquellos humanos, ignorantes y soberbios, no tenían la menor noción de quién era él, un monstruo cuyos designios superaban con creces su estupidez y arrogancia.
Una vez recobrara sus poderes y alcanzara la libertad ansiada, desencadenaría su venganza sobre aquellos que se jactaron de haberlo vencido. Y no se estaba refiriendo únicamente a estos hombres, sino a la bruja que lo había encadenado. Ninguno de ellos tendría la oportunidad de lamentarse, pues se aseguraría de eliminarlos a todos, sin importar las supuestas prohibiciones divinas que pudieran existir.
Nutriendo ese dulce pensamiento, intentó acomodarse, recostándose boca arriba con un brazo detrás de la cabeza y cerrando los ojos. A pesar de los esfuerzos de la esclava irlandesa por calmar al bebé, sus llantos continuaban, un molesto alarido que convertía la simple tarea de dormir en una tortura acústica. Dejando escapar un suspiro profundo, se enfocó en los latidos de su corazón, luchando por ignorar los irritantes sonidos que venían de la casa.
Cuando finalmente, con la llegada del amanecer, los llantos tanto del bebé como de la madre se aquietaron y cesaron, finalmente se permitió caer rendido en un sueño reparador.
Apenas duró unos minutos.
...
Una cosa cálida, húmeda y flexible le mojó el rostro.
—Despierta, evasor. No creas que podrás holgazanear hasta que mi hermano te venda.
Una voz de mujer y una patada en la espinilla.
Abrió un ojo, sólo para toparse con la lengua de un perro blanco y negro, que le lamía la cara. Con un gesto brusco, rápidamente apartó al animal y se incorporó de golpe, sintiendo cómo la ira y el disgusto se acumulaban en su estomago y subían por su garganta. Odiaba a los perros con cada fibra de su ser.
Y esta mujer, ¿cómo se atrevía a patearlo?
—No lastimes al perro.
—Entonces, controla a esa bestia —gruñó, alzándose y mirando con desprecio a la joven desde su superioridad. A pesar de su mirada desafiante, ella mantuvo su postura, sin pestañear y frunciendo el ceño.
La viuda del bruto ahogado. Valiente pequeña mortal.
—Necesitas lavarte. Hueles mal.
Ella le dio la espalda y se marchó.
Vestía de manera práctica: unos pantalones holgados y una túnica de lana hasta las rodillas. Su cabello rubio estaba recogido en una trenza sencilla que descendía desde su espalda hasta la cintura. Naraku emitió un gruñido en respuesta. A pesar de su mal humor, ella tenía razón: realmente olía mal y necesitaba urgentemente lavarse.
Al encaminarse hacia el umbral del establo, su nariz captó el fresco viento proveniente del mar abierto, llenando sus pulmones con su vigor revitalizante. Dejó que sus párpados se cerraran, inhalando profundamente antes de abrirlos de nuevo para contemplar su entorno detenidamente: bajo un cielo azul salpicado de nubes blancas danzantes con el viento, se extendían colinas verdes que culminaban en acantilados oscuros bordeando el mar. Las olas rompían rítmicamente a sus pies.
A su alrededor se erguían casas de madera, pintadas de un profundo negro, con techos cubiertos de exuberante hierba verde, como si las construcciones y graneros imitaran la paleta de colores del paisaje circundante. También había un pequeño huerto rebosante de cebollas, coles, nabos y zanahorias. Al lado, un prado rodeado por una mampostería seca donde pastaban tres diminutos caballos.
No era una granja rica.
Él suspiró.
Qué suerte la suya. Primero el collar y ahora... esto. Campesinos, ganado, y el olor a estiércol en islas casi desoladas. Seguramente, en ese mismo instante, los dioses se estaban riendo de él. Lanzó una mirada irritada al cielo y blasfemó contra ellos.
La esclava irlandesa lo aguardaba de pie, realizando un gesto con la mano.
—Quítate esa ropa.
Su molestia era injustificada, no tanto por tener que desnudarse, sino por el atrevimiento de la vieja bruja al darle órdenes. Optó por burlarse de ella, negándose a otorgarle la satisfacción de enfurecerlo.
—¿Buscas deleitarte con lo que hay debajo? —respondió con una sonrisa, siguiendo sus indicaciones.
—No eres el primer hombre desnudo que contemplo. La piel es sólo piel.
Naraku se rió de su audacia, pero al quitarse la camisa sucia y tirarla el suelo, una descarga de agua fría golpeó su espalda de repente, sofocando apenas un grito de indignación que amenazaba con escapar. Al darse la vuelta, se topó con la mirada dura y enojada de la viuda, sosteniendo un cubo vacío entre sus manos. Se enderezó, desafiante y siniestro.
La viuda lanzó el balde hacia él.
La esclava soltó una risa.
—Quítate los pantalones —ordenó.
Sus dientes se apretaron con furia. Juró internamente arrojar a la vieja bruja por un acantilado en cuanto tuviese la oportunidad. Sin embargo, por el momento, se resistió a permitir que ella lo humillara. Decidió seguir la orden, erguirse con determinación.
Ahí estaba, en el patio, sin nada más que el maldito collar que evidenciaba su situación, vulnerable y desnudo, pero con una sonrisa altiva en los labios, manteniendo su dignidad a pesar de todo. Muchas mujeres lo habían visto desnudo y él sabía muy bien que no tenía nada de qué avergonzarse. En todo caso, su comportamiento real podría hacer que estos miserables campesinos se sintieran aterrorizados por el trato infame que le estaban ofreciendo.
Estúpidos humanos.
—Llámame Deirdre—dijo la mujer, ofreciéndole un trozo de jabón suave mientras escondía un mechón de pelo gris bajo el pañuelo.
Ignorándola, se frotó la piel y el cabello, dedicándose a lavar su cuerpo a fondo, tomándose su tiempo a pesar del frío aire que soplaba.
Deirdre colocó otro balde de agua a su lado, provocando que él frunciera los labios en anticipación antes de verter el líquido gélido sobre su cabeza para enjuagarse y sacudirse, estremeciéndose involuntariamente con el frío del viento. Con un trozo de tela que le ofreció la anciana, se secó la piel húmeda y el cabello chorreante, girándose justo cuando ella dirigió su mirada a un lado. La propietaria del lugar se encontraba allí de pie, sosteniendo prendas secas en las manos, inspeccionando detenidamente la camisa que tenía entre sus dedos. Su apariencia denotaba juventud. Joven y angustiada, por ahora.
Naraku vio cómo alzaba la mirada, observándolo directamente a los ojos, evitando cuidadosamente posar la vista en su cuerpo desnudo, lo cual encontró intrigante. Sin decir palabra, la mujer le entregó las prendas. Un silencio tenso se adueñó del momento mientras él tomaba las ropas sin emitir sonido alguno. Ella desvió la mirada y se mordió el labio inferior en un gesto de incomodidad. Naraku se apresuró a ponerse los pantalones, notando que le quedaban demasiado cortos. La camisa, por otro lado, resultaba bastante grande, aunque sus brazos eran más largos que el dueño original de la prenda.
Inspeccionó su figura con desdén, una leve sombra de disgusto oscureciendo sus rasgos. Era la ropa de ese bruto.
—Esto no me favorece —dijo en voz baja, casi un gruñido.
—Mi esposo solía ser más bajo que tú —murmuró ella.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó la esclava con curiosidad.
Resopló.
—Oh, vamos, cariño. No es tan complicado. Una simple respuesta para una simple pregunta —insistió la esclava.
Naraku arqueó una ceja.
—Puedes llamarme "Huesos" —declaró con fingida solemnidad—. Es adecuado, ¿no? A fin de cuentas, estoy reducido a ser un simple saco de huesos en este lugar.
Deirdre frunció el ceño, observándolo con gesto apesadumbrado.
—Eso no es un nombre, ni mucho menos apropiado para alguien —respondió suavemente ella, casi con compasión, a pesar de su fastidio.
Naraku, o "Huesos" como se hacía llamar, alzó la cabeza con una sonrisa burlona.
—No soy alguien. Soy un saco de huesos.
La esclava frunció aún más el ceño, resistiendo la molestia que crecía en su interior por el comportamiento sarcástico y desafiante del hombre.
—Pareces más bien un saco de quejas —dijo con un tono levemente molesto.
—Por supuesto, lo soy. ¿No lo has notado?
—Tal vez. Pero dudo que eso sea todo lo que eres —repuso ella, manteniendo la compostura a pesar de sentir que sus palabras resonaban como un eco en la oscuridad interna del hombre.
El rostro de Naraku se tensó ligeramente, como si el comentario de Deirdre hubiese arañado algo más profundo de lo que estaba dispuesto a mostrar. Se ajustó la camisa, fijando sus ojos en la anciana, intentando analizarla, como si quisiera descubrir si había algo más detrás de su mirada inquisitiva.
—¿Y tú, anciana? —intervino, cambiando súbitamente el tema—. ¿Qué eres tú? Además de una esclava que se empeña en insistir en nombres apropiados.
La pregunta de Naraku tomó por sorpresa a Deirdre, quien desvió la mirada, sopesando sus propias respuestas. Hubo un momento de vacilación antes de que ella, con voz suave pero decidida, respondiera:
—Soy alguien que sigue creyendo en la humanidad, incluso cuando se esconde detrás de una fachada cruel.
Él sólo se rió. No pudo evitarlo. Luego, fijó su atención en la mujer más joven, quien hasta ese momento había permanecido en silencio. Una sonrisa maliciosa bailaba en sus labios, deleitándose en provocarla. Disfrutaba al observar los sutiles signos de su inquietud: labios apretados, piel pálida y ojos abiertos de par en par, como si estuviera descifrando un enigma inquietante. Notó cómo jugueteaba nerviosamente con un anillo, intentando aferrarse a una fachada de sabiduría y fortaleza. A pesar de sus esfuerzos, Naraku percibía claramente el miedo que ella trataba en vano de ocultar. Una mente astuta, pero no lo bastante astuta como para ocultar sus temores.
Consciente de su desagrado, avanzó hacia ella con paso firme, acercándose con determinación hasta quedar frente a frente, mirándola directamente a los ojos. Con una sonrisa, se inclinó ligeramente, logrando proyectar cierta elegancia a pesar de su aspecto desaliñado.
—En realidad, me llamo Loptr —susurró con una voz baja y oscura.
Se deleitó en el silencio súbito que siguió a sus palabras, observando con placer el jadeo silencioso y los ojos amplios de asombro ante su revelación inesperada.
—¿Qué? —chilló ella, su voz aguda como la de un ratón.
Una sonrisa juguetona curvó sus labios mientras alzaba las cejas, comunicando sin palabras un "así es, lo oíste correctamente".
Ella giró sobre sus talones y se alejó a paso rápido, casi corriendo, adentrándose velozmente en la casa. Naraku dejó escapar una risa apenas audible entre dientes. «Demasiado fácil», pensó para sí mismo, disfrutando del éxito como si fuera un logro personal.
—Pobre niña —murmuró Deirdre cuando su ama se alejó lo suficiente—. Te entregó una de las camisas de su esposo. Bjorn y ella eran muy cercanos.
Naraku, indiferente ante cualquier opinión que no fuera la suya propia, simplemente se encogió de hombros, sin inmutarse por las reacciones que había provocado con su nuevo nombre.
—¿Loptr? —repitió la esclava, mirándolo entre algo parecido al asombro y la curiosidad—. Lo que sea que te haya pasado, muchacho, no parece que te esté sentando bien —comentó, apesadumbrada por la actitud de Naraku, o Loptr, como había elegido presentarse.
—Estoy perfectamente bien, sólo estaba haciendo un poco de diversión a costa de... ¿Solveig? ¿Verdad?—respondió Naraku con una media sonrisa.
Deirdre negó con la cabeza.
—No deberías tomar tan a la ligera la situación de otros. Ella acaba de perder a su esposo y tiene un hijo muy pequeño.
Naraku alzó una ceja, como si la historia de la joven no le importara en absoluto.
—Los humanos son débiles, siempre buscando algo o a alguien en quien aferrarse para sentirse seguros. Patético. Si continúa así, ella será la próxima —musitó, su voz resonando en el aire como un presagio siniestro. No obstante, sus palabras no lograron perturbar a Deirdre, quien simplemente mantuvo su compostura, aunque una sombra de preocupación se reflejó en sus ojos cansados.
La anciana parecía sorprendentemente dura para su edad.
—Loptr, tus juegos pueden traerte problemas mayores de los que crees. Solveig no merece sufrir por tus caprichos —advirtió Deirdre.
—No me importa —dijo Naraku con frialdad.
La mirada de la mujer se volvió más intensa.
—Quizás deberías preocuparte. No todo es lo que parece en esta isla y tus travesuras podrían despertar fuerzas que ni tú mismo puedes controlar.
Naraku, o como había decidido nombrarse en ese momento, Loptr, sostuvo la mirada de la anciana por un instante antes de soltar una risa sardónica y dirigirse hacia el establo, dejando atrás a Deirdre sumida en una preocupación silenciosa.
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El mal presentimiento se clavó como un alfiler.
Ella no deseaba la presencia de aquel hombre bajo su techo. Un escalofrío recorrió su espina dorsal al notar algo indefinible, pero inquietante, en él. Algo que hurgaba en lo más profundo y helaba su sangre. Revivió esos ojos violetas, casi rojos, destellando con un brillo malévolo. Su comportamiento altivo recordaba a la realeza, como si fuera monarquía encarnada. Y aquella voz, profunda y ronca al pronunciar su nombre, resonaba como un augurio de oscuridad.
Ese nombre.
No podía ser simplemente su nombre de pila. ¿Qué tipo de padre impondría esa maldición en el nombre de su hijo? El simple hecho de que optara por ocultarlo y luego lo revelase sugería claramente que era alguien peligroso.
«Loptr»
Un nombre que resonaba en las leyendas, uno de los muchos alias de Loki, el Dios del Caos y la Deshonra, aquel que llevaba sobre sus hombros el peso de la destrucción.
La inquietante certeza de que él era un asesino, un paria, se retorció en su mente como una serpiente venenosa. Una sensación de peligro se apoderaba de ella dentro de su propio hogar. El simple hecho de que alguien eligiera el nombre de Loptr, en homenaje al Dios de la Discordia, no auguraba nada bueno. Era más que una señal, era un indicio de que algo muy malo pasaría.
En ese momento, su existencia ya se hallaba saturada de caos. No precisaba que aquel hombre añadiera más perturbaciones a su ya tumultuosa vida.
Sus pasos frenéticos resonaron, y su mano presionó con fuerza su frente mientras luchaba por respirar. El miedo y la angustia se difuminaban, convirtiendo su pena en un tembloroso velo.
La camisa, ahora sucia y hecha jirones, clamaba por un cambio. Si aquel hombre era un rehén de valor, merecía ser tratado con dignidad. Sin embargo, su altura imponente sólo permitía a Solveig prestarle camisas, porque las de su esposo, con hombros amplios, eran las únicas que le quedaban. Ver al extraño vistiendo las prendas de Bjorn era un golpe doloroso. Se sentía como una traición.
Sus respiraciones entrecortadas vinieron acompañadas de una sensación nauseabunda.
No podía permitir que ese desagradable esclavo continuara usando la camisa de Bjorn. Necesitaba confeccionarle una propia y recuperar la otra a como diese lugar. Era imprescindible restaurar la dignidad de aquella prenda mancillada.
En ese instante, se dio cuenta de que era su única opción. Jadeando, buscó entre sus pertenencias y localizó un trozo de tela de lana marrón que había tejido durante el invierno pasado. Sin perder tiempo, se puso manos a la obra, cortándola con habilidad.
Sentada en el banco justo frente a la puerta, se dispuso a coser al aire libre bajo la tenue luz. Fue entonces, entre puntadas y hendiduras en la tela, que avistó a Eoin.
—El techo del redil tiene goteras —anunció—. Toma al nuevo y ve a repararlo. No podemos permitir que se dañe más.
Observó cómo ambos se alejaban: uno de baja estatura y fornido, con una danza peculiar sobre sus piernas torcidas; el otro, alto, esbelto y fuerte, desplazándose con agilidad felina, como un zorro al acecho en la oscuridad de la noche. De nuevo, le asaltó la sensación de inadecuación al verlo usando esa camiseta. Esta vez, no era por Bjorn, sino, para su disgusto, porque la prenda parecía demasiado común para alguien como él.
Frunció el ceño y se centró aún más en su tarea, trabajando con rapidez. La perfección no importaba en ese momento, lo crucial era terminar la camisa antes del anochecer, sin importar sus imperfecciones. Cosió sin descanso, alineando meticulosamente cada puntada, uniendo los hombros con precisión, luego las mangas, y continuó con los costados, ignorando sus dedos doloridos que ardían por el esfuerzo.
Deirdre le pasó el bebé cuando necesitó ser amamantado, encargándose del cuidado del pequeño mientras Solveig se concentraba en coser. Asintió en silencio ante la determinación de no permitir que el extraño usara la ropa de su marido. Reconoció el destello de lástima en los ojos de la mujer, pero se esforzó por ignorarlo, aferrándose a su tarea de contar los puntos, anhelando adormecer su mente y alejarse de cualquier emoción que pudiera obstaculizarla.
Al fin, al caer la tarde, dio el último nudo apretado al hilo y lo cortó justo cuando Eoin y Loptr regresaban. Le entregó la prenda y el hombre la miró con escepticismo, sin emitir palabra alguna antes de tomarla.
—Póntela ahora mismo. Devuélveme la que tienes.
Él frunció ligeramente el ceño, clavando una mirada penetrante en ella. Con la barbilla en alto, sostuvo su mirada, notando cómo los labios del hombre se curvaban en una sonrisa apenas perceptible, una mueca desagradable que la hizo querer golpearlo por su insolencia. Sin embargo, Loptr obedeció y le devolvió la camiseta antes de ponerse la nueva. Las mangas de ésta última eran lo suficientemente largas, ajustándose bien a su figura, y ella asintió en reconocimiento. No era su mejor creación, pero serviría sin duda alguna.
—Gracias —murmuró él inesperadamente, y su expresión fue recibida con una mirada gélida, la única respuesta que ella ofreció—. Acepto tu gesto.
Solveig dobló cuidadosamente la camisa de Bjorn y cruzó el umbral de la casa, decidida a colocarla sobre su pecho de inmediato. Al sentir la tibieza reconfortante de la tela, dejó que su mente se distrajera por un instante y, de manera automática, presionó distraídamente su nariz contra ella. Sin embargo, esta acción desencadenó una dolorosa punzada emocional que la sorprendió. El aroma almizclado y salado de Bjorn se entremezclaba sutilmente con el de Loptr y le trajo recuerdos de su infancia en Noruega, tiempos antes de unirse en matrimonio con él, cuya familia estaba conectada con la suya desde hacía generaciones.
El aroma de Loptr evocaba lo terroso y algo dulce. Recordaba el olor del bosque que se alzaba sobre la granja de su padre, donde pasaba sus días cazando conejos durante los inviernos, atrapándolos hábilmente con trampas entre la maleza. No era un olor desagradable (ni siquiera agradable, se corrigió inmediatamente, reprochándose por siquiera considerar que este hombre pudiese oler agradable), pero definitivamente no era el olor de su marido. Sus ojos ardían y picaban intensamente, obligándola a parpadear con fuerza para contener las lágrimas que amenazaban con escapar. Tendría que lavar la camisa.
Esa noche, permitió que Loptr entrara en la casa, sólo para compartir la comida con la familia. Su excelente labor junto a Eoin reparando el techo del establo de las ovejas merecía esa recompensa: cenar junto al calor del fuego. Una oportunidad, quizás, para desentrañar más sobre aquel hombre misterioso. Clemens y Ake, los guerreros de confianza de Bjorn, habían descansado durante el día, preparándose para la ardua tarea de recolectar las ovejas del interior de la isla, esenciales para el próximo invierno. Consideraba enviar también a Loptr, dadas las limitaciones en las piernas de Eoin que le impedirían mantener el ritmo necesario. Sus labios se tensaron con amargura al recordar las palabras de Ivar. Era cierto, necesitaba a ese esclavo quisquilloso para los trabajos agrícolas.
Solveig le echó un vistazo. Loptr estaba sentado a cierta distancia, sumido en sus pensamientos, con la mirada fija en el suelo de tablas mientras comía sus gachas sin participar en la conversación. A pesar de su aparente ensimismamiento, algo en él percibió su disimulado escrutinio, provocando que alzara la vista directamente hacia ella. Sus ojos se encontraron, sosteniendo la mirada con una curiosidad más intensa que desprecio.
Después de unos instantes, la apartó, simulando tomar un trozo de queso duro.
Internamente agradeció que la oscuridad de la casa cubriera el rubor ascendente en su rostro, reprendiéndose a sí misma por permitir que la presencia de Loptr la perturbara.
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En los días siguientes, la labor se acumuló para todos.
Naraku se unió a Clemens y Ake para recoger las ovejas, con los dos hombres a caballo y él caminando tras ellos. El perro de manchas blancas y negras, siempre presente, demostraba su naturaleza curiosa y amistosa acercándose frecuentemente a Naraku. Con un vaivén alegre de su cola, buscaba especialmente su atención como si no hubiera un mañana.
A pesar de fruncir el ceño con desdén hacia la ridícula bestia peluda, sus intentos eran en vano. Los hombres seguían inmersos en su conversación, aparentemente indiferentes a su presencia, lo que sólo aumentaba su descontento.
Le dolían los pies.
No le gustaba que los humanos lo ignoraran.
Pero ser Naraku tenía sus propias ventajas.
Le permitía escuchar conversaciones, aprender detalles sobre la finca y sus habitantes, información que podría ser su pasaporte para abandonar aquel sucio granero y acceder a la casa. Sentía la necesidad de ser tratado con el respeto que merecía, más allá de la situación actual. No podía resignarse a permanecer indefinidamente como un esclavo despreciable y patético.
Ahora que el imbécil pelirrojo estaba muerto, los dos guerreros no tenían ningún interés en quedarse aquí, trabajando para su viuda. La mujer (Solveig, la llamaban) era bonita, pero la propiedad no era lo suficientemente rica como para que otro hombre se hiciera cargo de ella y de un niño que aullaba e impedía a todos dormir por las noches.
A duras penas contuvo una risita al escuchar el comentario, pues la verdad era que el niño resultaba verdaderamente agotador.
Clemens y Ake planeaban pasar el invierno acurrucados junto al fuego, saboreando sus raciones de carne y pescado secos, acompañados de sorbos de cerveza tibia, y sólo partirían cuando llegara la primavera.
No parecía justo.
Bueno, él también tenía planeado partir cuando llegase la primavera, pero escucharlo de boca de aquellos que alardeaban sus virtudes le parecía sumamente curioso, además de increíblemente divertido y revelador. No es que Naraku se considerase mejor; le placía, sin embargo, resaltar la hipocresía inherente en la mayoría de los seres vivos. Era fascinante observar cuán ciegos podían ser frente a su propia falta de coherencia.
Podrían haber sido hijos relegados al segundo o tercer lugar, desprovistos de cualquier herencia. El difunto esposo de esa miserable mujer, sin duda, los había contratado para trabajar y, si era necesario, pelear a su lado. No obstante, la lealtad que mostraban era realmente precaria. Naraku estaba consciente de que la viuda no podía perderlos, y esa dependencia la convertía en presa fácil. Eoin y Deirdre, fieles y trabajadores, representaban una fuerza constante, pero su avanzada edad limitaba su trabajo. Una vez que Clemens y Ake se marchasen, y una vez que él también lo hiciera, la granja empezaría a declinar lentamente. No contaba con la fortaleza suficiente por sí sola para mantenerse en pie sin el apoyo de manos más jóvenes y vigorosas.
La imagen de todos pereciendo de hambre, tarde o temprano, cruzó su mente.
Un destello de sonrisa apareció ante ese pensamiento sombrío. Apenas llevaba dos días en aquel lugar, pero ya vislumbraba la desgracia que se cernía sobre ellos.
Sin embargo, debía admitir que habían sido días notablemente menos miserables. Dos días en los que, de manera sorprendente, lo habían tratado con mayor consideración que en las semanas anteriores. Ella le brindó comida, le permitió asearse y sentarse junto al fuego. Incluso le confeccionó una camisa. Constituyó un cambio más que bienvenido tras los insoportables meses que llevaba a cuestas, desde su captura y posterior esclavización hasta los momentos de hambruna y castigos físicos. Pero lo peor, indudablemente, era verse obligado a retomar sus orígenes como bandido, una faceta humana que había deseado dejar atrás y que ahora resurgía como única opción para sobrevivir.
Avanzando sobre la hierba húmeda, siguiendo a los jinetes, una sonrisa amarga se dibujó en su rostro mientras sus pensamientos se enredaban. La idea de su venganza cobraba fuerza. Sabía que el tiempo estaba de su lado y, cuando era necesario, podía ser extraordinariamente paciente.
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