5. FIESTA / REENCUENTRO / BAÑO MARINO
Una puerta al pasado que llevaba mucho tiempo atrancada se abrió de golpe. Mayo era un hombre inteligente, sensato y con una sensibilidad especial. Tres maravillosas cualidades para un adulto, pero que catalizadas con la inseguridad habían convertido su infancia en un infierno. Y, como en todo infierno que se precie, en el suyo habitaba un diablo dispuesto a torturarlo de mil maneras: el popular, encantador, irresistible y hetero hasta la médula Rodrigo Baeza. Desde que tenía uso de razón, el niño de nombre raro, gustos raros y comportamiento más raro todavía, había vivido colado en secreto por los huesos del tal Rodrigo, a sabiendas de que su único papel iba a ser siempre el de un mero espectador de sus viriles encantos.
No había duda, allí estaba el que había sido su amor platónico desde la niñez hasta el instituto. Las tres pecas alineadas sobre su bronceado rostro: una en la sien, otra sobre el pómulo izquierdo y la última justo encima del labio superior, a cuatro milímetros de la comisura, confirmaban sus sospechas. A dos pasos de distancia, su obsesión de media vida se movía, envuelto por aquella habitual sensualidad involuntaria, acompañado, cómo no, por dos chicas preciosas...
En los diez años que no lo había visto, la madurez lo había tratado más que bien. Las facciones que de adolescente abocetaban un hombre bello habían culminado su objetivo de forma sobresaliente. Unos ojos negros, redondos y de mirada eléctrica, un rostro de fuertes mandíbulas y una nariz afilada que podría dibujar de memoria. Lucía la misma sonrisa arrebatadora, dotada de algún tipo de magia blanca, aunque ahora quedaba enmarcada por una cuidada barba de dos o tres días. Llevaba el pelo un poco largo, lo suficiente como para que le asomaran algunos mechones de color avellana por debajo de un gracioso sombrero de estilo ochentero. No había duda que seguía practicando deporte pues aquella camiseta holgada sin mangas solo hacía que favorecer sus formas masculinas. Más abajo, unos vaqueros oscuros deliciosamente ajustados remataban en unos botines de piel vuelta.
Mayo estaba seguro de que Rodrigo no se acordaría para nada de él. Una ráfaga de la rabia que su condición le había traído tantas veces le vino a la memoria y le regaló una punzada en el estómago. De pronto se sintió incómodo, necesitaba huir de allí. Bajó la vista a sus pies y fue consciente de que le molestaba la arena que se le había colado por las zapatillas. Después de hacerles unas señas a sus amigos, se apartó al lado de las vallas donde ya no había casi gente, se sentó en un bordillo y comenzó a descalzarse.
—¿Mayo? Eres Mayo, ¿verdad? —le preguntó la inconfundible voz grave que vivía sepultada por mil capas de olvido forzado dentro de su cabeza. Resultaba que sí lo había reconocido y además se había acercado a saludarle.
—Hola, Rodrigo —respondió él con un gesto tímido y un zapato en la mano.
—¡Vaya, te acuerdas de mí! —Tres, dos, uno... Ahí estaba aquella sonrisa mágica y, para desgracia del otro, su embrujo seguía intacto—. Hace lo menos doce años que no nos vemos y, aunque te ves igual, ahora estás más...
—¡Ojito, a ver qué vas a decir! —lo cortó Mayo, en tono de broma, mientras sacudía el zapato tratando de mostrar indiferencia, aunque estuviera muerto de curiosidad por conocer su impresión.
—¡Qué presión! —se rio y se llevó un índice a la barbilla en actitud pensativa—. Déjame que encuentre las palabras...
—¡Aquí estás, Mayito! —Andrea apareció de repente, agarró a su amigo por el brazo y tiró de él con fuerza hasta conseguir levantarlo—. ¡Vamos a bailar! ¡Está sonando nuestra canción!
No pudo negarse a su insistencia y, medio tambaleándose, se acabó de calzar en el aire para dejarse arrastrar hacia la pista.
—Lo siento, tío. Me secuestran —se excusó al pasar por al lado de Rodrigo—. Luego nos vemos, ¿vale?
—¡Claro! —respondió Rodrigo.
A partir de aquel encuentro, Mayo se esforzó en convencerse a sí mismo de que no estaba buscando como un poseso al puñetero Rodrigo entre miles de personas en vez de disfrutar de los conciertos. Estaba seguro de haber revisado la cara de cada asistente con sombrero, cuando un par de horas después al fin lo localizó apoyado al lado de una tarima. Una fuerza irracional lo empujaba a hablar con él, mientras que otra más firme y cauta lo mantenía clavado en el suelo. Sopesó sus opciones y se decantó por la que consideró la intermedia: se acercaría a charlar con él, eso sí, con el escudo de protección activado, solo para desmitificar aquella obsesión a través de su nueva, objetiva y crítica mirada de adulto. Con toda seguridad sería capaz de encontrarle alguna pega que de crío había sido incapaz de ver y así podría pasar página.
—¿Alguien quiere un poco más? —Manuel plantó delante de su cara la bolsita de antes a la que ya solo le quedaba un poco de polvo en la base.
—¡Venga, yo! Trae para acá.
Sin pensarlo dos veces, Mayo imitó el proceder de sus amigos y se chupó el dedo impregnado por aquella droga. No tenía ni idea de lo que era, pero confió en que le diera el arranque de valentía que su carácter de naturaleza demasiado prudente le solía restar.
Continúa en el siguiente capítulo...
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