Prólogo
El cigarro tembló entre sus dedos. No se había percatado de los estremecimientos que todavía surcaban su cuerpo hasta que la ceniza candente le abrasó un trocito de tela del pantalón. Pero como consecuencia del estupor que lo aislaba del entorno, no se inmutó.
Ni el leve escozor en la piel pudo aportarle algo de lucidez y detener los espasmos involuntarios de sus manos. Dio otra calada, esta vez lenta. Disfrutó cada segundo de aquella placentera caída, un retroceso en su deshabituación tabáquica. Lo había echado de menos. En los momentos de cavilación, cuando intentaba flotar entre aguas turbulentas plagadas de suposiciones y rumiaba más de lo preciso, el cigarrillo estaba allí, con él. Le aportaba compañía.
Y justo ahora era el primero que fumaba desde hacía seis meses. Seis largos y fatigosos meses.
Un rayo de sol hizo su entrada en la pasarela de aguas azuladas e iluminó en una senda resplandeciente el banco en el que descansaba. Sobre la cornisa de un pequeño acantilado, aquella fracción de tierra desprovista de civilización desprendía cierta magia. Los colores se soldaban a un lienzo en pleno despertar como si su función estuviera predestinada; el cerúleo despintaba una gama translúcida de turquesas y transformaba el cenit en una réplica del mar. Pero como si aquel manjar celestial no fuera suficiente, el azafrán del sol desteñía sus fronteras y creaba una gradación de violetas, desde el lila más apacible al púrpura más prodigioso. Todo ello mientras ascendía sin prisas, sin perder su magnanimidad.
Con un bostezo tan inoportuno como inevitable, apoyó los brazos en su regazo y liberó de su cuerpo cierto peso. Por el movimiento, una fina cadenilla de plata se deslizó del escondite bajo su camisa y osciló levemente. Como si se tratara de una señal accionada por el tabaco en sus pulmones, centró la atención en el objeto redondeado que giraba frente a sus ojos. Un anillo.
Lo aferró cariñosamente. Pertenecía a Aurora. Se lo había entregado antes de que sus caminos se separaran por un tiempo. A ella le esperaban largos meses de gira al servicio de su nuevo libro; a él, una novela aún por arrancar y un congreso de escritores en un paraje acorde con la estación. Acurrucados bajo las livianas sábanas del piso de Aurora, esta se deshizo del colgante que llevaba puesto e introdujo un fino anillo de plata a través de la ranura.
<<Para que, allá donde vayas, yo también viaje contigo>>, le había dicho. Y ahí lo llevaba, en el pecho, cerca del corazón.
Provisto de voz y ojos invisibles, fruto de un encantamiento con el que seguirle la pista, aquel plateado objeto le dirigía una mirada ojeriza. Destiló una sobria carcajada al tiempo que acariciaba el fino y liso borde de metal.
—Guárdame el secreto —le dijo en un susurro—. Este era el último.
Una calada después, aplastaba el cigarro en la superficie del banco. A segundos de volver la vista al albor de la mañana, a sus oídos llegó el rumor de unas pisadas que se apresuraban en su dirección.
—¡Señor Queen!
El murmullo aumentó de volumen.
—¡Señor Queen!
Al minuto, el menudo hombrecillo de tez colorada y flequillo postizo exudaba los males de una carrera atravesando bosque y piedras. Rodeado por cada flanco de serios policías de uniforme, inspiró forzadamente antes de volver a hablar.
—¡Señor Queen, por fin...!
Ipso facto, los ojos se le abrieron, grandes y asustados, al examinar el aspecto del escritor. Los policías tras él cruzaron ojeadas de desconcierto.
—¡Señor Queen, su camisa! ¡Está...! ¡Está...!
—Perdone, señor Donovan, no me acordaba. —Sonrió, dibujando sus mejillas dos hoyuelos, y agachó la cabeza hacia sus ropas.
La sangre cubría cada espacio en blanco de la camisa. Por el hollín de los costados de la chaqueta daba la impresión de que hubiera salido airoso de una fogata. Las manos estaban teñidas de un suave color escarlata. E imaginaba que su rostro tendría algún que otro rastro rojizo más que había pasado por alto. Entendía la estupefacción en sus caras; parecía un hombre... Qué hombre, ¡un demente!, que reposaba feliz, admirando la salida del sol, después de perpetrar una masacre.
Pero él no había sido el causante de ese derramamiento. Al menos, no de todos.
—¡Señor Queen, qué ha pasado aquí!
El señor Donovan se llevó las manos a la cabeza con tal histerismo que estuvo a punto de derribar el tupé falso que coronaba su calvicie.
—¿¡Dónde... dónde... dónde... están...?!
Interrumpiendo al pobre desencajado, Ellery se puso en pie. Los balbuceos que interpelaban la búsqueda de un culpable, sumado a la sangre, desencadenaron una cinemática de las horas previas, y el estado de exaltación, terror y abrupta comprensión experimentado lo inundó de nuevo. Fijó en el señor Donovan unos ojos que esgrimían severidad, pero cuyo proceso interno estaba supeditado a cruel y dolorosa compasión.
—Justicia —recibió las miradas del círculo al contestar a la primera de las cuestiones—, eso es lo que ha ocurrido.
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