Capítulo 7. ¡𝑺𝒊 𝒕𝒖 𝒗𝒊𝒅𝒂 𝒒𝒖𝒊𝒆𝒓𝒆𝒔 𝒅𝒊𝒍𝒂𝒕𝒂𝒓, 𝒅𝒆 𝒍𝒂𝒔 𝒃𝒓𝒖𝒋𝒂𝒔 𝒕𝒆 𝒉𝒂𝒔 𝒅𝒆 𝒛𝒂𝒇𝒂𝒓!
La corbata se había convertido en un malévolo objeto encantado alrededor de su cuello. Trastabillando escaleras abajo, tanteó el nudo hasta desaflojarla y se desabrochó el botón que le presionaba la tráquea. Con la yema de los dedos percibió el calor abrasador de la sangre en la carótida. Parecía que lo que recorriera su organismo fuera magma a poco de cambiar su estado al de la lava más candente y buriel. Corrió hacia el vestíbulo y salió del hotel de una zancada. Las bajas temperaturas de la madrugada no surtieron efecto. Densos sudores resbalaban por su cara y le empapaban la camisa.
Intercaló las piernas calle arriba en un tambaleo. Se secó de la frente las gotas que le irritaban los ojos e incurrió en sus manos cuando logró enfocarlas. Gritó desaforado. Estaban borrosas, deformes, y sus dedos se movían alternando constantemente de tamaño.
—¿Qué... qué me pasa?
Hasta su voz le sonó rara. No sentía que procediera de su garganta. Parecía una especie de cuchicheo impelido por el crepitar de los árboles.
—Tengo que... tengo que... tengo que volver...
Observó el entorno buscando algún detalle al que aferrarse. La avenida, reservada y deprimente, la componía una angosta calzada a las lindes de un boscaje de aspecto escalofriante. Las ramas de los árboles demudadas por el otoño interpretaban un cántico estremecedor. Las nubes se desplazaban raudas por un cielo encapotado, presagio de un diluvio que ocultaría Salem de la faz de la Tierra.
—¿Dónde... dónde estoy...?
Una espesa bruma anegó el ambiente. Descendía del bosque, del fondo oscuro de los árboles, y arrastraba una sensación de angustia y terror asfixiante. Los latidos de su corazón retumbaban en la tela de la camisa rogando una huida inmediata.
—Qué... es... esto...
Quiso moverse, correr, pero sus piernas estaban paralizadas. Un gemido nació de su boca. Se agarró la camisa con una fuerza abismal mientras sentía que toda su fortaleza menguaba.
Una tenue luz en la oscuridad de la niebla lo salvó de un ataque de pánico.
—¡Ayu... ayuda!
La luz se hizo más grande, y pudo discernir una figura bruna que avanzaba hacia él.
—¡Gracias... gracias a Dios! —exclamó aliviado—. Por favor, necesi...
Se quedó sin habla. La figura que se materializaba de entre la niebla demolía los muros de la cordura. Oscura y siniestra, lo que aparentaba ser el contorno de una mujer exponía una contorsión grotesca. Ojos rojos como la sangre, uñas largas como las garras de un animal. El cabello largo y desgreñado se removía agitado por el viento.
De la nada, dos figuras idénticas surgieron tras ella. No hubo palabras, ni siquiera un breve intercambio gestual, pero supo que no eran de fiar. Comprendió que no estaban ahí para ayudarlo, sino todo lo contrario.
Estaban ahí para matarlo.
—¿Qué... qué... quiénes sois? —Intercaló torpemente los pies marcha atrás.
La distancia se acortaba, y de las bocas de las tres extrañas, oscuros pozos sin fondo, brotó un aullido ensordecedor. Tuvo que taparse los oídos a la vez que cerraba los ojos automáticamente. Pero al momento de hacerlo supo que había cometido un error fatal.
Al abrir los ojos, la espantosa mueca de una de las tres mujeres deformes lo dejó sin aliento. En la estrechez que los separaba entrevió mejor la boca. Un agujero negro, un vacío infinito. Inmovilizado, se sintió extrañamente atraído por aquella negrura hipnótica, y se vio extendiendo el brazo hacia ella.
<<¡Qué haces!>>, se reprendió.
Una lluvia torrencial abatió vigorosamente la calzada. El ruido envolvió el entorno y lo despistó unos segundos. Al volver la cabeza hacia la monstruosa figura femenina, se tropezó con su propio talón y casi cae al suelo. Del agujero en forma de boca hacia el que estiraba la mano brotaban serpientes de piel cérea y verdosa. Como si el cuerpo por el que contorsionaban fuera un tronco donde jugar, se perdían atravesando los orificios de aquella monstruosa cara.
—¡Qué es esto...!
El chillido de la mujer expulsó una marabunta de serpientes contra él.
—¡No! ¡No! ¡No!
Se golpeó una y otra vez intentando liberarse de las víboras que siseaban a un volumen atronador, enroscándose a su torso con aquel tacto escamoso y repugnante. Sin pensarlo, echó a correr para alejarse de las tres aberraciones que lo hostigaban. No veía hacia dónde dirigía sus pisadas, pero la calzada había desaparecido y la tierra manchaba ahora la suela de los zapatos.
La tormenta arrojaba sus gotas con una furia despiadada. Empapado de pies a cabeza, la ropa comenzó a pesarle tanto que ralentizaba su carrera bosque adentro. El fango se tragaba sus piernas. Una espesa capa de barro se había adueñado de sus pantorrillas.
—Esto no puede ser real... Es... es una pesadilla... Debe serlo...
Pero, aun con ese pensamiento, no dejó de correr. Ojeó por encima del hombro la cercanía de las tres presencias oscuras, que flotaban sin rozar el suelo, accionadas por el vendaval al mismo son que las hojas de los árboles.
Un dolor agudo en las rodillas lo derribó al suelo. Asustado por perderles la pista, sucio del légamo que teñía sus ropas y hundía sus manos, se ayudó del reducido muro de piedra contra el que había chocado para incorporarse. Encorvado sobre el canto curvo del quejumbroso tabique divisó, en la brumosa lontananza, a las figuras fantasmagóricas.
Un escurridizo cántico abarcó las inmediaciones. No distinguía su origen, pero, con el paso de los segundos, se dio cuenta de que era producto de su mente. La tonalidad maléfica e ininteligible mezclaba tres voces en un susurro penetrante. Se apretó las sienes con las manos embarradas; la antífona resonaba en los latidos arrítmicos de su corazón.
Franqueó el muro y se apresuró por un sendero desdibujado en la maleza. Redondeados penachos brotaban del suelo a cada lado, pero no se vio capaz de distinguir lo que representaban. Siguió corriendo como si el no detenerse pudiera salvarlo.
De pronto el ruido cesó. El dolor de cabeza se mitigó y la lluvia amainaba su cólera. Mirando al cielo, sus piernas fueron aminorando la marcha. ¿Lo había logrado? ¿Todo había acabado? ¿Estaba a salvo de esas grotescas banshees que lo derrotaban con sus alaridos?
Sus pies chocaron contra algo. Despavorido, reparó en el penacho de piedra hacia donde su atención, distraída del sendero, lo había guiado. Descansó la mano sobre él y llenó los pulmones. El calor corporal, gracias a la lluvia y a la ropa mojada, ya no era un problema. Buscando reposar, focalizó la vista en la piedra. Una lápida funeraria, no muy grande y carcomida por los años y el clima alternante, contenía una inscripción labrada en la piedra.
El miedo regresaba belicoso haciéndose dueño de su control motor. La carrera inconsciente en la neblina lo había trasladado a uno de los cementerios de Salem. Los temblores recorrieron su cuerpo en oleadas. Pero estaba solo, o eso sentía. No había ninguna presencia cerca. Nadie ansiaba asustarlo.
Tomando una larga bocanada del frío aire de tormenta, sosegó su respiración. Al poco, sus latidos deceleraron. Las piernas le dolían, poco acostumbradas a la velocidad, por lo que se acuclilló para rebajar la tirantez. Sin prestar atención, desvió la mirada del camposanto a las perfectas letras talladas en la dura roca de la lápida. Posó la yema del índice sobre ellas y fue bordeándolas una por una. La frialdad del tacto y la rugosidad de la hendidura lo calmaban.
Al finalizar la última de las letras inscritas, lo asoló una extraña sensación. Volvió a garabatear con el dedo el nombre en la lápida. Lo hizo varias veces, y en cada una de ellas el miedo despertaba y acogía el silencio de la noche.
—No... puede...
Se derrumbó de rodillas en la hierba mojada.
—Cómo... es... No puede ser...
Las náuseas se le agolparon en el estómago. La confusión le impedía centrar sus pensamientos y desataba un angustioso mareo. Sus ojos absorbieron lo escrito en la lápida:
Thomas Montgomery
1920 - 1959
La lápida le pertenecía. Tenía su nombre escrito, la fecha de su muerte. ¿Qué diabólica pesadilla era aquella?
Consiguió levantarse sin tocarla, asustado de lo que pudiera ocurrir si lo hacía. Al instante, la lluvia cercó el cementerio. Una sensación de presencia inundó su conciencia como un fugaz golpe de látigo.
Las tres figuras monstruosas se adueñaron de su visión cuando se dio la vuelta. Retrocedió pavorido, golpeándose con la lápida. Tan cerca estaban de él que temía una nueva sacudida de aquellos reptiles escamosos. Paralizado, se aferró el pecho. La velocidad de las palpitaciones de su corazón parecía una cuenta regresiva hacia el final de su vida.
Una de las figuras extendió el brazo. Thomas movió los ojos hacia lo que escondía la mano de aspecto putrefacto.
—¿Por qué...?
La afilada hoja de un cuchillo partía de un mango de madera maltratado.
—Qué quieres...
Un relámpago iluminó el cielo. El sobresalto despistó su mirada hacia el firmamento embravecido. Aquello fue su perdición.
Como fenómenos transferidos por la electricidad de la tormenta, dos de las tres presencias oscuras le sujetaron los brazos con una fuerza inconcebible, sobrehumana, que ni sus violentas sacudidas consiguieron vencer.
La respiración se le cortó al reparar en sus caras. No quería verlas, odiaba esa visión tanto como le escandalizaba. La piel de los pómulos se caía a trozos, atestada de pústulas y gusanos, desprendiendo una carne podrida que olía a muerte. El hedor se intensificó y las arcadas se amontonaron en su boca.
—¡No! ¡No! ¡Por favor!
Aulló de dolor por las uñas que se hundían en su piel, y, desesperado, comenzó a llorar. Iba a morir junto a su propia tumba. Todo estaba preparado. Moriría en Salem, en el hogar de las brujas, a manos de la historia que lo había llevado hasta allí.
Los dos seres monstruosos lo impelieron hacia el suelo. Arrodillado en el barro, Thomas alzó la cabeza hacia la tercera figura, que meneaba el cuchillo en un lento vaivén. Un gesto circular del dedo deforme y destrozado quebrantó su conciencia y, como si tuviera el poder de un hechizo, lo forzó a alargar el brazo derecho. Se vio a sí mismo asumiendo la invocación, y gritó, gritó para obligarse a despertar y huir de su destino. Pero fue en vano. De un arañazo en la tela, su antebrazo quedó expuesto. El filo del cuchillo bailó en su muñeca.
—¡No! —sollozó—. ¡No! ¡No, por favor! ¿¡Por qué me hacéis esto!? ¡No quiero morir!
Un pinchazo precipitó oleadas de dolor. El cuchillo le rasgaba la piel, despedazaba carne y músculo en un majestuoso movimiento a lo largo del antebrazo. Un fluido espeso y caliente, de un rojo vivo letal, resbalaba de la herida abierta. Thomas tomó conciencia de que su sangre mancillaba la hierba. Tembló, o sintió que temblaba, pues el cuerpo no se le movió ni un ápice. Su visión se emborronó, las manos que lo sujetaban y la figura que lo dañaban se difuminaron.
—¿Por... por qué?
—Arcanum maleficarum latere debet.
(—El secreto de las brujas debe permanecer oculto.)
La voz le retumbó en la cabeza. Arcanum maleficarum...
Un segundo relámpago desvaneció a las criaturas en un torbellino que el viento arrastró consigo. Thomas extravió sus ojos lacrimosos en la sangre que manaba constante. Los latidos ralentizaban su compás. Se encorvó sobre las piernas casi desfallecido, pero el tacto de un objeto en su mano izquierda consiguió hacerle reaccionar.
Un alarido enajenado confundió la risa con el llanto. Empuñaba el cuchillo que había propiciado su inminente muerte. Él mismo, intruso en una realidad alternativa, había creado dos profundos cortes en su piel.
Era el momento de despertar de la pesadilla, de erguirse en la cama al son de un disparo y percatarse de que todo había sido un mal sueño. De reencontrarse con las sábanas empapadas del hotel y aligerar el miedo.
Se desplomó de costado junto a la lápida. La lluvia aflojaba. Las nubes surcaban el cielo descubriendo un paraíso estrellado y una media luna hermosa y resplandeciente.
Thomas murió con la imagen de su propia sangre humedeciendo la tierra sobre la que yacía. Los dedos crispados en la hierba perdieron los últimos resquicios de fuerza.
Los ojos, pesados, cansados, se le cerraron.
Deseó despertar.
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