Capítulo 5. Lanzando el anzuelo
El comedor del Hamilton Hall reunía a los asistentes después de la finalización del primer coloquio. El largo debate establecido, con numerosas insinuaciones a la mentalidad del siglo pasado de Arthur Peabody, conllevó más de un quebradero de cabeza a los representantes del congreso, que se vieron en la tesitura de calmar a la masa de escritores cuando la discusión se trasladó del escenario al auditorio.
En un acto de conciliación con el afamado escritor, que, enfurecido, bajó del atril y abandonó el pabellón, el señor Donovan y sus asociados invitaron a Arthur a compartir un puro Hoffman y varios tragos de licor junto a Mason.
Con cierto disimulo, Ellery inspeccionó los grupos de escritores mientras atravesaba la sala. No le apetecía otra contienda apoteósica contra Dexter. Ahora que su creatividad resurgía de las cenizas, no deseaba que nada, y menos nadie, la espantara. Una mano sobre su hombro puso fin a su indagación.
—¡Ey, Ellery! —Peter O' Sullivan le sonría desde el costado—. ¿Toma algo conmigo? Tranquilo, lo alejaré de las hienas.
—Me haría un gran favor.
Ocuparon uno de los ventanales con vistas a la frondosa y aglomerada arboleda que sitiaba el Hamilton Hall, a diferencia del boscaje medio cadavérico que gobernaba otros puntos de Salem. Lo que vendía el Hamilton, presencia y elegancia, no podía exhibir una imagen externa incongruente con su lema. Los alrededores debían ser una calcomanía de su espléndido interior, independientemente de que dos calles más abajo la ciudad cambiara de fachada de manera abrupta.
—Dígame, Ellery, ¿qué tiene Dexter contra usted?
—Debe preguntarle a él. Dexter pelea contra un espejismo desde hace años. Yo no tengo intención de unirme a su juego.
—Hasta ayer —entrevió.
—Eso fue un punto y aparte. Y me sentó de perlas —razonó Ellery, cuyos labios lucieron una sutil sonrisa—. Ahora es agua pasada.
—Eso quiere decir que vuelve al redil.
Confirmó las sospechas de Peter con un asentimiento de la cabeza.
—¡Es que esto es Salem! —exclamó Peter—. ¿Quién no estaría motivado en un lugar como este? Sobre todo, con la mentalidad de los que estamos aquí reunidos. Tan perversos que seguro que alguno de nosotros se ha dejado llevar por lo que relatamos en nuestras historias.
—¿Eso piensa?
—¿Usted no? No me creo que no haya sentido el gusanillo de experimentar esa sensación que describimos, el nerviosismo y la excitación de vigilar, apabullar e incomodar a quien representa el papel de víctima. Y luego ¡zas! El momento culmen. Asesinato cometido y energía liberada.
—¡Vaya! —Ellery arrugó la frente como complemento a una mueca dramática de pasmo—. Me parece usted el individuo perfecto que cometería un crimen por el placer de apreciar lo que se siente. Y también al que cazarían a la primera de cambio.
—Bueno —Peter rompió a reír—, he dicho el deseo de experimentarlo, no de hacerlo al dedillo. Eso queda para las novelas. El asesino impecable no existe.
—En eso se equivoca —rechazó Ellery.
—¿No? Si eso fuera cierto, el mundo sería un reguero de cadáveres y sangre. Los asesinos óptimos no existen. Siempre cometen algún error.
—En la mente de un asesino, pero un asesino de verdad —aclaró—, puro, con ese instinto que lo induce a actuar, pero que sabe controlar y decidir cuándo usar, no hay cabida para errores de ningún tipo.
—¿Ahora se cree conocedor de todo asesino habido y por haber? —le soltó virulento. Peter se desabrochó la chaqueta y del bolsillo interno sacó una cajetilla de cigarros. Cuando hubo encendido el que sujetaba entre los labios, alzó la vista hacia Ellery—: ¿Quiere uno?
—No, gracias —denegó con un destello de pesar en la voz.
Contempló ensimismado el humo sinuoso de la punta en cenizas del cigarro. Bajo la mesa, apretó los puños hasta notar el escozor de las uñas en sus palmas.
—A su pregunta —dijo para distraerse del aroma—, le diré que no, y tampoco puedo adentrarme en sus mentes como de verdad me gustaría. Pero los errores solo los cometen los más patanes.
Peter expulsó una calada por el lateral de la boca y se arrimó a la mesa.
—He leído decenas de casos de asesinos en serie que han cometido crímenes tan escalofriantes que harían llorar a cualquiera el resto de su vida. Asesinatos cruentos, morbosos, sádicos. Y, al final, a todos les han echado el guante. Siempre había algo que terminaba delatándolos. Fibras, sangre, fluidos corporales, algún observador indiscreto o una víctima que logra salvarse.
—Está describiendo justo a los patanes —señaló Ellery, sonriente—. Los asesinos metódicos están a otro nivel. Calculan hasta el imprevisto más inimaginable, y representan una actuación formidable frente a un público incauto. Esos son los verdaderos asesinos, unos escapistas natos, mejores que cualquier ilusionista que se precie. Capaces de cambiar de identidad con solo chasquear los dedos.
Peter vaciló.
—¿Y esos no cometen errores?
—Le aseguro que no. Y si los cometen, suele ser por la intrusión que menos esperan.
—De qué.
—De quién, mejor dicho. Alguien que se entromete en sus planes buscando comprender ese comportamiento peculiar que solo a él le llama la atención. Alguien que desea dar respuesta a la sensación aversiva que le despierta esa persona. Ese es el error y el problema contra el que han de lidiar los asesinos auténticos.
—He podido notar cierta fascinación en su voz —advirtió Peter achicando los ojos.
—No lo voy a negar —respondió—. Una mente como la de esos individuos es interesante. Por no decir extraordinaria, aunque sea para hacer el mal.
Peter calló un instante. Sus labios, al poco, esbozaron una mueca amplia y entusiasta.
—Tiene una sangre muy fría, Ellery —se mofó de él—. Hablar así de asesinos que aniquilan, descuartizan y violan como si solo estuvieran rompiendo un plato... —Peter sacudió la cabeza entre risas sin sostener realmente un ataque al pensamiento del escritor.
La imagen de Jeremy Anderson se había apropiado del fondo del discurso de Ellery. Lo vivido en su jaula del horror le provocaba todavía alguna que otra noche de insomnio, en especial cuando las marcas del cuerpo de Aurora le recordaban el traumático encuentro con la muerte. No obstante, no había logrado borrar el interés que le despertaba ese prototipo de criminales. Todo lo contrario, el estar tan cerca de uno lo aumentó con creces. No deseaba volver a experimentarlo en primera persona, pero el conocimiento extraído de ese duelo era innegable.
Evidentemente, nada de eso saldría por su boca a nadie cercano, ni siquiera a su padre. Lo tomaría por loco, y tendría que esquivar su mirada recelosa cada vez que se toparan. Lo mismo con Henry, pues con ello solo sumaría puntos a la antipatía de su suegro. Y con Aurora... Cabía la posibilidad de que le entendiera, pero que el hombre que la vulneró personificara una de sus fuentes de interés y estudio probablemente fuera demasiado para ella. Mejor callar y fascinarse en solitario con la perversidad humana que sufrir largas acusaciones y reproches por su, como solían describirle, falta de tacto y masoquismo innato.
—De los dos, aquí el que quiere probar lo que se siente al matar a otro ser humano es usted —contradijo Ellery la observación de Peter—. Yo me intereso por su funcionamiento cognitivo, no por apreciar las mismas sensaciones que ellos.
—¡Qué se le va a hacer! —Peter aplastó el cigarro en el cenicero y corrió a por el segundo—. Me va el riesgo.
Un ligero taconeo se detuvo frente al ventanal. En un movimiento compenetrado, Peter y Ellery atendieron a la mujer de trigueño cabello rizado y profundos ojos color café que sostenía una bandeja con varios vasos de licor. Su piel blanca contrastaba con el traje verde oscuro que se ajustaba a su figura. Aquellos labios gruesos y prominentes desviaron la vista de la pareja de escritores de la picuda y diminuta nariz de su dueña cuando esta comenzó a hablar.
—¿Qué desean beber?
—Depende de lo que quiera ofrecerme, preciosa —desarmó Peter una escandalosa sonrisa de oreja a oreja.
La tirria en la mirada de la camarera desplantó a Peter y recayó en Ellery.
—¿Qué quiere tomar usted?
—Whisky.
Con la misma mueca recta y horizontal que a su llegada, la camarera le tendió uno de los vasos.
—¿Se lo ha pensado mejor? —se dirigió a Peter con acusado desdén.
—He pensado lo bien que le quedaría un vestido descubierto y una copa de vino en la mano mientras cenamos juntos.
La desfachatez de Peter, que desvestía con la mirada a la mujer que había elegido como conquista, estrechó unos enfadados ojos avellanados.
—Puede parar al asno de su amigo cuando quiera. —La camarera se giró molesta hacia Ellery—. Si no quiere que lo haga yo.
—¡Vamos, preciosa! —estalló a viva voz—. ¿No me va a decir el nombre de lo que voy a degustar en mi habitación?
—Vuelva a llamarme preciosa y no podrá beber por un tiempo.
—¿Y eso? ¿Es que va a atarme a la cama?
—¿Ve ese escudo con dos espadas cruzadas? —Les hizo reparar en la decoración de la pared—. Una estocada en el lugar adecuado y todo ese ego que rezuma quedará tan diluido como su verborrea.
La respuesta despuntó una risita en Ellery. Los años que se apreciaban en los rasgos faciales de la camarera apuntaban a décadas de carácter y lucha contra la testosterona que envolvía la atmósfera.
—¿Así me trata sin que todavía nos conozcamos? —Peter negó dramáticamente y le dio una calada al cigarro. Observó unos segundos el humo que escapaba de entre sus dedos, luego, trazando el descaro por su fisionomía, apagó la colilla en el interior de uno de los vasos.
La camarera se quedó muy quieta durante unos instantes.
—Será mejor que se ocupe de este mono arcaico antes de que la punta afilada de una espada le atraviese el hombro —asestó contra Ellery, aguantando el genio —. ¿O es que usted quiere probar suerte después?
—No estoy interesado en lo que supuestamente se está vendiendo —rechazó la oferta.
—¡Ufff! ¡Eso ha tenido que doler! —Peter se llevó el puño a la boca—. Uno de los mejores escritores acaba de darle calabazas, preciosa. Seguro que su tierno corazoncito está llorando ahora mismo.
—A diferencia de lo que piensa, las mujeres no nos enamoramos del primer idiota que quiera acostarse con nosotras —arremetió la camarera. Agarró la bandeja de metal con fuerza y se irguió, levantando un muro ofensivo contra los dos escritores—. No crea que estoy aquí para complacerle. De seguro que el sexo con usted es tan aborrecible como su charlatanería barata. Así que no me englobe dentro de sus sucios estereotipos y pague por lo que necesita en otra parte.
—¡Oh, cuánta maldad! —En un ágil movimiento, Peter se plantó junto a ella—. Se lo compensaré esta noche. Habitación 215.
—Ate en corto a su amigo —miró a Ellery—, puede acabar mal.
—¿Es eso una amenaza, preciosa? —Peter la agarró del brazo.
—No juegue con fuego. —De un tirón, la camarera se soltó y les dio la espalda—. No está en el lugar adecuado. —En un taconeo veloz y molesto, se perdió entre la muchedumbre de la sala.
—Es toda una tigresa. —Peter le siguió la pista unos segundos—. ¡Qué maravilla de mujer!
—¿Así es como pretende conquistarla? —inquirió Ellery, escéptico—. Un acercamiento de ese tipo puede conllevar algo peor que un guantazo. Creo que ha dejado bien claro que es una buena esgrimista.
—Había que probar suerte. A las mujeres como ella ese juego del tira y afloja les va. Los años les hacen tantear el terreno con mayor detenimiento. Esa preciosidad no se va a olvidar tan fácilmente de mí.
—Estoy seguro de ello.
—Antes de que esta semana termine, esa preciosidad habrá visitado la 215.
—Si pensar eso le hace feliz...
—¿No lo cree?
—Creo que podría subir a su habitación, sí, pero para practicar con el florete. Usted encarnaría el papel de diana.
—¡Y le dejaré encantado! —Rio—. Queen, esa mirada avellana... ¡Me ha descolocado! ¿A usted no?
—Más su actitud.
—Buen ojo, Ellery. Por cuál se decanta, ¿arde de rabia porque solo hombres constituyen el congreso de escritores o es una mujer aburrida de su soltería?
—Intuyo que la segunda alternativa ni siquiera es factible —opinó—. Retomando la conversación anterior... ¿Qué quería decir con eso de que le va el riesgo?
—Soy... ¡Qué digo! Era, doble de acción —explicó Peter.
—Nunca había conocido a ninguno. —La revelación avivó en Ellery la curiosidad por el hombre que el altercado con la camarera había tirado por los suelos—. ¿Por qué lo dejó?
—Tres costillas rotas, el fémur en dos ocasiones y un estado de coma de una semana de duración. ¿Le parece poco? ¡Ah!, y dos dedos del pie, más quemaduras y la nariz rota en más ocasiones de las que puedo contar. Ser doble es un trabajo duro... Somos víctimas continuas de asesinos más sanguinarios y malévolos que los que acabamos de comentar.
—¿Los directores? —dedujo Ellery.
—¡Los mismos! —El irlandés soltó una bronca risotada—. Esos idiotas se creen que estamos hechos de plastilina o que somos robots... Varios compañeros de profesión han muerto en escenas de riesgo mal elaboradas y nada se habla de ellos. Yo amo el riesgo —reiteró—, desde siempre. Pero todo tiene un límite. Y ese límite lo rebasé con una costilla a milímetros de aplastarme el corazón. Literalmente.
—Y se hizo escritor.
—He visto, leído y actuado demasiado como para que mi imaginación no pare quieta. Comencé con una especie de autobiografía sobre mi carrera profesional. Una demanda social a lo mal reconocidos y pagados que estamos, pero aludiendo también a la diversión y la juerga tras bambalinas. Gustó mucho. Pero el género de misterio siempre me ha llamado la atención, y probé suerte. No me ha tenido que ir muy mal para que me hayan invitado a este congreso.
—No, ya veo que no —le dio la razón.
—¿Y usted? ¿He leído algo de su autoría?
Ellery enarcó una ceja. Se vio obligado a entreabrir los labios.
—Se acordaría si lo hubiera hecho.
—¡Esa arrogancia yankee que no falte! —asestó Peter, regocijándose en la expresión de desdén que el mote originó en Ellery.
A punto de contestar, Ellery captó de reojo la figura del rechoncho y menudo escritor. El viejo libro robado asomaba bajo su chaqueta.
—Luego nos vemos, Peter.
Tomó carrerilla hacia la puerta sin darle tiempo a despedirse.
—¡Disculpe!
El escritor, que rebasaba la entrada, dio un respingo, provocando que sus piernas intercalaran un movimiento errático. Ellery dejó el vaso de whisky en una de las mesas que decoraban el vestíbulo y sonrió al desconcertado hombre que lo observaba acercarse.
—Disculpe, señor...
—Montgomery, Thomas Montgomery —se presentó.
—Un placer, Thomas. —Enganchó la mano medio escondida del escritor en un rápido reflejo—. Soy Ellery Queen.
—Sé... sé quién es usted —balbució.
—Entonces, va un paso por delante de mí.
El rechoncho escritor se aclaró la garganta.
—No quisiera importunarle, pero tengo mucha prisa...
—No hay problema, no hay problema —aceptó con agrado—. Yo tampoco quiero hacerle perder el tiempo. ¿A dónde se dirigía?
—A mí... a mí habitación.
Thomas se quedó helado cuando Ellery descansó el brazo sobre su hombro y lo redirigió hacia la salida, incitándole a andar a su ritmo.
—Allí mismo iba yo —comentó—. Le acompaño.
Salieron del Hamilton Hall en una marcha acorde y silenciosa. Ellery se percató de que los ojos del escritor lo cazaban de reojo. La mente de aquel hombre era un atolladero de preguntas y aterradoras suposiciones que manifestaba en el traqueteo incontrolable de los dedos contra el libro.
No fue hasta que traspasaron varias calles que Ellery alzó la voz, asustando, una vez más, a su acompañante:
—¿Está bien?
—¿Cómo? Claro... ¿Por qué me pregunta eso?
—Por su altercado con el limpiador de la Casa de la Bruja frente al hotel.
El hombre ahogó un grito. Sus ojos agigantados, con unas pupilas tan oscuras como el temporal, serpentearon de una esquina a otra.
—Cre... creo que se ha equivocado de hombre, Ellery —masculló en un tono vago e impreciso.
—No presumo de agudeza visual —se burló de su necesidad de usar unas lentes que tendía olvidar en cualquier sitio—, pero estoy seguro de que era usted el hombre que vi ayer bajo la lluvia. Y me dio la impresión de que mantenían una discusión acalorada. Le pregunto de nuevo: ¿está bien?
—¡Señor Queen! —expuso Thomas con una formalidad que instalaba distancia entre ambos—, me niego a que me involucre en una pelea a altas horas de la noche.
—¿Quién dijo a altas horas de la noche? —Ellery lo miró con intención y el hombre arrugó los labios—. Thomas —lo detuvo en mitad de la acera—, no le estoy acusando de nada. Es más, estoy convencido de que ese encontronazo no lo había planeado usted. Quería que supiera que, si lo necesita, puedo ayudarle.
—No preciso de usted como guardaespaldas... ¡o lo que sea que estuviera pensando! —respondió airado alejándose de Ellery y retomó el camino.
—Como quiera —lo siguió con las manos en los bolsillos—, pero no es la primera vez que tengo que hacer frente a hombres como ese, y por su actitud presupongo que usted sí.
—No requiero la ayuda de nadie, no he tenido problemas con ningún hombre, ¡nadie me atacó bajo la lluvia! —insistió Thomas con la vista puesta al frente y acelerando el paso.
Sin mucho esfuerzo, Ellery lo alcanzó en la acera.
—De acuerdo, de acuerdo, no seré yo quien le obligue a nada que no quiera. Pero déjeme que le exponga un hecho: si fue el libro que posee y del que no se separa el motivo del altercado, debería esconderlo mejor, o perfeccionar su actuación, que es tan deplorable que hasta el más ciego de los hombres de Salem se habrá dado cuenta de que esconde algo.
—¡Semejante disparate está usted...!
—No me mienta a la cara —lo interrumpió Ellery—. Lo vi en la Casa de la Bruja y lo volví a ver esa misma noche. A ambos. Si cree que me intereso porque deseo robarle lo que conjeturo es información para una novela, se confunde. No pretendo adueñarme de ideas ajenas. Pero si el libro supone un peligro para alguien —dispuso sobre Thomas su observación—, me veo en la necesidad de intervenir. Aunque sea para cerciorarme de que solo ha sido un malentendido.
—Se está metiendo donde no debe...
—Y puedo deducir que usted también. Tranquilo, no estoy aludiendo a un posible robo. —Su insinuación demudó al escritor—. Si quiere mi ayuda para hacer frente a algo que le supera, avíseme. Me alojo en la habitación 300. Un placer.
Se adentró en el hotel con los ojos de Thomas quietos en su nuca. Había lanzado el anzuelo, y estaba seguro de que pronto la cuerda se tensaría a su favor. Un hombre como Thomas no podía lidiar con la violencia y la agresividad de un contrincante como el robusto limpiador. Caería en un abrir y cerrar de ojos. Y lo sabía.
Solo tenía que esperar.
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