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Capítulo 41. Promesa

El semblante reservado del inspector Frederick hacía minutos que lo estudiaba. Como de costumbre, paseaba el dedo sobre sus labios mientras deliberaba consigo mismo, y, de vez en cuando, enarcaba una ceja y farfullaba un vocablo incomprensible.

De vuelta al hotel escoltado por la policía, después de una ducha rápida para desprenderse de los horrores grabados en su ropa, Ellery narraba los hechos que solo él había presenciado.

En el despacho del Hawthorne, reconstruyó los acontecimientos acaecidos desde su supuesto envenenamiento: el ritual en el que había ostentado el rol de verdugo; la confesión de Rebecca en el acantilado; la verdadera identidad del limpiador; y el involucramiento del club de cazadores en más de una decena de feminicidios. La persecución que tenía a tres mujeres de Salem como premio. Y, como Rebecca le había rogado antes de morir, el papel de ejecutora que ella había encarnado en solitario.

Trató de ser concreto y fiel al objetivo que perseguían con la teatralidad de los asesinatos. No paró de hablar durante veinte minutos, y en ningún momento el inspector hizo amago de interrumpirle. Alguna que otra vez tomaba notas y afirmaba.

Una vez finalizado su testimonio, Ellery se apoltronó en el duro respaldo de la silla. Sentía el cuerpo entumecido por el impacto de las emociones que todavía no había conseguido mitigar.

—Si eso es todo —el inspector Frederick le alcanzó una hoja y un bolígrafo—, rellénelo con lo que acaba de contarme y fírmelo. ¿Está conforme con su testimonio?

Lo miró alzando la barbilla, cuestionándolo. Ellery solo cabeceo.

—Es su turno —le dijo mientras jugueteaba con el bolígrafo entre los dedos—. ¿Las han encontrado?

—Los oficiales que cubrían la zona oeste las detuvieron en los límites del bosque. —Frederick inspiró—. Están en el calabozo a la espera de un abogado de oficio.

—¿Y la segunda víctima de la hoguera?

—Se trata de Tim Swaner, un farmacéutico local. El último de ese clan de chiflados que faltaba.

Ellery inclinó la cabeza, intrigado. Un gesto del inspector, que había arrugado los labios hacia un lado, le llamó la atención. Era un tic incontenible cuando se anotaba un éxito rotundo.

—Ha confesado —dedujo.

—Ha hecho más que eso. —Frederick se rindió y agrandó una sonrisa de satisfacción—: Nos ha conducido hasta el diario.

La mano fría de la culpa aprisionó el estómago de Ellery como una mala digestión. El fantasma del profesor Brandsen transitó fugazmente a espaldas del inspector. Prefirió evitar mirarle.

—Le dije que ellos eran los causantes del robo en el MIT.

—Y, una vez más, tenía usted razón. —Frederick no pareció especialmente contento al admitirlo—. El muy cobarde nos lo contó todo. Fue él quien os siguió hasta el Instituto. Ha referido que Duncan Scott le ordenó recuperar el dichoso diario. Como el profesor no quiso entregárselo, se vio forzado a usar la fuerza bruta.

—Conque Duncan era el líder...

—Tenía cerebro, recursos y dinero. Y una afición religiosa muy truculenta y para nada saludable —agregó—. Según ha testificado Swaner, el abogado, Biblia en mano, les comió el tarro con argumentos inmundos que tildaban a las mujeres de frutos del pecado, de chantajistas sexuales y no sé qué más del imperativo de una purga de brujas. Creo que más de uno no ha sabido encajar el rechazo de alguna belleza y ha optado por delatarla como súcubo del Diablo que aceptar que ellos mismos no tienen ni un ápice de atractivo.

—Tachar de culpable a un muerto siempre es más sencillo, ¿no? —Ellery negó, indignado—. Swaner alegará haber estado bajo el influjo de un delirio compartido o algo por el estilo, si su abogado no va más allá e intenta una inimputabilidad completa que lo salve de la cárcel a costa de un psiquiátrico.

—La etiqueta de deficiente mental le sienta como anillo al dedo —convino Frederick—. Swaner ha admitido que los afiliados al club eran cinco. Y sabemos quién es el miembro ausente: Phineas Lodge, historiador y genealogista del condado de Worcester. Colaboraba con Duncan en determinados encargos de su bufete. Su profesión era una mina de oro para el abogado, de ahí las investigaciones tan concienzudas de las mujeres con las que tenían contacto. Como especifica uno de los capítulos del diario, ese tal Lodge murió en una de las incursiones. Lo que le harían a la pobre mujer tras defenderse de uno de esos animales me revuelve el estómago...

Ellery se sumó a la apreciación. Esperaba firmemente que el único miembro vivo del grupo se pudriera en prisión y que nada, ni una semiimputabilidad, le restara años de pena o le proveyera una estancia más cómoda y amplia que el dos por cuatro de una sucia celda.

—En las tablas del suelo de su habitación, debajo de una cómoda, Swaner escondía el diario —retomó el inspector—. Un lugar idóneo para pasar inadvertido. Comentó que, después del asesinato de Duncan, quería retirarse, el muy cobarde. Pero Eiden, ese mono sin cerebro, no estaba por la labor. Quería acabar con las brujas que estaban asesinando a sus compañeros. Según Swaner, dijo algo así como: «No me voy a dejar vencer por unas putas del Diablo». —Frederick compartió el mismo gesto repulsivo que Ellery—. En palabras textuales del detenido, Eiden era todo un descerebrado. Fue el primero en someterse a los ideales de Duncan y el que perpetró los crímenes más violentos. De David Patross nos contó algo más perturbador todavía. Las mujeres a las que mató las hizo pasar por un listado de torturas inimaginables. Algunas de índole sexual.

Ellery cerró los ojos un segundo, tan asqueado como encolerizado. Que Patross hubiera muerto semidesnudo representaba una parodia de lo que muchas mujeres habrían sufrido en sus manos. La idea de que alguna de las detenidas o Rebecca hubiera probado el dominio sexual de ese hombre caló entre el amasijo de pensamientos como una descarga dolorosa.

—Nos ha explicado detalle por detalle cómo las vulneraban. Drogas —golpeó la mesa con el dedo—, sedantes tan potentes como para tumbar a un caballo. No lo ha confesado aún, pero siendo farmacéutico... Cuando terminen de inspeccionar una vez más la casa de David Patross, seguro que encuentran un alijo de fármacos que fácilmente podremos relacionar con Swaner. Si al asesinato múltiple le añadimos venta ilegal de narcóticos...

—Tienen un gran caso que cerrar, inspector —le felicitó Ellery.

—Me gustaría que contara con menos muertos, pero... —Tamborileó los dedos en la mesa—. Nada es perfecto.

Ellery esbozó una sonrisa.

—Por cierto, ¿qué tal todo ese potingue que se puso encima? 

—Es tan repugnante como mencionó Peter —atestiguó—. Deshacerme del olor a humo me ha costado tres duchas y mucho mucho jabón.

—¿Cómo sabía que intentarían quemarlos en la hoguera?

—Está escrito en la historia.

—¿Qué carajos quiere decir con eso?

—Las formas de aniquilar a las brujas —Ellery levantó tres dedos—: ahorcadas, como a Duncan en el faro; un disparo en la cabeza, al igual que con David; y quemadas en la hoguera, como querían hacer con los dos restantes, a falta de tiempo. Los mismos métodos que ese grupo había utilizado contra las mujeres que habían asesinado, aunque ellos añadieran un extra de perversidad.

—Y para evitar que el control de la situación cambiara de bando, los apuñalaban antes —completó Frederick—. Sin olvidar los alucinógenos.

—En efecto. De ahí que los dos cadáveres presentaran heridas de arma blanca. De ese modo, contaban con ventaja. Esos hombres no tendrían fuerzas para huir.

—¿No le hace gracia pensar que usted iba a correr la misma suerte?

Frederick desbarató una larga carcajada.

—Ni una pizca.

—Si quiere que le sea sincero —el inspector se apoyó en la mesa y lo miró—, esa panda de bastardos hijos de puta se ha ganado el estar bajo tierra. Me apiado de las dos mujeres que hemos encarcelado. Sí, no hicieron bien. Pero joder... esos hombres estaban como cabras. Si yo hubiera estado en la piel de ellas, también me los habría quitado de en medio. Pero sin tanto disfraz y tontería. Dos tiros —imitó una pistola contra la sien—, y adiós.

—Espero que eso signifique que será benévolo en su informe.

—Solo puedo llegar hasta un punto, Queen. —Levantó las manos, representado el muro contra el que chocaba todo policía: el modo de proceder del poder judicial—. Haré lo que pueda hasta donde pueda, y rogaré porque el fiscal que lleve el caso no sea un tocapelotas.

—Yo también. Inspector, si no me necesita...

—Un momento, Queen —Frederick también se puso en pie—, tengo que pedirle una última cosa. Es Martha. O Sarah, o como cojones quiera llamarla —desdeñó con un gesto—. Quiere hablar con usted.

Observó a la mujer de cabello cano a través del espejo unidireccional. Encerrada en la habitación sin ventanas que les habían concedido para la entrevista parecía aún más diminuta. Un animalillo asustado, acorralado en las fauces de un lobo despiadado y hambriento. Antes de entrar, se percató de las terribles ojeras que deslucían unos ojos hinchados y llorosos. Sostenía un pañuelo arrugado. De vez en cuando, una tira de escalofríos removía su cuerpo y hacía vibrar la silla.

Tomó aire y abrió la puerta del despacho. Los ojos de la mujer se desplazaron desde la mesa hasta él. La expresividad de su rostro era abrumadora. Había dolor, miedo, culpa. Pero, sobre todo, la huella de un vacío sin fondo. Hacía unas horas que había perdido a la mujer a la que amaba y, aun con los cargos que se le imputaban, aquel doloroso acontecimiento era peor que todo lo demás. Sin esperarlo, Ellery se vio reflejado en ella.

—Me han dicho que quería hablar conmigo antes de su traslado —comenzó, tratando de modular el tono—. Perdone, ¿puedo llamarla Sarah?

Accedió a respetar su silencio hasta que estuviera lista. Era principal cuando se buscaba del otro una respuesta sincera. Debía hacer uso de una escucha diferente. Quería comprenderla, y que ella se diera cuenta de que se esforzaba todo lo posible en validar su verdad. El silencio era fundamental para ello. Ni el rol de detective o de interrogador servirían de algo. Esa mujer demandaba una catarsis, y lo había elegido a él.

—Cómo...

La voz salió de la garganta de Sarah débil y voluble. Casi no la oyó. Las lágrimas activaron un resorte en Ellery. Se irguió con disimulo y prestó atención al movimiento de los labios.

—Cómo ha muer... muerto.

Empezaba con la peor de las preguntas, lamentó para sí. Quiso ser franco, pero hasta a él le costaba recordar esa imagen sin un pellizco en las entrañas.

—La policía ya se lo habrá...

—¡Quiero que me lo diga usted...!

La ira en sus ojos atravesó a Ellery. Respiraba con una violencia visible en la forma en que su pecho se hinchaba. La fuerza del flujo del aire abría los orificios de aquella nariz remachada. El animalillo había echado agallas contra la ofensa de un contendiente mucho más fuerte y cruel. Su futuro estaba previsto, cualquier incidente entre medias no cambiaría las cosas.

—¡Quiero que me lo diga el hombre que la ha ase...!

Ellery se irguió automáticamente en la silla. El sollozo que había interrumpido el calificativo de asesino lo desorientó por un instante. Trató de no aparentar perturbación con una postura rígida e inamovible, a diferencia de su corazón, cuyos latidos habían alcanzado un volumen ensordecedor.

—Yo no la maté.

—¡Miente!

Sacando una fuerza sobrehumana, y para asombro de Ellery, la mujer se abalanzó sobre él a través de la mesa. En un acto reflejo, con las manos de Sarah apresándole la camisa, reculó apresuradamente. Ambos cayeron de espaldas al suelo.

Cuando pudo darse cuenta, Sarah estaba sentada sobre su regazo. Los puños que ceñían la camisa lo impelían hacia ella. Ese rostro que exteriorizaba un dolor inimaginable, el foso en el que se ahogaba, clamaba honestidad. Pero no sintió que quisiera herirle. Necesitaba liberar el dolor en el que se había convertido su existencia.

Unos golpes contra el espejo captaron la mirada de Ellery. Negó reiteradamente con la cabeza para avisar de que todo iba bien, que no debían entrar. Tornó los ojos hacia Sarah y puso las manos sobre las de ella. 

—Sarah, lamento su pérdida. Siento mucho que Roxxane... que Rebecca —corrigió— haya muerto.

—¡Dígamelo! —sollozó a lágrima viva—. ¡Dígame cómo sucedió!

Hizo el esfuerzo de hablar sin que le temblara la voz:

—Se arrojó por el precipicio adyacente al bosque.

Un largo lamento derrumbó a Sarah. Se tapó la cara y empezó a llorar con fuerza, atragantándose con su propia saliva.

No tuvo muy claro si fue debido a la compasión que le despertaba o de recordarse a sí mismo en un estado semejante, necesitado de alguien que asumiera parte del sufrimiento que lo destrozaba por dentro, pero alzó a la mujer que exponía su fragilidad y la abrazó. La apoyó contra su pecho y dejó que llorara. Notaba su pequeño cuerpecillo sacudirse, los gemidos atropellados de su boca. Le acarició la espalda y cerró los ojos.

Permanecieron en el suelo, abrazados, cerca de unos minutos. Luego Sarah se separó de él. Sus ojos estaban hinchados, inyectados en sangre.

—¿Quiere sentarse? —le preguntó.

Sarah asintió y Ellery la ayudó a incorporarse. Retomaron los asientos enfrentados cara a cara, pero la atmósfera había cambiado, ya no se palpaba la tirantez con la que habían iniciado la conversación.

—¿Le...? —Se interrumpió, moqueando, y se limpió las lágrimas—. ¿Le dijo algo antes... antes de morir?

—Me lo explicó todo.

Sarah apartó los ojos.

—No sé por qué, pero usted le caía bien.

—Ella a mí también.

—Debe saber que no teníamos ningún motivo contra usted —se excusó Sarah sin mirarle de frente—. No... no deseábamos su muerte... Pero...

—No pasa nada —quiso tranquilizarla. La mujer elevó la cabeza—. Lo comprendo. No estoy enfadado.

Un sutil ademán de consuelo en Sarah le indicó que había escogido el camino correcto.

—No las culpo. Me entrometí. En todo caso, soy yo quien lo siente.

Sarah agrandó los ojos, desconcertada por la disculpa del hombre al que habían elegido como vía de escape. Ellery se imaginó la cara que debía de estar poniendo el inspector al escucharlo. 

—Rebecca era una mujer fuerte —prosiguió—. No la conocía ni mucho menos como usted, pero fui consciente de su fortaleza en el breve contacto que mantuvimos. Me gustaría que me creyera cuando le digo que no se merecía este final. No —enfatizó con firmeza—, no se lo merecía.

Sarah se estremeció en la silla. Las lágrimas brotaron descontroladamente.

—Rebecca... —Inspiró un par de veces; los nervios contribuían a que se le trabaran las palabras—. Rebecca lo era todo para... para mí. Ahora yo... Sin ella yo...

—Sé que mantenían una relación. —El comentario recibió la mirada asustadiza de Sarah—. Lo intuí por la forma que tenían de mirarse, de tocarse. Y de cómo Rebecca me habló de usted antes de fallecer.

La mujer arrugó el papel entre las manos. Rodaron mejilla abajo dos largas lágrimas que titilaron unos segundos en su mentón y gotearon sobre la mesa.

—Sé que es un proceso duro, Sarah, pero usted también es fuerte —expresó—. Lo ha demostrado.

—Yo no...

—No se haga de menos, por favor. —Ellery agravó la entonación—. Rebecca era fuerte, pero usted la superaba con creces. No hay más que retroceder al pasado para entender su resistencia.

Sarah titubeó. Movió los ojos por la superficie de la mesa, perdida entre recuerdos.

—Ahora estoy... estoy sola... —susurró—. El pueblo entero querrá nuestra cabeza...

—El pueblo no tiene ni idea de lo que han vivido —contestó firmemente.

—No lo comprenderán...

—Ni falta que hace, lo que opinen ahí fuera no importa. De todos modos, la gente es más tolerante de lo que imagina. El pueblo solo ha escuchado la mitad de la historia. Cuando la pieza que desconocen salga a la luz, entonces podrán juzgar. En cuanto a estar sola, tiene a Bridget —le recordó—. Y a mí.

—¿A... a usted?

—Haré todo lo posible porque el mundo conozca la verdad. Su verdad.

—¿Cómo hará eso?

—Como mejor se me da —sonrió—: escribiendo.

Una segunda tanda de golpes en el cristal les avisó de que la charla estaba a minutos de expirar.

—Se hace tarde, Sarah. No me van a permitir más tiempo con usted. —Un brillo piadoso se apoderó de su mirada—: ¿Quiere algo más de mí?

—Una cosa. —Se secó las lágrimas con el pañuelo—: Entierre a Rebecca como es debido.

En la cabeza de Ellery resonó el propósito que su madre le había transmitido. 

—Lo haré —le dijo—. Se lo prometo.

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