Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 35. Misa negra

Alguien le ayudaba a desplazarse hacia el centro del campo. Erró la vista de lado a lado, obnubilado, con la sensación de estar en un sueño. Unos ojos negros, agujeros sin fondo, lo escoltaban. Confuso, levantó la cabeza al frente.

La belleza refulgente de una gran hoguera propagaba una acogedora calidez. El crepitar de la madera despedazaba los troncos de la pila, agotadas sus resistencias en la lucha contra las llamas. El ulular cizañero de búhos indiscretos trazaba una banda sonora incidental. Apreciaba un centenar de ojos escondidos entre las ramas, espectadores del acto.

Cuando le soltaron, se desplomó de rodillas. Su torso encorvado oscilaba sin equilibrio, ignorando los esfuerzos por permanecer estático. El calor se pegó a su piel como aceite hirviendo. La gran fogata bullía antes sus ojos. El ardor que emanaba le resultaba desagradable.

Hizo el amago de retroceder, pero un grito a su derecha atrajo su atención mermada. Un hombre amordazado trataba de hacerle reaccionar. Tenía los brazos retenidos a la espalda con cuerda gruesa y deshilachada. Balbuceaba a través del esparadrapo, sus ojos desorbitados se aunaban a una expresión facial despavorida. 

Los murmullos ahogados de otro hombre abarrotaron su otro flanco. También postrado, intentaba impulsarse con las rodillas en su dirección.

—Ven, Ellery.

Una mano resplandeció entre las llamaradas. Fuente de luz en la tenebrosidad del descampado, vislumbró el largo cabello dorado de la mujer con la que surcaba el círculo de sombras. Andaba a un ritmo suave, sosegado. Su instinto atrofiado por un huésped caprichoso le decía que era familiar. ¿O era solo imaginación suya?

Enfrente de la fogata había un altar de madera. Dos mujeres... No, rectificó, dos monstruosas figuras resguardaban cada lado. Largos atuendos oscuros se acoplaban a unos rostros enfermizamente espeluznantes. Pero le sonreían, y eso bastó para calmarle.

Inmóvil delante del altar, medio ausente, las contempló reunirse en torno a la superficie de madera. Había un cuenco dorado, hierbas espolvoreadas en su interior, un líquido amarillento que manaba de un botecito de cristal. Una de ellas removía la mezcla con un instrumento extraño.

Los gritos inaudibles de los dos amordazados llevaron a Ellery a mirarlos por encima del hombro. Los entrevió a través del fuego, difusos, deformes. ¿Era real?, llegó a preguntarse. ¿O un mal sueño?

—Cógelo.

Una de las tres figuras femeninas lo tomó de la barbilla y volvió su rostro hacia el altar. Agachó la mirada hacia el objeto que le tendía y que había sido bañado en la mezcla del cuenco. Tardó en dotarlo de significado. El fuego se reflejó en la filosa hoja de un cuchillo.

La mujer lo situó sobre su palma abierta.

—Ven, Ellery.

Tiró de él hacia el filo del altar. En la superficie, un animalillo se revolvía nervioso. 

—Es tu momento —le dijo la mujer al oído.

—Termina el ritual y ven con nosotras —añadió otra.

El murmullo se hizo más insistente. Miró el cuchillo, incapaz de entender qué hacía en sus manos, y luego al pobre animal. Dudó.

—¿¡Qué está haciendo, Ellery?! ¡Suelte eso! ¡Avise a la policía!

Reconoció la voz crispada y desesperanzadora del limpiador de la Casa de la Bruja. El humo inhalado agravaba el tono de su voz.

—¡Despierte, Ellery! ¡Despierte! ¡Joder!

—¡Hazlo callar! —ordenó una de las mujeres.

Por el rabillo del ojo entrevió a una de las sombrías siluetas corriendo hacia el limpiador.

—¡Ahrg!

Entendió que lo había golpeado con algo, quizá una rama. Pero ya no hablaba. Volvían los murmullos ininteligibles pero desesperados.

—No tenemos por qué hacer esto.

La mujer frente al atril, cuyo rostro lo camuflaban las parpadeantes sombras de la hoguera, transitaba alterada el trozo de campo entre el altar y el escritor.

—Hemos llegado muy lejos. Estamos cerca —la voz de su izquierda era exigente. 

—Pero no tenemos que involucrarlo.

—La decisión está tomada —sentenció—. Ya hablamos de esto. ¿Ahora te retractas? ¡Esto comenzó gracias a ti!

La acusadora arrojó un dedo imperativo contra la indecisa, acortando la distancia con unas zancadas que ondearon la falda de su vestido harapiento.

—¡Este final es perfecto! Este hombre se había involucrado demasiado. ¡Iba a delatarnos! Él mismo ha escrito su sentencia de muerte, y nos viene de perlas.

—¿Por qué no simplemente les rajamos el cuello a esos dos y los echamos a la fogata? 

—¿Y qué hacemos con él? No se creerá que esto haya sido un simple sueño. El alucinógeno no da para tanto, cariño. No. Debe morir. Tiene que morir.

—Lo tacharán de loco.

—¿Y? 

—Que es inocente, al igual que el primer escritor.

—Nadie está libre de culpa. —La mujer regresó junto a Ellery—. Todos pecamos de sangre ajena en las manos. Él también. No es un santo.

—Pero podríamos...

—¡No hay más que hablar! ¡Lo votamos!, ¿recuerdas? Él morirá, y los asesinatos le caerán encima.

Ellery oyó un resoplido lejano.

—El plan ha sido tuyo desde el principio, y te hemos apoyado. Hemos hecho cosas inimaginables porque aceptamos tu palabra, tu proceder. Nos estamos jugando mucho con esto, ¡nuestra propia vida! Ahora no nos falles tú.

La cruda y violenta recriminación aplacó a la única detractora.

—Como queráis... —terminó por ceder—. Hagámoslo cuanto antes.

Ellery intuyó en su voz una nota de resignación.

—Ellery... —le susurraron—. Ven.

Sus piernas se movieron de vuelta al altar. Sin comprender cómo había llegado hasta ahí, el animalillo colgaba de su puño. Notó el cuerpo caliente removiéndose frenético, la sangre en plena carrera, aquellas negras pupilas titilar. Percibió miedo, miedo por el hombre que lo sostenía. Miedo por su asesino.

—Hazlo, Ellery —le incitaron—. Purifica ese cuchillo antes de desalojar esos cuerpos de sus almas...

—¡Clávaselo! 

Acercó el cuchillo al vientre del animalillo. Los soplos de aire hinchaban aquel diminuto cuerpo como un globo. Sus largos bigotes temblaron, su boca entreabierta mostraba los dos largos incisivos centrales.

Solo tuvo que hacer un poco de presión y la afilada punta del cuchillo cortó la carne. Un hilo de sangre nació del vientre y descendió hacia la cabeza. Aquel espeso líquido mancilló el pelaje blanco a su paso. Apretó más, instado por los grotescos susurros que lo alentaban a cometer aquel asesinato, e impulsó el cuchillo a través del abdomen. El animal se retorció. La sangre salía a borbotones de la hendidura y, en cascada, atoraba el recipiente dorado. Las manos de Ellery y su camisa se ensuciaron con las salpicaduras que dibujaron una estampa inconexa de gotas.

No apartó los ojos del animal. Vio su mirada apagarse, cómo pasaba del terror a la piedad y, de últimas, a la renuncia del moribundo. Ya no trataba de liberarse. Contemplaba al que había sido su verdugo.

Extrañado, sintió que algo en su interior moría con aquel animalillo. Con el cuidado que antes no había tenido, sacó el cuchillo de su vientre.

—Bien hecho, Ellery —canturreó la mujer a su lado—. Ahora les toca a ellos.

De nuevo lo conducían al lado opuesto de la hoguera, donde los dos hombres rogaban misericordia a gritos.

—Mátalos, Ellery.

Inclinó la cabeza, desorientado.

—Sé nuestro vengador.

Como si estuviera en mitad de una pesadilla incontrolable, contempló a sus víctimas. Terriblemente asustados, imploraban un perdón que no sentían para evitar ese final. Le recordaban a la pequeña liebre a la que acababa de sacrificar. Acobardados, indefensos, buscaban un ápice de clemencia en su ejecutor. Pero ¿acaso la tenía?

Las siluetas fantasmagóricas, translúcidas, de Thomas Montgomery y el profesor Brandsen se materializaron en el espacio azabache. Lo juzgaban, criticaban el acto que había cometido. Con ellos, con el animal.

El cuchillo tembló en la mano de Ellery. Esas muertes eran culpa suya. Ignoró el instinto que le decía que las amenazas contra Thomas iban en serio. Había involucrado al profesor de lingüística por puro egoísmo, por la necesidad de que alguien desenredara los puntos ciegos de su teoría. Y los fantasmas que se retorcían tras los amordazados eran la prueba. Estaban ahí para atormentarle, para que confrontara desde la raíz sus pecados.

Se planteó la disyuntiva de si ajusticiar a los que se habían servido de sus propias normas para masacrar a mujeres era algo realmente malo. ¿Tan sencillo era empuñar un arma contra alguien?

De pronto se sintió agotado. Una furia inextinguible se agarraba a su pecho. Estaba cansado de tanta responsabilidad, de tanta muerte, de tanto dolor. Vivir no debía costar tanto ni producir tanto sufrimiento. ¿O sí? ¿O vivir se basaba en eso? ¿En darles la mano a esas dos pérfidas amigas para que, en el instante en que todo brillara de dicha, saborearas lo que era la verdadera felicidad?

Pero matarlos no cambiaría las cosas.

Su verdadera felicidad no estaba allí, menos en Salem. Viajaba por el país e irradiaba unas de las miradas esmeraldas más bonitas que había visto. Por un momento, quiso desaparecer y teletransportarse junto a ella al atardecer de los acantilados rocosos de Bar Harbor.

Como una fantasma más, la mujer de cabello rizado, rojo como el mismísimo fuego, compareció en el momento decisivo del juicio. Se movía con una elegancia danzarina. Daba vueltas en torno a él, difuminándose con la negrura del bosque. 

«Ellery... —la escuchó entonar en su inconsciente— no tengas miedo. El miedo lo es a lo desconocido, pero tú sabes quién eres. Siempre lo has sabido».

Sonrió a la belleza carmesí que cruzaba frente a sus ojos.

«Aunque duela, es esencial que conozcamos nuestras sombras».

Y qué razón tenía. Sus sombras, su oscura maldad interna, se preguntaba si era tan horrible lo que allí estaba sucediendo. Se debatía entre ese dialéctico sí y no. Nunca había matado a nadie, y afirmaba ser incapaz de hacerlo. Hasta ahora. La tira catastrófica de acontecimientos había germinado en él la duda. Duda hacia sus principios. Pero cómo no enzarzarse en un dilema cuando la muerte de dos personas pesaba sobre su conciencia.

Entendía lo que la ilusión de Aurora quería transmitirle. En su corazón, aunque lo negara, vivía una bestia salvaje aguardando la ocasión para perder la cordura y brotar desenfrenado. Dañar a los que le habían dañado a él, hacerles pagar con su misma moneda.

Pese a ello, siempre había pensado que las personas conservaban en su interior una chispa incandescente de luz. A veces, si no la mayor parte del tiempo, quedaba sepultada por los infortunios de la vida. Pero incluso con todo en contra, con justificaciones razonables para dejar aflorar al animal rabioso, esa pequeña chispa de luz tenía la habilidad de apaciguarlo. Como a un niño al que se le leía un cuento para dormir, conseguía sanar el sufrimiento de ese lobo y desterrar la tortura, la venganza, de su mente. Lo domaba.

De inmediato, sintió una racha de alivio expandiéndose por su cuerpo.

Cómo deseaba estar en la casita de playa disfrutando de una lectura con el sonido del mar de fondo.

Pero ese episodio de regocijo tendría que esperar.

Ahora querían algo de él.

Ahora tenía que cumplir su palabra.

Blandió el arma sobre los ojos atemorizados de sus víctimas. Las apariciones de Thomas y Brandsen perdieron fuerza y se difuminaron. Aurora aguantó un segundo más. Le sonrió antes de desaparecer. Estaba solo, agarrando un cuchillo ensangrentado, con su siguiente paso en mente.

Abrió la mano. El cuchillo rebotó en el suelo.

—¡¿Qué hace?! —gritó una de las mujeres, cuya grotesca voz consiguió asemejarla a la de una bruja.

En el trance que preservaba los ojos de Ellery muy abiertos, se dio la vuelta lentamente. Los cinco individuos fueron testigos de verle deambular como un autómata hacia la fogata. Se agachó y aferró un tronco por el extremo libre de fuego. Con la antorcha en alto, se giró hacia los dos hombres.

Las tres mujeres cuchichearon a espaldas del escritor.

—¿Qué se supone que va a hacer con eso?

—Va a... —La mujer al frente de la situación rio—. Quemarlos.

—Eso es...

—Es paradójico —respondió—. Va a matarlos como en antaño asesinaron a nuestros antepasados. Quemados en la hoguera. Es purificador.

—Hazlo ya —ordenó la tercera de las voces, ruda y firme a causa de la angustia.

El escritor vagó con el ardor de las llamaradas hacia los hombres que se retorcían en la hierba. Lloraban y moqueaban. Uno de ellos se había orinado encima. La muerte que iban a sufrir era horriblemente dolorosa. Sentirían su carne calcinándose, la piel desprendiéndose del músculo, el hervor de la sangre durante los minutos que tardaran en desmayarse. Era peor que cortarles el cuello. Era una muerte lenta y cruel.

Unos ruidos escaparon de la profundidad del bosque; animales correteando, cuervos esperando su turno, búhos extasiados con el desarrollo del ritual.

Ellery dibujó una sonrisa truculenta. Miró al cielo e inspiró hasta llenar los pulmones.

Era su momento.

Era su espectáculo.

Entonces...

Bajó el brazo con tal rapidez que causó un instante de confusión en el corro de observadores. Ninguno era capaz de procesar lo que acababa de ocurrir. El escritor había lanzado la antorcha contra sí mismo. Empapado del aceite del cuchillo, el fuego no tardó en devorarlo.

Desde los brazos hasta las piernas, ardía.

Ellery se había transformado en una bola de fuego.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro